MIRANDO
VIVIR
LA PLUMA
EL
PROYECTO AYARRAGARAY INVITADO
por el Congreso argentino, el diputado Ayarragaray ha
presentado un proyecto de ley sobre inmigración y propaganda
obrera. Este proyecto es inmoral. Cierto que las leyes son
esencialmente inmorales. El ideal mismo de la ley idéntica
para todos es el colmo de la injusticia, por no tener en
cuenta las morales variadas de los individuos. Para muchos
débiles malvados, de una crueldad indisciplinada y cobarde,
el deber de agredir en masa al extranjero cuando el gobierno
lo exige es altamente moral, mientras para un santo, y para
un número cada vez mayor de personas que no son santas, es
un deber inicuo. La única ley uniforme legítima sería la
moral de un Francisco de Asís o de un Tolstoi, pero al ser
impuesta perdería ya su perfección. Las leyes son también
inmorales a causa de su procedencia. Vienen del pasado, de
épocas en que la humanidad era más bárbara, y todavía dentro
de aquellas épocas, fueron obra de los hombres más
inmorales, de los llamados hombres de acción, dueños del oro
y de la política. LA
EVOLUCIÓN DE LOS MUNDOS Percival
Lowell es un sabio astrónomo norteamericano. Es —una cosa
rara— un sabio inteligente. La inteligencia no abunda, y
quizá menos aún en los sabios especialistas que en los demás
profesionales. La vida corriente, en efecto, puede por su
misma diversidad caótica despertar en nosotros esa
electricidad mental que relaciona lo distante, y tiende sus
hilos invisibles a través del mundo. Hay analfabetos
inspirados. Pero la hermética existencia de un hombre
exclusivamente consagrado, por ejemplo, a la arqueología
etrusca, ¿no le embrutecerá del todo? Es muy posible. Se
encuentran así profundos investigadores, célebres por sus
descubrimientos —¿quién después de veinte o treinta años de
labor rectilínea no descubre algo?— y cuya incomprensión,
fuera de los detalles de su especialidad, asusta. Sin
embargo, son en extremo útiles, porque hallan los materiales
oscuros que mañana el talento organizará en luminosa
síntesis. Leonardo —un artista— contribuye a fundar la
mecánica moderna. Pasteur, que no era médico, revoluciona la
medicina, y el médico Mayer, la física matemática. Los
amores de la inteligencia son enciclopédicos. "Es plomo y no
alas lo que es preciso dar al entendimiento", decía Bacon;
hoy, ante la triste pesadez de nuestra ciencia, aconsejaría
lo contrario. Según
Percival Lowell, son los choques entre las estrellas
apagadas, las estrellas negras, los que engendran nuevas
nebulosas, nuevos soles y nuevos mundos. Hemos presenciado
tales fenómenos. En 1901, cerca de Algol, brilló de pronto
un astro, y se extinguió en seguida. Algunas semanas más
tarde había en el mismo sitio una nebulosa, ''moléculas
impelidas tan sólo por la presión de la luz, escribe Lowell;
como si dijéramos el humo de una catástrofe". Pero pensad en
la materia dispersa continuamente por los confines del
universo. ¿Quién recoge esos átomos, en su divergente fuga,
si el espacio es infinito? Y si el pasado fue eterno, ¿por
qué no se cumplió lo que tiene que cumplirse, el
desvanecimiento total de las cosas? Acaso nuestra razón es
más ancha que la realidad, y no concibe que el espacio
concluye, que el tiempo termina y que el cosmos es una
cárcel donde se gira sin esperanza. CASTIGOS
CORPORALES Se
pega en el presidio, en el cuartel, en la escuela. Se pega
en todos los países. Conocéis el clásico knut ruso, el cat
of nine tails, gato de nueve colas inglés, el rebenque
gaucho. ¿Qué policía no sacude el polvo a los clientes
alborotadores? El semitormento militar del cepo y del
plantón se usa corrientemente. Pero se pega menos que antes;
se pega de una manera disimulada, avergonzada; tenemos el
pudor del látigo. Lo que no quita para que algunos
reglamentos fijen todavía, con ingenuidad, los castigos
corporales. En varias cárceles de Inglaterra, Dinamarca,
Suecia y Estados Unidos se administran hasta treinta o
cuarenta azotes. El señor Mimande ha visto en Sidney
canaletas para retirar la sangre. Hace poco el comité del
Consejo de Educación de Londres resolvió que las maestras se
limiten a golpear, con la mano abierta, sobre la mano o el
brazo de los bebés. Respecto a los mayorcitos, se prohíbe
que se les golpee en el cráneo o en la cara; ha de elegirse
una parte donde no haya peligro de "daño permanente". Esto
no me sosiega del todo; el resultado de una paliza es
también "función", como dicen los analistas, del número y de
la fuerza de los palos. Un bastonazo en las nalgas es
preferible a uno en las narices; dos mil bastonazos matan en
cualquier sitio que se den. Cierto regimiento quinto, de que
ustedes tendrán noticia, ha dejado sin existencia a unos
cuantos ciudadanos, y a otros, más dichosos, solamente sin
trasero. En Corea, donde se empleaba, para acariciar a los
ladrones, una plancha de encina de seis pies de largo, se ha
observado que al décimo golpe la madera sonaba ya contra los
huesos desnudos. La escasa excitabilidad nerviosa de las
razas amarillas exige un exceso de rigor. Salvo en Rusia
—asiática a medias— Europa no soporta el espectáculo de la
tortura, y Montjuich y demás establecimientos
inquisitoriales son excepciones que nos horripilan. La pena
capital, a pesar de la rapidez quirúrgica con que se
inflige, lastima igualmente nuestra sensibilidad, esa
consejera hipócrita de que estamos tan vanidosos. Entendámonos. Pegar en el hogar o en la escuela es una sandez irremediable; cuando le preguntaron a Carrière qué método le parecía mejor para evitar las guerras, el artista contestó: "no injuriéis, no golpeéis a vuestros hijos; los hombres se devuelven de grandes los golpes que reciben de pequeños". ¿Pegar en el presidio? ¡Oh! La tortura no es una terapéutica, mientras que el delincuente es un enfermo, y la sociedad, que produce al delincuente, está más enferma aún; no son castigos ni venganzas lo que necesitamos, sino médicos, sobre todo médicos sociales. ¿Jueces? ¿Para qué? ¿Juzgar antes de comprender? Y si algo comprendemos, es que el código constituye la causa principal del delito. ¡No os escandalicéis! . . . considerad que el código mantiene a todo trance la actual distribución de la riqueza, es decir, la actual distribución de la miseria, ¿y qué es la miseria, si no la madre del delito, como lo es de la ignorancia, de la desesperación, del alcoholismo y de la tuberculosis, la madre de la muerte? Sí, el mundo es un inmenso hospital, ¡pero nuestro botiquín es tan reducido! ¿Por quién empezar? ¿Por los Soleilland? ¿Por los asesinos y los estupradores? Si la tortura previene la reincidencia, torturad. La tortura es barata y expeditiva. Torturad, respetando la salud física del sujeto. Torturadle y soltadle. Es más feroz, más ruin y más caro meterle en una celda, donde se volverá primero tísico y después idiota.
POETAS
VENCIDOS Según
las estadísticas de Novicow, enemigo burlón del socialismo, los
nueve décimos de la humanidad no se nutren ni se visten lo
bastante. Por cada homo sapiens bien alimentado, arropado y
alojado, nueve padecen el hambre y el frío. Es un caso único,
porque no conocemos ninguna especie en que haya nueve animales
desollados por uno con pellejo. No producimos pan, tejidos y
viviendas para quienes los necesitan, sino para los que tienen
dinero, y sólo tienen lo indispensable aquellos a quienes les
sobra algo. Se comprende que no se diviertan en este valle de
lágrimas los que comenzaron por no poseer nada. Se ven reducidos
a alquilar su carne y su conciencia, si pueden. Perdonémosles:
ansían dar de comer a sus hijos; quizá no los aman lo suficiente
para matarlos. Y los ricos ¿qué diablos han de hacer sino
emplear toda su atención en conservar su oro, el supremo fetiche
sin el cual la vida es entre nuestros hermanos un infierno? En verdad que no es tiempo aún de que bajen a la tierra los poetas puros, un Tillier, un Guérin, un Herrera y Reissig. Es demencia, en las actuales circunstancias, ocuparse del ritmo. No hay ritmos entre nosotros, sino espasmos. ¿Música del Verbo, en medio de los aullidos de la desesperación y los resoplidos de la hartura? No nos traigáis ahora acentos armoniosos; sería el colmo de la disonancia. Ángeles, para visitar nuestra guarida, esperad a que haya partido la Bestia. Empiece
el poeta, el poeta "estricto", por disfrutar las rentas del lord
Byron; orne su torre de marfil y enciérrese en ella; tal vez así
se haga tolerable su vocación. Pero el poeta sin fortuna está
condenado. ¿Habrá mayor calamidad que el genio desprovisto de
aptitudes industriales? Cuando aparece el delicioso monstruo,
sus padres se consternan, las gentes se ríen de sus cabellos
largos y de sus aires distraídos. Después, abandonado a sí
mismo, el creador de belleza abriga la inaudita pretensión de
vivir. ¡Vivir! Eso es fácil para los que venden cosas útiles,
fideos, mujeres, votos. ¿Qué presentas en el mostrador social?
¿Belleza? ¿Belleza absoluta, tuya, el elixir de tu alma
vibrante, belleza desnuda, belleza a secas? Es un artículo sin
salida. La belleza se soporta, mas no se paga. Agradece, ¡oh
poeta!, que te dejen morir en un rincón y no te lapiden los
transeúntes. Los
miserables (nueve décimos del conjunto) te dirán: No te
entendemos. ¿Quieres hacernos soñar? Háblanos de venganza. No;
eres demasiado misterioso y demasiado apacible. Preferimos el
alcohol. Los
satisfechos te dirán: No te entendemos. ¿Qué estilo es ése? ¿Por
qué no escribes como todo el mundo? No nos hagas pensar, ¡por
Dios!, no estamos acostumbrados. Respeta nuestras digestiones.
Más vale que olvides tus simbolismos, y prepares un folletín a
lo Conan Doyle, una comedia de aparato a los Chantecler.
¿Te encoges de hombros? Conan Doyle cobra un peso por palabra.
Rostand es académico y tú no te has desayunado hoy. . . Te
protegeré, si me haces de cuando en cuando algún bombito. . .
Un
señor francés, noches pasadas, en una calle de Londres, intentó
besar a una señora. La ''víctima" acudió a los Tribunales; a
pesar de la energía con que el demandado juró y perjuró que se
trataba de un simple quid pro quo, el juez tuvo a bien
aplicarle dos libras de multa, más las costas. ¡Dos libras un
amago de beso! En otros sitios se venden besos completos por un
chelín, y hasta por un penique. ¡Dos libras! Por dos libras han
sido asesinadas familias enteras. Y luego, ¿por qué dar tanto
valor al testimonio aislado de la supuesta ofendida? Testis
unus, testis nullus. Hay damas que hacen un pequeño
negocio con los ataques ingleses al pudor. Viajan en
ferrocarril, eligiendo donde vaya un caballero solo, y en la
primera estación denuncian agresiones imaginarias. Es el
chantaje de la virtud, de éxito casi seguro, sobre todo con
sujetos extranjeros. El pudor británico es enorme. Inglaterra es
el país en que la gente se reproduce con más austeridad. Me
parece que en estos procesos por ataques al pudor no estaría mal
cerciorarse de si hubo tal pudor o no. ¿Qué hombre se indignaría
porque una mujer lo besara en la calle? Creo que tampoco se
encontraría un juez que le indemnizara pecuniariamente. Está
convenido, desde hace siglos, que los hombres somos impúdicos.
No protesto contra tan cruel axioma, pero reclamo el derecho de
suponer que también hay mujeres impúdicas. Es indiscutible que
las aprovecha más aparentar el pudor que tenerlo en realidad. El
pudor, para ser útil, debe ser limitado. Un pudor excesivo
aniquilaría la especie. Me inclino a sospechar que muchas
mujeres, convencidas de que al fin y al cabo la suerte del pudor
es sucumbir sobre los altares de la vida, han juzgado más cómodo
empezar por no tener ninguno. Es menos penoso. Entonces, ¿en
virtud de qué razones las indemnizaríamos por ataques a lo que
no existe? Perdonadme
si os declaro que el amor, en general, es una ocupación
satisfactoria, y que basta para ello juventud, salud y
sinceridad. En cuanto al compañero de tareas, lo mismo; poco más
o menos, es uno que otro. El amor es como el brídge o el
ajedrez, su encanto no reside en los jugadores, sino en el
juego. Las afinidades electivas, las predestinaciones, no son
por lo común sino tópicos de flirt, frases que repetimos
a todas las mujeres que nos gustan, y ellas repiten a todos los
hombres que las inspiran confianza. Suele resultar que el
predestinado es sencillamente el que estaba más cerca. El amor
fatal es raro y monstruoso como el genio, y como él inadaptable,
condenado al dolor. "¡Julieta o la muerte!", dice Romeo; "¡Romeo
o la muerte!", dice Julieta. "Pues bien, dice el destino,
¡morid!". El amor normal, vulgar, el que renueva las razas, no
es tan pretencioso, aunque se lo figure. Se conforma con
lo que halla al alcance de la mano, y hace perfectamente. Se ama
y se come y se duerme y se piensa de un modo habitual —no de un
modo poético—. Las mujeres lo saben desde la niñez, y si se
resignan a la jerga en uso, es por culpa nuestra. Somos
burgueses con manías curiosas: no podemos hacer la digestión sin
un rato de folletín. Pero la cosa no tiene mayor importancia. GENERALIDADES EL
GENERAL Keim, en la fiesta celebrada por la Liga Naval alemana
en Jena, hizo algunas declaraciones heroicas. Lamentó la
decadencia de la diplomacia desde el tiempo de Bismarck.
