MORALIDADES ACTUALES

LA VIDA es un arma. ¿Dónde herir, sobre qué obstáculo crispar nuestros músculos, de qué cumbre colgar nuestros deseos? ¿Será mejor gastarnos de un golpe y morir la muerte ardiente de la bala aplastada contra el muro o envejecer en el camino sin término y sobrevivir a la esperanza? Las fuerzas que el destino olvidó un instante en nuestras manos son fuerzas de tempestad. Para el que tiene Jos ojos abiertos y el oído en guardia, para el que se ha incorporado una vez sobre la carne, la realidad es angustia. Gemidos de agonía y clamores de triunfo nos llaman en la noche. Nuestras pasiones, corno una jauría impaciente, olfatean el peligro y la gloria. Nos adivinamos dueños de lo imposible y nuestro espíritu ávido se desgarra.
Poner pie en la playa virgen, agitar lo maravilloso que duerme, sentir el soplo de lo desconocido, el estremecimiento de una forma nueva: he aquí lo necesario. Más vale lo horrible que lo viejo. Más vale deformar que repetir. Antes destruir que copiar. Vengan los monstruos si son jóvenes. El mal es lo que vamos dejando a nuestras espaldas. La belleza es el misterio que nace. Y ese hecho sublime, el advenimiento de lo que jamás existió, debe verificarse en las profundidades de nuestro ser. Dioses de un minuto, qué nos importan los martirios de la jornada, qué importa el desenlace negro si podemos contestar a la naturaleza: —¡No me creaste en vano!
Es preciso que el hombre se mire y se diga: —Soy una herramienta. Traigamos a nuestra alma el sentimiento familiar del trabajo silencioso, y admiremos en ella la hermosura del mundo. Somos un medio, sí, pero el fin es grande. Somos chispas fugitivas de una prodigiosa hoguera. La majestad del Universo brilla sobre nosotros, y vuelve sagrado nuestro esfuerzo humilde. Por poco que seamos, lo seremos todo si nos entregamos por entero. Hemos salido de las sombras para abrasarnos en la llama; hemos aparecido para distribuir nuestra sustancia y ennoblecer las cosas, nuestra misión es sembrar los pedazos de nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia; abrir nuestras entrañas para que nuestro genio y nuestra sangre circulen por la tierra. Existimos en cuanto nos damos; negarnos es desvanecernos ignominiosamente. Somos una promesa; el vehículo de intenciones insondables. Vivimos por nuestros frutos; el único crimen es la esterilidad.
Nuestro esfuerzo se enlaza a los innumerables esfuerzos del espacio y del tiempo, y se identifica con el esfuerzo universal. Nuestro grito resuena por los ámbitos sin límite. Al movernos hacemos temblar a los astros. Ni un átomo, ni una idea se pierde en la eternidad. Somos hermanos de las piedras de nuestra choza, de los árboles sensibles y de los insectos veloces. Somos hermanos hasta de los imbéciles y de los criminales, ensayos sin éxito, hijos fracasados de la madre común. Somos hermanos hasta de la fatalidad que nos aplasta. Al luchar y al vencer colaboramos en la obra enorme, y también colaboramos al ser vencidos. El dolor y el aniquilamiento son también útiles. Bajo la guerra interminable y feroz canta una inmensa armonía. Lentamente se prolongan nuestros nervios, uniéndonos a lo ignoto. Lentamente nuestra razón extiende sus leyes a regiones remotas. Lentamente la ciencia integra los fenómenos en una unidad superior, cuya intuición es esencialmente religiosa, porque no es la religión lo que la ciencia destruye, sino las religiones. Extraños pensamientos cruzan las mentes. Sobre la humanidad se cierne un sueño confuso y grandioso. El horizonte está cargado de tinieblas, y en nuestro corazón sonríe la aurora.
No comprendemos todavía. Solamente nos es concedido amar. Empujados por voluntades supremas que en nosotros se levantan, caemos hacia el enigma sin fondo. Escuchamos la voz sin palabras que sube en nuestra conciencia, y a tientas trabajamos y combatimos. Nuestro heroísmo está hecho de nuestra ignorancia. Estamos en marcha, no sabemos adonde, y no queremos detenernos. El trágico aliento de lo irreparable acaricia nuestras sienes sudorosas.

