EL QUE FUE

LA IGLESIA pone en escena el misterio de la muerte de Dios. Año tras año, Dios muere más hondamente, y resucita al tercer día con menos gana. La ficción es dos veces trágica, porque es también realidad. Dios se muere y se muere de veras.
Ha vivido veinte siglos en plena gloria. Injertado en el vetusto tronco bíblico, brotó al aliento de la poesía asiá-tica, y esparció un inesperado aroma de ternura por el Walhalla demasiado imperioso de las antiguas divinidades. Los mitos más adorables del Oriente acariciaron el rostro dolorido del Apolo en la cruz. La madre de Buda sonrió a las madres humanas, y subió al Olimpo con su niño en brazos. Las mujeres pudieron rezar. La sangre de los mártires era sangre alegre. Una cortesía nueva se extendió por la tierra en flor. Los hombres no aparentaron odiarse tanto, ni los infelices estuvieron tan solos. Un simulacro de piedad refrescó el mundo. La desesperación fue un pecado; la compasión devota visitó todas las catástrofes y todas las inmundicias; se insinuó en todos los crímenes; y el signo de la redención brillaba en los mangos de los puñales. El amor del Cristo no soportaba infieles: ajustició a los críticos y violó a las tribus salvajes; encantó a las vírgenes y consoló a las abandonadas. Los misántropos descubrieron tesoros en sus almas ardientes y sombrías; los pensadores aprendieron a tallar en silencio el diamante de la conciencia; los artistas pintaron la aurora, y levantaron bosques de piedra para solaz de los santos, y desencadenaron huracanes de melodías para cantar el triunfo místico; los libertinos inventaron la respetuosa galantería, y los soldados el honor. El cielo se mezcló con el suelo. Una comunión terrible, familiar y sabrosa nació entre lo finito y lo infinito. Hubo una ciencia del milagro, un lenguaje universal y litúrgico, una categoría intelectual y moral. La sociedad crecía bajo una sombra sagrada, y la soledad se poblaba de demonios y de ángeles. Los dogmas se fijaron en el esplendor del trono más augusto de los tiempos, y la fisonomía y la historia del Hijo llegaron a su definitiva figura. Dios existió.

Por haber existido plenamente tuvo que morir. El microbio germánico, cultivado por los Renán, enfermó a Jesús. Asistimos a los funerales de la divina persona. La muerte de los dioses es parecida a la nuestra; es la utilización total de su ser. Los dioses no tienen el defecto de la inmortalidad. Inmortal es la nada, y eterna; lo inmortal es lo inmóvil. Pero vivir es darse poco a poco a lo desconocido, y morir, darse de un golpe. Se perece como unidad; se subsiste como acción. Quizá sea la individualidad una ilusión innecesaria; los hombres y los dioses son quizá depósitos provisorios de energía, puntos ficticios en que se concentra el poder para gastarse con mayor eficacia. ¡ Quién sabe si lo importante no es nacer, sino morir! ¡ Quién sabe si a partir de la muerte verdaderamente vivimos, es decir, verdaderamente colaboramos en la obra inmensa! El genio es postumo. La leyenda cristiana es de una significación sublime. El Salvador debía morir. El error fue resucitarle. Y ahora que muere sin resurrección posible, vivirá para siempre en las entrañas de la humanidad.

Desapareció la simiente; es que se enterró en el surco. El sol cayó detrás del horizonte y, sin embargo, la noche está tibia y contemplamos sin miedo las tinieblas; el sol palpita aún en la juventud de nuestros músculos, y en el ritmo sereno de las aguas y de las savias; un suspiro
luminoso vaga por el firmamento. Las formas idolatradas se desvanecieron; no importa: la vital sustancia ha bajado al fondo de las cosas; todo lo asimilable empapa nuestra carne y nuestro espíritu; ha quedado en la razón y en el ensueño cuanto era de quedar. Si olvidamos, es que no es preciso que recordemos. Ya no hay inquietud en nosotros; hemos cesado de buscar; poseemos a Dios con la tranquila y formidable posesión del sepulcro. Dios se ha hecho invisible, porque por fin está dentro. "Tomad y comed", nos dijo, y le hemos devorado. Nos sentimos dioses. Nutridos de Dios, nos atrevemos a mirar cara a cara la Naturaleza, y proyectamos dominar el Universo.
LARULETA

