EL CINEMATÓGRAFO

DE REPENTE la oscuridad, y con ella el silencio precursor de milagros. Un haz de pálida luz brota de la negra hendidura proyectante, y se abre hacia el blanco lienzo que espera. No es el inocente rayo de sol entre el follaje espeso, sino un mágico surtidor, preñado de gestos y de ideas, es un mundo agitado, una oleada de vida que surge otra vez del abismo. La delgada claridad que cruza el espacio lleva consigo una chispa de nuestro espíritu inquieto; es nuestra mirada misma atravesando las tinieblas.
El hombre había obligado a la placa fotográfica a estremecerse y a conservar la huella de un instante; había obligado a la materia bruta a tener memoria. Pero esa memoria no era más que un espasmo, un resplandor en la noche. La materia se acordaba, pero de un momento solo; palpitaba un segundo, y se petrificaba en el único ademán inteligente de su existencia. Una fotografía es una sombra inmóvil, un cadáver. Un retrato hace pensar en las cosas pasadas de igual modo que un pétalo seco, hallado dentro de un libro, hace pensar en la primavera ausente.
Y eso no nos bastaba. Hemos querido galvanizar los espectros y hacer retroceder a la muerte. No contentos con engendrar innumerables formas nuevas, hemos querido robar las que estaban condenadas a desaparecer. Ángeles anunciadores de lo que vendrá, somos también buzos de lo desvanecido, y remontamos a la superficie cargados de tesoros que dormían en el fondo del mar. Nuestro genio tuerce las corrientes del destino, y una resaca maravillosa, después del naufragio, esparce sobre la tela tirante del cinematógrafo las mil figuras alegres de la tripulación resucitada.
Vemos lo olvidado; vemos lo que nunca hemos visto. Viajamos por tierras desconocidas. Bajo árboles acariciados de brisas disueltas para siempre, nos reclinamos a descansar de un camino que no hemos hecho. .. Pisamos la trepidante cubierta de un buque ignorado, y aguardamos el redondo empuje de las olas que más tarde, no sabemos cuándo, habrán desfallecido en playas remotas. .. Ahora es una ciudad inmensa, donde jamás habitaremos. ¿Qué pensamientos arrastra el transeúnte que pasa rozándonos, durante ese minuto perdido en el caos. . . ? Y así desfilan ante nuestra retina absorta, escenas, paisajes, fantasmas vivos que acuden a nosotros desde las profundidades del tiempo, y que se mezclarán a nuestros sueños y a nuestras nostalgias. La realidad delira como un moribundo, y nos arroja al rostro ráfagas de su enorme historia.
Titubea de pronto el cuadro. A intervalos una mancha o una quebradura nos trae a la mente nuestra debilidad. Estamos aún lejos de la perfección absoluta. Nos sacuden los choques de nuestra penosa marcha hacia el futuro. El aparato sublime vacila. Pero esa misma flaqueza vuelve la lucha más trágica. Estamos combatiendo cuerpo a cuerpo, y el temblor del cinematógrafo es el temblor de la divina presa entre nuestras manos crispadas.
En la penumbra la multitud entrega sus cándidos ojos de niño. Nos baña un ambiente religioso. Las almas ceden al encanto confuso y penetrante de lo incomprensible. La fe, como en otros siglos, baja al valle de lágrimas. Pero baja libre de terrores. Ya no teme, la muchedumbre, la cólera ni la venganza de los dioses ciegos. Por eso, familiarizada con el prodigio, confía serenamente en sí misma. Por eso delante del cinematógrafo, como delante de otras recientes conquistas de la razón sobre el Universo, se mueve en nuestra conciencia la inmortal esperanza.

LYNCH

No PASA día sin que los admirables, los nunca bastante imitados yanquis descuarticen un negro o dos. Puesto que ellos lo hacen, está bien hecho. A nosotros, modestos comentadores, no nos toca sino penetrar y comprender los principios en que se inspiran los jefes de la civilización a la moda.
El linchamiento es recomendable por su baratura. Ahorrarse de un golpe fiscales, abogados y jueces no es chico negocio para un norteamericano. Go ahead! Fuera código. Cárceles inútiles. Única pena: la del ratón devorado por el foxterrier. Verdugos gratuitos y en abundancia. En esta justicia reducida a su esencia, sólo queda el elemento indispensable: el verdugo nato, el bárbaro que se encarga de ejecutar las sentencias, y sin el cual todo nuestro aparato administrativo se vendría al suelo.
Además, ¡qué rapidez! Time is money. ¿Qué hay? Dicen que un negro ha pegado a un blanco. Dicen que un negro ha caloteado a un blanco. Dicen que un negro ha hecho el amor a una blanca. Ahí sale el negro huyendo. ¿Es él? Y si es él, ¿es culpable? ¡Bah! Es negro,. Nació con la culpa pintada en la piel. ¡A muerte! La horda, el galopar aullador de la jauría, la matanza. En un cuarto de hora, la sociedad se ha vengado.
¡Y con cuánta majestad! Es una ola humana lo que aplasta al reo. La horca solitaria, el fusilamiento correcto detrás de una tapia, el sillón que fulmina entre cuatro paredes, son ceremonias mezquinas y como vergonzantes. El patear de la multitud sobre un cadáver caliente tiene algo de grande, de ultraenérgico, de pseudoelectoral, muy conforme con la psicología yanqui.
La práctica de Lynch robustece y renueva el importante instinto de la caza. El linchamiento es ante todo un sport. Luis XI solía perseguir con perros de presa, en sus jardines, a los delincuentes de baja estofa. Esta distracción, sazonada a la salsa moderna, había de cultivarse naturalmente en el país de los pioneros, batido por cow-boys, cazadores pura sangre, país donde el duelo, durante muchos años, ha consistido en acosarse rifle en mano, entre los árboles. Sólo por higiene, conviene de cuando en cuando, al aire libre, correr un negro. Correr un negro, es decir, una pieza magnífica, un animal casi humano, que sufre casi como nosotros.
Por último, el linchamiento es un medio sano de que el pueblo torne parte en los juicios. El linchamiento, tranquilizaos, es absolutamente democrático. Es la sacrosanta voluntad del pueblo, satisfecha en el acto. Es el ideal de los tiempos. Notad que el Jurado resulta una concesión torpe. El hombre del pueblo no se siente a gusto disfrazado de toga y hojeando legislaciones. ¿Para qué obligarle a razonar? ¿Para qué inquietarle con la idea de lo justo? Nada más contrario a su naturaleza. Lo lógico está en hacerle juez sin quitarle su condición nativa; lo equitativo está en hacerle soberano sin libertarle de sus pasiones; en darle el poder sin imponerle la hipocresía. Lo galante está en abrir las válvulas, en soltarle desensillado por las calles, en permitirle una pequeña revolución contra un negro, en agasajarle con una pequeña fiesta neroniana donde sea a la vez espectador y actor, donde goce del asesinato y lo ejercite sin remordimiento. Y lo bello es contemplar, en los linchamientos de los Estados Unidos, el juego perdurable de las ferocidades necesarias.