"Nuestra diplomacia, dijo, no necesita ir por el globo con
zapatillas de fieltro. Se debe adoptar un tono más enérgico,
pues según el tono es la música". Sin duda que a la música de
Bismarck no le faltaba energía: "el primer aviso que las
potencias recibirán de nuestras intenciones, rugía el
canciller de hierro en 1875, será el trueno de los cañones
prusianos en la Champaña". ¡Nada de zapatillas de fieltro! Con
Bismarck no padeceríamos la plaga socialista. Aquel "bárbaro
de genio", que tantas ganas tenía de arrasar París, anunciaba:
"sí las grandes ciudades continúan siendo foco de revueltas y
perturbando los países, las tiraremos por tierra". Y lo
curioso es que Bismarck no estaba más contento que el general
Keim; se quejaba de que su rey era demasiado honrado... H
O R M I GA S ¿QUÉ
LE han hecho las hormigas a Mr. Henry Hill? Ha dado una serie
de conferencias en la London Institution negando a los
maravillosos insectos el uso de la razón. Mr. Hill no les
concede sino el instinto. Mediante esta palabra, cómoda por lo
indefinible, los disertadores de la vieja escuela intentan de
cuando en cuando relegar a los animales al automatismo
cartesiano. Les parece todavía una blasfemia decir que hay en
el mundo otras inteligencias que la inteligencia humana. Les
horripila complicar las cosas y añadir algo al antiguo elenco
de la comedia universal: Dios, la criatura hecha a su imagen y
demás accesorios. Si las hormigas razonan, ¿a dónde vamos?
¿Acabaremos por incluir las bestias en nuestra
INDUMENTARIA
PERROS APACHES CONDECORACIONES
UN DIPUTADO ha presentado a la cámara argentina un proyecto sobre condecoraciones. Se trata de un problema urgente. El ceremonial del centenario ha puesto a la buena sociedad porteña en un extraño apuro. Se han distribuído millares de cruces, bandas, placas y demás bisutería de que se han mostrado tan pródigos hoy los gobiernos extranjeros como los conquistadores, hace cuatrocientos años, de su pacotilla de cuentas de vidrio para seducir vanidades autóctonas. Pero la ley manda pedir permiso al Congreso antes de aceptar los abalorios actuales. “La inteligencia humana tiene sus límites, mientras la necedad carece de riberas, ha dicho en sustancia el diputado. Conozco un imbécil con quince condecoraciones. Nada corrige el abuso como el abuso mismo; propongo que todo el mundo acepte condecoraciones sí lo desea. Llenaremos así el propósito primordial de no desairar a las cancillerías. Pero conviene a la vez prohibir el uso público de los distintivos, porque desentonarían en una democracia como la nuestra, nutrida de principios de igualdad…” (Aqui el himno consabido a las libertades americanas). No sé de dónde diablos saca el diputado que la Argentina es una democracia. Hay en Buenos Aires doscientos mil ciudadanos que lo niegan enérgicamente. No sé si tienen razón. Ello es que cuesta trabajo hacerles callar. Si se les revistiera de las inmunidades parlamentarias, estremece pensar lo que dirían. Convengamos en llamar democracia al residuo que nos quedó entre las manos después de suprimir los privilegios de la monarquía, del clero y de la nobleza. ¿En qué sería el abuso de las condecoraciones contrario a la democracia? No me refiero a toisones y jarreteras, tatuajes supremos que los príncipes se heredan como ciertas enfermedades de la piel, sino a las innumerables y vagas recompensas al mérito, que florecen en menudas corolas de trapo burocrático. Francia, que tiene por lo menos el derecho de la Argentina a titularse democracia, es el mejor ejemplo del efecto empastelador de las distinciones. Cuando entró Víctor Hugo en la academia, le escribió Alfonso Karr: “Ayer eras tú; no hay más que un Víctor Hugo. Ahora eres uno de los cuarenta. Me anuncian que has presentado tu candidatura para las próximas elecciones. Triunfarás y serás uno de los cuatrocientos. De éxito en éxito llegarás a ser uno de los cuarenta millones de habitantes de la nación francesa.” La legión de honor es legión. Al recibir la cruz, el agraciado se incorpora a un vasto rebaño. Es una distinción que confunde. Hay una capa geológica caracterizada por la abundancia de un solo fósil: los numulites. Hay una capa social en que abundan los caballeros de la legión de honor; es el bloque anexo a las oficinas centrales. Se ata con la condecoración como con un empleo. Por otra parte, las cruces, a semejanza de las antiguas charges de la couronne, se cotizan en plaza. Existe toda una empresa dedicada a ese tráfico semisecreto, cuyos agentes cobran fuertes comisiones. Es que la roseta tiene un valor positivo y calculable; es un signo del poder, un pequeño talismán para la vida práctica. Ante el monsieur décoré, los mayorales del tranvía y los empleados del ferrocarril se humanizan, las cocottes sonríen con doble amabilidad, los trámites administrativos se lubrifican y abrevian, y los acreedores se detienen. La roseta, brote inevitable de la levita republicana, es el sello de una masonería oficial. La cruz, más que emblema fatuo, es póliza de seguro contra los mil accidentes del trajín colectivo. Nuestro diputado yerra, pues, al pretender que se prohiba el uso público de las condecoraciones. La condecoración protege. Además la condecoración decora. Quitar las cruces del pecho de los funcionarios equivale a quitar del escote de las damas los collares de perlas. ¿Y qué mayor desaire a las cancillerías que declarar delito el uso de sus obsequios? Una condecoración invisible es una condecoración difunta. El mérito y el honor no tienen nada que ver con las condecoraciones. Sería grotesco condecorar a Tolstoi. En cambio, es piadoso condecorar a los cretinos, consolándoles de lo que les falta, y resarciéndoles de los olvidos de la naturaleza. Un ministro intentó nombrar caballero a Maupassant. Conociendo el carácter del gran escritor, lo hizo llamar a su despacho. “Señor Ministro, le dijo Maupassant, si me hubiera usted enviado la cruz no me habría atrevido a rechazarla. Pero ya que tiene la bondad de consultarme, le suplico que no me la envie… -¿Por qué?, preguntó el ministro—. No sé… es inexplicable… la cruz me repugna”. Hubo épocas en que muchos condecorados iban a presidio y la Legión de honor era la “Lesión” de honor. Flaubert se arrancó la roseta del ojal, y la echó al fondo de su taza de café. Desde Courbet, que devolvió la cruz, los que aspiran a ella están obligados a solicitarla del ministro. Estos artistas intratables exageraban. Una condecoración no es siempre una deshonra. ¡MUERA EL ZORRO!
LOS ELEGANTES porteños acaban de importar de Inglaterra un deporte que hacía mucha falta en la Argentina: la caza del zorro. Se toma un zorro —creo que lo encargan a Europa-, se le cuida, se le alimenta bien, y luego se le suelta para perseguirlo a caballo a través de campos y matorrales, rastreado por perros. Todo de primera calidad, zorro, perros, caballos y cazadores. El zorro no debe dejarse alcanzar y destripar demasiado pronto; debe ser bastante resistente y bastante astuto para que la exquisita carrera de obstáculos se prolongue; los perros deben ser sabuesos finos, y los cazadores muy jinetes y algo millonarios. Destripar un zorro —por lo menos de esa manera— es cosa reservada a los miembros de la mejor Sociedad. Sólo ellos son dignos de tratar al zorro tan inexorablemente. Pero habría sido poco patriótico, en vísperas del centenario, adoptar el sistema inglés sin modificarlo con discreción, dándole cierto sabor latino. De aquí la conmovedora costumbre de hacer bendecir la jauría antes de la caza. Los perfumados sportsmen oyen misa, al salir el sol, en la capilla del château ganaderil; un venerable sacerdote bendice los perros, y después, ¡guerra al zorro! ¡Dios lo quiere! ¡Pobre zorro! Huye, y nosotros sabemos ya que no hay esperanza, porque los hombres son fieras ingeniosas que no perdonan nunca. Huye con la lengua fuera y el espanto en el corazón; huye, Vuela sobre los llanos, se agazapa bajo la maleza un instante, y escucha… sus pelos se erizan, su hocico está seco y tembloroso, sus ojos dementes relucen en la sombra. Y los perros levantan su pista, le cercan, le descubren, le atacan, y él junta sus últimas fuerzas, y huye de nuevo. Huye sin atinar adónde, sin pensamiento en su cabeza dolorida, huye extenuado, lamentable, lleno de polvo y de fango, arañado, desgarrado, harapo de horror, huye para defender su pequeña vida inocente, y en pesadilla trágica, cada vez más próximos, siente ladrar a los perros bendecidos por el cura, siente los hurras de los elegantes… Una postrera convulsión, una breve agonía, y la Muerte, nuestra madre común, le habrá librado del Miedo… Ved en el zorro a una de las víctimas del imperialismo. El imperialismo es el sport chic de las potencias saturadas de oro, y la elegancia masculina, en los ricos, es un imperialismo individual. Por fin tiene el Brasil su juguete a la moda, un juguete de caza, un dreadnought. El “Minas Geraes" inaugura la caza del zorro en las cancillerías Sudamericanas. Pero podría ocurrir que no se encontrase por ninguna parte quien aceptara el papel de zorro nación. El viejo continente ha llevado los preparativos de caza a un maravilloso extremo. No pasa año sin que se boten más y más dreadnoughts, más jaurías flotantes, con las negras fauces de metal abiertas, jaurías de todo lujo, amaestradas científicamente, y bendecidas y sacramentadas en nombre de Jesús, de Alah y de otros dioses. Sin embargo, la caza no empieza todavía. No parece el zorro... Es que los tiempos no son los mismos. Si quedan aún zorros de cuatro patas, escasean los de mil frentes. Los marroquíes aprenden a morder, los egipcios y los hindúes enseñan los colmillos, y Menelik ha muerto tranquilo en su choza, de donde no hubo medio de desalojarle. Es elegante destruir, no cabe duda. Cuando las energías se intensifican, en nada resplandecen tan bellamente como en la destrucción, pues destruir es rápido, mientras que construir es oscuro y lento. Pero la realidad comienza a estimarse a sí propia, y se niega a que la destruyan. El mundo vale más de minuto en minuto, y es justicia que perdure, y no se desvanezca hasta que haya desarrollado toda la armonía de sus posibilidades. Acaso el poder de destruir se nos retire poco a poco, y lo reivindique un destino superior, interesado, quizás apasionado por los prodigios de nuestro rinconcito de Universo; un Destino quizás decidido a venir en ayuda nuestra… ¿Será esto, ¡oh elegantes!, una metafísica excesiva, y sería posible explicar con mayor sencillez la decadencia del imperialismo dandy? En la época de Nerón le hubierais acompañado a incendiar Roma. Hoy os tenéis que contentar con pegar fuego a las tablas del circo Frank Brown. Entonces hubierais echado esclavos a las murenas de vuestros estanques, y gladiadores a los tigres. Hoy os resignáis a las trompadas del box, a fusilar palomas y a sangrar un zorro con los dientes de vuestros perros. Verdad que esas cuatro gotitas de sangre de zorro son sangre al fin y al cabo. Los principios se salvan… ¿No conoces, desgraciado zorro, un proverbio oriental que dice: “Si deseas vengarte de tu enemigo siéntate en el umbral de tu casa, y espera”? Descansa en los tenebrosos umbrales, zorro amigo, y espera pacientemente. También llegará para la fieras ingeniosas que caminan en dos pies, y más terrible que para ti, la hora de la suprema angustia. LOS AMOS DE FRANCIA
Y ESTOY por decir los amos del mundo, porque detrás de Francia desfilan los demás países. Ella padece primero lo que todos padecemos después. Ella triunfará donde más tarde hemos de triunfar nosotros menos penosamente, por habernos abierto el camino con su cuerpo lacerado y animoso, con su espíritu que sonríe a lo trágico. ¡Oh París, oh elegante proa de la humanidad! Aquí se nos invita a inclinarnos sin miedo sobre las tenebrosas aguas del destino. Aquí nadie se lamenta, nadie exulta; nadie afirma, niega, ni discute con ira. Se observa, se duda, se charla a media voz. Se sufre y se goza casi en silencio, se muere y se mata cortésmente. Y nadie cree en nada y todos se atreven a todo. Una armoniosa y vastísima actividad puebla el espacio. Los hombres, tan robustos como ingeniosos, trabajan; pasaréis meses enteros sin encontrar un imbécil. Pero en medio de esta potente civilización se respira el cinismo amable de la ciencia extrema. El apache y el santo no se dan importancia a sí propios, y se comprenden uno a otro. Hay algo de socrático en los rostros de los viejos. Hay miradas de niños que os ruborizan o espantan. Los oficios son diferentes: las almas están teñidas de un matiz igual, el matiz común a Salomón, Epicuro, Omar Khayyam y Anatole France. Se diría que los parisienses tienen un confuso conocimiento de la muerte, y que están viviendo por segunda vez y recuerdan la vanidad de los lechos nupciales y de las tumbas. Se diría que sus hijos tienen desde el Limbo un confuso conocimiento de la vida, y titubean en nacer. Francia se despuebla, demasiado sabia, detenida por su misma perfección. París necesita renovarse, cambiar de postura, revolución, desorden. Necesita lo imprevisto. Necesita ignorar, para poder esperar. Diletante del heroísmo, no le basta el sport de los aires. El tedio le arrastra a lo sublime. Y he aquí el amo, el actor del drama colectivo, un Napoleón de mil cabezas: el sindicato. Un gesto del sindicato cheminots (obreros de la via) de la red del Norte inmovilizó el enorme tráfico de la empresa más rica de Francia. Los accionistas perdieron 300.000 francos cada veinticuatro horas de huelga. Pero no se trata de eso. Por un instante, los demás sindicatos mantuvieron la huelga general. La nación acaba de vacilar al borde del abismo. La parálisis de los trenes es el desastre definitivo, la entrega del territorio a Prusia. El peligro se conjuró. Briand halló en las masas los restos del militarismo indispensables al servicio disciplinario de las líneas. Hoy. sí, aún; pero, ¿mañana? Observad que la huelga fué una sorpresa hasta para el proletariado. Notad que los cheminots consiguieron, a partir del 19 de enero de 1911, el aumento de salario que reclamaban. ¡Ay! El balance de este rápido y siniestro episodio evidencia en primer lugar el pánico del gobierno, y en segundo la derrota futura, la derrota latente. No es preciso el genio de Rivarol para adivinar nuestros 93. Los mitos religiosos y políticos desaparecen uno a uno. El patriotismo francés se disuelve. Invocar a Dios en un mitin, en una plaza