Un capitalismo que ya no puede crecer, sino conquistar anuncia la forma de gestionar que
asumirán doxócratas y oligarcas en los próximos cinco años.
Las necesidades obligarán a multiplicar el asedio a los recursos y a proteger los de los aliados.
Entonces se producirá inevitable una batalla generalizada. Los poderes intrínsecos de los metales y
la energía de los estados industrializados se expandirán, florecerán. Los doxócratas se lanzarán a la
conquista. Desencadenadas esas potencialidades en el holocausto de las razas inferiores, dejarán al
mundo, por un tiempo, librado a la paz de los cementerios o al terrorismo de estado. Queda en
incógnita la intensidad de la batalla y los limites que se den a la destrucción. La victoria tampoco
está asegurada, pues conquistar las ruinas de un planeta y encontrarse con una revolución
inesperada será quizás la peor y definitiva derrota del capitalismo.
Segundo: Carencias y recambio.
Los utopistas del siglo XVII imaginaron un mundo donde los cambios eran sociales, pero no
tecnológicos. De la misma manera que quizás hoy los utopistas imaginan cambios importantes en
las ciencias cuando en realidad serán en los Estados.
Más allá de las guerras, internas y externas, de cuya intensidad nadie pede hacer predicciones,
una reducción de la disponibilidad energética y de materias primas, adosada a las altas tecnologías
finas de la informática y la electrónica, pueden dar como resultado un mundo ordenado en su
distribución de riquezas y en sus libertades.
Las dificultades para sobrevivir en el desorden y en los odios de clase pueden abrir paso a
sociedades donde la justicia sea un imperativo. Y cuando me restrinjo a la superación de los odios
de clase como condición, es porque los otros, los de raza o religión, son promovidos por los
dirigentes para reinar sobre las divisiones, sean internas de un país o exportadas a otros. Sin esa
provocación generada desde arriba, los pueblos tienden naturalmente a la próspera concordia,
aquella que reclamaba para salvar su cabeza Cicerón, la concordia ordinum en su caso, limitada al
buen orden de las diferentes clases romanas. Y no era descabellada la prédica de Cicerón, porque
luego de batallas incontables del bello civile, fue al final, bajo las paz augustea que cada uno volvió
a su lugar, pero las dos clases originales de la disputa habían abandonado el protagonismo político a
dos nuevos actores: la gran oligarquía financiera-terrateniente y los centuriones bárbaros. La vieja
aristocracia senatorial del cursus honorum y la plebs de los tribunos con veto ya no ejercían más
que una autoridad subalterna y honorífica. En el mundo variado y desarticulado del futuro, confío,
ilusamente, que algunas sociedades desarrollen constituciones y mores consultativos, asamblearios,
moralidad al fin. Simiente de las democracias directas que la cibernética posibilita. La debilidad de
la justificación de derecho que ostentan los cuerpos represivos es una puerta abierta a esta chance,
pues las carencias debilitan las certidumbres legales de los mismos, permanentemente confrontados
a pegarles a los abuelos y a los trabajadores. Cierto que los que siguen las carreras de las armas o
hacen escuela para garantizar el orden, reciben una formación de violencia que se agrega a sus
siempre sádicas tendencias naturales y los hacen bastante impermeables a los aires sociales… pero
no a las balas, que suelen convencerlos de su equivocación política cuando no entienden razones.
Es evidente que en momentos de carencia mayor, si los estados no logran coordinar las
voluntades, la violencia los superará en un desorden irrecuperable. Los estados fallidos no tienen
clases dominantes, sino grupos de poder. Extendido este fenómeno, muchas naciones estarían en
manos de oligarcas sin voluntad de convencer a nadie, solo ocupados en vencer al otro.