DE DEPORTE

TODOS los juegos son simulacros de combates, representaciones atenuadas de la esencia misma de la vida: la guerra. Entre ellos, los deportes expresan más agudamente la lucha. Los ingleses, tenaces hombres de acción, llaman también deporte al boxeo sin guantes. El desarrollo de los deportes es por lo común beneficioso, porque despierta y disciplina los instintos fundamentales del animal humano: la audacia, la astucia, la resistencia, la crueldad. Mediante el ejercicio de sus músculos, el individuo se convierte en una unidad útil, puesto que se hace temible.
Las campañas modernas, moviendo enormes masas de soldados y de material y exigiendo preparativos incalculables, se resuelven en meses, en semanas. Las campañas antiguas, en años, en siglos. Constituían un estado nacional cuasi normal; eran la sola carrera de los nobles y su ocupación corriente. Así el deporte se cultiva por los nobles de hoy, es decir, por las clases ricas. Reemplaza al viejo oficio de las armas. La lanza y la armadura se sustituyen por la inofensiva pelota de fútbol y el jersey de grueso estambre. Antes se llevaba al cinto la afilada hoja de Toledo. Ahora se la despunta y se la cuelga en la sala de esgrima. El drama ha pasado de la realidad al escenario. Mas no deja de ser idéntica su psicología y semejantes sus ventajas.
¿Por qué? Por la facilidad con que se vuelve del escenario a la realidad. La gente de teatro gesticula fuera de él con entusiasmo parecido, y sus pasiones suelen ser tumultuosas. Goncourt, en su extraño libro La Faustin, cuya base documentaría se advierte a la legua, nos pinta a la gran actriz copiando maquinalmente los gestos de su amante moribundo. El artificio cubre la verdad, y acaba creándola. Un duelista, quizá muerto de miedo, repite automáticamente las estocadas aprendidas en los asaltos, y hiere a su adversario. La ficción lo salva de un peligro positivo.
Pero tal vez el ejemplo está mal puesto. Un duelo se combina de antemano. Las horas de idea fija disuelven al cobarde y fortifican al valiente, que en una noche tiene tiempo para dar las últimas órdenes a su organismo y poderlo lanzar a la pelea bajo la libertad de juicio y la serenidad. No es raro que un principiante venza en duelo a un maestro. Aquí el deporte no sirve de mucho. Su papel es capital en las sorpresas. La necesidad urgente de hacer algo pierde al no sportman., al contemplativo que requiere juzgar para decidirse. La inminencia lo inmoviliza. Su sistema nervioso no está canalizado, y su energía se estanca contra el obstáculo de la torpeza física. El sportman obra inmediatamente, por la fuerza del hábito. La estupefacción misma de la sorpresa le es favorable, libertando al mecanismo muscular que funciona por sí solo. La cobardía, si la tiene, le es fatal únicamente a la larga.
Se cree que el deporte cura a las personas y reforma las razas. Según: la moda del deporte ha sacrificado a muchos infelices, para los cuales atletismo significa tuberculosis. Hay casos en que la higiene mata. La opinión de que los griegos fueron grandes por hacer gimnasia, resulta pueril. Al contrario: hacían gimnasia porque les sobraba vitalidad. La barra y el disco son para los robustos; la salud individual o colectiva, como la inocencia, no se recobra nunca del todo, y el deporte es una cataplasma poco eficaz para torcer el destino de los pueblos.
La belleza no ama al deporte. Hemos concentrado la poesía en el matiz y en la penumbra sugestiva. Preferimos la elocuencia de las frentes pálidas, de los ojos profundos y de las amargas sonrisas, a la gallardía vulgar de los clásicos bíceps helenos. Encontramos la inteligencia solitaria superior a los populares Juegos Olímpicos. Por eso el deporte reciente, a pesar suyo, empieza a penetrar en regiones vírgenes. Evoca la eterna obra de conquista sobre la naturaleza, y se vale de las admirables máquinas imaginadas por la ciencia actual. La bicicleta y el automóvil, dignificando al deporte por medio del riesgo, le proporcionan el dominio de la velocidad, elemento incomparablemente más espiritual que la potencia impulsiva. Colocado en la cúspide de los Juegos Olímpicos Modernos, Santos Dumont es un deportista sublime.

LA LUCHA

EL TEATRO estaba lleno. Abajo un mar, y arriba una muralla de cabezas. De pronto, en el escenario desierto apareció un niño.
Solo ante la inmensidad, avanzó. Parecía un insecto. Estaba metido en un sayal negro como una mortaja, y un enorme sombrero de teja abrumaba su carita amarilla y sin edad, cara de cómico. Impávido al terrible murmullo de la muchedumbre que ha pagado y quiere divertirse, llegó hasta el borde del abismo, y empezó a cantar.
Cantó un couplet de los creados por otro héroe, Frégoli, y el insecto indefenso conquistó al público. La gente rió y el niño resistía el oleaje inmenso de las risas para dominarlo y desencadenarlo otra vez con aquel talento que sin duda le había costado muchas lágrimas.
Alegre era el couplet, pero ¡ qué triste era la voz, vocecita débil y sin timbre, gemido arrancado al hombre por la vida despiadada!
En vez de dormir sosegadamente, con el profundo sueño protegido de los niños felices que de día juegan al sol, aquel niño se abrasaba a medianoche en la atmósfera envenenada de Un teatro, y luchaba para hacer reír a la multitud, para hacer reír a otros niños grandes en sus palcos. ¿Y cómo no había de hacer reír con aquella facha diminuta y ridícula, con aquellos gestos de miseria y de desesperación?
Espectáculo quizá doloroso, pero seguramente necesario y justo. Necesario es que ese chiquillo crispe su garganta, y que otros chiquillos más desgraciados aún descoyunten sus miembros o vuelen de un trapecio a otro como pelotas vivas, para divertir también a los dichosos que se aburren. Necesario es luchar; y lo necesario no puede ser malo.
Lo único malo es la resignación. Admiremos a los que no se entregan jamás, a los que tienden sus músculos contra la mole social que a ciegas los aplasta; admiremos la rabia de vivir que agita todavía el cuerpo de los decapitados; admiremos a los que, como el Frégoli en miniatura de anoche, se adelantan desnudos al encuentro de la vorágine, y se lanzan en ella para vencer o morir.
¿Quién dijo que venimos al mundo para pasar el rato? Venimos a hacer esclavas nuestras las realidades de que merezcamos ser dueños, venimos a concentrar en nuestra alma de una hora la mayor suma de energía posible. Venimos a ser fuertes, o a resignarnos a servir a los fuertes.
¿Serás tú fuerte, muñeco disfrazado de cura, que me hiciste pensar anoche? ¡Quién sabe! Mañana serás un gran actor, y deberás a los duros años en que de niño halagabas las crueles aficiones del vulgo, el poder divino de hacer llorar y soñar a los hombres.