pública de Paris, ¡qué cosa grotesca! Pues bien, la palabra patria comienza a sonar tan clownescamcnte como la palabra Dios. No es posible ya obtener de ellas, ante el pueblo, más que efectos cómicos. Ésta es la verdad. El socialismo, me diréis, es el mito contemporáneo, el mito social. Es la fe de la multitud siempre pueril, frente al escepticismo absoluto de las clases cultas. No. No confundamos el meneur, intelectual o apóstol, con su rebaño. Dejemos de poner nombres sagrados a los apetitos fundamentales. Lo que une entre sí a los proletarios, lo que les solidariza es sobre todo la técnica de nuestra civilización. El esclavo antiguo manejaba un hacha, un martillo; el moderno maneja una locomotora, y la maneja él solo. El esclavo antiguo estaba aislado; el moderno se incorpora a sus congéneres, a través del tiempo y la distancia, por el vapor, la imprenta y la electricidad, cuyos mecanismos están en sus manos hábiles. No es el “mito” lo que hace temibles a los cheminots; es el telégrafo. El alambre y el riel les protegen mejor que los cañones. Las herramientas de su faena son las armas de su liberación. -¿Cuánto gana un cheminot? —pregunté a un empleado de la linea de Orleáns. —Algunos no ganan más que ochenta francos al mes. ¡Ochenta francos! ¡Con tres o cuatro hijos y los artículos de consumo a doble precio! Una docena de huevos cuesta dos francos: casi el sueldo de un día. Este esclavo tiene razón; lo que pide es justo. Pero, ¿por qué lo pide, por qué lo consigue? No porque tiene la razón, sino porque tiene la fuerza. Los sindicatos son fuertes. Francia fué gobernada por el parlamentarismo. Después, hasta hace poco, fué gobernada por la prensa. Los sindicatos no dependen del parlamento, no dependen de la prensa. Las asambleas obreras arrojan del local a los reporteros y se imponen a los ministros. Francia empieza a ser gobernada por los síndicatos. El proletariado no tiene ideas. Es una mayoría. Pero no opongáis la idea a la fuerza. La fuerza se anuncia por la idea en los cerebros superiores. En los cerebros vulgares, las ideas van a remolque de los hechos. No están las ideas de un lado y las fuerzas de otro. No hay ideas y fuerzas, sino fuerzas viejas y fuerzas nuevas. Lo que llamamos justicia es la imagen de las fuerzas del porvenir. La idea es la fuerza nueva que se mueve bajo nuestros cráneos, y de las fuerzas viejas huyen las ideas, como los pájaros huyen de los árboles desnudos. El reino del Sindicato ha dado principio en la tierra de Montaigne, Bossuet, Robespierre, Zola y Juan Grave. Francia, con su gracia severa de costumbre, nos precede y se hunde en lo desconocido. Ésa es su majestad. Ésos son sus títulos a nuestra admiración y a nuestro agradecimiento. ALBANIA
HACE tiempo que los albanos han resuelto morir antes que dejarse quitar su alfabeto. Las autoridades turcas continuaron prohibiendo el uso de los caracteres latinos en las escuelas, y ahora estalla una insurrección cuya gravedad aumenta cada día. Según los sacerdotes musulmanes, el que no emplea desde niño signos arábigos se expone a perder la “verdadera fe”. Desde el momento en que se pronuncia alguna de estas palabras fatídicas, fe, patria, libertad, o derechos de la civilización, podemos prepararnos a ver derramarse mucha sangre y hacerse muchos negocios. ¿Será lo religioso problema tipográfico? No sólo son importantes los tipos en el culto, sino la tinta. Los lamas, para copiar los libros santos, usan cuatro clases de tinta: la de cinabrio tiene 108 veces más virtud que la negra; la de plata, 108 veces más que la de cinabrio, y la de oro, 108 veces más que la de plata: ¡108 veces justas! ¿Por qué no? Aquí siquiera no hay nada opuesto a la embriología ni a la aritmética. Lo comprometedor es afirmar que tres es igual a uno. Pues bien, figuraos la guerra civil que se armaría, quizás en los conventos búdicos, por una equivocación de frascos… Cruel es la conducta de los turcos en Albania. Se parece a la de los prusianos en Polonia, donde se martiriza a los nenes que no rezan en alemán. Ridículo es sacarse las tripas por cuestión de viejas liturgias. Ridículo es —o ridículo juzgarán las generaciones del porvenir- que las naciones sudamericanas estén a punto de pelearse por cuestión de limites, es decir, por cuestión de archivos. Se trazan las fronteras con arreglo —salvo las soluciones de violencia— a lo que ordenan pergaminos que se apolillan desde cientos de años. Estos pueblos orgullosos de su juventud se olvidan de que son independientes —a pesar del centenario-; retroceden sin vacilar a la época del coloniaje, y se ajustan a la documentación administrativa de España; obedecen a España, y no a la España actual, sino a la difunta, a la del “león rendido”. Para las cancillerías no hay presente ni futuro, no hay sino pasado, y cuanto más remoto, extraño e inútil sea el pasado, tanto mejor. Los jueces ordinarios opinan igual; es preciso que los muertos estén bien muertos para gobernar a los vivos, y cuando las cosas, además de muertas, se vuelven incomprensibles, es cuando son sagradas. Observemos también que la flamante constitución turca no impide las persecuciones ni la clásica tiranía. Roosevelt, de vuelta de cazar rinocerontes, se detuvo en el Cairo a hacer rabiar a los egipcios. Les dirigió un discurso en la Universidad, llena de jóvenes nacionalistas, a los cuales irritó cuanto pudo. Les dijo que no estaban maduros para la independencia, ni para la constitución, y que el asesino de Boutros Bajá se había colocado en el “pináculo de la infamia”. Explicó de qué manera seguían caotizadas, y en pleno despotismo, repúblicas cuyas constituciones eran, en el papel, las más libres del mundo. Habría citado, si las hubiera conocido, las frases de Alberdi: “la tiranía no reside realmente en el tirano. La tiranía, como la libertad, está en el modo de ser del pueblo mismo. La tiranía es la causa, el tirano es el efecto… Cada hombre es su propio soberano y su propio súbdito; el que no sabe obedecerse a sí mismo, mal puede saber gobernarse a sí mismo. Puede decir que tiene la sedición en su persona. Cada hombre lleva en la constitución de su individuo, toda la constitución de su país". Los nacionalistas egipcios contestaron que ellos eran jueces de lo que les convenía. Acusaron a Roosevelt de hacerle el juego a Inglaterra. Porque en el fondo pasa en Egipto lo que en la India: están hartos de los ingleses. Se trata de religión, de genio, de raza. Es un movimiento general en África y en Asia contra el extranjero. La constitución no suprimirá el despotismo, pero los musulmanes prefieren un despotismo musulmán a un despotismo cristiano. Eso es todo. Adoptan las instituciones del enemigo para batirle, como adoptan sus armas. Si el rinoceronte supiera manejar el rifle, no se dejaría cazar por Roosevelt. Lo curioso es que Roosevelt aplaude la constitución turca, que tan funestamente protege a los albanos. Y lo doblemente curioso es que la máxima favorita de este formidable sportman se redacta así: “caminad con un buen garrote, y hablad bajito…” Mientras tanto, los albanos destrozan y son destrozados con el salvaje frenesí de los tiempos prehistóricos. La única diferencia, en verdad insignificante, es la de empuñar fusiles de repetición en vez de hachas de sílex. LA POESÍA EN LOS SALONES
ESTÁ poniéndose de moda en el gran mundo, no ya declamar, sino componer versos. Los aristócratas se dignan hacer una benigna competencia a los poetas profesionales. Se trata de inspiraciones de círculo y éxitos de salón. Los autores se molestarían si los admirase el público anónimo. El público, por otra parte, no se ocupa gran cosa de esa literatura de etiqueta. Todo habría debido continuar así, hasta que hubiera pasado tan inocente manía. El statu quo quedaba definido en el libro del señor barón G. de Parrel: Sous les lustres, que nos da la lista de los más célebres conductores de cotillones y de los más notorios conferenciantes, escenógrafos y artistas mundanos. Es una obra que “los intelectuales se abstendrán de juzgar”. ¡Su profunda ignorancia les descalifica! Enterémonos, pues, en respetuoso silencio, de las delicias que no tenernos derecho a compartir con los amigos del barón de Parrel. Y con las amigas… porque en la alta sociedad parisiense las damas devotas de la rima y del ritmo dejan atrás, tanto por el mérito como por el número, a los caballeros. Se nos asegura que las tertulias de la condesa de Villarson, de la baronesa de Sardent, de la condesa Charles de Pomairols, son algo exquisito. A ciertos académicos se les permite asistir. Pero la reina de estos torneos elegantes es la señora duquesa de Rohan. Su fama de poetisa es enorme entre sus relaciones, y me arriesgo a traduciros, al pie de la letra, el comienzo de uno de sus mejores poemas: VISIÓN DE ENSUEÑO
Madre, bendice a tu hijo; va a hacer la guerra, A defender su patria, y la viña y el trigo, Los palacios, los hogares donde el grillo se soterra; Pero al dejaros a todos su corazón está abrumado. Hasta la vista, hijo mío, el buen Dios te proteja, Que vele sobre tus días y te traiga al puerto; Del peso de mis tormentos quisiera que me alivie Y haga de tu corazón el de un hombre fuerte. En francés resulta todavía más hermoso. La duquesa de Rohan no desdeña alentar a los principiantes. ¡Nobles desahogos de almas aparte, protegidos contra la crítica grosera por una discreta y perfumada penumbra! Todo iba bien, cuando de pronto, gracias a una distracción de la señora de Rohan, su nombre rodó de boca en boca, algunas no muy limpias, y París entero soltó una inmensa carcajada. La duquesa, en efecto, mandaba invitar, para sus tes poéticos, a Verlaine, muerto desde hace doce o quince años. He aquí el sobre de la invitación: A M. Paul Verlaine, aux bom soins de M. M. Fasquelle, éditeurs, Paris. ¿Cómo se supo? Todo se sabe… La pobre duquesa de Rohan concedió audiencias a los reporteros, y explicó que la culpa era de un secretario, no, de un simple ayuda de cámara, encargado, por su linda escritura, de poner las direcciones de los invitados, el cual, viendo un volumen de poesías de Verlaine, envió un convite extra por cuenta suya y por intermedio del editor… ¡Ah! Es necesario ser excesivamente estúpido, aun entre los ayudas de cámara, para ignorar la muerte de un Verlaine. Lo malo es que París no pareció convencido de la historia, y lo peor es que la duquesa tampoco, puesto que habló nuevamente del asunto a un reportero del París-Journal, diciendo: “He invitado a M. Paul Verlaine, es cierto, pero se entiende, claro está, que me referia al señor Verlaine hijo, que suele unir a su nombre de pila el de su ilustre padre… ¿Cómo llegó la invitación a manos del editor Fasquelle?… Es un misterio… El cuento no ha hecho reír más que a los que no me conocen”. Sin embargo, 1º) El hijo de Verlaine, mayoral de tranvía, jamás se ha llamado sino Georges Verlaine. 2º) El Mercure de France ha recibido dos invitaciones de escritura idéntica a la de la invitación de que la duquesa se declara responsable, y dirigidas a los poetas Guérin y Samain, tan difuntos, ¡ay!, como Verlaine… Sólo se ríen de la duquesa los que no la conocen. Pero es demasiada gente. Por lo demás, la avería de los tés poéticos carece de importancia. En ellos lo que importa es el té, y los verdaderos poetas ni han muerto, ni han vivido nunca para la duquesa de Rohan y compañía. EL ODIO Y LA PAZ
SEGÚN el general von der Goltz, el estadista que vacila en agredir cuando la guerra es inevitable, su país está listo y el enemigo desarmado, es un traidor. Esto, que parecerá excelente a un cerebro militar, carece de buen sentido para los cerebros civiles. Si el enemigo está desarmado, o mal preparado, se guardará de provocar la guerra. En el momento que el generoso von der Goltz elige para agredir, la guerra es menos inevitable que nunca. En cuanto a la moral de semejante doctrina, ¿a qué comentarla? Ninguna persona decente, al cabo de un minuto de examen, dejará de encogerse de hombros. Lo malo es que en Alemania muchos opinan como el general von der Goltz. Se desea que el mundo sea prusiano, hipótesis que habría horrrpilado a Schopenhauer, a Heine y a Níetzsche, 10s cuales despreciaban a su pa— tria, y no saldrían de su asombro al ver a Krupp sobre el pedestal de Goethe. “Las naciones civilizadas pelean como bestias feroces, decía Federico el Grande; me avergüenzo de la humanidad, y me sonrojo del síglo”. Federico el Grande, con tales ideas, sería hoy en su tierra Federico el Pequeño. Considerad lo que le ha sucedido al mismo Káiser. A la muerte de Eduardo VII se encontró en Londres con el ministro francés M. Pichon, y hablaron de políti- ca internacional. Guillermo II dijo que el único medio de garantizar la paz consistía en crear una confederación europea de las potencias principales. El pensamiento sería fecundo. No es nuevo. Hace años que Novicow, con su destreza de insigne sociólogo, lo desarrolló admirablemente. Roosevelt lo recogió después. El tribunal de La Haya, en efecto, es un tribunal platónico; está desprovisto de lo esencial, que es la fuerza para hacer cumplir sus fallos. La fuerza precede a la justicia. La justicia no es sino la mejor utilización de la fuerza. En La Haya no se resolverán jamás cuestiones importantes. ¿Qué son esos jueces desamparados, que ni siquiera usan revólver, frente a la escuadra inglesa o al ejército alemán? Obedecerles sería obedecer a la justicia pura, y entonces ¿qué necesidad tendríamos de ellos? En cambio, una sociedad imperfecta podría obedecer a los invencibles cañones de una confederación nacida en un instante propicio, y sostenida ulteriormente por la vigilancia del proletariado. Alberdi —cuya sombra augusta nos consuela de los dreadnoughts criollos— ha escrito: “así como la presencia del malhechor en casa ajena es una presunción de su crimen en lo civil, así todo Estado que invade a otro debe ser presumido criminal y tenido como tal sin ser oído por el mundo hasta que desocupe el país ajeno”. Los cañones confederados, gendarmes de pueblos, sujetarán el ímpetu agresivo de los von der Goltz. He aquí —acaso- los sueños del Káiser ante el ataúd del rey de Inglaterra. Ataúd de majestad cómica, urna vana, caja de podredumbre que velaron nueve reyes y medio millón de hombres condenados a pudrirse también; ¡espectáculo pacificador! Ya que la naturaleza nos destruye con tanta solicitud, no nos impacientemos por sustituirla. Conoce su oficio mejor que