EL CASO NAKENS

No SE INDULTA a Nakens. La comisión nombrada para informar sobre el caso ha dictaminado en contra. Ignoro la nómina de los miembros, pero me figuro lo que son: mercachifles, vizcondes, coroneles, curas y oradores baratos, ingredientes de las comisiones por el estilo en las cinco partes del mundo. Donde no hay vizcondes que movilizar, como en América, se refuerza la dosis de mercachifles y de personajes altilocuentes. El noble anciano seguirá encarcelado por generoso, por no haber querido ser delator y verdugo a tiempo. Su vida, ejemplo resplandeciente de fidelidad a la idea y de bondad inagotable, se extinguirá entre las sombras malditas de un presidio.
Esta gran infamia es propia de esta época de terror de los ricos. Las ideas nuevas atacan directamente la propiedad, fundamento inconmovible hasta ahora de las crueles relaciones humanas. En su afán sencillo de abolir los privilegios, más irritantes por más aparentes y personalizados, la revolución hirió a la monarquía, la aristocracia y la iglesia, sin tocar a la propiedad. Por el contrario, la afianzó doblemente con sólo respetarla. No consagró el advenimiento del pueblo, sino el de la burguesía. Proclamó los derechos del hombre, olvidando los del mono, según se ha observado, y además los del niño, condenado antes de nacer a la esclavitud o a la ociosidad, a la desesperación o a la hartura, y además los de la mujer, porque era pobre. Así la civilización moderna, bajo la cómica insignia democrática, se basa únicamente en la propiedad, es decir, en la avaricia. El crimen sumo es pretender modificar la monstruosa distribución actual de las riquezas. Atentad en hora buena a la religión, a la leyenda, al respeto de la estirpe, al pudor de las costumbres, a las cosas del alma, pero no atentéis al bolsillo, no amenacéis el cofre. Ya lo canturreó La Fontaine con su fulminante sentido común:
La clef des coffre-forts et des cceurs est la méme.
La llave de las arcas y de los corazones es la misma. Esas gentes se dejaron arrancar su Dios sin dificultad, y su abolengo venerable, y se dejarán arrancar lo que les resta de honor con tal de conservar su dinero. Renunciarán a la familia, no al oro. Para defenderlo serán héroes por primera vez. Por protegerlo viven llenos de espanto. ¿Perdonar a Nakens? El terror no perdona.
Es que el golpe de Morral iba contra las finanzas españolas, no contra el rey. La palabra rey no significa lo que significaba antes. ¿Quién, como no sea alguna vieja campesina que nunca haya visto a don Alfonso, le creerá sentado por el Padre Eterno, en el trono de Fernando el Católico? Se trata de un muchacho que se puede comprar automóviles y a quien no negaremos toda influencia política. En cuanto al afecto personal que a él y a los suyos se profesa, sé de memoria los motes soeces que se les aplica en palacio y fuera de palacio; no los recogerá mi