¿DÓNDE CAERÁ, por fin, la esferilla vibrante? Las almas están suspendidas de un capricho idiota. ¿En qué hueco de los treinta y seis se consumará la irremediable injusticia? La enviada del destino salta, vacila, amenaza, huye...; su chasquido malvado ríe en el jadeante silencio; y cada número negro o rojo que toca hiere un corazón cobarde. Mirad esos ojos de sentenciados; esos cuerpos que aguardan el golpe del verdugo, caídos contra la mesa; esas manos enfermas que han traído sangre, fortuna, honra, en ofrenda a la impenetrable divinidad. Mirad al hombre entregado a la lujuria de la desesperación.

Azar, nada. Somos inteligencia, es decir, orden. Comprender es modelar; encajar la pasta amorfa de los hechos: en la estatua vacía de la razón. Somos voluntad, es decir, dirección y designio. Hemos privado a los vientos y a las aguas de su libertad salvaje, y los hemos condenado a los trabajos forzados de la rueda. Hemos ido a despertar las energías ocultas bajo las rocas y los siglos, y hemos vuelto a hacer arder el sol en las calderas de nuestras máquinas. Hemos recogido lo impalpable para que nos sirva; hemos aprisionado la electricidad dispersa en el espacio, y la hemos hecho volar por un hilo y ramifícar nuestros nervios. Hemos avanzado en la sombra; hemos descendido al abismo; hemos arrancado al misterio cosas informes para esculpirlas después. Hemos humanizado la naturaleza; hemos apretado con tal fuerza la realidad contra nuestro espíritu que en ella ha quedado estampada nuestra efigie. Hemos ensanchado la armonía alrededor de nuestra inteligencia, y por cada paso nuestro hacía adelante ha retrocedido otro la casualidad.

El jugador se abandona a esa casualidad que es nuestro único obstáculo y nuestro enemigo. El jugador funda su vicio en la ignorancia y en la impotencia absolutas. Traidor de la humanidad, ha prostituido la conciencia a la monstruosa caricia del caos. Ha agotado sus recursos en ajustar un mecanismo donde se condensa la noche mientras los demás construyen mecanismos donde se reúne la luz. En tanto que se creaba el disco de la dínamo; el creaba, el disco de la. ruleta. Otros agrandaban su mente, y él se decapitaba. Otros introducían la vida plena en el Universo, y él partía su vida en treinta y seis porciones. Otros nacían, y él se suicidaba. Pero la palabra suicidio es denasiado débil. Los que se matan aun esperan; llaman con la hoja del puñal o con la culata del revólver a, la puerta formidable que no se abre más que una vez y detrás de la cual puede haber algo. El jugador se destruye con exactitud. Sólo él conoce la verdadera muerte. Felizmente el que juega se arruina. Las matemáticas lo establecen, y los fenómenos lo confirman. Sería espantoso que se ganara al juego, y que el azar fuera fecundo.Una fatalidad profundamente sana devora al jugador y barre todos los años millares de seres indignos de existir. A esa fatalidad se punían en la obra saludable los banqueros con ventaja; los tramposos de ingenio que dejan al cartón señales imperceptibles y mortíferas, o que guían bajo el tacto finísimo una gota de goma transparente; los prestidigitadores que resbalan paquetes de naipes preparados y escamotean la catástrofe que asoma; los audaces que asaltan los tapetes y violan los bolsillos; aquellos, en fin, que se mantienen erguidos en la lucha. Ellos, tahúres, ladrones, bandidos, despojos del hampa cosmopolita y de los naufragios sociales, representan la moral en su sentido más hondo, porque enfrente del eterno enigma se conducen como hombres y no como espectros.

L A G L O R I A

CARTA ABIERTA al señor de Phocas, en la revista Germinal, de Paraná, República Argentina:

Distinguido señor:

He visto que se dedica usted a firmar mis Moralidades, empresa poco difícil, y sin embargo superior a las fuerzas de una persona decente; pero, ¿tienen razón las perSonas deceníes? ¿No contribuyen también las demás, y tal vez mejor, a hacer justicia? Ya que las Moralidades actuales son tan de su gusto, permítame, elegante señor de Phocas, que le consagre y dirija la que estoy escribiendo en el instante, la más actual de todas, sin disputa.

