LA GUILLOTINA

EL PARLAMENTO francés ha resuelto conservar la guillotina. Esto se comprende en un país donde es necesario condecorar a las personas honradas. La Legión de Honor supone el patíbulo.
Hay que premiar; hay que castigar. No es tiempo aún de salir de ahí. La idea de justicia no lleva a la acción, sino a la parálisis. Un hombre mata: acontecimiento tan fatal como un eclipse de luna. ¿Qué sabemos de la responsabilidad? Que es científicamente inadmisible. Todo hecho tiene sus causas, y es ridículo atribuir a una consecuencia el delito de serlo. Existe una escuela que declara enfermos a los criminales, pero tal detalle no nos importa. Enfermo o sano, un criminal es un efecto de circunstancias anteriores. El juez se figura haber condenado a un culpable, y está en un error; a quien ha condenado es a las eternas leyes de la naturaleza.
Para esas leyes no se encuentran prisiones ni guillotina. La sociedad fabrica al asesino y después le corta el cuello. ¿Es justo? No se trata de ser justos, me contestaréis, se trata de nuestra defensa. ¡Conforme! "Aquel a quien la mordedura de un perro produce la rabia, dice Spinoza, es seguramente disculpable; y sin embargo se tiene el derecho de ahogarlo". También está rabioso el asesino, el "haschis-chino", el bebedor del siniestro "haschich", que produce la furia homicida. Hemos sacrificado a los hidrófobos hasta que vino Pasteur, y ¿qué hemos de hacer, Dios mío, sino guillotinar a los asesinos hasta que sepamos curarlos?
Aquí entra en escena la compasión. "No los matemos. Dejémosles que vivan". Dan ganas de replicar, como M. d'Argenten al abate Desfontaines: "¡no veo la necesidad!" Resulta demasiado caro. ¿Cómo? ¿Regalaremos una casa, alimentación, escuela y asistencia médica a los degenerados irremediables, mientras millones de trabajadores sucumben lentamente a la miseria y a la angustia? ¿Enviaremos, de un plumazo, por negras intrigas, ambiciones despiadadas, o por un acto de demencia, a millares de jóvenes honrados, sanos, alegres, esperanza del mundo, a que les rompan los huesos a balazos en el fondo de las trincheras, y no nos permitirán nuestros nervios de colegiala enviar a las fieras humanas a la guillotina, bajo la cual, según el P. Coloma, sólo se siente un ligero frescor? Hay injusticias indispensables, pero la piedad arbitraria es odiosa.
Confesemos virilmente que la vida moderna exige muchas crueldades y que no es lo más urgente proteger a un Soleilland. Suprimir una existencia es irreparable. ¿Y bien? Por muchos siglos estaremos sujetos a lo irreparable; por todos lados se alza el mal; a cada instante es preciso tomar resoluciones rápidas y supremas. Admiro al médico norteamericano que propuso terminar ciertas dolencias incurables y dolorosas con inyección de morfina. Cuando vivir es verdaderamente inútil, ¿para qué vivir? La muerte es a veces una solución, una economía, una ventaja. "Llamemos a la muerte en socorro de la humanidad", ha escrito Wells. Mañana dispondremos de otros recursos. No falseemos los que tenemos hoy. La guillotina debe ser un gran bisturí, y debe manejarse por un técnico social, por un cirujano y no por el verdugo, tipo que ciertamente nos desacredita y nos avergüenza. Y pasarán los años, hasta que un día el cirujano se guarde su bisturí y nos diga: "Señores, he descubierto que esto se cura sin operar".