pluma. Lo importante es que muchos miles de soldados presentan las armas a Alfonso XIII, y que esas armas pinchan; lo importante es que el monarca representa a los capitalistas del país, posee magníficos edificios, colecciones, tesoros, goza un sueldo formidable y, mediante su trato, proporciona negocios lucrativos a quienes le divierten o le sirven. Matarle era algo más que un suceso dinástico; era un argumento contra el régimen económico. Lo grave de Morral es que no le impulsaba el odio, ni la codicia, ni la locura, sino sencillamente una opinión.
Los sistemas conservadores resisten a los episodios del combate mecánico, pero se estremecen ante el pensamiento puro. El pensamiento es unidad, dirección, designio. Constituye un núcleo intangible en torno del cual la historia encarna ineluctablemente la realidad futura. El débil y quizás aislado cerebro del reformador es un torbellino implacable que todo se lo traga, en imagen primero, y de veras después, cuando reproducido en otros cerebros agita las manos numerosas. La violencia homicida del anarquista es mala; es un salvaje espasmo inútil, mas el espíritu que la engendra es un rayo valeroso de verdad. No es la bomba lo que se teme, y con razón, sino el justiciero y lejano porqué de la bomba. En la oleada de miedo que corre por el mundo, se intenta apagar chispa por chispa el incendio fatal cuyo foco se mantiene inaccesible y secreto.
Como siempre en épocas semejantes, se practica el espionaje despiadado, y se dictan leyes todavía más bárbaras que las usuales. En varias naciones hay contra las novísimas sectas una legislación especial. Se ha llegado en Cataluña a sustituir los tribunales ordinarios por los militares; es la famosa cuestión de las jurisdicciones, que trae convulsionada a media península. Lo más curioso es lo que ocurre en ciertas repúblicas, las más libres del globo, según ellas, y las más metalizadas también; donde se desencadena más ferozmente el afán de hacer fortuna cueste lo que cueste, donde el fanatismo de la propiedad alcanza su grotesco máximo, donde, en fin, el progreso a la moda, encabezado por los yanquis, semidioses a máquina de esta época en cuatro pies, brilla en todo su intolerable prosaísmo. Apenas desembarcados en medio de tanta libertad, os exponéis a que os violen el domicilio y os lancen hospitalariamente al agua, sin juicio previo. La policía se encarga de tales faenas. ¿Para qué jueces? Los espías de profesión, despreciados en lugares decentes, recobran su dignidad; salvan el botín. ¡Oh, el terror de los Shylock y de los Grandet!
Los Shylock y los Grandet, los avaros eternos que Cristo arrojó de sí, son los carceleros de Nakens. No le soltarán, porque no denunció al enemigo, porque no fue espía, porque no hizo traición a su semejante, porque fue hombre y no tigre. No le soltarán; serían capaces de sacarse las tripas y atarle con ellas.