LOS COLMILLOS DE LA RAZA BLANCA

EN CHINA resucita la agitación antiextranjera. En Tánger un fanático se remanga los brazos y enseña los puños a los cañones de la civilización. ¿Quién sabe? No hace mucho que otro exasperado lanzaba hasta Karthoum la horda de sus negros mastines y se permitía matar generales y emancipar, con las uñas y los dientes, un inmenso territorio. Y hace menos que unos cuantos miles de italianos, representantes forzados de la cultura europea, caían bajo la cultura abisinia. No eran ellos los feroces; iban a morir lejos de su tierra, porque nuestros soldados son aún demasiado cobardes para fusilar a sus jefes cuando hace falta; iban, como los niños españoles a Filipinas y a Cuba y los aldeanos rusos a la Manchuria, castrados por el miedo y atontados por la gritería de la farsa patriótica. No; los feroces eran los que se quedaban en casa, en sus despachos de ministro o de banquero, administrando los fondos.
Y cuando una expedición contra las razas "condenadas a desaparecer" sale mal, ¡de qué pésimo humor se ponen los imperialistas de toda categoría, desde los reyes del negocio internacional hasta los oficialillos hambrientos de grados! Nada más divertido que el gruñido rabioso de los blancos ante la tajada que no se quiere dejar morder. El egoísmo tiene ingenuidades y asombros encantadores. Nos inculcaron desde la primera infancia la cándida filosofía del más fuerte, de los colmillos más agudos, y no hemos cambiado de libro. Dios era el más fuerte, el que apretaba más; el hombre era su criatura y su criado; nuestra salvación era temerle y servirle considerablemente. Sobre el planeta, el hombre era Dios; los animales, nuestros fieles: tenían la obligación de sernos útiles, de consentir en ser devorados. La abeja cumple con su deber; hay una devoción laboriosa en la estupidez con que nos abandona su trabajo: ella será con nosotros en el paraíso. El tigre es absurdo; es el réprobo, el bello Satanás de la creación. El buey, el cordero, el burro, la gallina, he aquí tipos recomendables. Obsequiamos con una hipócrita estimación a las bestias abyectas que nos lamen los pies ¡ Cuántos elogios y cuántos palos al perro! Es que el perro, ese amigo que tratamos a puntapiés con toda confianza, es el modelo de la humildad cristiana.
Humanos que no sois blancos, creed en el misionero y en su frasco de alcohol, en el traficante y en su látigo de negrero, creed en Jesucristo y en Darwin, porque son lo mismo; sacrificad a los ídolos de los blancos, a los crucifijos y a las máquina? Civilizaos; que os podamos vender vuestros harapos y que podamos ensayar en vuestra carne nuestra última carabina; sudad y creed en nosotros, sed nuestros perros.
Concepción simple y eterna, del Faraón a Tiberio y de Maquiavelo a Nietzsche; mecanismo rudimentario de nuestra ciencia sajona. Teoría de Caín: problema de colmillos. Pero, ¿y Porth Arthur?, ¿y Mudken? Esperemos.

LA HUELGA

HUELGAS por todas partes, de Rusia a la Argentina. ¡ Y qué huelgas! Veinte, cincuenta mil hombres que de pronto, a una señal, se cruzan de brazos. Los esclavos rebeldes de hoy no devastan los campos, ni incendian las aldeas; no necesitan organizarse militarmente bajo jefes conquistadores como Espartaco para hacer temblar al imperio. No destruyen, se abstienen. Su arma terrible es la inmovilidad.
Es que el mundo descansa sobre los músculos crispados de los miserables. Y los miserables son muchos; cincuenta mil cariátides humanas que se retiran no es nada todavía. El año próximo serán cien mil, luego un millón. El edificio social no parece en peligro; está cerrado a todo ataque por sus puertas de acero, sus muros colosales, sus largos cañones; está rodeado de fosos, y fortificado hasta la mitad de la llanura. Pero mirad el suelo, enfermo de una blandura sospechosa; sentidlo ceder aquí y allí. Mañana, con suavidad formidable, se desmoronará en silencio la montaña de arena, y nuestra civilización habrá vivido.
Hay un ejército incomparablemente más mortífero que todos los ejércitos de la guerra: la huelga, el anárquico ejército de la paz. Las ruinas son útiles aún; el saqueo y la matanza distribuyen y transforman. La ruina absoluta es dejar el mármol en la cantera y el hierro en la mina. La verdadera matanza es dejar los vientres vírgenes. La huelga, al suspender la vida, aniquila el universo de las posibilidades, mucho más vasto, fecundo y trascendental que el universo visible. Lo visible pasó ya; lo posible es lo futuro. Asesinar es un accidente; no engendrar es un prolongado crimen.
No importa tanto que la sangre corra. Los ríos corren; lo grave es el pantano. El movimiento, aunque arrolle, afirma el designio eficaz y la energía. El hacha que os amputa una mano no se lleva más que la mano; mas si los dedos no obedecen a vuestra voluntad, estremeceos, porque no se trata ya de la mano solamente, sino de vuestra médula. La huelga es la parálisis, y la parálisis progresiva, cuyos síntomas primeros padece la humanidad moderna, delata profundas y quizá irremediables lesiones interiores.
Todo se reduce a un problema moral. Es nuestra conciencia lo que nos hace sufrir, lo que envenena y envejece nuestra carne. Hemos despreciado y mortificado a los menos culpables de entre nosotros, a los humildes artesanos de nuestra prosperidad; no hemos sabido incorporarlos a nuestra especie, fundirlos en la unidad común y en la armonía indispensables a toda obra digna y durable; hemos querido que la suma total de los dolores necesarios cayera únicamente sobre ellos. Y ese exceso de dolor torpemente rechazado y acumulado en el fondo tenebroso de la sociedad vuelve sobre nosotros, y se levanta y crece a la luz del sol y al aire libre, de donde jamás debió haber desaparecido.