nosotros; Quizá Guillermo II, en la madurez de su existencia, doblado el cabo de la Desesperación, a partir del cual los ojos se descongestionan y adquieren la amarga lucidez de lo real, vivió una hora plenamente humana, y sintió que hasta para el Káiser hay cosas superiores a Prusia... Pero volvió a su Prusia, y la halló indignada contra él. La prensa, casí unánime, le desautorizaba con sarcasmo. El Deutsche Tageszeitung se reía de las ilusiones inglesas: “Alemania no mudará de política; sabe que está en un plano de igualdad con el poderío británico”. El Taegliche Rundschan decía que era imposible que el emperador hubiera propuesto soluciones tan impracticables. "¡Nuestra flota es el más potente instrumento de paz!" El Hambuïger Nachrichten: “¡Desconfiemos de la paz!” El Deustche Zeitung: “Se trata de una perfidia de Francia, que quiere endosar al emperador el papel lubrificante del difunto Eduardo VII”. Otros: "Un emperador germano se compromete y se rebaja haciendo votos por una fantasía utópica”... Etc., etc. Y el Káiser rectificó. Hizo declarar que la palabra Confederación no había sido pronunciada, que el proyecto de una liga europea estaba muy lejos de su espíritu. Pidió excusas a la opinión por no haber compartido con ella, durante un segundo, el odio a la paz. La opinión, entre los resignados a su infortunio o al del prójimo la hace la prensa. Los no resignados, cada vez más numerosos, se informan por sí de lo que les atañe. Adivinan que la gran prensa es una industria combinada con otras industrias, y que debajo de una campaña periodística hay siempre un negocio. Saben que son ellos quienes pagan los dreadnoughts, puesto que no se les devuelve en forma de salarios sino una fracclón de lo que contribuyen. Saben que ellos proporcionan el 99 por 100 de las víctimas de la guerra. Saben que uno de los fines del dreadnought es mantener las tarifas proteccionístas y encarecer los artículos de consumo. Saben que el enemigo de ellos no está fuera de las fronteras, sino dentro. Saben que el trabajo que no produce factores positivos es inmoral. Ese ejército de no resignados está sólidamente constituído en Alemania, pero tiene el defecto que hace de los alemanes magníficos relojeros; es un poco miope; es candoroso y paciente. Le falta el genio revolucionario. Con él, con unos adarmes de sal rusa o francesa, el socialismo alemán impondría la paz a Europa. LORDS
COMO el mantenimiento de la paz exige continuos progresos en el arte de la guerra, la Gran Bretaña, igual que las demás naciones, construye ansiosamente acorazado sobre acorazado, a fin de que no peleen nunca. ¡Lástima que el sistema preventivo sea tan costoso! El gobierno, en la necesidad de nuevos recursos, se ha dirigido a los propietarios, seiscientos y pico de los cuales, aprovechando la circunstancia de ser lords, es decir, señores, han rechazado el presupuesto de la Cámara de los Comunes; se conforman con las escuadras destinadas a defender su fortuna, siempre que las pague otro. ¡Tremendo conflicto!... Los partidos apelaron al pueblo, y, en consecuencia, se dedican hoy al deporte electoral. El pueblo —como se llama a los electores en jerga parlamentaria, el pueblo decidirá... ¿qué decidirá? Hace siglos que funciona la Cámara de los Lords, y nadie sabe aún en qué consisten sus funciones. Había la costumbre de que la Cámara alta aprobase los presupuestos de la baja. Pero ahora que se les ocurre a los lords cambiar de costumbre, estamos perdidos. ¿Y el rey? Lo malo es que tampoco sabemos bien en qué consisten las funciones del rey. Hay la costumbre de que no se meta en los asuntos de su país. Y en efecto, cuando queremos conocer su opinión sobre la querella actual, se nos contesta que trabaja sus caballos y que sigue patrocinando las levitas de dos botones. Es un rey correcto. Se ha dicho que no sólo Inglaterra, sino cada inglés es una isla. ¡Admirable individualismo, producto y escuela de la energía personal, clave de la estructura religiosa, política, mental y social de los ingleses! “Los ingleses, observaba Voltaire, tienen cincuenta religiones y una salsa”. Religiosos sí; místicos, jamás; el inglés va a su iglesia como va al club. Se guarda de abstraer, de elevarse a regiones del espíritu demasiado rarificadas para la acción. Ni místico, ni metafísico, ni apóstol. Cromwell hace su revolución con la biblia en la mano. Cualquier trasto viejo sírve; lo importante es la gimnasia. ¿Para qué unificar las leyes? En Inglaterra la ley es un caos inextricable de usos de todas las épocas; ¡mejor!, el juez es más libre. Nada se suprime en la política británica; para semejantes atletas nada es pesado. Su cerebro robusto digiere lo anacrónico, así como los gansos se tragan piedras que les muelen los alimentos en el buche. El materialismo es el nervio de la crítica inglesa. Los ingleses ven y oyen a maravilla los objetos terrestres. Sus raros filósofos son físicos, biólogos, ingenieros. Sus físicos mismos utilizan cincuenta teorías contradictorias para explicar un fenómeno, y prefieren una salsa especial, el aparato de cartón o de madera que lo finge. Para el inglés, comprender es tocar. Dueño de los hechos aislados y próximos, las armonías trascendentales se le escapan. En vano estudia a los célebres compositores y acude a Bayreuth y solfea con rabia: el destino le ha negado el don de la música. Su imaginación es plástica; su fuerte es lo particular, llevado hasta lo excéntrico; triunfa en la caricatura, en la descripción de lo horrible; su arte, intenso y agresivo, carece de plan; por eso sus obras maestras no pertenecen a lo clásico, sino a lo romántico. Me refiero más al talento que al genio. No hay genios ingleses, ni franceses, ni alemanes. No hay genios nacionales. El genio no tiene patria, ni s1quiera familia. Apreciad este último rasgo del fecundo prosaísrno inglés: las tradeunions no profesan ninguna doctrina social; millones de obreros asociados para la lucha contra los patronos, transforman el ambiente económico sin ser socialistas ni anarquistas; su método es el de los gremios de la Edad Media. En los distritos industriales establecen jerarquías, aristocracias. El operario que gana diez chelines alquila piano, aunque su mujer no lo toque, y no se visita con los que ganan cinco. ¿Y esta gente que no puede resolverse a adoptar el sistema métrico, se dejaria estropear sus lords? ¡Venerables lords! Su prestigio es mucho; su historia, gloriosa. Se opusieron a la emancipación de los católicos irlandeses y a la abolición de la esclavitud. Se oponen a los proyectos sobre despachos de bebidas, al sufragismo y a la profanación de la renta. “Es necesario, claman en el manifiesto conservador, es necesario que exista nuestra Cámara, órgano de la voluntad del Estado en su carácter de entidad viviente y en cumplimiento de su primer de— ber, que es subsistir”. ¡Subsistir! He aquí el deber típico de todo inglés, de toda cosa inglesa. He aqui el supremo argumento. Y los lords amenazan con males terribles: el capital emigrará a donde la demencia socialista no se haya apoderado de los ministros, a la América latina, sanamente metalizada, a México, por ejemplo, donde un juicioso despotismo asegura la inviolabilidad de los cupones. “Somos grandes —decia Gladstone—, por el cricket y porque casí desde la cuna hemos aprendido a abominar la mentira”. Esfo de abominar la mentira significa símplemente que hay que ganar al cricket sin hacer trampas. Inglaterra es el deporte, un deporte a veces brutal, pero muy honrado. No existe deporte sin un conjunto de obstáculos que definen el juego. La Cámara de los Lords es uno de los indispensables obstáculos del deporte público, y no será eliminada ni modificada. Su primer deber es subsistir, como subsiste el marco del gol, sin el cual no habría fútbol posible. Por lo demás, la incapacidad de los ingleses para las ideas generales les ha hecho maestros en politica. RED COCOA
LA AMAZONA Rubber Company no es la única company que esclaviza a sus obreros de color. Notemos sin embargo que las compañías inglesas no tienen excepcional predilección por la esclavitud. En los gomales de Bolivia los procedimientos son análogos. Italia se ocupa de revelar ahora —quizá por argentinismo— los horrores de ciertas fazendas del Brasil. Mas si los ingenios de Tucumán no son lo que antes, quedan los yerbales del Alto Paraná, donde se tortura y se asesina concienzudamente a los mineros. ¿Sabéis lo que es estaquear un peón? Se le atan las cuatro extremidades a cuatro estacas, al sol, con cuero fresco, y tan fuerte que la víctima no toca tierra. El cuero se seca, se encoge, y corta la carne. A veces se es— taquea sobre un nido de hormigas coloradas al cual se prende fuego. El padre Las Casas encontraría asunto para su pluma vengadora en la América de hoy. Y quien dice América dice Asia o África. Las costumbres de los europeos, cuando ellos se ocupan de civilizar al prójimo, son bastante monótonas. Si la moderna esclavitud origina tantos escándalos en Inglaterra, es porque alli hay gente que se escandaliza. El hecho es que no oímos hablar de los grandes males donde existen, sino donde se les combate. Las sociedades antiesclavistas y la prensa denuncian los abusos y mueven con éxito la opinión británica. El Daily News, por ejemplo, ha realizado campañas ruidosas contra la esclavitud de los chinos en el Transvaal y contra las ignominias del Congo libre. Pero nada, en el género atroz, compite con las colonias portuguesas del oeste de África —islas de Príncipe y Santo Tomé—, donde se trabaja el cacao. Horn- bres, mujeres y niños son sacados de sus casas y llevados por la violencia a las plantaciones. En 1901, un par de negros, macho y hembra, sanos y fornidos, costaban, puestos en Santo Tomé, cincuenta libras. Por el camino se les marca como al ganado. Durante las marchas nocturnas van con grillos; a los que se rezagan se los degüella. Un suplicio que se les aplica frecuentemente en el escritorio del patrón, es aplastarles los dedos en la prensa de copíar. La mortalidad anual es de veinte por ciento. Esta cifra lo resume todo. (Resultados del proceso Standard-Cadbury, 1908). Lo triste es que el Daily News, tan indignado cuando se trataba del Congo o del Transvaal, guardó siempre un misterioso silencio respecto a la esclavitud de Santo Tomé. La razón —muy cotizable- consiste en que las 199.000 acciones del Daily News pertenecen a los Cadburys. ¿No conocéis el cacao Cadbury, el mejor cacao manufacturado del globo? Ha dado una inmensa fortuna a sus dueños. Se prepara con él un chocolate exquisito. Sólo que es cacao de Santo Tomé, red cocoa, cacao rojo, cacao manchado de sangre. Pero no importa. Su sabor es bueno. Además míster George Cadbury, el más voluminoso de los Cadbury (166.000 acciones del Daily News) es una excelente persona. Baste decir que es cuáquero, id est, representante del más austero puritanismo inglés. ¿Recordáis el heroísmo de los primeros cuáqueros? “Al enviarme Dios al mundo, cuenta Fox en su diario, me ordenó que no me quitase el sombrero ante nadie, y que tutease a todos, ricos y pobres, grandes y pequeños... ¡Oh! ¡Cuántos desprecios, cuántos furores tuve que sufrir! ¡Cuántas bofetadas, cuántos puñetazos, cuántos pa— los, cuántas prisiones, porque no queríamos quitarnos el sombrero! A varios de nosotros les arrancaron los sombreros de las sienes, y se los lanzaron a tal distancia que jamás pudieron hallarlos". Si esto soportó Fox en defensa de la santa igualdad de los hombres, ¿qué habría opinado sobre el cacao rojo? Me objetaréis que Mr. Cadbury, aunque cuáquero, vive en el siglo xx. ¡Curiosas desviaciones del cristianismo! Pienso en Mr. Cadbury, y pienso a la vez en el padre Conrady. El padre Conrady es belga. Tiene sesenta y nueve años. Recibió las órdenes sacerdotales en París. Fué misionero siete años en la India. Después pasó a China, y los leprosos de Cantón le retuvieron. Escupidos por la ciudad como bestias de maldición, estaban amontonados en los muladares de los suburbios. El padre Conrady voló a Norte América, llamó a las puertas y a los corazones, reunió treinta mil dólares, regresó a Cantón, compró una isla cerca del puerto, y hospedó a quinientos leprosos, con los cuales cohabita. Las últimas noticias que tengo del padre Conrady son que se ha contagiado de la lepra, y está moribundo. He aquí un fraile que, sin ser del siglo xx, vive en él para gloria de la especie humana. Pío X no haría ningún desatino en ofrecer su tiara de pontífice a este divino leproso, cabeza visible de la antigua iglesia. Prefiero complacerme en creer que el padre Conrady, como sus inmortales precursores, son ejemplares prematuros del porvenir. De Mr. Cadbury no es posible asegurar lo mismo. Mr. Cadbury no es del pasado ni del futuro. Su mérito —o por lo menos su eficacia— es de estrícta actualidad. Mr. Cadbury es del presente. Y el presente es algo tan cojo, sumergido, despeñado, leve y ciego, que Mr. Cadbury nos inspira compasión por haberse embarcado, para cruzar el infinito, en la nave de los escasos y endebles minutos de su propia vida. No aplastemos a Mr. Cadbury, simple millonario, bajo la majestad del padre Conrady. Al fin el padre Conrady tampoco es perfecto. Al frente de una explotación de cacao fracasaría lamentablemente. LA REHABILITACION DEL TRABAJO
EN NUESTRA sociedad el trabajo es una maldición. La sociedad, como el Dios del Génesis, castiga con el trabajo, ¿a quién? A los pobres, porque el único delito social es la miseria. La miseria se castiga con trabajos forzados. El taller es el presidio. Las máquinas son los instrumentos de tortura de la inquisición democrática. Hemos envenenado el trabajo. Le hemos hecho temer y odiar. Le hemos convertido en la peor de las lepras. ¡Y pensar que el trabajo será un día felicidad, bendición y orgullo, que quizá lo ha sido en sus orígenes! Mientras escribo estas líneas, mi hijo_ —de dos años y medio- juega. Juega con tierra y con piedras, imitando a los albañiles; juega a trabajar. La 1dea de ser útil germina en su tierno cerebro con alegría luminosa. ¿Por qué no trabajan los hombres, alegres y jugando, como trabajan los niños? El trabajo debe ser un divino Juego; el trabajo es la caricia que el genio hace a la materia, y si la maternidad de la carne está llena de dicha, ¿no ha de estarlo también la del espíritu? Y he aquí que hemos prostituído el trabajo; hemos hecho de la naturaleza una hembra de lupanar, servida por el vicio y no por el amor; hemos transformado al obrero en siervo de eunucos y de impotentes. El trabajo ha de ser la bienaventurada expansión de las fuerzas sobrantes; el resplandor de la juventud. Ha de ser hermano de las flores, del encendido plumaje que ostentan las aves enamoradas; hermano de todos los matices irisados de la primavera. Compañero de la belleza y de la verdad, fruto, como ellas, de la salud humana, del santo júbilo de vivir. Entretanto, es compañero de la desesperación y de la muerte, carga de los exhaustos, frío y hambre de los desfallecidos, abandono de los desarmados, desprecio de los inocentes, ignominia de los humildes, terror de los condenados a la ignorancia, angustia de los que no pueden más. Pero lo absurdo no subsiste mucho tiempo. Libertaremos a los pobres de la esclavitud del trabajo, y a los ricos, de la esclavitud de su ociosidad. NOTICIAS DE LEOPOLDO