Mi impresión primera fue de rabia. Si la musculatura física de usted es por el estilo de su musculatura moral, y hubiera usted estado a mano cuando abrí la revista y contemplé mi artículo prisionero, inerme y huérfano, quizás no lo hubiera usted pasado bien. Al cabo de unos minutos me serené y sonreí, consolado de este. . . ¿cómo diré?... de esta sustracción. Y Dios sabe que tengo al que sustrae el pensamiento y el alma por ladrón absoluto, y al que sustrae oro por ladrón relativo y en ocasiones disculpable y hasta meritorio. Mas usted conoce ya mis opiniones. La moralidad titulada El Robo, y publicada no ha mucho, ha sido de seguro leída por usted y me atrevo a esperar que la habrá usted hallado digna de su firma y de ser estampada en Germinal.

Pues bien, no sólo me consolé; le quedo profundamente agradecido. Me ha proporcionado usted la sensación exquisita de la gloria, del naciente rayo de la gloria.

¡No llevo dos anos de escritor militante, y ya me plagian! Y no me plagia un cualquiera, sino el señor de Phocas, el refinado personaje de Juan Lorrain, el rival del no menos maravilloso Des Esseintes de Huysmans. Tener la certeza de agradar a alguien encanta; tener la certeza de agradar a un señor de Phocas, y de agradarle hasta el extremo de arrastrarle, a él, tan delicado y pulcro, a la tentación y al delito, es cosa soberbia. Gracias, distinguido señor.

Por otra parte, ¿ qué importa la firma? A usted le gustan mis ideas, las reproduce y las propaga; he ahí lo esencial; ¿qué importa la etiqueta Rafael Barrett o señor de Phocas? ¿Será distinto el vino? ¿Dejarán de ser mías las ideas? Son ellas las vivas, y no mi nombre, letrero casual. Son ellas las que constituyen mi personalidad, lo único de mi espíritu, y no las letras de mi apellido. Usted es mi vehículo, el medio de que mis ideas circulen, algo así como mi cabalgadura mental. Usted me es útil. Usted y los que son iguales a usted me son necesarios. El saqueo ha fundado la propiedad moderna. El plagio, ¡ oh señor de Phocas!, fundará mi reputación y mi gloria. Porque yo, que no soy tan genio todavía, quiero serlo,uiero la gloria. Un día vendrá, señor de Phocas, en que no podrá usted plagiarme, pues los pedazos de mi sensibsidad, dispersos por obra de usted y compañeros, se habrán integrado en una gran individualidad solitaria, que llamaremos X. Y todo lo que yo haga será inmediatamente reconocido como de X; y si usted se arriesgara a suscribir una moralidad futura, la gente exclamaría por doquier: "¡Oh, el señor de Phocas caloteando a X!".

Y entonces se cumplirá el segundo período de la gloria de X, o sea de Rafael Barrett. En lugar de imprimir mi prosa con firma a]'ena, pondrán mi firma a la ajena prosa. Usted, señor de Phocas, caso de que sobreviva a sus crímenes, aprovechará mi nombre para tratar de dar aceptación a sus propias producciones, y quizá de este modo conseguirá usted salir de la mediocridad en que yace.

Se pensará que bosquejo una triste imagen de la gloria. ¿No hemos de contar con el amor honrado de los hombres?

¡No! La vida que no es lucha es olvido y muerte. La admiración que no es envidia es indiferencia. La energía
que no remueve el fondo cenagoso y cruel de la humanidad no es energía. La gloria sin plagio no es gloria.

¡ Salud, señor de Phocas!

PASIONALES

"LA MATO porque la amo".

¿Hay quien crea al insensato que esto diga? Sí, señor, y no sólo las porteras lacrimosas y las señoritas traslúcidas, sino una gran parte del ilustrado público y hasta los mismos jueces. ¡ Ay del que mata por odio, por miedo o por hambre! ¡Bienaventurado el que mata por excesiva ternura! Si no completó armoniosamente el consabido "cuadro de horror" saltándose los sesos, vaya seguro a los Tribunales; el jurado, inclinándose ante la hazaña, pondrá en libertad al héroe, y las damas se interesarán por un tenorio tan bruto.