REPRESALIAS EVANGÉLICAS

EL PARTIDO de Dios —entendámonos, del Dios católico, segunda parte de Jehová— camina de descalabro en descalabro. Los productos de la manufactura romana van bajando en plaza. La mercadería laica, más barata, confeccionada a la vista, y con buen reclamo, desaloja a la otra. En Francia el desastre es tal, que el Papa no ha intentado una sola estratagema. España, que teníamos por ensotanada para siempre, inicia un vago movimiento contra la Santa Iglesia. Esto es suficiente a enloquecer al episcopado, ya furioso y prevenido por los últimos acontecimientos. Los ministros del suave Jesús se preparan a vengarse cruelmente.
Dios, para ser popular, tuvo que hacerse vengativo. El miedo es lo que ata a los hombres más fuertemente entre sí, y a los hombres con Dios, porque la ira y el encarnizamiento son más humanos que el amor, y Dios, para subsistir en los hombres, debe ser humano ante todo. La venganza es el acto fundamental del Todopoderoso, y sus sacerdotes, al practicarla, se ajustan a la legítima tradición apostólica. Los obispos de hoy son tan ortodoxos como los dignatarios del Santo Oficio. Su anhelo es venerable, porque para ellos vengarse es triunfar nuevamente, devolver su gloria, un instante oscurecida, al natural Señor de ella.
Pero ¿de qué manera se vengan los obispos? Aquí entra lo original. Han boicoteado a los liberales españoles, a los parientes de los liberales, y a los que leen los diarios liberales. Se resisten a administrar los sacramentos a los boicoteados. Niegan los funerales y las indulgencias "a los muertos cuyas familias publiquen sus avisos" en los mencionados periódicos. Era lógico que la Iglesia cerrara su aduana a los que trafican con el enemigo. El libre cambio es fatal al Vaticano, y la guerra religiosa resulta en el fondo una guerra de tarifas. Sin embargo, un punto extraño queda en la resolución vengadora: la persecución a los muertos.
El Purgatorio existe; hemos de creerlo, aunque no fuera sino por los millones que ha producido. El Purgatorio es una mina de almas, la mejor propiedad del clero; allí los difuntos en cuarentena sufren torturas espantosas, durante miles de años, hasta que el Padre de misericordia infinita se da por satisfecho y descorre el cerrojo. El plazo depende también de los obispos; la pena, a semejanza de la de los presidiarios, puede ser conmutada y acortada por la caprichosa generosidad de los personajes en candelero. Sólo que no se trata aquí de generosidad, sino desprecio. El tormento de nuestros padres fallecidos se compra. Sus dolores sin cuento dependen de nuestro bolsillo. Mas si hemos anunciado los funerales en un diario liberal, estamos frescos; no hay mostrador para salvar a nuestro padre.
El Dios del Sinaí reventaba a los vivos. El Dios de Pío X comprende que "su reino no es de este mundo", y revienta a los muertos. No son nuestros hijos hasta la cuarta generación los amenazados por la cólera divina, sino nuestros abuelos y bisabuelos hasta la cuarta generación. El efecto retroactivo de las nuevas disposiciones es extraordinario, sin precedente en la historia. Las ánimas, las pobres ánimas que se nos aparecen de cuando en cuando, implorando con sus tristes miradas de espectro un alivio a los suplicios que padecen, estarán consternadas. Sobre ellas, inocentes sombras desvanecidas en la gran sombra augusta de la muerte, cae el peso entero de la rabia eclesiástica.
A esto se reduce la venganza de los herederos de Dios; a atizar el fuego pueril de las calderas del Purgatorio. A esto se ha rebajado la grandeza de una organización colosal, que llenó quince siglos con los milagros de sus mártires, la ciencia de sus monjes y el fausto admirable de su trono. Y en Francia, ¿se ha encontrado algo menos ridículo? ¡Sí!, han encontrado un desquite magnífico; han quemado azufre en los templos, para hacer estornudar a los soldados.