EL RIO INVISIBLE

¿RECORDÁIS, allá cuando éramos niños, muy niños; cuando las personas mayores se agachaban penosamente con el objeto de besarnos, y nos empinábamos nosotros sobre la punta de los pies para ver lo que ocurría encima de las mesas, qué grande era el espacio? El comedor, la sala, la alcoba, eran vastos terrenos de juego o de batalla, donde se escalaban las sillas, se exploraban los rincones, y donde uno podía esconderse. Los largos corredores eran de día pista de carreras, de noche túneles inacabables y llenos de peligros. La casa era un mundo. Lo infinito empezaba en la calle. Traspasado el umbral, nos hundíamos en el caos sin fondo y sin término, donde es locura aventurarse solo. Un paseo era una expedición lejana y maravillosa, en que no era sensato confiarse a otros guías que a nuestros padres. A la vuelta, al divisar la silueta familiar de nuestra vivienda, sentíamos algo de lo que habrá sentido Colón en su primer regreso, cuando reconoció en el pálido horizonte las montañas de la patria.
Crecimos, y el espacio disminuyó, como si nuestro cuerpo lo devorase. Aprendimos geodesia y astronomía, y siguió disminuyendo, devorado por nuestra inteligencia. Las distancias siderales son enormes, pero las medimos y nos parecen razonables; lo infinito empieza detrás de las últimas nebulosas, pero no es un infinito vivo y rumoroso, preñado de gestos como la ciudad cuyas olas batían nuestra puerta, sino el pozo negro e inerte de donde el telescopio no saca nada. El Universo, despojado del misterio que lo agrandaba y ahondaba en nuestra tierna fantasía, se ha reducido a una figura geométrica, aislada en mitad del pizarrón celeste.
El tiempo se modifica también con la edad, y esto es más grave/Vivir en un espacio más o menos ancho no nos atañe tan íntimamente, no afecta tanto nuestra conciencia como vivir más o menos de prisa. Cada vez vivimos más de prisa. No busquéis la impresión de lo eterno en las conjeturas de lo prehistórico, ni en los abismos de la geología, sino en la cinta esfumada de vuestros recuerdos remotos. ¿Qué son las épocas del globo comparadas con la inmensidad de siglos que hemos necesitado para separar nuestro ser de la realidad exterior, para distinguir los lineamientos fundamentales de nuestro espíritu, para cuajar en él una sensación definida, una idea, para comprender la palabra ajena y pronunciar la propia, para tender uno a uno los hilos sutiles que nos atan a las cosas? Los sabios dirán que al cabo de tres o cuatro años un niño ha logrado todo eso. Mas esta apreciación se hace desde afuera. Por dentro, la formación de los sentidos y de la razón del hombre exige una eternidad. Retroceded en vuestra memoria, cavad el lecho de vuestro pasado; nunca hallaréis su límite, nunca exclamaréis: "comencé aquí". Siempre la oscura avenida se prolongará en la llanura, juntando y desvaneciendo trazos y colores en un punto inaccesible. Siempre quedará una vaga y creciente región por sondar. Llegaréis a las tinieblas, pero no al principio de vuestro ser. Todos llevamos en nosotros una historia tan antigua y venerable como la de la creación misma.
Constituido lo esencial del alma, fijos los rasgos principales del carácter y de la fisonomía, el tiempo se acelera. Todavía chiquillos aún, las horas duran; un día de fiesta, un almuerzo en el campo, representan tesoros casi inagotables de alegría; un mes resulta plazo indefinido; un año es la mitad de la existencia. Más tarde, adolescentes, el tiempo se encoge. Nuestra mirada alcanza más lejos; calculamos sin vértigo la fecha en que acabará el curso y hasta la carrera emprendida. Concebimos con exactitud sucesos que antes teníamos por prácticamente imposibles, la muerte de nuestros padres, nuestra propia muerte. Vemos envejecer. Envejecemos. El tiempo se apresura. El ritmo de nuestra vida retarda, y el tiempo corre y nos sumerge y nos desmorona. Cuando nuestro organismo, en su período inicial hacia las conquistas primordiales de la especie, se transformaba con frenesí creador, poseíamos el tiempo, es decir, el ritmo general de todo, nos uníamos a él, a él nos enroscábamos y le acompañábamos, y él era para nosotros espléndidamente interminable. Pero detenidos en nuestro desarrollo, inmóviles en nuestra efigie, el tiempo nos deja atrás y se aleja riendo, y pasa, insensiblemente más y más rápido. Apenas vivimos; somos un bloque de costumbres inveteradas, plantado en un ángulo del camino para marcar la distancia que otros recorren. En nosotros se lee la horrible velocidad del tiempo.
El tiempo vuela, nos araña, la carne, nos estruja, nos destroza al intentar arrebatarnos en su ligera huida. Ni siquiera nos aburrimos despacio. Hasta el dolor, hasta la desesperación concluyen pronto. ¿Qué son los años para el viejo? Minutos que faltan. Las aguas del río invisible se deslizan tan veloces que descubrimos al fin que algo las llama, las sorbe. El cauce se estrecha, las aguas no fluyen, caen. El tiempo se precipita, se desploma. Una línea cortala corriente. Es la catarata final: al borde el tiempo enloquecido empuña nuestros despojos miserables, y con ellos se lanza a la sima de donde nada vuelve.