Asesinos se encuentran más interesantes. Wainewright, pintor y literato inglés, envenenó a su mujer porque esta señora tenía los tobillos demasiado gruesos. ¡ Pobre pintor! ¡ Cuántas indecibles torturas sufrió, él, tan artista, tan exquisito, al contemplar a todas horas la fealdad de los tobillos conyugales! Un jurado de estetas hubiera absuelto a Wainewright ¿no es cierto?, un jurado hipersensible, un jurado del porvenir.

¡ Qué lejos estamos de la humanidad! Y, naturalmente, de la verdadera estética: el sentimentalismo de nuestro
público y de nuestros jurados es el que trasudan Antony y cíen dramones más; el de Dumas hijo, el moralista (!!) del famoso mátala', el sentimentalismo de ojeras pintarrajeadas y melenas sucias, envejecido, descompuesto, maloliente, repulsivo, después de sesenta años de majaderías peligrosas a todo corazón sano; el sentimentalismo de folletín. Por eso la página del código en que se autoriza y alienta al marido a sacrificar una mujer indefensa, no es a secas una de las manchas infames de la civilización; es, además, algo repugnante, cursi, lamentablemente melodrama barato.

Acabemos de arrancar su aureola embustera a los que, si no cedieron al más bestial y egoísta de los instintos, no pasaron de ser falsificadores de las nobles energías del alma, comediantes, histriones del sentimiento, payasos trágicos. ¿Compasión para ellos? ¡ Oh, sí! Compasión a los enfermos, a los bárbaros extraviados entre nosotros. Compasión, mas no admiración. Y no dejemos de compadecer a los otros homicidas, más modestos y más perseguidos. No dejemos de compadecer sobre todo a las víctimas de la
ferocidad sexual.

No habléis de las locuras del amor. ¡No! El amor es lúcido y sereno. El amor no mata. Lo bello, lo fuerte, no conduce jamás al asesinato. Los fuertes mueren tal vez, pero no matan. "Los que matan, como los que se matan, dice Gourmont, son débiles. Los que tienen algún vigor se alejan, sufren, meditan y viven". ¡Viven! No es la misión del amor quitar la vida, sino darla, engendrarla valientemente, alegremente, contra todas las barreras, todas las emboscadas, todas las traiciones, todas las catástrofes. ¿Qué es necesario para matar? Bien poca cosa: un arma y una cobardía. Basta el momento delirante, la chispa lanzada por la hoguera siniestra que arde en la oscuridad de las pasiones, el espasmo sombrío de un segundo. Para vivir es necesario el amor. Para esas vidas lentas, preñadas de él y de cariño, para esas santas vidas largas, generadoras de lo grande, es indispensable el amor. El amor no desconfía, no se venga, no hiere; el amor siempre cree y perdona y vive y hace vivir.

"La mato porque no se me vuelve a entregar". ¿Es un amante el que así blasfema? ¿Amó algún día el que no consiguió despertar en otro el amor duradero y cesó él mismo de amar? ¿Temblaron algún día de amor las manos que hoy firmes apuñalean la carne adorada? ¿Amó siquiera un instante quien no vacila en desencadenar la angustia en el alma amada, y sin turbarse ve los espectros del terror en los ojos que él hizo triunfar antes de exaltación magnífica? El amor cruel es mentira. No hay amor donde no hay piedad. ¿ Qué es el amor más elevado, sino una piedad devoradora? "La mato porque no la amo ya- porque nunca la amé". Pie aquí lo cierto; y si el matador, analizándose, supiera eliminar el falso prejuicio del honor, las punzaduras de la vanidad, el afán de lo notorio y mil razonamientos parásitos que acompañan a la explosión. salvaje sin motivarla, descubriría en el convulsionado fondo de su conciencia esas larvas del tenebroso origen universal, que arrastran confundidos los gestos de la fecundidad y de la muerte.