EL ROBO

HE OÍDO hablar de un robo reciente. Sin invitación previa, los ladrones entraron en la casa, abrieron el baúl y se llevaron algunas joyas, dejando intacto un número de papeles manuscritos, notas, borradores de literatura y de matemáticas, el fruto de dos o tres años de vida intelectual. El hecho en sí no tiene nada de notable, ni sería justo echar en cara a los rateros su poca afición a los desarrollos de la idea pura. Cada cual en su oficio. Pero es precisamente lo vulgar de un fenómeno lo que debe inclinarnos a la meditación. No es el azar, sino el orden lo que debe maravillarnos. No es milagroso lo que ocurre raras veces, sino lo que siempre ocurre. Y figurándome filósofo al dueño de las joyas robadas y de los papeles perdonados, le filosofaría en estos o semejantes términos:
—"Si te hubieran quitado tus cuartillas queridas, cansadas aún de tu mano febril y vacilante, llenas de surcos negros, de tachaduras —¿te acuerdas?, gestos de rabia o de triunfo—; si te hubieran quitado las compañeras de tu soledad agitada, las hijas y herederas de tu pensamiento, darías por rescatarlas tus joyas y tus vestiduras y el lechoen que descansas. Y ves que no te han hecho padecer tanto como pudieran, y que no es necesaria a la felicidad de los que nos parecen malos toda la desdicha de los buenos. Y sentirás que tus cuartillas, arraigadas en ti, son en verdad tuyas, mucho más tuyas que tus joyas y que tus muebles. Y advertirás que los ladrones buscan lo que es menos tuyo, y rechazan lo tuyo de veras, lo que por serlo pierde su precio y su virtud apenas sale de tu voluntad y dominio.
"Admitirás entonces que no son las joyas de tu propiedad legítima, sino de quien las hizo, igual que son de quien los escribió los papeles que guardas. El palacio pertenece al arquitecto, y la tierra a quien la fecunda y embellece. Sólo es nuestro lo que engendramos, lo que por nosotros vive, lo que como padres no repudiaremos nunca; sólo es nuestro lo que sólo con nosotros resplandece y obra. Y he aquí que el oro inerte, anónimo, el esclavo que a todos sirve, no es de nadie, o es de todo el mundo. El oro y el aire y el agua y el cielo no son de nadie, porque no son humanos; tu joya tiene dueño, no por ser de oro, sino por ser joya, porque un hombre al cincelarla retrató en ella la imagen fugitiva de su espíritu.
"Robar el oro es un acto indiferente. Nosotros lo castigamos, lo llamamos delito. Esto es una monstruosidad, una locura. Nos volvimos locos el día en que pagamos con oro al que hace una joya y al que escribe un libro. ¿No comprendes que no hay equivalencia posible entre un pedazo de metal y un pedazo de alma? La base de la sociedad es una inmensa mentira, un tráfico ilusorio entre cosas intraficables. Nada profundamente nuestro es susceptible de abandonarnos. Vende tus cuartillas, y cuenta tus monedas, mas no juzgues que lo que creaste cesa de ser tuyo, ni que ese dinero pasó a serlo. Te está permitido únicamente darte, no cambiarte. Los ladrones no te hurtaron nada, y nada te entregan los que te abonan tu salario.
"Los ladrones, pues, no son culpables. Si sacaran un vaciado en yeso de las joyas, para el artífice que las ejecutó, y se quedaran con el oro, harían un gran bien. El robo suele restituir. Sin embargo, mételos en la cárcel. Conviene que sufran, y que sufran también otros infelices: los carceleros. Conviene que el dolor absurdo remueva el fondo de las conciencias, y que se hinche siempre la ola vengadora".

LA CONQUISTA DE INGLATERRA

¿SE AMAN los hombres más que antes? ¿Se aman siquiera algo? Preguntas sin contestación posible. Hoy, lo mismo que ayer, goza el odio una autenticidad negada al amor. Todos sabemos que no son las malas pasiones las que se falsifican. La desconfianza, la crueldad y la concupiscencia siguen siendo los movimientos espontáneos del alma. Mas tal vez ponemos mayor energía y mayor ingeniosidad en disfrazarlos. Tal vez conseguimos imitar mejor la virtud. Tal vez modelamos en el lodo maloliente de nuestros instintos estatuas más perfectas de la piedad. Y este afán artificioso de representar lo que no existe y esta necesidad de introducir en las costumbres mil prácticas hipócritas demuestran precisamente la realidad de una vida superior. Nuestra bondad, de dientes afuera, quizá anticipa gritos sinceros; nuestras fórmulas generosas, figuradas y sin cuerpo como los planos arquitectónicos, quizá retratan la ciudad futura.
Dice Lamartine que el ideal es la verdad a distancia. El ideal es la mentira, pero la mentira que cesará de serlo, la mentira-verdad, la mentira-germen. Y por una curiosa ley, preceden a la encarnación del ideal preparativos materiales cuyo verdadero destino nadie sospecharía. Así el pájaro primerizo ignora por qué un anhelo irresistible le empuja a buscar y reunir las briznas de su nido. Creerá que lo que le impele es codicia de urraca y no ternura de tórtola. Así gentes pasadas ignoraron que al hacer la guerra fundaban la paz, que al destruir cimentaban, y que con sangre fecundaban el mundo. Así ahora, ante el hecho universal de la disolución de las fronteras por obra de las grandes compañías de comunicaciones y transportes, podríamos concluir que no se trata sino de ganar dinero, cuando en el fondo se trata del advenimiento enorme de la solidaridad humana.Los pueblos que eligieron para defender su territorio cordilleras heladas, ríos traidores y mares infranqueables, trabajan en romper la cárcel de la naturaleza. No hay ya precipicios bastante profundos ni rocas bastante inmensas para detener la civilización. Donde las hordas feroces retrocedían, continuamos nosotros el camino. No pasarán muchos años antes de que hayamos puesto el pie o la quilla en los últimos rincones del planeta, ni antes de que nuestra palabra se oiga a un tiempo, semejante a la de Dios, en todas partes. La ciencia nos acerca y aprieta unos con otros, por mucho que nos aborrezcamos. La inteligencia nos unifica y nos funde; era la ignorancia la que nos separaba. Y las ideas, las únicas católicas en el sentido etimológico del vocablo, las ideas nacidas del hecho experimental y no del terror religioso, han perforado los Alpes y van a construir el túnel bajo la Mancha.
Inglaterra había proclamado que no sólo ella, sino que cada inglés era una isla. Su política tradicional era la del soberbio aislamiento. No esperó a Ibsen para sentar que el más fuerte es el que está más solo. El ejército permanente de las olas atlánticas se encargaba de volver inaccesibles las costas y de asegurar la independencia nacional. Siempre rechazó Inglaterra el túnel, en tantas ocasiones proyectado, que la atara al continente. Y por fin se nos asegura que cederá, y que la nación orgullosa por excelencia tenderá la mano al resto de Europa. La isla se convertirá en península. Un istmo misterioso la unirá a otros suelos, y unirá la raza robusta y desdeñosa a otras razas. El juego fatal de los intereses económicos ha vencido los antiguos resabios, y mezclará elementos sociales aún enemigos, creando la continuidad de la tierra firme. El oro conquista a Inglaterra. El oro, hijo de la avaricia, padre de la envidia y de la desesperación, gran envenenador de conciencias, amalgama las carnes. El oro, con la tiranía que heredó de la espada, aparta los espíritus y junta los cuerpos.
Y cuando el oro haya desaparecido al igual de la espada, cuando se hayan desvanecido las mezquinas emociones que cual andamiaje fútil acompañan a la acción incalculable del capital moderno, quedará el edificio levantado por el mal para que el bien lo habite. Se irán las empresas infames, los trusts abrumadores, los propietarios de todo género, engrandecidos con el robo y con el ejercicio de la esclavitud, pero dejarán al porvenir sus minas abiertas, sus ferrocarriles, sus telégrafos, sus puentes y sus túneles, sus máquinas poderosas, sus instrumentos delicados, el tesoro entero acumulado por la rapiña para que generaciones menos despreciables lo usen y multipliquen noblemente. El amor entonces hallará dispuesto su nido, y no le importará conocer con qué intenciones fue preparado. Las heridas de la espada y del oro serán surcos donde germinarán las plantas nuevas.