LAS MÁQUINAS DE MATAR

HAN FONDEADO algunas en la rada. Son colosales y maravillosas. Hay que contemplar los cañones, los reyes de la muerte, y pensar en el mundo complicado y poderoso que los engendra. Para conseguir transportarlos sobre las aguas, hubo que resolver los más arduos problemas de la navegación, y la carabela que llegó al Nuevo Mundo es un juguete ridículo al lado del crucero. Los tubos formidables por donde se envía la catástrofe al horizonte son un resumen de todas las ciencias, desde la geometría a la termodinámica; de todas las industrias, desde la metalurgia a la óptica de taller. Rígidos, relucientes, acariciados y cuidados como telescopios, han exigido más todavía: ha sido necesario fabricar una multitud de mecanismos humanos que engranaran con ellos, y que funcionaran automáticamente en medio de los horrores de la batalla; ha sido preciso inventar una nueva clase de heroísmo. Y aun no basta; hacen falta otros cañones, más grandes, más exactos, más implacables, y los sabios buscan en el secreto de los laboratorios; los ingenieros ensayan sin descanso; miles de trabajadores forjan las armas que los destruirán mañana. La sociedad no se considera bastante hábil en el arte de matar, y se diría que le urge reunir todos los medios para poder suicidarse de un golpe.
El cañón moderno es el resultado de los esfuerzos de largas centurias; los proyectiles que lanza surcan el espacio con una majestad casi astronómica. La bala es el bólido: la guerra, una sucesión de cataclismos. ¡Qué modesta el hacha de pedernal de nuestros antepasados! Había que servirse de ella varias veces para rajar el cráneo espeso del enemigo hermano. Del hacha al cañón: he aquí lo que muchos llaman el progreso. Pero, ¿por qué nos asesinamos los unos a los otros? ¿No es tiempo de arreglar las cuestiones de distinta manera?
Signo funesto: Inglaterra, que ha preparado las libertades políticas de la raza blanca, la nación que mejor conoce la vida por lo mucho que ha viajado, luchado, y sacado partido de la realidad; Inglaterra, que tan dispuesta se mostró recientemente al desarme, sigue construyendo buques, y acaba de aprobar el proyecto del "Neptuno", acorazado de 20.000 toneladas, ¡un prodigio!
Y esos millones de libras esterlinas arrojadas a las olas no son aún más que la paz, el "miedo armado".
Una de dos: o Inglaterra está decidida, en caso de conflicto, a no dejarse guiar por la razón, sino por las ventajas impunes de su enorme poder material, o supone probable un injustificado ataque de los demás países, si en él ven suficientes probabilidades de éxito. Y lo que decimos de Inglaterra es aplicable a Francia, a Alemania, a Norte América, a Italia, al orbe civilizado, sujeto a la fiebre de los armamentos indefinidos. Este crimen sin nombre: una agresión caprichosa, una guerra provocada fríamente, es un fenómeno que el mundo entero juzga próximo y natural. Recordad el pretexto para la campaña del 70: los candidatos al trono español. Hace pocas semanas Europa se estremecía de angustia; las hostilidades estuvieron a punto de romperse, por los enredos de un escribiente de consulado en Casablanca. Y hoy mismo nos comunica el telégrafo que el principal obstáculo a la tranquilidad de los Balcanes es la antipatía que se tienen los ministros de Estado de Austria y de Rusia. El hecho es que al principio del siglo XX continuamos expuestos a caer en los abismos de la matanza, empujados por lo arbitrario, lo inicuo o lo imbécil.
El hecho existe, aplastador. En ciertas cosas somos lógicos; si un aparato se descompone, acudimos al técnico; si nos enfermamos, al especialista. Los pueblos se van acostumbrando a la higiene, a la educación razonada. Marchamos hacia la justicia, que es la ciencia del corazón, y hacia la ciencia, que es la justicia de la naturaleza. Solamente cuando se trata de las relaciones de los pueblos entre sí, es decir, de las que mueven los más vastos e incalculables intereses, es cuando no queremos salir de la barbarie.
Conferencias de la paz, masas de labradores y de obreros que piden la paz, comerciantes partidarios de la paz, pensadores y artistas que hacen la propaganda de la paz, todo eso es platónico. Son gérmenes. Todo eso se estrella contra los armamentos insensatos, contra la coraza de hierro que nos abruma. No se objete que el partido de la paz es una mayoría; una mayoría impotente no es tal mayoría. Por eso la humanidad es bárbara, porque en ella la justicia y la fuerza no están juntas. Los fuertes no son justos; los justos no son fuertes. La generosidad carece de brazos; la espada abusa. Y tal será la obra de la civilización: armar a los pacíficos.
Entonces será imposible que un gobierno mande invadir el ajeno territorio. Entonces tendremos la satisfacción de que los extranjeros arriben a nuestras playas en traje común, y no pertrechados hasta los dientes. Los caminos del planeta estarán seguros, y la hospitalidad gozará de la confianza. Mientras tanto, no admiremos demasiado las portentosas máquinas que matan; símbolo de nuestra potencia física, son también un símbolo de nuestra debilidad moral