LO VIEJO Y LO NUEVO

No TODOS los argumentos de los que defienden el pasado merecen nuestra estima. Hay quien venera lo viejo porque de lo viejo vive, a semejanza de esos gusanos que roen madera descompuesta y papel de archivo. Cuanto más antigua es una ley, una costumbre, una teoría o un dogma, se los respeta más. Habiéndolos contemplado en la lontananza de los siglos que fueron, se los vislumbra en la de los futuros como una provisión inagotable que podrán roer las generaciones conservadoras.
Y, sin embargo, ¡ qué pobre argumento el de la ancianidad de las ideas! Es difícil no sonreír cuando se abre un código y se lee al pie de la página la sesuda nota en que el comentarista fundamenta un artículo. "Este artículo es casi sagrado, murmura el infeliz, nos viene de las Partidas, de los Romanos". ¡Ah, los Romanos sobre todo! Pero la humanidad cambia, inventa, sueña y por lo común cuanto más vieja es una cosa, más inútil es. Lo viejo es un resto de lo bárbaro. Es un vestigio del mal, porque el mal es lo que dejamos a nuestras espaldas. Cierto que las leyes que nos encadenan son romanas aún, lo que me parece escandaloso después de dos mil años; felizmente nuestra física y nuestra biología no son las de Roma, son las nuestras.
Muchas inmemoriales construcciones deben su duración a su divorcio mismo con lo real. No son ni siquiera obstáculos. Las corrientes de la vida se han acostumbrado a rodearlas para pasar adelante, y pasan en graciosa curva sin tocarlas ya. No es obediencia, es olvido. ¿Quién hoy, por muy Papa y muy obispo que sea, ha dedicado media hora a meditar seriamente en el problema de la Santísima ^Trinidad? Y no obstante a causa de él se han dado en otro tiempo de puñaladas por las calles. ¡Oh, armatostes apelillados, erguidos en medio de la distracción universal! Un buen día el pensador os ve, se ríe y os derriba de un soplo. Bastó un irritado sacudir de hombros para que el pueblo francés volcara el trono más glorioso de Europa. Mañana bastará un gesto para barrer del mundo las sobras romanas. La inmutabilidad no es signo de fuerza, sino de muerte. Hay entre nosotros ídolos enormes que no son sino cadáveres de pie, momias que una mirada reduce a polvo.
Otros adversarios, delicados amantes de las ruinas, nos dicen: "¡Qué ingratos sois con los muertos! Sois hijos y herederos de los muertos; cuanto tenéis era suyo. Vuestro pensamiento y vuestro idioma, vuestras riquezas y vuestros amores, todo os lo legó el pasado. Y volvéis contra el pasado, de que está hecha vuestra sangre y hecho vuestro espíritu, las armas que habéis recogido de las tumbas. Os suicidáis cortando vuestras propias raíces".
Pues bien, ¡ no! No somos solamente hijos del pasado. No somos una consecuencia, un residuo de ayer. Antes que efecto somos causa, y me rebelo contra ese mezquino deter-minismo que obliga al Universo a repetirse eternamente, idéntico bajo sus máscaras sucesivas. No; el pasado se enterró para siempre en nosotros mismos. Decid que es quizá limitada la materia disponible, que fabricamos el ánfora nueva con el viejo barro, que para cuajar mis huesos tomaron las cenizas de mi padre. Decid que la Naturaleza, en su noble afán de hacerla más hermosa, funde y torna a fundir infatigablemente el bronce de la estatua. ¡ Pero qué importa la materia! La forma, el alma es lo que importa. Sobre el pasado está el presente. Todo es nuevo; nueva la alegría de los niños, nueva la emoción de los enamorados, nuevo el sol de cada aurora, nueva la noche a cada ocaso, y al morir nuestra angustia no será la de nuestros antepasados, sino un nuevo drama a las orillas de un nuevo abismo. No digáis que el hijo reproduce al padre. No pronunciéis esta frase cruel y necia: "Nos heredamos, nos reproducimos, somos los de antes". Blasfemia profunda, que hace de la humanidad espectros y no hombres. No somos el pasado, sino el presente, creador divino de lo que no existió nunca. No somos el recuerdo; somos la esperanza.