DIPLOMACIA

Los GRANDES de la tierra, a imitación de Dios, procuran ocultar las razones de su conducta. Los capitanes no explican sus órdenes: las dan. La famosa rapidez de Napoleón se reduce a la famosa obediencia, al absoluto acatamiento y maleabilidad de sus soldados. Poned en un soldado un átomo de espíritu crítico, es decir, un átomo de inteligencia, y habréis suprimido al soldado, convirtiéndolo en un hombre, en un ser poco apropiado para morir por voluntad ajena. Es que mientras se discute un mandato no se le ejecuta. El secreto: sin él no hay poder posible sobre la tierra. La Iglesia se mantiene por el prestigio de los dogmas absurdos y por el empleo del latín, lengua incomprensible que fascina a las mujeres. La misa, celebrada en castellano, perdería mucho de su majestad. El Padre Rivadeneyra, en nombre del cielo, aconseja a los príncipes que disimulen los móviles de sus actos. No le parece correcto que el común de las gentes se dé cuenta satisfactoria de lo que hacen con ellas. Maquiavelo opina igual. César Borgia, su modelo, vive de noche; nadie sospecha, ni los más próximos, lo que la madrugada traerá consigo. Todos los tiranos, desde Sila a López, esconden sus designios, como la tempestad esconde entre las nubes sus maquinaciones eléctricas. Todos saben, grandes y chicos, que el pensamiento los disminuye y arruina; en cuanto hemos visto en qué consistía el rayo, nos hemos reído de él y lo hemos hecho prisionero.
La diplomacia practica un misterio solemne. Los gobiernos se entienden a espaldas de los interesados. En la sombra, ejecutan las cancillerías el arte de engañarse. Y no se inquiera hasta qué punto somos culpables o víctimas de la perfidia internacional. La razón de Estado prohíbe enterarse de ello. Los Parlamentos de los países llamados libres ignoran los compromisos de la patria, y cuanto más grave es el asunto, más se tapa. Cuanto más profundo es el despeñadero, menos se alumbra el camino. El fruto de las cosechas, la labor de miles de ciudadanos que desean trabajar en paz y que son los únicos que constituyen la energía de los pueblos, el destino colectivo, en fin, se encomienda a unos cuantos señores que se han pasado la vida estudiando la letra muerta de las Administraciones y que, en materia de sociedad, no conocen sino la de los que comen bien y se visten mejor. He aquí los árbitros que se encierran con llave en un gabinete, para decidir las alianzas y los rompimientos, y para preparar la concordia y la guerra. Profanación será buscarle en su escondrijo. Son los ídolos de máscara inmóvil, que no contestan cuando se les pregunta, sino cuando quieren.
¡ Cuántas veces nos hemos sonreído al divisar entre nosotros la gravedad tenebrosa, la frente olímpica y hueca del inmortal Pacheco de Ega de Queiroz! ¡ Cuántas veces, si hemos cruzado la palabra con el personaje, hemos despreciado sus escrúpulos de hembra, su horror a la claridad y a la salud! ¡ Cuántas veces hemos contemplado su fuga ante la idea! Esa levita ministerial, abotonada sobre el inflado abdomen, es insignificante. Y sin embargo la levita diplomática mandó los españoles a sucumbir a Filipinas y a Cuba, los italianos a África y los rusos a la Manchuria. ¡ Qué hermoso, qué fuerte y qué sencillo hubiera sido responder: "¡No vamos!" Pero fueron.


LA ELOGUENCIA

HAY GENTES enamoradas de la elocuencia. Desean ser convencidas en seguida, ser arrastradas por un río sonoro de palabras familiares y fácilmente comprensibles. Admiran la gimnasia del orador congestionado; se beberían el sudor heroico de las cabezas retumbantes. Les encanta ser dominados en tropel, apretados unos con otros; sentir en las espaldas, al mismo tiempo que los demás, el latigazo de las parrafadas finales; perderse en la adoración común; vaciar su mente de toda serenidad, de toda crítica, a la música vulgar de los tribunos; estremecerse con el espasmo ajeno, impuesto por la carne próxima; abandonarse al pánico que aplaude.
Hay inteligencias impúdicas, que abren su intimidad a las primeras galanterías oratorias, y que se dejan poseer en público por los charlatanes. Charlatanes extraordinarios, Demóstenes, Cicerón, Castelar, tiranos de la lengua, domesticadores de almas fútiles, jefes de la orgía mental, predicadores de la guerra que se quedan en casa, y que sólo fueron grandes cuando no fueron elocuentes y se les pudo leer después de haberles oído. Espectáculo innoble de mandíbulas colgantes, de ojos en catalepsia; pensamientos violados por un sugestionador que grita: pasividad de bestias ensilladas. Y el desenlace: manos inútiles que se chocan, un ruido vano como el discurso; los cerebros hueros. "¿Qué dijo? —No sé; pero estuvo sublime".
Viento. Mentiras que pasan. No se entrega nuestro ser a un puñado de frases. Nuestras entrañas están muy hondas. No es el clamor palabrero el que llega hasta ellas, sino el silencio y la meditación del libro. Id a los parlamentos, a las cátedras y a las iglesias, los que no tenéis entrañas. Id en rebaños; vuestras conciencias, igual que los cuerpos, no se tocan entre sí más que en sus superficies; eso os basta, a vosotros que sois únicamente superficie y corteza. Id: la voz despótica atronará vuestra vacuidad interior, mentes desalquiladas. Id innumerables, alargad a la vez las orejas, y felicitaos de volver cargados de ecos, y dichosos de vuestra docilidad. Para nosotros, el libro cortés, que no nos aturde a destiempo, ni nos soba, ni nos pisa, ni nos abruma; el libro, nuestro por siempre, desnudo y amoroso, que nos da de él lo que queramos tomar, lo que reconozcamos nuestro; el libro mudo, sin retrato de autor; el libro impersonal, abstracto, que preferiríamos sin nombre en la portada, título, firma, ni fecha, pedazo de espíritu caído al mundo para nuestra comunión ideal. Vosotros necesitáis una caja de resonancia, teatro, circo, la promiscuidad de los que acuden a venerar un saltimbanqui. Nosotros, la soledad.
Oradores, España, Moret, Santiago de Cuba. En el colegio me obligaron a reírme con el epigrama clásico:
Para orador te faltan más de cien
Para arador te sobran más de mil.
Ya no es del orador de quien me río, aunque por allá siguen riéndose del que ara, y encantados del que ora. No me río de ti, siervo que apenas sabes hablar, y que para explicar las cosas las dibujas con tus dedos rudos, o las construyes pacientemente. Tú lo has fabricado todo, porque no sabías hablar. No es en el aire donde están los surcos de tu labor, sino en la tierra humilde. Te llaman bruto porque no sabes hablar, se ríen de ti. Y tú aras, cubriendo de surcos toscos el campo eterno. Ellos pronuncian sermones solemnes, en que se atreven a recordar la vida de Jesús; declaman patrióticamente en el Congreso, donde se atreven a recordar tu vida; sueltan con arte exquisito los brindis al champaña, desabrochándose el chaleco que les oprime demasiado el vientre. ¿Qué importa? Surquen ellos el aire con su vocear frenético, sus manotones descompasados, y tú, amigo mío, surca la tierra, la madre segura, la hermosa tierra firme.