EL PORNO-CINEMATÓGRAFO

HABÍA un predicador que consagraba todos sus sermones a condenar la lujuria. "Ya se ve, le dijo una penitenta, que no piensa usted más que en eso". Por mi parte no insistiré mucho; sobre todo, no lo haré con tono de predicador. No me halaga la idea de convertirnos en un catálogo de virtudes. "Los hombres, dice Anatole France, honran la virtud como a una vieja; le dirigen un saludo respetuoso, y se alejan rápidamente". Es que no pueden divorciarse largo tiempo de sus apetitos. La moral no consiste en cegar los instintos, esos manantiales de la vida, sino en utilizarlos, en canalizarlos. No nos hagamos ilusiones; la salacidad de nuestra especie es grande. La de los monos también; son nuestros parientes — ¿qué remedio? Se trata de rasgos definitivos, y felizmente no está en nuestro poder el que sean otros. Una epidemia de castidad comprometería la conservación de la raza. El elefante se extingue; es virtuoso con exceso. No se acerca a la elefanta más que una vez al año.
Y, sin embargo, protesto contra el porno-cinematógrafo, cuyas vistas obscenas, toleradas por la policía, van invadiendo las ciudades latinas, Buenos Aires, Madrid, París, Barcelona. Entendámonos: protesto contra la publicidad. Los fenómenos del amor no deben hacerse públicos. El desnudo mismo, si no es bello, es indecente, fuera de las mesas de disección. La belleza, como la ciencia, atañe a la colectividad. Las carnes que se muestran al pueblo tienen la obligación de parecerse al mármol. El arte salva el resto: las escenas de algunos libros de Zola, contadas por un burgués, serían de un odioso cinismo. El estilo las limpia. Hay en Nápoles el famoso grupo de Leda y el Cisne, de un atrevimiento absoluto; pero el vicio se consume en el resplandor de aquella hermosura. Si los modelos del cinematógrafo pornográfico fueran Apolos y Venus, vacilaría en condenarlo. Por desgracia, sospecharéis qué tipos lamentables se prestan a semejantes funciones. La belleza es de carácter social: un estimulante cuya eficacia se multiplica con la presencia de la multitud. El amor es individual y secreto: es lo único inadaptable a lo múltiple; es un vértice que avanza solo. La belleza no tiene nada que ver con el amor. Las estatuas no se aman. No lo necesitan. Admíralas y punto concluido. En cambio una mujer fea tiene doble derecho al amor; el ideal se ha fatigado en transfigurarla. La fealdad se disuelve entre los brazos del amante: en amor, como dice Nietzsche, el alma cubre el cuerpo. El público desaparece; las dos personas indispensables a los misterios amorosos son todavía muchas: de ahí el afán que sienten de confundirse en un ser. Y aun es demasiado; llega el instante de inconsciencia en que todo lo humano se ha desvanecido; en que solamente lo divino obra.
Imponer espectadores al amor es desnaturalizarlo. La verdadera voluptuosidad es púdica. Los gérmenes se ocultan bajo tierra. Levantad los velos; exponed el santuario a la curiosidad imbécil, y las generaciones futuras lo expiarán. Son los salvajes los que andan desnudos. El vestido es el primer culto a la augusta delicadeza del amor. Está en nuestro interés dejar libres a las fuerzas desconocidas y creadoras, ahorrarlas testigos. No sabemos lo que llevamos con nosotros, qué hijos saldrán de nuestra sangre. Todo cálculo es ilusorio: no se hereda el genio, el talento, la belleza ni el crimen. Somos un pretexto, un vehículo, y sólo nos toca abandonarnos ingenuamente y en una discreta soledad.
Apaga tu foco, cinematógrafo atrevido. Ante tus vergonzosos espectros los hombres se ríen. No los invites a tal profanación. Si se ríen del amor, la muerte se reirá de ellos, y no los perdonará.