LOTERÍA

EN LA ARGENTINA, en el Uruguay, en España, llueven los millones. El Estado talla, traficando con la corrupción pública. ¿Por qué no monopoliza también el alquiler y venta de mujeres? La prostitución daría grandes entradas al Erario, y afianzaría el Poder Administrativo. El gobierno es tanto más sólido cuanto más .débiles y viciosos son los ciudadanos.
No seamos injustos con el vicio, que suele llevar consigo gérmenes de poesía. La degradación no está reñida con el ensueño. Baudelaire sabe que el mal tiene sus flores, y no las menos bellas. En el azar que enriquece o despoja hay una elegante anarquía, un desafío satánico a las leyes económicas. Firmar el contrato de la propia ruina es original; adquirir de pronto una fortuna, sin trabajo y sin mérito, y sin la amenaza del gendarme, es maravilloso, lírico y libertador. Agradezcamos a los Ministerios de Hacienda, Casas de Hadas, esa consagración oficial del juego, esa distribución de un poco de ideal barato a la ingenua multitud.
¡ Lástima que sea tan barato! El prosaísmo oficinesco ha desfigurado el drama del tapete verde. Imagino cosas que alguna vez fueron ciertas: náufragos en un bote, en medio del mar sin orillas, locos de hambre y de sed. Lo humano y lo razonable sería que los tripulantes fuertes devorasen a los inútiles, para prolongar la resistencia. No: los náufragos son posteriores al 89, y profesan la igualdad de los derechos cívicos.
En vista de ello se sortean, aunque los favorecidos, doblemente caníbales, se coman al piloto. He aquí la tragedia del juego en todo su esplendor romántico. Otros náufragos, agarrados a la mesa del bacará, sortean su destino y su honra, siempre con arreglo a la Constitución. Y en el espectáculo de estos' vanos espectros perdidos en el océano de las ásperas realidades, y condenados a retardar la catástrofe final despedazándose equitativamente, palpitan aún sombríos fulgores funerarios.
Pero, ¿qué resta del poema byroníano en la burguesa lotería, entretenimiento de solteronas después de cenar? Ju-gaditas cada semana o cada mes; partida de gastos varios: la lotería figura en la columna del teatro o de los cigarrillos. ¡Adiós riesgo del deshonor, de la miseria, del suicidio! ¡Adiós desesperación, dignidad y hermosura! La lotería nacional es la parodia, la caricatura doméstica de una pasión libre: codicia de pirata convertida en ratería de lacayo; hazaña de escaleras abajo, envilecida por la protección; libertinaje de Don Juan, reducido a onanismo metódico y prudente.
¡Oh, burocracia! ¡Oh, fealdad! ¡Aventuras enjauladas por la higiene, torres de Babel aseguradas de incendio, nerones de levita usurera, milagros con tarifa; reos a quienes se toma el pulso, lujuria desinfectada, loterías benéficas, progreso, en fin! Los moralistas escarban la uniforme corteza hipócrita de la democracia; subterráneos, los arroyos negros de la maldad huyen. Y como las altas estrellas no reflejan en el barro endurecido su temblorosa imagen, los poetas lloran.