LA DINAMITA

Los ESCONDRIJOS de Barcelona están llenos de bombas, listas para la catástrofe. Día a día descubren unas cuantas. Indignación del gobierno y de los moralistas de sobremesa. Se dice aún: "esto es moral, esto es inmoral; esto natural, esto no", como si todo no fuera naturaleza, como si pudiéramos trazar en otra parte que en la imaginación los meridianos del mundo y de la vida. La Venus de Milo, o el Quijote, o la Basílica de San Pedro, son igualmente naturales que el Mediterráneo y Saturno y las selvas del Brasil. La ciencia existe porque borra las divisiones aparentes de la realidad. Si la naturaleza ha producido algo en absoluto extraño a nosotros, jamás tendremos de ello la menor noticia. Conocer es parecerse; una relación es una reciprocidad o no es nada.
¡ Profunda naturalidad la de la dinamita y la del anarquismo! Esas energías no son mejores ni peores que las que dislocan cordilleras y arrasan San Franciscos y Martinicas. La dinamita, que en manos de ingenieros hiende la roca para abrir paso al ferrocarril, sirve lo mismo para hacer volar los ferrocarriles y los ingenieros y los dueños del negocio. Los apóstoles de hace veinte siglos eran anarquistas a su modo; por muy cruel que sea la legislación proyectada con el fin de ahogar el anarquismo, no lo será hasta el punto extremo de las persecuciones dioclecianas. ¡Qué error el de creer a la naturaleza indiferente a los nombres! El milagro, el magnetismo encantador de lo desconocido, bajó a iluminar las frentes piadosas de los santos; entre los suaves dedos que absuelven se ablandaron y torcieron las leyes físicas; las cosas se enternecieron y amaron. Y hoy, a semejanza de otro tiempo, los profetas de la desesperación se sienten auxiliados por la esfinge silenciosa. A la cólera intolerable que crispa los músculos en el bajo fondo social, responde la cólera química de las entrañas del globo. Los ascetas cristianos hacían brotar las flores de los yermos entumecidos; los ascetas anarquistas —sí, recorred la serie, rara vez hallaréis uno que no sea inteligente, elevado y robusto— llevan en el puño el prodigio feroz de la dinamita, el verbo que suprime, la voz que mata.
Vicio, crimen: palabras fáciles. Si cada uno de nosotros fuera un Róbinson, ¿qué significaría robar, mentir, asesinar? ¿Qué es la moral en una isla desierta? El delito no es individual, sino social. No es culpable el ladrón, el falsario y el asesino, sino la colectividad. Tenemos la carne podrida, y pedimos cuentas a las pústulas que nos manchan. La codicia nos envilece, el miedo nos disminuye, la vanidad nos aturde, y nos hacemos la ilusión de curarnos metiendo en la cárcel a los infelices que la epidemia general ha castigado con mayor dureza. Pobres diablos, grieta por donde trasuda la masa de bajas pasiones que nos emponzoñan, triste remedio es amordazaros. El veneno se queda adentro. Las raíces del árbol están heridas, y nos enfurecemos contra las hojas que vemos amarillear y marchitarse. ¿Por qué no se corrigen, por qué no se enverdecen? ¿Acaso no gozan del albedrío? Hojas melancólicas, vuestro libre albedrío os permite vacilar al viento; del árbol fatal sólo os separará la muerte.
El anarquismo no es el crimen, sino el signo del crimen. La sociedad, madre idiota que engendra enfermos para martirizarlos después, crucificará a los anarquistas; hará lo que aquellos Césares cubiertos de sarna: se bañará en sangre. Y seguirá enferma, y seguirá en nosotros el vago remordimiento de lo irremediable.