DORANDO

DESPUÉS de 26 millas de correr en círculo, Dorando ha caído desmayado, vencido por Longboot. ¡ Qué golpe para Italia! No he visto la cara del mártir en aquel momento, pero me la figuro. Me ayuda el recuerdo de la célebre fotografía que sacaron hace algunos años a otro gran corredor, al tocar la meta. No era la figura de la victoria, sino la de la muerte: un rostro crispado, estrujado por la angustia; un infierno de arrugas desesperadas, alrededor de ojos cerrados de sonámbulo, una mueca de llanto convulsivo, inerte, como si lo hubiera provocado el galvanismo en un cadáver; un rostro en fin más espantoso que cualquiera otra expresión de terror o de tortura física. Así habrá caído Dorando: así caen los animales desmedulados, dando vueltas. ¿Y todo para qué? Para alcanzar una cifra inútil. El último paralítico, sentado en su automóvil, llega mucho antes que Longboot.
Nadie niega los servicios que presta el deporte a las invenciones. Ahí está la historia del ciclismo, del automovilismo en mar y tierra; el deporte nos conduce actualmente a la conquista del aire. Pero hay ciertos deportes que son manías dignas de lástima. En nuestros juegos olímpicos sólo ha quedado la pasión del juego; todo lo olímpico desapareció. El público no busca la belleza del cuerpo humano; es incapaz de comprenderla ni de desearla después de tantos siglos que la escondemos; no le interesa más que la sensación del azar y de la lucha. Para un griego, la carrera a pie tenía un carácter sagrado; la había instituido el mismo Hércules. Para nosotros es una vulgar apuesta entre dos paquetes de músculos.
En Occidente nos enloquece el afán de la velocidad; en Oriente se cultiva la quietud. Tal vez importemos la moda, y preparemos concursos de hombres estatuas; dudo de que nuestro mejor campeón se compare a esos gimnosofistas que se pasan la existencia en el fondo de los bosques indos, con los brazos en cruz, de rodillas, matemáticamente inmóviles, sin que los hayan visto pestañear los pájaros que anidan en sus enormes cabelleras. Tan desprovisto de alma está un ejercicio como otro. Y no nos bastan las pruebas paralelas: necesitamos las convergentes, aquellas en que los adversarios tratan de inutilizarse. Una capital vecina ha tenido el orgullo de hacer presidir un asalto de box por un diputado de la nación; el contendiente derrotado fue llevado a la asistencia, con los huesos faciales rotos. ¡ Cuánto heroísmo! Y sin embargo el porvenir de la humanidad no está en los puños. La cuestión es jugar, y si el juego es un poco bárbaro, mejor; tal es el gusto del pueblo, que jamás los tuvo exquisitos. Observadle cuando entra en un museo, y estremeceos ante los cuadros que le entusiasman. Id a la plaza, y si queréis que apedree a la banda, haced que se ejecute una sinfonía de Beethoven. Se lee mucho en Inglaterra y en los Estados Unidos: miles de mujeres escriben novelitas, casi todo el alimento intelectual de gentes que dejaron morir en la miseria a Edgar Poe y pagan a Conan Doyle veinte francos por palabra. Curiosidades rápidamente satisfechas, problemas pintorescos y fáciles, acertijos, charadas, escándalos de una semana, crímenes de un mes, un menú muy menudo, muy picante, muy frivolo, he aquí lo que apenas aguanta nuestro estómago. Es preciso economizar pensamiento: vengan hechos incoherentes y siempre renovados —triunfo de la prensa— y la distracción de lo aleatorio. No tenemos aliento para seguir una larga construcción mental: huyendo de la idea nos entregamos a la casualidad. Nos consumimos en microscópicas oposiciones. La democracia se agota en cortos circuitos. Jugamos. Si no echamos a reñir hombres, echamos caballos, gallos, perros, ratas. Los presidiarios se divierten haciendo trotar pulgas. Si no hay hechos a mano, una máquina, una rueda nos hipnotiza. Inventamos los caballitos de plomo, la Diosa Ruleta, y a veces ni el mecanismo contemplamos; nos es suficiente un número final. La lotería; un pedazo de papel en el bolsillo nos llena de nobles ilusiones, y satisface todos nuestros apetitos poéticos.
Existe una experiencia clásica, la de las orugas en el borde de un vaso. Anhelan escapar, y no se les ocurre abandonar el borde. Dan vueltas y vueltas, como Dorando, hasta que caen extenuadas. Un sabio supone que no conocen más que una dimensión del espacio, y que por eso están condenadas a no salir de su línea. Nos conviene meditar la experiencia y refrescar en nuestro espíritu las dimensiones del universo, la vertical, sobre todo.