ACTO DE ESPERANZA

ANALIZAD las virtudes viriles y descubriréis que se reducen a una: la esperanza. No seríamos jamás constantes, heroicos, verídicos, pacientes, si no esperáramos, si no esperara nuestra carne, nuestra inteligencia, nuestro ser oculto, si no confiáramos, hasta durante la agonía, en los frutos del tiempo. El tiempo camina sin mirar atrás; todo le es permitido menos arrepentirse y deshacer su obra. No podemos más que avanzar. El Universo no retrocede. ¿Cómo no llenarnos de esperanza? ¿Cómo no adelantarnos a las posibilidades maravillosas? ¿Cómo no sentir la inminencia continua de lo nuevo, de lo que a nada se asemejará? Creíamos que no se debe esperar sino en los dioses; que sólo ellos son sagrados. Error: todo es sagrado, todo colabora, puesto que todo vive. Somos sagrados en primer término; la naturaleza no nos ha revelado hasta hoy ningún factor tan prodigioso como el hombre. Admirémonos de nosotros mismos; esperemos en nosotros mismos. Aprendamos a venerar los misterios que encierra nuestro espíritu y a fiarnos de su incalculable potencia.
El mal es profundamente insignificante, porque no es capaz de detener el mundo. No demos demasiado valor a los males que hicimos; no recordemos demasiado los momentos en que la noción de nuestro destino se oscurecía. Ahuyentemos los dolores estériles, el remordimiento, la idea del pecado, la manía de la expiación. No somos pecadores, no somos culpables; la mayor y la más estúpida de las culpas sería castigarnos o castigar al prójimo. No somos reos ni jueces; somos obreros. No atribuyamos al mal una consistencia que no tiene; matémosle con el olvido. Nuestro corazón está limpio; levantémonos alegres y ágiles en el designio del bien. Un minuto de bien anula los crímenes de la historia. Y olvidemos con igual serenidad el mal y el bien que pasaron. Si fuimos santos o delincuentes, ¿qué importa? No somos ya lo que fuimos. Nos despertamos otros cada mañana. ¿Quién dijo que en nuestra vida no vuelve la primavera? Vuelven amorosamente sobre nosotros innumerables primaveras. Nos renovamos siempre; vivir es renovarse. Olvidemos los fantasmas; esperemos en lo único que existe: en el porvenir.
Y olvidemos también el mal y el bien que nos hicieron. Seamos bastante -grandes para amar sin causa. Además, el hombre sincero merece sufrir. Por mucho que yerre, lleva en sí un átomo de esa cosa terrible: la verdad. La especie humana, con un pudor salvaje, se resiste a la verdad que la fecunda, y el hombre sincero padece la traición de los amigos, la persecución de los poderosos, y conoce el abandono y la miseria. Mas ¿qué valen sus molestias exteriores si se las compara con la divina exaltación de su alma? El que bebe en esa copa sublime no se cura nunca. Y poseídos de la embriaguez del bien, del vértigo del futuro, seguimos la marcha. Apartemos los ojos de la noche que se inclina; fijárnoslos en la aurora. Y si el pasado intenta seducirnos con su arma de hembra, la belleza, rechacemos la belleza, y quedémonos con la verdad.

EL MILAGRO

FELICITÉMONOS. Tenemos un jiuevo milagro. No es católico; no es la Virgen de Lourdes quien lo ha preparado, sino Alá, lo que me contraría un poco, Pero lo esencial es que siga habiendo milagros en alguna parte, porque si los hay en Marruecos, ¿con qué derecho se discutirán los de Roma o de Sevilla? Las religiones se ayudan entre sí. El hombre es tan débil que no debe despreciar ninguna, y quizá nos conviene creer en todas. Baudelaire, al presentarnos un monstruoso fetiche malayo, nos advierte: "No riáis, tal vez sea éste el verdadero Dios".
Muley Hamed, pretendiente al trono rifeño, está, según se sabe, sometido a la custodia europea en Casablanca. Molestado por un agente de la policía francesa, el augusto moro le increpó con furia, y le deseó que se volviera ciego por obra de Alá.
Y así fue, ¡oh incrédulos! Al día siguiente el pobre hombre perdió la vista.
El milagro es auténtico. Los médicos nos lo prueban, ya que no han encontrado otra escapatoria que suponer en la víctima una "predisposición" a la ceguera, y una lamentable tendencia a la "autosugestión". No se puede confesar la propia ignorancia de una manera más científica.
¿Qué es un milagro? ¿Una excepción a las leyes de la naturaleza? ¿Será una ley natural que los agentes de policía se vuelvan ciegos por autosugestión? Entonces. . .
Me objetaréis que no conocemos todas las leyes de la naturaleza, ni las conoceremos nunca, y que no estará jamás en nuestra mano separar la porción milagrosa del Universo de la que no lo es. Los milagros lo son por cierto tiempo.
Pues bien, Muley Hamed se ha colocado entre los mejores taumaturgos. Ha tenido la bondad de realizar un milagro "actual", y de refrescar nuestras sensaciones de maravilloso, de absurdo y de imposible, que tanta falta nos hacen para vivir. La ciencia, irritada, ha recibido un espolazo de su misterioso jinete, y los bárbaros marroquíes se han afirmado en su fe. La energía total del mundo se ha aumentado.