—¡ME AHOGO, doctor, me ahogo! —dijo el rey de los belgas al doctor Thiriart. El doctor Thiriart le puso unas inyecciones. Mientras tanto el rey falleció. Desde ese momento no se ha tenido más noticias de él. Sin embargo, cuando morimos de repente es probable que al ser despedidos de este mundo conservemos cierta velocidad adquirida y describamos un resto de trayectoria. Así le ha sucedido a Leopoldo. Quiero contaros su viaje póstumo, en el que ha invertido un mes y medio. Al volver del sofocón, se encontró tendido en su lecho de muerte. Le velaban miembros de su familia y demás dignatarios. Personas, muebles y muros parecían fluidos. Leopoldo se sentó en la cama. Nadie dió señales de extrañeza. Se levantó, marchó a través de sus hijos y de sus consejeros, masas vaporosas que no le opusieron resistencia alguna, y salió a la calle. Puesto que todo está muerto alrededor de mí, pensó juiciosamente, es que el muerto soy yo. Le satisfacía, en medio de tantos seres etéreos, sentir su carne palpable, consistente, dura. Notó que le habían vestido de general, con grandes charreteras, y todas sus cruces. Luego calculó: —Estoy muerto y vivo a un tiempo. ¡Dios existe! Empujado por un instinto misterioso y certero, se dirigió a la frontera de Francia. —Sin duda voy a comparecer ante Dios... Confiaba en que su hermosa barba blanca y su uniforme de general impresionarían favorablemente. Además, había recibido los santos sacramentos y el Papa era su amigo. Y caminaba: cruzó campos de un verde traslúcido, surcados por vagas siluetas laboriosas, arroyos en cuya linfa de ensueño se desleía el alma de los sauces, aldeas de Silencio, ciudades cuajadas en el vacío de lo imposible, y alcanzó París a medianoche, su París, familiar y fantástico, construido de estelas de gas fosforescente, horno glacial en que se movían innumerables comparsas mudos, con un lamentable gesto de salamandras felices. Leopoldo comprendió que Dios no estaba en Paris, y siguió caminando hacia el Sur. Empezó a fatigarse. Empezó a sufrir. La tierra se le hacía acaso menos irreal. Y caminaba… Tuvo que atravesar landas inmensas, en que los espectros de los pinos se retorcían bajo pesadillas de huracanes. Tuvo que buscar desfiladeros entre la nieve de las cordilleras. Descendió a llanuras, donde ondulaban los penachos rubios del maíz. El sol frío brilló después sobre los trigos y los olivares. Y el muerto caminaba hasta que lo detuvo el fantasma del mar, o tal vez el mar mismo. A la orilla, un grupo de pescadores sórdidos sacaba una larga red, en cuyo vientre oscuro hervían escamas de plata. Era evidente que Dios no estaba en Europa. Leopoldo, suspirando, se quitó su traje de general y nadó sin tregua, siempre hacia el Sur. Sus carnes se ablandaban, se hacían transparentes. En la noche, hilacha de tinieblas flotando en las tinieblas, perdía la fe. “¿Por qué se me retiene sobre el planeta? ¿Dónde estará Dios?” A veces, un buque de alto bordo, coronado de luces, hendía el abismo, con un grito monstruoso. Y el muerto nadó tres días. Desnudo, rendido, angustiado, se internó en el África. Las cosas materiales iban recobrando su aspecto normal, a medida que él se aniquilaba. Vió extrañas plantaciones, casas de soledad, tapiadas y blanquísimas, terrazas y alminares donde los muezines se delineaban en el fuego del crepúsculo, chozas techadas de follajes exóticos, pozos entre palmeras; conoció a los árabes y los beduinos, las lentas caravanas; oyó el aullido de los chacales y la voz del león. Y todo aquello vivía, y él se moría definitivamente. “Quizá no hay Dios. . . quizás estaré juzgado sin saberlo”. Y se arrastraba en su rumbo fatal hacia el interior del país. Y seguía arrastrándose, jirón de bruma dolorida, entre los matorrales, sobre las arenas abrasadoras, herido del sol despiadado. Y pasaron los días y las noches, y al fin llegó. Leopoldo, que no era ya sino el recuerdo de un suspiro humano, el eco de un hueco donde hubo una sombra, contuvo el átomo de vida que aún le restaba, y miró -mirada postrera— en torno. El paisaje trajo a su memoria una de las fotografias tomadas en el Congo. A1 pie de un árbol, un negrito recién nacido dormía profundamente. No había más Dios por allí. Leopoldo entonces se disolvió en la brisa y el niño, al respirar, se sorbió al rey... Ahora el espíritu de Leopoldo, tan curiosamente reencarnado, tendrá ocasión de ampliar su experiencia, recorriendo otra de las infinitas aristas del poliedro universal. LOS EX REYES
ENTRARON en el hall del hotel, y se sentaron cerca de mi. Los reconocí en seguida. Eran don Manuel y su madre doña Amelia. Parecían algo abatidos aún, pero el adolescente se acordaba de mirar a las muchachas con el rabillo del ojo, y doña Amelia, un poco madura, mas siempre buena moza, estaba vestida con esa elegancia inexorable de las que, inclinadas ya sobre los bordes del tiempo, no se animan a separarse voluntariamente de las vanidades del mundo. Me hicieron el honor de dirigirme la palabra. Hablaron de la revolución portuguesa y juzgué oportuno dirigirles frases de vago consuelo. —No crea usted —dijo don Manuel-. Valía más salir de dudas. Nuestra situación ha mejorado. —Entre nuestros súbditos —dijo doña Amelia- corríamos grave peligro. Fuera de Portugal nos sentimos seguros. —Tanto más —añadí yo— cuanto que no hay tratados de extradición para los reyes caídos. —Note usted ——insistió ella— que antes temblábamos hasta en el extranjero. Viajábamos bajo la amenaza del crimen, rodeados de un ejército de policías, igual en París o Viena que en Lisboa, mientras ahora, felizmente, nadie se ocupa de nosotros… -No deja de ser humillante, mamá —dijo el joven-, que por voluntad ajena, y de repente, me hayan despojado de tantos títulos gloriosos. Yo era rey de Portugal y de los Algarves, aquende y allende la mar del África, señor de Guinea, de Etiopía, de Arabia, de Persia y de la India. ¡Todo eso a los diecinueve años!… Y ahora no soy nada ' -Los asesinos de tu padre te lo dieron, y ellos te lo quitaron. -Señor —dije yo-, ayer era usted Manuel II, pero hoy es usted Manuel. Continúa siendo alguien. —Hay muchos que se llaman Manuel. —Ninguno destronado como usted, señor. Nadie podrá confundirle. —Lo cierto es —suspiró el honrado mozo—- que yo no tengo nada que ver en lo que me ocurre. Soy tan inocente como ignorante de mi destino. Apenas subí al trono, abandone la música —le advierto que sé dirigir una orquesta!; amé a mi país, y me puse a confeccionar la dicha de mi pueblo. Tendí la mano a los republicanos, renuncié a la mitad de mi lista civil, fuí todo lo simpático y cordial que me fué posible. Los cómplices del asesinato de papá quedaron impunes. —¡Pobre_ don Carlos! —dijo doña Amelia—. Pesaba ciento veinte kilos, era incomparable en el tiro de pichón y no se metía en política. ¡Pero eso atañe a los ministros! Ellos son los únicos responsables. Y, sin embargo, la víctima es el rey. —Llegué a ser ingrato a la memoria de mi padre —dijo don Manuel melancólicamente. En las fiestas públicas las mujeres llevaban los abanicos con el retrato de los regicidas. Si un forastero pedía mi retrato en una tienda, se le contestaba que no vendían allí esa basura. Y yo guardaba silencio. ¡Ah! no tengo el alma de Hamlet. —Señor —le dije-, olvide usted a los reyes a la antigua. Usted es un rey moderno. Los reyes verdaderamente modernos son los que se van. Durante todo el siglo XIX, los reyes se han ido en fiacre. Usted ha hecho más. Usted se ha ido en automóvil. Semejante velocidad dignifica la fuga. —¡Desgraciado Portugal! —exclamó el mancebo. Europa devorará esa república administrada por médicos, profesores y poetas chirles. De Braganza han bajado a Braga. El presidente cita en sus decretos a Augusto Comte. ¡Qué caos! No he conseguido nunca comprenderlo. Y a propósito, ¿sabe usted quién era el coronel de uno de los regimientos sublevados? Alfonso XIII. —Sí; pero era coronel como usted era señor de Arabia. Era coronel honorario. —Menos mal. —Hijo mío -dijo doña Amelia-, Gaby nos aguarda. —¡Gaby! ¡Si la conociera usted! Una excelente chiquilla. La prensa le enrostró el delito de serme agradable. No se atrevió a visitarme en Lisboa más que una vez, y dijeron que dormía en palacio. Tuvo que partir, calumniada y casi agredida por una plebe imbécil que, se lo confieso, he cesado de amar. Ya no me preocupa absolutamente la felicidad de mi pueblo. —Gaby es muy mona, muy artista, muy chic -dijo doña Amelia—. Me da consejos de toilette. —Veo otra ventaja del destronamiento —observé al joven—. Las Gaby no le saldrán a usted tan caras como antes. —¡Oh! No nos faltan recursos… —Verdad que usted hace música, y que su señora madre pinta con gusto exquisito -dije cándidamente. —¡Caballero! —exclamó doña Amelia, irritada—. ¿Por quién nos toma usted? ¡Trabajar! ¿Se figura usted que en estos años de sacrificios regios no hemos hecho economías? EXTRAVAGANCIAS
LOS HOMBRES de ingenio y los elegantes de otras épocas han cultivado la extravagancia con un brillo que echamos de menos hoy. Los artistas, vestidos de poesía, y los dandis —poetas del traje—- concentraban sus tiros sobre los burgueses y la Academia, que es la burguesía del talento. Era una brusca protesta contra 1a beocia circundante. Necesitaban quebrar el hielo de las conveniencias sociales, en que patinan con ridícula dignidad los filisteos; necesitaban sumergirlos de un golpe en el agua fría del asombro. Hace más de un siglo, un buck English entra en un hotel, riñe con un sirviente y lo mata; a las reclamaciones del dueño, replica que le pongan el muerto en la cuenta. Brummel, siempre squire, hipnotiza a la aristocracia inglesa y al mismo rey con la insolencia glacial de sus refinamientos de indumentaria y con su tedio exquisito. Era el tirano de los salones, donde se dignaba aparecer un instante. Se hacía charolar la suela del calzado; “si no está charolada toda la suela, decía, ¿cómo estaremos ciertos de que el canto lo está?” El humour de Brurnmel era odioso. Visitó una vez los lagos del norte de Inglaterra. A su regreso le preguntaron cuál le pareció más bello. —Están muy lejos de la calle Saint James… —contestó el dandy bostezando. Pero su interlocutor insiste. Brummel entonces interroga a su criado—: Róbinson, ¿cuál de los lagos me gustó más? —Me parece que fué Wintermere, señor-. Así debe ser -añade el dandy—; Wintermere… ¿le satisface a usted esto? , Según la perfecta frase de Paul de Saint-Victor, el mundo, para Brummel, terminaba. en sus uñas. Los estetas pusieron una nota decorativa en el dandismo; Oscar Wilde, paseándose en público con un lirio en la mano, nos ofrece una transición al D’Annunzio de 1901, deshojando un haz de rosas en los umbrales de su maestro Carducci. Pero Whistler, deliciosamente compuesto, no cenaba en los restaurantes a la moda sin antes lanzar un largo rugido de pantera. La mejor bohemia es parisiense. El conde de la Palférine, en la Comedia Humana, oye con placidez los desesperados reproches, las súplicas que le dirige la madre de una joven seducida. .. “Señora, responde el magnífico bohemio, ¿qué quiere usted que haga? No soy cirujano ni partera…” Todos conocéis la gracia tenue de los tipos de Mürger. La banda de Musset era canora, caballeresca y galante. Villiers reclama a la reina Victoria la isla de Malta, que según él le pertenecía por herencia de sus antepasados. En Barbey d’Aurevilly el dandísmo se hace expansivo, coloreado, armonioso, espiritual; se hace francés. Brummel rompía rara vez el silencio; era el magnetizador de un rebaño; la conversación de Barbey deslurnbró a la sociedad más aguda de Europa. “He conservado de él, cuenta Marta Brandés, visiones precísas; en un salón, sin dejar de charlar, tenía en la mano una copa de coñac del que no derramaba ni una gota — ¡y Dios sabe cuánto gesticulaba!-; en la otra mano tenía un espejito para ver lo que ocurría detrás de él…” Era el encantador despotismo de un Rivarol. Cuando había alguna cara que no le gustaba en la tertulia, Barbey enmudecía obstinadamente. En casa de Mme. Daudet, por culpa de un caballero de exigua estatura que le fué antipático, el autor del Chevalier des Touches no dijo una palabra en toda la noche. El hombrecillo por fin se despide; iba a desaparecer, pero Barbey, tomando un lápiz de una mesa, lo llama a gritos: “¡Señor!…¡señor!… se ha olvidado usted su bastón…” Hubo en Madrid, hace doce o quince años, un discípulo de Barbey d’Aurevilly: Ramón del Valle Inclán. Acaso, ahora que ha llegado, si no a la fortuna, a la gloria literaria, se ría de sus extravagancias juveniles. Valle Inclán, en el ambiente más refractario de la tierra a ciertos desplantes, tuvo el heroísmo de llevar una melena enorme que amotinaba a la población. Este dandy, con rostro de Cristo bizantino, mantenía relaciones con la esposa de un catedrático de química. La resignación del químico indignaba a Valle Inclán. Le pisaba en la calle. “¿Qué ha sido? —balbuceaba la víctima-. Ya lo ve usted: un pisotón”… En el foyer de un teatro, Valle Inclán desuella a veces los dramas de X…, literato célebre por sus desgracias conyugales. “Caballero, interrumpe uno de los presentes; no le consiento que siga hablando. -¿Quién es usted? —pregunta Valle Inclán-. Soy el hijo del señor X. ¿Está usted Seguro? —replica apaciblemente el admirable cuentista de las Sonatas”. ¡Pobre Valle! Discutiendo en un café le dieron un palo en la muñeca y hubo que cortarle el brazo. Palo simbólico. La bohemia ha muerto: quedan los atorrantes. El arte se industrializa; las extravagancias se vuelven imbéciles. Ya no se mata con una ocurrencia; es necesario sacar el revólver. No hay dandis. Hay la brutal ostentación de los millones. En Nueva York las damas de la Quinta Avenida hacen reproducir sus efigies en estatuas de oro macizo, y en París los rastas hacen cocinar tortillas con billetes de mil francos en lugar de carbón… Para encontrar la ironía de buena ley, preciso es subir a los patibulos. El Salvaje bandido Liottard, ante la guillotina, contesta al magistrado que le exhortaba a tener valor: —No se preocupe usted por eso… EL MAL DEL SIGLO