BUENOS AIRES

EL AMANECER, la tristeza infinita de los primeros espectros verdosos, enormesj sin forma, que se pegan a las altas y sombrías fachadas de la avenida de Mayo; la vuelta al dolor, la claridad lenta en la llovizna fría y pegajosa que desciende de la inmensidad gris; el cansancio incurable, saliendo crispado y lívido del sueño, del pedazo de muerte con que nos aliviamos un minuto; el húmedo asfalto, interminable, reluciente, el espejo donde todo resbala y huye, los muros mojados y lustrosos, la gran calle pétrea, sudando su indiferencia helada; la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla, donde ya empieza a gusanear el hombre...
Chiquillos extenuados, descalzos, medio desnudos, con el hambre y la ciencia de la vida retratados en sus rostros graves, corren sin alientos, cargados de Prensas, corren, débiles bestias espoleadas, a distribuir por la ciudad del egoísmo la palabra hipócrita de la democracia y del progreso, alimentada con anuncios de rematadores. Pasan obreros envejecidos y callosos, la herramienta a la espalda. Son machos fuertes y siniestros, duros a la intemperie y al látigo. Hay en sus ojos un odio tenaz y sarcástico que no se marcha jamás. La mañana se empina poco a poco, y descubre cosas sórdidas y sucias amodorradas en los umbrales, contra el quicio de las puertas. Los mendigos espantan a las ratas y hozan en los montones de inmundicias. Una población harapienta surge del abismo, y vaga y roe al pie de los palacios unidos los unos a los otros en la larga perspectiva, gigantescos, mudos, cerrados de arriba abajo, inatacables, inaccesibles.
Allí están guardados los restos del festín de anoche: la pechuga trufada que deshace su pulpa exquisita en el plato de China, el champaña que abandona su baño polar para hervir relámpagos de oro en el tallado cristal de Bohemia. Allí descansan en nidos de tibios terciopelos las esmeraldas y los diamantes; allí reposa la ociosidad y sueña la lujuria, acariciadas por el hilo de Holanda y las sedas de Oriente y los encajes de Inglaterra; allí se ocultan las delicias y los tesoros todos del mundo. Allí, a un palmo de distancia, palpita la felicidad. Fuera de allí, el horror y la rabia, el desierto y la sed, el miedo y la angustia y el suicidio anónimo.
Un viejo se acercó despacio a mi portal. Venía oblicuamente, escudriñando el suelo. Un gorro pesado, informe, le cubría, como una costra, el cráneo tinoso. La piel de la cara era fina y repugnante. La nariz abultada, roja, chorreante, asomaba sobre una bufanda grasicnta y endurecida. Ropa sin nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable, peleaban con el invierno. Los pies parecían envueltos en un barro indestructible. Se deslizó hasta mí; no pidió limosna. Vio una lata donde se había arrojado la basura del día, y sacando un gancho comenzó a revolver los desperdicios que despedían un hedor mortal. Contemplé aquellas manos bien dibujadas, en que sonreía aún el reflejo de la juventud y de la inteligencia; contemplé aquellos párpados de bordes sanguinolentos, entre los cuales vacilaba el pálido azul de las pupilas, un azul de témpano, un azul enfermo, extrahumano, fatídico. El viejo —si lo era— encontró algo. . . una carnaza a medio quemar, a medio mascar, manchada con la saliva de algún perro. Las manos la tomaron cuidadosamente. El desdichado se alejó. . . Creí observar, adivinar. . . que su apetito no esperaba. . .
¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí la ira implacable subir a mis sienes, morder rnis brazos. Sentí que la única manera de ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad, que hay que mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel instante, la grandeza del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que la dinamita atruena y raja el vil hormiguero humano.

MI HIJO

HACE algunas horas que ha nacido; es uno de los seres más jóvenes del "Universo. Es el más hermoso: su naricilla apenas se ve. Es el más fuerte: temblamos en su presencia, y apenas nos atrevemos a tocarle. Ha nacido y ha llorado; ¡admirable lección, fenómeno extraordinario! Ha bostezado después: ¡inteligencia profunda!
Mama, reuniendo todas sus energías. Ha sabido expresar en un solo gesto los gestos dispersos de la humanidad. Desde que él vino al mundo, el mundo es otro. Un soplo de primavera refresca las cosas, reanima las marchitas flores y renueva el cielo. Él ha salido a la vida, y ha explicado la vida. Ha abierto los ojos, y ha creado la luz.
Ahora comprendo lo que ha resistido a los esfuerzos de los filósofos. He descubierto que los hombres son buenos, que los crímenes más infames no lo son sino en apariencia. Sólo el bien existe. La realidad es buena; la realidad es feliz. El mal y la desesperación no son más que impaciencia. Todo marcha; todo se arreglará. Mi hijo, promesa infinita, duerme; él salvará a los desgraciados. Es el niño-Dios; los Reyes Magos contemplan su sagrado sueño.
Una probabilidad virgen ha entrado en la tierra. Yo no soy quien la ha traído, no somos quienes la hemos traído. No existo, no existimos desde que él nació. Nació y ya no es nuestro hijo, sino hijos suyos nosotros; discípulos y servidores suyos. Nuestro padre, nuestro maestro. Bajó a decirnos lo que ignoramos, lo que escucharemos religiosamente.
Tomo mi pluma para anunciaros la buena nueva, para hacer el elogio de mi hijo. Podéis reíros, no os oigo. Estoy deslumhrado por el Mesías, y no distingo vuestra indiferencia.
¿Indiferencia?, ¡oh, no! ¿Qué nos queda, qué queda al destino si no viven nuestros hijos, si no son dioses en nuestro corazón y en nuestra mente? Ellos lo son todo, toda la belleza, toda la verdad, toda la esperanza. Por eso estoy seguro de que festejáis conmigo el nacimiento de nuestro hijo, de nuestro querido hijo que duerme.