EL UNIFORME

LA ACADEMIA Española ha llamado a su seno al P. Luis Coloma, de la Compañía de Jesús, y autor de Pequeñeces. Hacía catorce años que el Padre no escribía, y no sabemos si al cabo de tan largo plazo ha resuelto la Academia premiar aquel libro, o aplaudir el discreto silencio del ingenioso jesuíta, porque sin duda la fecundidad no está muy bien vista entre los inmortales, a juzgar por su nómina, y la montaña de los volúmenes de Zola se interpuso siempre entre la Cúpula y él.
La fecundidad de un sacerdote —la fecundidad literaria— no le sienta; si los asuntos tratados no son puramente religiosos, es de sospechar en el autor, y más si se inclina al naturalismo, como Coloma, un pecaminoso amor a la vida, una admiración, un interés por las cosas de la tierra, un olvido, en fin, de lo trascendental, que no cuadran con el ministerio católico ni con su uniforme.
¡Ah, el uniforme! Este problema: el P. Coloma, quedándose mudo de repente, después de la serie de cuentos y de la célebre sátira en dos tomos, ¿no os preocupa? Un buen día fueron suspendidos los "Retratos de Antaño", y lo que es más inexplicable, la novela Boy, que publicaba el Mensajero del corazón de Jesús. Se empezó a hablar respetuosa y lamentablemente del estómago del P. Coloma. El P. Coloma no podía escribir, no se lo permitían los médicos, se arrastraba de balneario en balneario... Y menos mal que el estómago no lo mató en catorce años, ni felizmente se habla de ello. Pero ni una línea, Dios mío, ¡ ni una línea!
Que el estómago haya partido por el eje los "Retratos de Antaño", pase. Trabajos de erudición, que se hacen por secciones, enfocándolos continuamente con los datos de la última nota sacada al archivo, de la última obra recibida, se concibe que sean ante el público truncados de pronto. En cuanto a Boy, una novela. .. Es claro que un escritor como el P. Coloma no envía una novela a una revista •—y su segunda novela—, sin tenerla concluida y rematada. ¿Por qué no se imprimió una letra más? ¿Es que el estómago impedía hasta corregir las pruebas?
No: hubo algo serio, más serio que la enfermedad. Aquella visión alegre y ágil, aquel estilo descuidado y encantador, aquella gracia andaluza con que Coloma contaba sus cuentos, aquella burla siempre simpática, siempre temible, que no respetaba a la aristocracia madrileña, la amiga del clero, ni se detenía en ocasiones a la puerta de las sacristías, aquella fidelidad a lo real no fue aprobada por los superiores. Y el P. Coloma colgó su pluma.
¡ Cuánto habrá sufrido! Impuso la castidad a su cerebro, y las imágenes se agolparon, numerosas y estériles, en aquel espíritu enamorado del mundo, para marchitarse y morir en la fría celda del jesuíta. El P. Coloma es una noble víctima del uniforme, y no creemos que la Academia le consuele de su talento mandado emparedar.

RETORNO