FRANCIA sigue despoblándose. Los franceses no quieren tomarse el trabajo de nacer. De 1887 a 1890, había 58.000 nacimientos anuales en París. El año pasado no hubo más que 50.811. En las ciudades grandes los nacimientos han descendido de 25,5 a 21,21 por mil, y en las chicas de 23,3 a 20,6. El rio humano se seca. Con la siempre enorme mortalidad infantil, resulta que la mayoría de los franceses se compone de cuadragenarios; Francia es hoy un pueblo de viejos. “Es probable que desaparezca de entre las naciones hacia el fin de este siglo”, dice gravemente un autor japonés. Pero el Japón no está inmune; pensad que el pais más enfermo es el más civilizado, y que el tipo de la civilización se hace sobre el globo. Los ingleses se sienten ya tocados por el mal; Alemania lo conocerá pronto. Los Estados Unidos se sostienen gracias a los inmigrantes; las familias americanas son casi estériles. L. de Norvins llegó a contar doce niños en cuarenta y cinco matrimonios. D’Avenel (1908) dice que en Washington, en un appartement house, donde se alojaban sesenta y cuatro parejas adultas, no se vió sino dos niños, uno de ellos extranjero. ¿Francia os asusta? Todos llevamos los gérmenes de su lepra. El oro nos matará. Su opacidad nos aísla. Su peso nos estorba la sangre. Por él amaestrados a una crueldad metódica, el pobre lo adora de rodillas, o a cuatro patas, y el rico de pie; el uno lo sueña y el otro lo exige. Nos figuramos poseerle, y es él quien nos posee, no como un dios, sino como un ídolo. Hemos sacrificado al Moloch nuestros hermanos; ahora a nuestros hijos les toca el turno. Los humaníteros van consiguiendo que se prohiba al niño la fábrica y el taller, con lo cual el hogar proletario pierde unidades productivas; los chiquillos se vuelven una carga, y mejor es suprimirlos a tiempo. ¿Para qué engendrar la miseria? Sin embargo, es la alta burguesía la gran abortadora; su fórmula consiste en limitarse a un vástago que continúe el negocio. Primero se concentra la fortuna mediante el despojo legal, y después mediante el fraude genésico. Las damas que han adquirido una cultura exquisita comprenden claramente cuán molesta, peligrosa, antiestética y soez es la maternidad. Los padres odian a los hijos; no les quitan la existencia, pero no se la dan pudiendo dársela: mutilan el futuro. Y los hijos odian a los padres; les desean la muerte, o para heredarlos, o por economía. La ciencia ysuministra mientras tanto la técnica de la desgastación y del envenenamiento a domicilio. Francia camina delante hacia la sombra, y el resto, unos más lejos y otros más cerca, se arrastran. Creedme: si no concluimos con el oro, el oro concluirá con los hombres. El oro es egoísmo solidificado. ¿Concebís una vida individual egoísta que sea superior? Pues lo que disminuye al individuo acaba por destruir la raza. En nuestro cerebro, espejo curvo donde se refleja lo infinito, intenso significa perdurable. El entusiasmo, la fe, el heroísmo, son imágenes del largo porvenir, perspectiva profunda de las generaciones venideras. Cuando nuestra alma desborda, los siglos reciben su simiente invisible. Pero las almas modernas no desbordan; se achican y se endurecen dentro de su cáscara, momificadas por el oro. Esta sociedad sórdida se ha disociado ya en el espacio, se ha convertido en un polvo de moléculas enemigas: es el triunfo de lo que se llama democracia y libre concurrencia. Faltaba la disociación en el tiempo, mortificar y deshacer el último vínculo, el de la continuidad de la especie. Estamos empezando… ¡Ah! ¿pretendíamos vivir de negaciones? La realidad es lógica. ¿La negamos? Pues ella nos niega, y es la noche sin fondo lo que nos aguarda. Para formarse una idea de lo enfermos que están los franceses, basta examinar los remedios que proponen. “Convenzamos a las gentes de que lo patriótico es tener hijos", dice uno. “Aseguremos un salario a las mujeres encintas”, dice el de más allá. “Concedamos primas de 500 francos a los hijos segundos y de 1.000 a los sucesivos…”, “que los padres de familia tengan derecho a dos votos en las elecciones…”, “metamos en la cárcel a los propagandistas del neo-maltusianismo…”, etc., etc. ¡Pobres diablos! Remy de Gourmont, que, como la mayor parte de los literatos célebres de Francia, es un cínico, se felicita de que hayamos refinado nuestra inteligencia al punto de jugar con el instinto, separando el placer sexual de la procreación. Estas trampas que hacemos a la naturaleza le divierten mucho. También el infeliz que se pega un tiro le da a la naturaleza un chasco estupendo. Algunos sabios, en cambio, la hacen responsable de lo que acontece. Evolucionamos, dicen, hacia un estado de equilibrio que tal vez imponga una especialización, una restricción del sexo… ¿Quién sabe?, pero no olvidemos las innumerables especies que se han extinguido sobre la tierra. Quizás el cráneo de Gourmont esté condenado a no ser nada más que un fósil curioso… No, amigos míos, lo que necesitamos es derribar el ídolo, y tender un puente nuevo que nos una a las cosas; necesitamos una religión nueva. El río humano, cuyo nivel baja cada día, necesita las aguas del cielo. MARÍA
ES EL MES de Maria. Todas las tardes oigo la campana de la iglesia del pueblo. Campanita humilde, cuerda con telarañas, iglesia pequeña y pobre, que por no tener nada ni tiene cura. Cuatro o seis mujeres siguen el mes de María por estas tardes de sol, y rezan, y después de cerrar con llave la iglesia sonora donde no hay nada que robar, regresan gravemente. Han rezado; caminan entre los árboles, y una a una entran en sus casas. Han apartado un instante sus ojos de los objetos próximos Y han mirado más allá; han mirado a su modo, han pedido algo a lo desconocido. Porque aquí sucede lo que en las grandes ciudades; la gente nace, sufre, espera, muere. Y oigo la vocecita de bronce… -¿No va usted a la capilla, señora Rosario? La vendedora de naranjas se ruboriza, y me ofrece los frutos que perfuman mis manos. Yo insisto en la pregunta. La señora Rosario, en efecto, era muy devota. Hasta se aseguraba que había sido ama de un capellán, y que si ella quisiera vendría un sacerdote al pueblo. Era ella la depositaria de la llave de la iglesia. ¿Habría dado la llave? ¿Sería posible? —Sí señor, he dado la llave… Ya no voy más… -¿Por que? ¿Le ha hecho alguna jugada la Virgen? —¡Calle, señor! No hable así... Es por la Virgen que no voy más a la iglesia. Yo no sabía rezar, yo rezaba mal, sin fijarme en lo que hacía. Es que me habían enseñado de esa manera los que no conocen a la Virgen. Usted creerá de seguro, como. los otros, que a la Virgen le gustan las letanías, y los canturreos que no acaban nunca, ¿verdad? Pues no; todo lo contrario… La aburren. Y por no aburrirla no la rezo. —A mi también, señora Rosario, me enseñaron mal. Tuve un maestro de religión que era el más bruto de la escuela. Su genio era insufrible; usaba en clase una larga regla para golpearnos, y rezaba el padrenuestro con furia. Aún parece que le escucho: “Padre nuestro… ¡orden, borricos!… dánosle hoy… (un reglazo) como perdonamos a nuestros deudores… ¡te he de matar, sinvergüenza!…” Y luego me convencí de que los rezos sobran, de que los labios no deben interponerse entre nuestra alma y el alma del mundo. —Pero a usted ¿quién se lo dijo? —A mi… nadie, o quizá todo… —Pues a mi me lo dijo la Virgen. Es decir, me lo dió a entender. Yo, señor, tuve hace poco un hijo muy enfermo. Le dolía la garganta, tosía, le abrasaba la fiebre. Yo no me hubiera apartado de su camita; ya ve, era más que mi sangre. Quitarme mi niño era lo que no es de pensar. Y, ¡estúpida de mi!, por las tardes oía la campana de la iglesia; arropaba a mi niño, que me comía con los ojos tristes, le besaba llorando y me iba a la iglesia¡ Iba a pedir por él, pero le dejaba. Le sentía toser y le dejaba, con su calentura y con la muerte que le andaba rondando. ¡Me iba a rezar, a conversar con la Virgen! Yo estaba loca; cuando volvía le encontraba peor. Una vez, durante los rezos, comprendí de pronto que eran inútiles, que mi hijo se ahogaba, que lo hallaría muerto, y corrí a su lado. Vi las puertas abiertas, y a la cabecera de la cama una mujer de pueblo, como yo, que acariciaba al niño y le subía sus ropitas. Yo la amé lo mismo que a mi madre y con una infinita confianza la supliqué para que se quedara. Ella me dijo dulcemente: “Si tu hijo está casi bien; tengo que hacer en otra parte”, y se levantó. “Nos hemos cruzado en el camino, Siguió diciendo, tú venías a mi casa, y yo iba a la tuya, a cuidar de tu hijo abandonado”. ¡Dios mío! ¡Era la Virgen! ¿Cómo lo adiviné? No se parece a los retratos que hay en las iglesias. Yo caí arrodillada y ella sonreía… —Señora Rosario: no se extrañe usted de que María opine así. Jesús le habrá comunicado sus ideas anticlericales. -¿Qué decía Jesús? ¿Usted lo recuerda? -Decía: “Cuando orares entra en tu cámara y, cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está oculto. Y no hables inútilmente porque tu Padre sabe lo que necesitas, antes de que se lo hayas pedido…” BIRIBÍ
¿QUÉ ES BIRIBÍ? Ir a Biribí es ir a los batallones de África —los Bat d’Af —llamados también —oh, ironía— los joviales, los céfiros. .. Biribí son las compañías de disciplina, presidios militares volantes, organizados por el gobierno francés en las colonias. Se va a Biribí por robo, por lesiones y por haber rebasado cierto número de castigos en el cuartel o por las ideas, o por andar de punta con un jefe o sencillamente porque sí. Un conscripto es enviado por hecho de huelga. Otro por haber gritado: ¡Viva Dreyfus! Os aseguro que es muy fácil ir a Biribí. Lo difícil es volver. Cuando la amnistía de 1889, volvieron viejos de sesenta y de setenta años. ¡Curiosos Matusalenes! En Biribí, se concluye por perecer por lo común mucho antes. O si lo preferís, se tiene ya setenta años a los treinta. Efectos del clima físico y, sobre todo, del clima humano. En Biribí, suceden cosas interesantes. El azote, las esposas, los grillos, los cepos se usan siempre; pero existe la tendencia a considerarlos como una rutina. Los ayunos, las marchas con el equipo completo a cuestas (azadón y pala inclusive) son lo habitual. La mordaza y la crapodina vienen oportunamente a variar el programa. La mordaza consiste en un pedrusco que se le hunde al paciente en la boca. Después se le aplica sobre los labios una es— taca de carpa, sujeta con cuerdas a la nuca. De este modo, se guarda un correcto silencio en Bíribí. La crapodina consiste en atar tobillos y muñecas a la espalda del colono y en dejarle al sol. El hombre es un animal ingenioso. He aquí un régimen moralizador. Gracias a él, quedan pronto los criminales imposibilitados para el mal y para la vida. Se convierten en ángeles o, por lo menos, en difuntos. De las enquêtes hechas en épocas diferentes por Vallier, Darvien, Dubois-Dessaulle, Jacques Dhur, Qui— Ilard y otros ingenuos alquimistas sociales empeñados en obtener la piedra filosofal de una autoridad que no sea arbitraria, extraigo la siguiente lista de los asesinatos en Biribí: 4 diciembre de 1884. — El cabo Gonland mata al colono Demeure. Es felicitado por sus jefes. 10 marzo de 1896. — El Sargento Perrín ata a Cheymol a la cola del caballo y lo arrastra cinco kilómetros. El caballo cocea. Cheymol muere, según cuentan a su familia, de congestión pulmonar. 27 abril 1898. - El alférez Rossignol mata a patadas en los órganos sexuales, a Matton. El cabo Vallés ayuda a su alférez. Es ascendido a Sargento. Los tres casos son de Aumale. 19 Setiembre 1897. — El Sargento Geróme hace fuego sobre Halfond y le yerra. El capitán Legros advierte que todo graduado que yerre a un colono, sacará un mes de calabozo. El cabo Bernard mata a Halfond. El general Gallieni le felicita (Madagascar). Noviembre 1897. — El cabo Cantelope mata de tres tiros de revólver a Grenier, que servia el rancho. Felicitaciones del general Gallieni. (Madagascar). Setiembre 1898. - El cabo Vivier mata a Mathieu de un tiro a la cabeza. Caso acaecido en la columna Maintirano (Madagascar) , que tenía 67 hombres. A los cinco meses no había más que veintiséis. La columna no se batió. 23 noviembre 1898. — El Sargento Chenet mata a patadas a Danger. 21 noviembre 1899. — El Sargento Bernard mata de un bayonetazo a Pellat. 7 octubre 1900. — El cabo Chauvel mata a Lamarre de un tiro de revólver. Le golpea durante la agonía. 19 enero 1901. — El Sargento Seilinger mata a Sales a puñetazos. 31 octubre 1902. — En Orleánsville- El alférez Manani mata a Raidigues de un tiro. 19 febrero 1907. — Lenormand es muerto de un tiro al salir de la cocina. En Setiembre 1897, el teniente coronel Liautey hace fusilar a Jean y a Brando sin formalidad de interrogatorio. Hoy es Liautey uno de los más acreditados generales franceses. Por último el 2 de julio de 1909, el Soldado Aernoult muere durante el suplicio. El ministro de guerra asegura que la muerte ha sido natural. Yo opino como él. Ya no hay milagros. El doctor Sicard de Planzolles observa que si Aernoult hubiera tomado la precaución de ser caballo, la ley Grammont de 1850 le habría protegido, infligiendo a su verdugo cinco francos de multa. Pero no era un caballo; no era más que un colono de Biribí. El Soldado Rousset, que denunció el hecho, fué condenado a cinco años de presidio. La opinión parisíense, generosa y frívola, está indignada. Olvida la sudanitis. Todos los oficiales de Biribí están enfermos de sudanitis, que es una demencia nacida de la temperatura calcinadora, del ajenjo, del siniestro tedio africano y principalmente de la ausencia de civilización exterior. Es tal la sed de sociedad que se sufre en Biribí, que los oficiales torturan con el solo objeto de ser llamados a declarar en las ciudades de la costa. Aquellos que no se vuelven feroces en la soledad son idiotas o santos. Hadamard, profundo matemático del Colegio de Francia, ha lanzado su correspondiente grito de protesta, y ha reanudado en seguida sus fórmulas. Si, pero ¿Se cree él inmune contra la sudanitis? Un Hadamard en el desierto no sería Hadamard. Acaso llevamos todos, comprimido y domado por el peso de la cultura ambiente, un Biribí dentro del cerebro. CHAMPAGNA Y RULETA