LA POLICÍA

ABUNDAN los descontentadizos, los exigentes, los difíciles. Veo una triste unanimidad de opiniones contra la policía, y me doy cuenta de lo arduo que es gobernar. Por unos miserables palos, trompadas, tumbos y arrestos el domingo, he aquí que el público protesta, y reclama de las autoridades no sé qué extraña suavidad de procedimientos.
Se olvida que los agentes tienen la misión de obrar —el nombre lo dice—, no la de juzgar ni discutir. Un guardia civil es un arma: se dispara como un revólver. ¿Pedís tacto a la bala? La policía debe ser enérgica, veloz: está enderezada a defendernos de bandidos y de reformadores sociales. Una energía veloz sólo puede hacer una cosa: destruir. En la Plaza de Toros se desencadenó de repente una potencia devastadora, a la cual nada hay que objetar, porque funcionó conforme a su calculada y útil estructura. La policía está obligada a ser como un martillo pilón: o brutal o inmóvil.
La policía es un mecanismo que se adapta a los delincuentes seguros o probables. ¿Queréis que distinga entre las personas decentes y las que no lo son? Para ella no existen los seres inofensivos. No tiene que ver con ellos y en consecuencia no los ve. Desde el punto que asienta su garra sobre un ciudadano, ese ciudadano es culpable, y merece malos tratamientos, aunque se crea inocente. ¡Ay! Es imposible ser inocente en un calabozo. Felicitémonos de que la policía no sea amable con los honrados; es el único modo de que tampoco lo sea con los granujas. Los vejados del domingo llevan en sus cuerpos señales ciertas de que la seguridad y el orden de la ciudad están en manos robustas.
Consideremos que un instrumento de administrar fuerza no es sensible a la justicia, no delibera. Deliberar es perder el tiempo, paralizarse, volverse débil. La fuerza sentaba bien en aquel escenario, donde se exige a los toros la bravura y el empuje. El ingenuo aficionado que bajó al redondel admiraba la fuerza; anhelaba desafiar el destino, y los cuernos le fueron leves. Mas si las fieras le perdonaron, no así los hombres. Lanzado del tendido al callejón por los brazos férreos de la autoridad, la confundió tal vez con un Miura, y le agitaron nobles ansiedades. Otros personajes del enorme coro entraron en el rápido remolino, y consumieron por torrentes su reserva nerviosa. El heroísmo se contagia. Y al fin, como era de esperar, la policía salió triunfante del choque, cargada de humanos trofeos.
¡Ah! La fuerza es infalible, porque es irremediable. Me agrada contemplar la majestad de la policía. Derrotada por un público temblaríamos todos al descubrir la flaqueza de nuestros protectores. Conviene que sean capaces de hacer frente a los individuos sueltos y a las multitudes. Gonvieno que aplasten. Examinad la policía rusa: ha dominado la revolución, ha maniatado al país. En Sebastopol ha arrancado las uñas a los presos, pero no lo juzgo indispensable. De 1906 a abril de 1908 se ha condenado a muerte a 3500 sediciosos ; se ha encarcelado y deportado a más de dos millones de rusos. Ha habido por término medio 100 ejecuciones mensuales. ¡Qué hermosas cifras! ¡Qué poder magnífico! Y las cosas han llevado después parecida marcha, según el telégrafo: el último mes de noviembre hubo 210 condenados a muerte y 82 ejecuciones. Y así es como Rusia, ha conquistado el orden, establecido el Parlamento y las libertades cívicas y obtenido continuamente dinero de Francia. ¡ Aprovechemos la lección!

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