Para el amor, elegir es respetar. El amor es esencialmente religioso; la luz que crea en torno de la mujer jamás se extingue. Por una ilusión generosa objetivamos los rayos invencibles cuyo centro está en nuestro espíritu, y se nos figura que amamos la belleza, cuando precisamente es la belleza lo que en nosotros ama. La mujer amada es intangible. Nos mentirá, nos atormentara, nos abandonará, si es posible que un amor profundo no sea recíproco, pero el resplandor inmortal seguirá iluminándola. El culto a la felicidad se habrá convertido en el culto al dolor, pero el templo estará en pie. La dulce fuente se habrá cambiado en fuente de amarguras, pero no se habrá agotado. Si no la dicha, la desdicha será nuestra razón de vivir y la explicación del universo. No renunciaremos a las sagradas ruinas. Preferimos un, recuerdo melancólico a todas las tentaciones del presente y a todas las promesas de la esperanza. ¡ Y en qué silencio, en qué intimidad secreta no resucitaremos del olvido, como Dios de la nada, las imágenes del joven amor y de la vida! Venturoso o no, el amor auténtico se oculta; el pudor es la mitad de su poesía. Un amante es un iniciado; no elevará en el arroyo el ara ni el altar. No expondrá al escándalo las embriagueces de su victoria, ni la liquidación de sus desastres. Quizá sucumba en un rincón, mas no representará gratis, ante la tribu reunida, una escena vulgar de quinto acto.

¡Matar! El amante de veras no mataría en ningún caso porque comprende que sería inútil. Es que el amor abre el entendimiento, revela lo invisible, y el seudo amante ignora que ante el amor la muerte es pequeña y transitoria. Sin embargo, el niño enamorado, al balbucear las eternas palabras, que a un tiempo se inventan y repiten, proclama la verdad: "Siempre te amaré". "Siempre nos amaremos".Siempre, es decir, no hasta la muerte, sino en la muerte y más allá de la muerte. Heme imita al niño: "En el día del juicio final, anuncia, los muertos se levantan, las trompetas les llaman a las alegrías ya las penas; en cuanto a nosotros, no nos inquietaremos de nada, y nos quedaremos acostados y abrazados". Y si para el amor la muerte no es un obstáculo, ¿cómo sería una solución? La muerte deja intactos los problemas de la vida.

En apariencia, fácil es hacer desaparecer al vivo. La cuestión es hacer desaparecer al muerto. Un cadáver se entierra, un fantasma, no. ¡ Matar! Y ¿después? ¿Para qué cerrar la puerta al vivo durante el día, si ha de venir el muerto cada noche a sentarse en el borde de la cama?

L A R E G L A

DE NIÑO me inculcaron con seriedad que se debe decir la casa y no el casa; yo como y no yo comes. Se obstinaron símente en asegurarme que tarde es un adverbio y sobre una preposición. Guando había aprendido bien una regla me descubrían que no era tal regla, que había numerosas excepciones, las cuales a su vez tenían excepciones. Al fin me libraron del colegio y me di prisa en olvidar cuanto en él había sucedido. Con asombro noté que no me hacía falta saber gramática para hablar en castellano.

Asombroso me pareció también que personas que no conocen la anatomía ni la fisiología del estómago digieran durante largos anos imperturbablemente. Cuando me hube habituado a estos hechos, sospeché que las reglas no tienen quizá la importancia que los académicos y los dómines quisieran. Leí verdaderos libros, y vi que el talento y el genio suelen fundar la gramática futura sin molestarse en saludar la presente. La policía aduanesca de mis profesores perdía su prestigio. De dictadores pasaban a copistas. Encargados de medir el idioma, creían engendrarlo.

—Hombre se escribe con h —me corrigíeron un día.

—¿Por qué? —pregunté, tímido.

—Porque viene del latín homo.

—¿Por qué entonces no escribimos todo igual: homo?

—¡Silencio!

Observé en los ojos del maestro la misma furia del presbítero que nos dictaba doctrina cristiana. Una regla no se discute. No se discute el código ni el catecismo. Explicar una regla es profanarla.

Escribir hombre sin h, ¡ qué vergüenza! Y si en Italia se escribiera uomo con h, ¡ qué vergüenza! Si una soltera pare, ¡qué vergüenza! Y si un hotentote encuentra virgen a su esposa, ¡qué vergüenza!

No examinéis las reglas. Examinar es desnudar, y el pudor público no lo permite. Perteneced, si podéis, a la innumerable, a la invencible clase de los archiveros, guardianes y administradores de LA REGLA, y si no podéis, doblad el pescuezo. Pensar es exponerse a ser decapitado, porque es levantar la frente.

La regla es la mentira, porque es la inmovilidad; pero no lo digáis, no lo deis a entender; defended el pan de vuestros hijos.

RETORNO