LOS DIARIOS montevideanos traducen la justa Satisfacción de su público. Montevideo posee por fin un edificio donde se puede comer, beber y jugar con exquisita opulencia. Cada época se retrata en sus templos; los imbéciles de la Edad Media levantaban catedrales; nosotros levantamos casinos. Hace años que la Argentina tiene su santa ruleta en Mar del Plata. Si Montevideo no tuviera la suya, sería vergonzoso. Imitemos las costumbres de la metrópoli. En Europa se come y se bebe y se juega así. La ambición de las jóvenes repúblicas americanas es copiar al viejo mundo: siguen siendo colonias. Me apresuro a declarar que empleo la palabra Europa en su sentido usual: La Rue de la Paix a la derecha, Monte Carlo a la izquierda, el Gran Canal en medio y cerros suizos alrededor. Cuando se habla de “ir a Europa”, del “clima de Europa", de “la vida europea”, del tipo europeo, etcétera, nadie necesita detalles. Pues bien, Anatole France y Rafael Altamira pasan, pero el casino queda. Es la ruleta la que nos europeíza a fondo, la que nos arma caballeros de la civilización. Acaso algún resfriado moralista nos salga con que el vicio es incapaz de engendrar cultura, y sandeces por el estilo. Sin el vicio, sin las superfluidades siempre nuevas y siempre crecientes, pronto convertidas en hábitos imperiosos, apenas habria movimiento industrial. Considerad una mesa lujosamente puesta, la mantelería de rizada nieve, la vajilla de plata, de cristal y de melodiosa porcelana, las flores de estufa, la luz eléctrica en menudos astros, los manjares y los vinos en que la naturaleza y el hombre agotaron los recursos de su química, mariscos vivos aún como en las profundidades del mar, frutos de otra estación y de otros continentes, y pensad el trabajo que todo ello representa. Si las cortesanas y las actrices, que son las que legislan la moda, cometiesen la locura de atender a los santos padres y de renunciar a la vanidad y a la coquetería, la mitad del comercio se vendría abajo. ¿Qué harían con sus huesos los que buscan plumas de garza en los trópicos, y pieles preciosas entre los hielos, y diamantes en las entrañas de la tierra? Tendrían que estarse tranquilos en sus casas, comiendo el pan de su campo. Sería espantoso. Sin el vicio nos faltaría el arte, que no se desarrolla en la austera Esparta, sino en la Atenas voluptuosa. No se concibe la sagrada elocuencia de Bossuet sino en la Francia del Rey Sol, ni artistas que pintaran tan excelentemente los éxtasís místicos sino en la Italia del Renacimiento, la Italia de los principes envenenadores y de los papas disolutos. Los puritanos empobrecen, amargan y afean un país. La virtud es antipática porque es una negación. Son los impotentes los que abominan del amor, las viejas, de la elegancia, los dispépticos, de la gula. Son los enfermos y los fracasados los que practican la virtud. Los virtuosos no perdonan al prójimo la virtud que se ven obligados a guardar; el remordimiento les mata. Los viciosos, en cambio, son alegres, tolerantes, fecundos. Sin el vicio no habría moral ni religión posible. Para que un placer sea perfecto, debe ser pecado. Es delicioso hacer rabiar a Dios. “¡Qué lástima que esto no sea pecado!” —decia una bella napolitana) tomando un sorbete. “¿De qué le sirve a usted la religión?”, preguntaba una señora a Verlaine—. “Me sirve para pecar”— contestó. El mismo Verlaine, eterno niño goloso, estaba convencido de que el mayor beneficio de la ciencia sería fabricar un vicio inédito. Sí: el vicio es el fundamento de toda cultura sería, y más el vicio distinguido de frac y de Smoking. Sin el frac ¿cómo distinguiriamos unas personas de otras? Los jefes llevan frac. De aquí la importancia de jugar, vestido de frac, a la ruleta. El obrero que deja su jornal en un garito sórdido me hubiera inspirado reflexiones distintas. Quizá hubiera que demostrar, con la historia en la mano, los calamitosos efectos del vicio. Pero cuando es un frac el que ruletea, ¡tabú! Montevideo entra en plena regeneración. EPIFONEMAS
EL REVERENDO padre Fourier-Bonnard, hablando de los procesos de hechicería en el siglo XVII -entonces a los histéricos se les quemaba vivos—- cuenta un caso curioso: “En- tre las victimas hubo un rico mercader de Mattaincourt, inculpado de brujería por varias pruebas, de las cuales la más importante era que el hombre había firmado dos contratos con la misma fecha, el uno en Ginebra y el otro en Besancon, cosa imposible dados los medios de comunicación existentes." El tribunal no se acordó de que Ginebra en aquel tiempo, como ahora Rusia, no había adoptado aún la reforma del calendario introducida por Gregorio XIII, resultando así una diferencia de diez días, muy suficiente a nuestro mercader para hacer el viaje. Hoy, en aeroplano, se va de Ginebra a Besancon en pocas horas. Además, hemos dejado de creer que el histerismo es un crimen. Y luego estamos más al tanto de los almanaques. Pero, ya que no quemando, seguimos ahorcando, fusilando y guillotinando a los criminales de nuestra pequeña época. Es cierto que nuestras definiciones de crimen y delito, y nuestros pretextos para aplicar la pena de muerte nos satisfacen: sin embargo, los que usábamos hace tres siglos nos satisfacían también. Estamos contentos y la sangre corre. Hemos cambiado de ortografía; eso es todo. ¡Tres siglos! ¿Qué son tres siglos en la historia de nuestra evolución moral? Hace más de cien mil años que vagamos por la tierra. Y Nietzsche me dice: “Para juzgar al criminal y a su juez: El criminal que conoce todo el encadenamiento de las circunstancias no considera, como su juez y su censor, que su acto está fuera del orden y de lo explicable; su pena no obstante le es medida exactamente según el grado de asombro que se apodera de ellos, al ver esto que le es incomprensible: el acto criminal. Cuando el defensor de un criminal conoce bastante el caso y su génesis, presen- tará circunstancias atenuantes que acabarán unas tras otras por borrar toda la falta. O para expresarse mejor aún: el defensor atenuará grado por grado este asombro que quiere condenar y fijar la pena, y concluirá hasta por suprimirlo completamente, obligando a los oyentes a confesarse en su fuero interno: “Le fué necesario obrar como obró; castigándole, castigaríamos la eterna fatalidad”. Medir la pena según “el grado de conocimiento" que se tiene o se puede tener de la historia de un crimen, ¿no es contrario a toda equidad?" Sí, el criminal es un ser asombroso. Es enérgico puesto que rechaza la protección de las leyes y lucha por su cuenta. Es libre, puesto que no teme a Dios y le usurpa el manejo de la muerte. ¡Ni siquiera teme al gendarme! Sus odios no son platónicos, como los de las personas honradas. Dadle el genio y surgirá Napoleón, ídolo universal. En el prestigio de los criminales hay pinceladas napoleónicas. La gran prensa de París, a cinco céntimos el número, biblia cuotidiana del pueblo, ha cantado, durante quince días, las hazañas del capitán Meynard. Meynard era un buen mozo, de buena familia, con algunas cruces ganadas en las colonias —en la obra de la civilización-. Era algo bruto, algo borracho, algo neurasténico, algo estafador. En fin no tenía nada de particular. Pero se le ocurrió matar a su prometida (la cual era a la vez su querida, divorciada de otro caballero y entretenida por otro más) . La mató en una pieza del hotel para robarle ciento setenta francos. Desde aquel instante fué el héroe. Un bello matar tutta la vita onora. El asesino se afeitó, y se pasó dos semanas rodando de café en café, tomando ajenjos y dirigiendo a los diarios cartas sentimentales en que se quejaba de los “ataques de que era objeto por parte de la prensa” y defendía la “memoria de su pobre amiga”. Estas cartas, naturalmente, se han publicado en primera página, con tipografía especial, como sí fuesen poemas inéditos de Víctor Hugo. Alrededor, las fotografías y las biografías de los mozos que sirvieron los ajenjos al capitán, y sobre todo de un excelente señor, de un respetable anciano que había jugado una partida de jaquet con Meynard, sin saber que era Meynard —¡MEYNARD!——. Y hubiera muerto ignorado, si un destello de la gloria del asesino no llegara casualmente hasta él. Y dice Tolstoi (para conservar la salud mental, conviene un párrafo de Tolstoi después de uno de Nietzsche): “Nos extrañamos de ver a los ladrones enorgullecerse de su maña, a las prostitutas, de su corrupción, a los asesinos, de su insensibilidad. Y nos extrañamos sólo porque la clase de estas personas es muy restringida, y porque su círculo, su atmósfera se hallan fuera de los nuestros. Y no nos sorprendemos, por ejemplo, de ver a los ricos enorgullecerse de su riqueza, es decir, de sus encubrimientos y robos, ni de ver a los poderosos enorgullecerse de su poder, es decir, de su violencia y de su crueldad. Es que el circulo de estas personas es grande, y formamos parte de él..." ¡Exacta observación! Los criminales son una minoría; por eso, y únicamente por eso los hacemos sufrir y morir, les imitamos sin ser nosotros criminales, puesto que no hay nueva mayoría que nos juzgue. Pero, dentro de los acorazados brasileños los criminales estaban en mayoría. Después de echar los oficiales al agua, pidieron perdón al Gobierno sin dejar de bombardearle, y fueron perdonados, y no se les condecoró porque no lo habian exigido. En la sociedad actual, donde no hay lazo moral que no se disuelva, nada va quedando más que el número, y es el número quien posee las armas, Cuando la masa se de cuenta, como a bordo del “Minas Geraes”, de que ella es la dueña de los cañones, ¿qué será de nosotros? ¡Y el dinero que nos ha costado enseñarles a que apunten bien! JOHNSON
EL MEJOR de los boxeadores negros ha Vencido al mejor de los boxeadores blancos. Es algo escandaloso. Johnson se ha olvidado de que pertenecía a una raza inferior. Sus homocromos caníbales no se olvidan de que la carne de blanco es la más exquisita de todas. Se acaban de comer en África dos misioneros. Pero Johnson no quería comerse el cuerpo de Jeffries. Quería comerse su alma. Es un negro civilizado. Triunfó, no solamente por el músculo, sino por la perseverancia y por la inteligencia. Energía bruta, y también habilidad y voluntad. Es el triunfo del hombre completo. Sus puños negros han caido sobre el rostro blanco, y lo han hundido en la sombra. ¡Oh trompadas infamantes como bofetadas! Transmitidas por telégrafo a medida que las recibía Jeffries, pocos instantes después las sentían en su piel los norteamericanos. Y muy pronto las ciudades de la Unión reproducian la tortura, mediante sus cinematógrafos. Gracias a un film, las generaciones podrían contemplar, hasta la consumación de los siglos, la imagen viva de la derrota de Jeffries, la caída de los puños negros sobre el rostro blanco. ¡Oprobio nacional! Y en gran parte del territorio de los Estados Unidos, los blancos empezaron a linchar negros con doble animación que de costumbre. Observemos, a fin de excusarles, que los paisanos de Roosevelt —el cual, siendo presidente, sentó a un negro a su mesa— han sido heridos en una fibra más sensible aún que la racial y patriótica: la fibra propietaria. Por añadidura, Roosevelt, que representa casí matemáticamente a sus electores, identifica las dos. Durante su última jira, ha repetido en el Cairo, en Roma, en Berlín y en París, que el primer deber del ciudadano es hacerse rico. Es un deber patriótico. Pues bien, la mayoría de los yanquis blancos habían apostado 10 a 6 por Jeffries. ¿Comprendéis ahora toda la extensión del desastre? El dinero, que con tanta facilidad suple a la honra, con ella naufragó. Y luego la ira de errar el diagnóstico, de haber sido engañados... ¿por quién? Esto exige una breve di— gresión analítica. Si juego a cara y cruz, en ignorancia absoluta de la suerte, apostaré a la par, 6 contra 6. Si sé de antemano que hay trampa, pero ignoro en obsequio de quién, Seguiré apos— tando a la par. El dato me es inútil. Y he aquí lo curioso: si habiendo ya perdido, me entero de que hubo trampa, protesto indignado. ¿Por qué? Porque de haber sabido antes de jugar, el “sentido” de la trampa, habría estafado a mi contendiente. No aprovechar la ocasión de estafar a mansalva, equivale a ser estafado por el prójimo. Y no hay juego sin trampa. A cara y cruz, lo único justo sería que las monedas quedasen de canto. En la más equitativa ruleta de la tierra, la bolita se decide a preferir un número, uno sólo —al menos, aquella vez—, un número favorecido por la naturaleza oculta. Los_que apostaron lO a 6 —¡Jeffries!— le creyeron favorito probable de las trampas de una patriótica naturaleza, amiga de los Hombres Pálidos. Y la naturaleza se puso del lado del negro. Y ellos, a quienes nadie impedía' apostar por Johnson, juntaron a sus otros dolores, la rabia de haberse estafado a sí mismos. Johnson, si se me permite emplear términos de fotografía, es un negativo que nos revela las líneas inesperadas de la realidad. Johnson —Menelik en tournée- ha demostrado al mundo que los negros, como los amarillos, son capaces, en ciertas condiciones, de vencer a los blancos. ¡Oh, la alegría de Johnson, la alegría de este hijo de la esclavitud; la sonrisa de los dientes blancos que deslumbran en el rostro negro! Blanco, negro... ¿qué importa? Ilusión de los odios. Los blancos odian a los negros, como se odian entre sí; pero la diferencia de color facilita la caza. Las casillas de un tablero de ajedrez se pintan alternativamente de negro y de blanco, para comodidad de los adversaríos. Pura fórmula. Hay un rey blanco y un rey negro; mas lo esencial es dar jaque mate al otro. ¡El otro es el enemigo! Debajo del barniz negro o blanco corre la sangre, y la sangre es siempre igual, es siempre roja. Son las sangres las que se aborrecen. DIOS Y EL CÉSAR