LA CHINA Y EL OPIO

LA EMPERATRIZ manda cerrar los fumaderos públicos, atentando así al genio nacional, que es el genio de lo inmutable. En China obrar es copiar, vivir es repetir; un camino nuevo, una nueva idea son algo sacrilego. Esa civilización colosal y complicadísima ha recorrido su ciclo, y después de miles y miles de años de oscilaciones y de estremecimientos, ha descendido al punto del equilibrio absoluto. El péndulo ha quedado por fin inmóvil. Hace siglos que en China se ha escrito el último poema, se ha construido el último palacio y se ha dictado la última ley. Todo es definitivo, todo está previsto. El Imperio Celeste es prisionero de un espejo alto y frío, que oculta todos los horizontes bajo la vana imagen del pasado. Y allí esperar no es más que recordar.
El flanco del inmenso continente de sangre se contamina. La tercera parte de la humanidad, amontañada en un bloque único, siente sus bordes corroídos por la lepra europea. Construir acorazados, seguir los cursos franceses y alemanes, obligarse a tomar al Occidente sus armas y su ciencia para intentar resistirle, será un adelanto en el Japón; en China ha de ser una enfermedad. Lo que en otros sitios renueva y vivifica, en China pudre. Es que la China es un cuerpo en catalepsia, suspendido al filo del sepulcro. Cambiar, para ella, equivale a descomponerse; es un mecanismo inexorable a quien, sólo le está permitido pararse, devorado por el orín. La orilla oriental supura; el odio al extranjero fermenta en las conspiraciones boxers, y los escalofríos del tétanos hacen temblar las embajadas.
Puntos de gangrena, apenas perceptibles en la masa enorme. Cada chino es una máquina y continúa siéndolo. Se cuenta que habiendo un sastre de Hong Kong recibido unos pantalones viejos con el encargo de hacer otros iguales, reprodujo concienzudamente las manchas y agujeros de la prenda entregada. El reloj de bolsillo constituye para el celeste un juguete encantador. La hora le es indiferente. El disco minutero, que para el blanco es una rueda veloz sobre el camino sin fin de lo posible y de lo deseable, es para el amarillo un eterno girar, un círculo idéntico donde todo vuelve, donde nada importa la efímera posición de la aguja. Lo que al amarillo maravilla es el monótono y misterioso tictac, y se pasa larguísimos ratos escuchándolo religiosamente. En una de las más crueles batallas de la guerra chino-japonesa, empezó a llover; los chinos, bajo un fuego terrible, abrieron sus paraguas. Y en el conjunto de máquinas, el Estado es la gran máquina impasible, la que lamina las inteligencias bajo la presión uniforme del man-darinato, la que archiva y clasifica hasta los órganos sexuales arrancados a los eunucos.
Los egipcios consagraban su existencia a embalsamar y empaquetar los cadáveres; los chinos han embalsamado las almas, han enterrado en ellos mismos sus antepasados difuntos; se han convertido en momias vivas. Y como también se sueña más allá de la tumba, los chinos sueñan y sueñan con el sueño y con la muerte. No quieren el alcohol que irrita la delicada sensibilidad de los occidentales, sino el opio que embrutece en seguida. Poco a poco sienten sus nervios agotarse; son precisos los suplicios espantosos del jardín de Octavio Mirbeau para producir algún dolor en su carne lívida y blanda. Necesitan la poesía funeraria de las tablas, parecidas a tablas de ataúd, donde envueltos en humo mortífero yacen los fumadores de opio; necesitan el opio, necesitan dormir, porque la poesía de los pueblos es la visión del destino, y para la China no hay ya destinos; necesitan detener el tictac formidable de la máquina inútil. La Emperatriz no debió, estorbar a su raza la ilusión consoladora del reposo.