LA JUSTICIA

DAR A CADA uno lo suyo. Sí, pero, ¿cómo se sabe lo que hay que dar? Aunque imagináramos costumbres justas, ¿cómo practicarlas justamente? Aunque tuviéramos leyes justas, ¿cómo interpretarlas? Apenas conocemos, por ráfagas, nuestra propia conciencia; la conciencia ajena es la noche. Cometamos de una vez la suprema injusticia de no ver las intenciones; juzguemos los hechos. Los hechos también son la noche. ¿Cómo restablecer la realidad física de un episodio social? No podemos averiguar el tiempo que hará mañana, y queremos definir los remolinos misteriosos de la vida. En la selva inextricable de los apetitos queremos encontrar el testimonio incorruptible. Queremos, para iluminarnos, hacer comparecer a las sombras; para convencernos, hacer declarar a la hipocresía; para no ser crueles, citar a la crueldad; para sentenciar contra los hombres, oír a los hombres. ¿Dónde está la verdad? ¿Está en el silencio de los que dejaron crujir sus huesos dentro del borceguí inquisitorial, o está en las confidencias del acusado a la moda? Los inocentes se alucinan, y confiesan crímenes que no han hecho. ¿Qué mayor gloria para un abogado, que la de salvar a un bandido? Nos quejamos de la lentitud de los procesos: si los jueces fueran absolutamente justos y medianamente razonables, no se atreverían a fallar nunca.
Ilusionémonos con que nuestras leyes fueron justas ayer, y soportémoslas hoy, mas recordemos que la moral es distinta según la época y el sitio, y que no cabe la ilusión de que la justicia presente no sea la iniquidad futura. Demasiado débiles para las responsabilidades de la hora actual, lo somos mucho más para las responsabilidades del porvenir. Las consecuencias de nuestros actos son incalculables. Lo infinitamente pequeño aterra. El problema fatal lo penetra todo. No caminemos un paso por no aplastar al laborioso insecto. No respiremos por no quitar su átomo de oxígeno a pulmones venerables. La duda nos amordaza, nos ciega, nos paraliza. Lo justo es no moverse. El justo, como el fiel de la balanza simbólica, debe petrificarse en su gesto solemne. Resolverse a no hacer el mal es suicidarse, y sólo los muertos son perfectamente justos.
Para volver a la Naturaleza, soberbiamente injusta, forzoso es elegir entre la clemencia y la ferocidad. Para existir, Dios se hizo a ratos despiadado, y a ratos misericordioso. O verdugos o víctimas. Perdonar a unos es castigar a otros, y la tiranía está hecha de servidumbres. Sancho Panza, por cuya boca solía hablar la sabiduría del inmortal caballero, no gobernaba su ínsula igual que Nerón gobernaba Roma, pero ambos son humanos. La sociedad completa el destino fisiológico de las criaturas. La injusticia de las civilizaciones prolonga la injusticia fundamental de la especie. Por el único crimen de nacer, unos nacen débiles y enfermos y otros robustos; unos inteligentes y otros idiotas; unos bellos y otros repugnantes. Algunos están ya condenados al asco y al desprecio en el mismo vientre de su madre; algunos ni siquiera nacen vivos. Nosotros hemos añadido algo a todo eso; por el único crimen de nacer hemos conseguido que unos nazcan esclavos y otros reyes; unos con el sable y otros bajo el látigo.

?Nuestra justicia obra porque es esencialmente injusta. Se apoya en la fuerza armada. Su prestigio es la obediencia de los que no tienen fusil. Su misión es conservar el poder a los que lo gozan. Su objeto, defender la propiedad. ¿Por qué indignarse de la venalidad de los magistrados? Ceden a la energía soberana según la cual está organizada la humanidad moderna: el oro. Emplean en su pequeño mundo el espíritu universal. Cuando se acerquen siglos mejores corromperemos los tribunales por medio de nobles ideas y hermosas metáforas. Mientras tanto, no lloremos demasiado las injusticias que nos hieren; no nos lamentemos sin medida del brazo brutal que nos sacude, de la calumnia que nos envenena. Las injusticias extremas son útiles; ellas, sembradoras de cóleras sagradas, han despertado el genio, han revolucionado los pueblos y han fecundado la Historia.

LOS NIÑOS

DE TRES a seis años. Los bucles de oro, embriagados y henchidos de la savia primera, ruedan sobre las mejillas olorosas; los ojos, bañados de húmedo amanecer, entreabren su curiosidad amante; las bocas inmaculadas ensayan la sonrisa y el beso; el alma en capullo no sabe aún la crueldad ajena ni la propia; la carne resplandece de una sagrada claridad. Adoremos la casta flor humana; purifiquemos nuestras manos en las cabelleras de los niños, acerquémonos a la inocencia perdida.
Pero, ¿somos capaces y dignos de ello? ¿Cómo acariciarles? ¿Qué decirles? Son seres de otro mundo. Son ingenuos; nosotros, falsos. Son limpios y hermosos; nosotros somos culpables, y estamos manchados, marchitos y viejos. ¿Cómo atrevernos a hundir nuestra mirada turbia en esas pupilas transparentes? ¿Impondremos a nuestras arrugas hipócritas la horrible mueca del candor? Necesitamos mentir nuevamente para hablar a los niños, y ellos lo ven y nos huyen. Nos han desterrado de sus juegos, de sus carreras aladas, de sus gorjeos celestiales. Justo castigo el nuestro: no podemos comunicarnos . con la pureza de nuestros hijos.
No acusemos a la vida. La vida moral es obra nuestra. Nosotros también fuimos ángeles. Nos convirtieron en demonios; nos corrompieron lo mismo que corrompemos a los niños de ahora. Éramos luz, y nos emparedaron. Éramos movimiento y nos amarraron los miembros con vestimentas estúpidas, y clavaron nuestros cuerpos en el potro de la mesa de estudio, y doblaron nuestros frágiles cuellos sobre el deber inepto y asesino. Pronto conocimos la cárcel y el trabajo forzado. Éramos belleza, y nos rodearon de cosas repulsivas y sucias. Éramos inteligencia, y nos la ahogaron en la tinta de interminables letras sin sentido. Nos obligaron a aborrecer el libro y a despreciar al maestro. Nos separaron para siempre de la naturaleza; nos envenenaron para siempre la libre alegría de los cielos, del mar y de los bosques. Una vez desprendidos de los jóvenes brazos de nuestras madres, sólo encontramos la amenaza, jamás el amor; nosotros, que éramos amor. En nosotros entró el miedo, después la vanidad, más tarde la única, absorbente, degradante pasión del oro. Hicieron lo que somos, incomparables estupradores de la razón y del sentimiento que nacen, corruptores de niños, cegadores de fuentes»
Cuando preguntaron a Garriere cómo debería el proletariado contribuir a la paz internacional, contestó:
"¡No golpeéis, no injuriéis a vuestros hijos! Hace siglos que los hombres se devuelven los golpes que recibieron cuando niños..."
Salvémonos, salvemos la humanidad. Volvamos a los niños, y volvamos llenos de respeto y de fe. Así el recuerdo de la niñez propia, recuerdo que canta y que se queja en el fondo de nuestra conciencia, nos será menos triste; así conseguiremos prolongar la divina cosecha de bucles de oro, bocas inmaculadas, de ojos de aurora y de carne en flor que cada primavera nos trae el destino; así lucharemos contra el mal, y evitaremos que en un día quizá próximo nuestros hijos nazcan manchados, marchitos y viejos como nosotros.

RETORNO