UN MONSTRUO

UN DESCONOCIDO ha regalado un millón de liras al papa Pío X. El caso no es nuevo: hace pocos años que la entonces reina regente de España heredó de un tipo análogo respetable fortuna. Victoria de Inglaterra lo mismo, varias veces. Hay individuos que el trono hipnotiza, que nunca agradecen bastante a los reyes el esplendor de su poder y la majestad de sus figuras tradicionales. Deploran no ser bastardos de algún príncipe. Y nada les enorgullecería tanto como prostituir sus esposas o sus hijas en los rincones de los palacios. Serían felices con el cargo cortesano de porte-chaise d'affaires, en ejercicio bajo los grandes Luises de Francia; este título enigmático designaba un funcionario que, descubierto, espada al cinto y con traje de terciopelo, se encargaba, según cuenta el conde de Hézecques, "de disimular las últimas miserias a que la naturaleza nos obliga". El porta-silla entraba al despertar el rey, en cuanto llamaban a la primera entrada', pasaba en seguida al guardarropa, cerca del lecho, para ver si no había algo en el pequeño mobiliario, que reclamase su vigilancia o su solicitud (L. G., Hygiene d'autrefois]. Transportar los bacines del monarca es oficio glorioso.
¡ Regalar un millón de liras al Papa! No a un obispado, a una parroquia, a una orden, a una misión, sino al Papa; ni siquiera al Papa, al favorito celeste que conferencia con su Dios en el templo más suntuoso de la tierra, sino al hombre de carne y hueso que habita monumentos incomparables, servido por un aristocrático ejército lacayuno; al dichoso capitalista cuyas propiedades constan en el registro, y que depositará su millón en el Banco. El incógnito donador sabe que la desesperación conduce a los campesinos rusos al canibalismo; que bajo los puentes de Londres se encuentran cada mañana por docenas los cadáveres de los mendigos; que igual que a fines del siglo existen suelos desolados "donde el labrador hambriento se echa de bruces, para morder las hierbas que los animales rehúsan", que no faltan madres pordioseras que abrasan a sus hijos los ojos, con nitrato de plata, para enternecer al transeúnte; que no tan sólo los miserables, sino los fuertes, el talento y el genio, agonizan bajo el peso de la atrocidad colectiva. Pero, ¿qué importa? Lo urgente es regalar un millón a Pío X.
¿Habrá muchos monstruos capaces de obsequiar con un millón al Papa? Por muchos que sean, no dejarán de ser monstruos. La sociedad entera puede ser monstruosa a un tiempo. La normalidad se refugia entonces en el cerebro de Sócrates, en los labios amorosos de Jesús, en los planos pueriles de Colón o en los toscos cristales de Galileo. No es lo normal aquello que abunda, sino aquello que dura. No está la verdad en lo presente, por enorme y brillante que parezca, sino en lo futuro, por débil e indefenso que palpite su germen. El hombre del millón papal, el que ha ocultado su generosidad lo mismo que un crimen, estará o no conforme con el ambiente católico; de todas maneras es un monstruo acabado, digno de nuestra curiosidad y de nuestro estudio.
Pío X. cuya vida guarde la Providencia, tiene un tocayo apostólico, Pío III, contemporáneo de aquel ardiente y vivaz Renacimiento de las artes y de la libre política, de aquella densa vegetación donde las plantas de más acre ponzoña ostentaban las flores más bellas. Estación tropical de la historia, en que crecieron plenamente sabios universales a lo Leonardo de Vinci, críticos a lo Maquiavelo, cíclopes a lo Miguel Ángel y bandidos a lo César Borgia. Si enfrente cíe Pío X se levanta hoy el discreto favorecedor del millón de libras, enfrente de Pío III se levantó en la época del frenesí y de los fanatismos Pandolfo Petrucci.
¿Qué hizo Pandolfo Petrucci con Pío III? Pandolfo andaba en antiguo pleito con el Vaticano. Pío III cayó enfermo, quizá sin ayuda ajena. El hecho es que Pandolfo, carácter emprendedor, aprovechó las circunstancias, introdujo en lugar oportuno sus sicarios, y logró hacer impregnar de veneno las cataplasmas que se aplicaban a Su Santidad.
Las relaciones de Pandolfo con el Vicario de Cristo fueron también monstruosas. Sin duda: pero monstruo por monstruo,, prefiero a Pandolfo. Hay en él mayor naturalidad y mayor inteligencia.

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