¿EN QUÉ acabará la lucha entre Canalejas y el Vaticano? Pero ¿se trata de una lucha real, o de una representación escénica cuyo empresario permanece oculto, lucha romana de campeonato de casino, entre dos mocetones que prolongan noche tras noche, con todo arte, un duelo en que no se va de veras hasta los últimos cinco minutos? No olvidemos que liberal y conservador, en la política española, son simples rótulos. Es sabido que bajo Cánovas solía haber más libertades que bajo Sagasta. Aquel “turno pacífico” de los partidos era una secreta simultaneidad. Hoy, como ayer, no hay precisamente ideas, sino personas y circunstancias. Acaso estemos presenciando la tramoya del regreso de Maura, rejuvenecido por el revólver. Acaso es la primera vez que un ministro dice lo que siente. ¿Qué pensar? juzguemos los hechos, aunque muchos crímenes se cometan con la mejor intención del mundo, y muchas buenas acciones resulten consecuencia curiosa de la perversidad humana. Los hechos son por el momento, anticlericales. Hay en Canalejas una tendencia aparente hacia el gobierno a la moderna, es decir, la neutralidad vigilante, lo que Carlyle llamaba “la anarquía plus el polizonte”. Según esta concepción, las funciones del gobierno se reducen a evitar que los ciudadanos se muerdan unos a otros en las plazas, y se desvalijen de distinta manera que la marcada por el código. El gobierno se encarga de fijar un máximo a la violencia; bajo ese máximo, todo está permitido a todos y por igual. De aquí la libertad de cultos, de palabra, de imprenta, de reunión y de tránsito. El gobierno asegura ciertos límites físicos a las relaciones sociales, sin preocuparse de lo que ellas son. No necesita opinar en materias científicas, artísticas ni religiosas. Casi estoy por decir que, una vez en marcha, ni siquiera necesita opinar sobre sí mismo. La conciencia le estorbaría. Como el regulador de Watt, le conviene ser automático para ser más útil. La libertad de cultos anda estropeadita en España. Baste notar que las capillas protestantes no pueden tener puerta a la calle. Se considera que la puerta es “signo exterior del culto”. En cambio, cualquier procesión católica, a cualquier hora del día, conquista las vías céntricas de las ciudades y paraliza el tránsito. Los jueves y viernes santos se prohibe la circulación de toda clase de vehículos. Canalejas ha querido que los protestantes tengan puerta por donde entrar y salir. Esto le ha costado reñir con el Papa. “Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César". Bien. Pero ¿cuánto debemos dar a Dios, y cuánto al César? He ahí la dificultad. ¿Cree Canalejas en Dios? Si no cree, que no le dé nada. Nada hay que dar a lo que no existe. El gobierno perfecto es ateo. Para él tanto monta Jesús como Mahoma. Los cultos son manías que él observa con ojo atento a fin de prevenir que degeneren en locuras feroces. Pero si Canalejas cree en Dios, debe dárselo todo. Todo es de Dios. ¿Libertades? ¿Para qué? Sólo Dios es libre. ¿Orden? Sólo Dios ordena. ¿Razón? Sólo Dios es razonable. ¿Verdad? Sólo Dios es verdadero. Lo grave, lo terrible es que Canalejas, en su calidad de gobernante, está obligado a creer en el Dios de Pío X. En España, el Estado profesa la religión católica. La religión, para los religiosos, priva sobre el derecho. Canalejas está obligado a creer que Pío X es infalible, y no le toca discutir con el pontífice, sino obedecerle. Desde el instante de su ruptura con él, traiciona sus votos y se convierte en un pequeño Lutero peninsular. Ante los católicos españoles, Canalejas se ha despojado de toda autoridad y se ha hecho acreedor al infierno. Es sencillamente un apóstata. Seguirle seria seguir al demonio. Acatarle sería insultar a Dios. Dios y Canalejas se pelean. ¿Cómo tolerar que le quite lo suyo? ¡Proteged a Dios, si es tiempo aún! Los clericales parecen resueltos a la guerra santa. La sed de martirio les devora. En Barcelona, las damas del Patronato de la tuberculosis, en combinación con los médicos, desollaron a un obrero tísico que tenia tatuajes revolucionarios. También las damas se habrían dejado desollar por el amor de Dios. La religión no prospera sin heroísmo, no retoña sin mártires. Es preciso ser mártir o por lo menos martirizar. En el fondo ambas cosas son equivalentes. Los católicos sacarán enormes ventajas de la persecucíón de Canalejas. Desengañémonos. La mentira no engendra sino calamidades. Es imposible resolver el problema religioso sin empezar por la separación entre la Iglesia y el Estado. Un gobierno católico es incapaz de ello porque miente al decir que es católico. ¿Maura convencido de la transubstancíación Y de la trinidad? ¡Esa sí que es broma pesada! SUFRAGIO
“EL MINISTERIO de la Guerra está en el Creusot”, decia un miembro del gobierno francés a Anatole France, que en varias ocasiones nos ha explicado el mecanismo de la política parlamentaria: los financistas, por el dinero, tienen la prensa; teniendo la prensa, tienen la opinión, todo lider que intente resistirles se ve rápidamente difamado y derribado. M. Maury, en la Revue Bleue, declara que los representantes de la nación son simples corredores, y denuncia “tristes complicidades entre los parlamentarios y los piratas del ahorro”. ¿Recordáis las fórmulas de Barrés?: “El parlamentarismo, que no es sino un sistema de chantaje”... “Carnot opinaba que era fatal que en un sistema político liberal, regulado por el regateo y el chantaje, todo perteneciera a los traficantes que conociesen la tarifa más exacta de las conciencias y que poseyesen ya un stock de recibos”... “los verdaderos estadistas prefieren siempre los canallas a las gentes honradas”... “los diputados, en la sala Casimir Perier, adoptaban el argot de las cárceles”... “ciertos raros matices de ignominia no pueden aparecer más que cuando el mundo parlamentario se superpone al mundo judicial”. El dato que nos importa retener es el precio actual del voto: veinte pesos en Buenos Aires. El balance de un siglo de evolución politica arroja una cifra indeleble: veinte pesos moneda nacional. Lo demás es literatura. El sufragio no ha hecho sino introducir en el mercado un valor nuevo, un artículo que se cotiza como la manteca y el kerosén. La patria se ha enriquecido: cada ciudadano, en tiempo de elecciones, añade a su activo un lote de: libertad pública tasado en veinte pesos. La libertad real de los pueblos se mide así, y no es posible calcularla de otro modo. ¿Y acaso no es preferible para un miserable obrero, vender su partícula de libertad que no entregarla a fuerza de patadas y de palos? No hay más libertad que la libertad económica. Los ricos son los que gobiernan y si ahora les cuesta veinte pesos suplementarios la ajena servidumbre, al fin es una ventaja... El Salario electoral ha subido a veinte pesos; es un fenómeno de la misma clase que el alza de cualquier sueldo; los trabajadores comprenden que por el instante deben reducirse a conseguir que les paguen mejor, sea como bestia la carga, sea como bestia de voto. Renuncian a la soberanía política con tal de co— mer un plato más de habichuelas y nadie será capaz de reprochárselo. ¡Curiosa invención de los electores hambrientos! ¡Ingeniosa democracia! Pero ¿habría calamidad parecida a la del sufragio libre? Si estáis acordes en creer que la mayoria de los hombres son imbéciles y malvados, ¿deseáis seriamente que sean ellos los que manden? MI ANARQUISMO
ME BASTA el sentido etimológico: “ausencia de gobierno”. Hay que destruir el espíritu de autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo. Será la obra del libre examen. Los ignorantes se figuran que anarquía es desorden y que sin gobierno la sociedad se convertirá siempre en el caos. No conciben otro orden que el orden exteriormente impuesto por el terror de las armas. Pero si se fíjaran en la evolución de la ciencia, por ejemplo, verían de qué modo a medida que disminuía el espíritu de autoridad, se extendieron y afianzaron nuestros conocimientos. Cuando Galileo, dejando caer de lo alto de una torre objetos de diferente densidad, mostró que la velocidad de caída no dependía de sus masas, puesto que llegaban a la vez al suelo, los testigos de tan concluyente experiencia se negaron a aceptarla, porque no estaba de acuerdo con lo que decía Aristóteles. Aristóteles era el gobierno científico; su libro era la ley. Había otros legisladores: San Agustín, Santo Tomás de Aquino; San Anselmo. ¿Y qué ha quedado de su dominación? El recuerdo de un estorbo. Sabemos muy bien que la verdad se funda solamente en los hechos. Ningún sabio, por ilustre que sea, presentará hoy su autoridad como un argumento; ninguno pretenderá imponer sus ideas por el terror. El que descubre se limita a describir su experiencia, para que todos repitan y verifiquen lo que él hizo. ¿Y esto qué es? El libre examen, base de nuestra prosperidad intelectual. La ciencia moderna es grande por ser esencialmente anárquica. ¿Y quién será el loco que la tache de desordenada y caótica? La prosperidad social exige iguales condiciones. El anarquismo, tal como lo entiendo, se reduce al li- bre examen político. Hace falta curarnos del respeto a la ley. La ley no es respetable. Es el obstáculo a todo progreso real. Es una noción que es preciso abolir. Las leyes y las constituciones que por la violencia gobiernan a los pueblos son falsas. No son hijas del estudio y del común asenso de los hombres. Son hijas de una minoría bárbara, que se apoderó de la fuerza bruta para satisfacer su codicia y su crueldad. Tal vez los fenómenos sociales obedezcan a leyes profundas. Nuestra sociología está aún en la infancia, y no las conoce. Es indudable que nos conviene investigarlas, y que si logramos esclarecerlas nos serán inmensamente útiles. Pero aunque las poseyéramos, jamás las erigiríamos en Código ni en sistema de gobierno. ¿Para qué? Si en efecto son leyes naturales, se cumplirán por sí solas, queramos o no. Los astrónomos no ordenan a los astros. Nuestro único papel será el de testigos. Es evidente que las leyes escritas no se parecen, ni por el forro, a las leyes naturales. ¡Valiente majestad la de esos pergaminos viejos que cualquier revolución quema en la plaza pública aventando las cenizas para siempre! Una ley que necesita del gendarme usurpa el nombre de ley. No es tal ley: es una mentira odiosa. ¡Y qué gendarmes! Para comprender hasta qué punto son nuestras leyes contrarias a la índole de las cosas, al genio de la humanidad, es suficiente contemplar los armamentos colosales, mayores y mayores cada dia, la mole de fuerza bruta que los gobiernos amontonan para poder existir, para poder aguantar algunos minutos más el empuje invisible de las almas. Las nueve décimas partes de la población terrestre, gracias a las leyes escritas, están degeneradas por la miseria. No hay que echar mano de mucha sociologia, cuando se piensa en las maravillosas aptitudes asimiladoras y creadoras de los niños de las razas más inferiores, para apreciar la monstruosa locura de ese derroche de energia humana. ¡La ley patea los vientres de las madres! Estamos dentro de la ley como el pie chino dentro del borceguí, como el baobab dentro del tiesto japonés. ¡Somos enanos voluntarios! ¡Y se teme el caos si nos desembarazamos del borceguí, si rompemos el tiesto y nos plantamos en plena tierra, con la inmensidad por delante! ¿Qué importan las formas futuras? La realidad las revelará. Estemos ciertos de que serán bellas y nobles, como las del árbol libre. Que nuestro ideal sea el más alto. No seamos prácticos. No intentemos mejorar la ley, sustituir un borceguí por otro. Cuanto más inaccesible aparezca el ideal, tanto mejor. Las estrellas guían al navegante. Apuntemos en seguida al lejano término. Así señalaremos el camino más corto. Y antes venceremos. ¿Qué hacer? Educarnos y educar. Todo se resume en el libre exarpen. ¡Que nuestros niños examinen la ley y la desprecien! JUECES
“NO COMPRENDO, decia Alfonso XIII a un periodista francés, no comprendo cómo los que se dicen intelectuales y que nunca se atreverian a proclamar un descubrimiento científico antes de verificarlo con centenas de experimentos, condenen en este caso [el de Ferrer] sin buscar informes fidedignos, un juicio llevado conforme a las leyes y que tiene por garantía el honor de los oficiales españoles...” Esta asimilación del rigor cientifico al rigor judicial es muy propia; en el infeliz muchacho a quien amamantaron teológicamente, haciéndole incompatible con su época. LO gracioso es que se dirigía a un francés; en Francia no se cometen más iniquidades “con- formes con las leyes" que en otro sitio, pero se conocen mejor. Sin remontarnos a Calas, encontramos a Pierre Vaux, que después de catorce años de haber muerto inocentemente en presidio, no podía ser rehabilitado por oponerse a ello el artículo 444 del código de instrucción criminal. El rigor cientifico de los peritos deslumbra en los casos Moreau, Druaux, Cauvin, y sobre todo en aquel proceso célebre en que el grafólogo confundió la letra del acusado con la del juez. En el asunto Dreyfus, el perito Bertillon declara que su convicción de culpabilidad responde a “razonamientos de una certidumbre matemática”. ¡Admirable asunto Dreyfus, obra maestra del acaso, inesperado haz de rayos X que hizo transparentes por un momento las tristes entrañas de la sociedad! El asunto Dreyfus nos enseña lo que es la garantía del “honor de los oficiales”. Y a la altura del ejército estuvieron la juventud, la prensa, el pueblo y los diputados, que se hacían reelegir, como Teisonière, gritando: “¡todos los judios son traidores!”, o como Berry: “sea inocente Dreyfus o sea culpable, no quiero la revisión”. El 8 de julio de 1898, la Cámara —una Cámara en que había radicales y socialistas— votó el sacrificio de Dreyfus por unanimidad. ¡Bonita democracia! Al fin la justicia triunfó, me objetaréis-. No la justicia, sino la política. Un grupo de republicanos se dió cuenta de que el poder pasaba insensiblemente a la Iglesia, y entonces se resolvíó a rehabilitar al judío. Más tarde nombraba ministro a Picquart. Hoy un Dreyfus clerical iría a la Isla del Diablo y quizá no volviera nunca. Si desconfiamos del juez que condena, seamos lógicos, y desconfiemos también del juez que rehabilita. Cuantos hemos vivido un poco, Sabemos por experiencia que todo proceso donde giren grandes intereses políticos, económicos y sociales, se decide por el más fuerte. Sólo en las cuestiones insignificantes observamos esa aparente regularidad que llamamos justicia. ¿Por qué habría de tener privilegios, sobre Francia, España, el noble país enfermo en que se ha olvidado a Pí y Mar- gall, y Weyler es todavía un personaje; España, resignada y satírica, en que corren los proverbios de “no hay mal que cien años dure" y “quien hizo la ley hizo la trampa”; la España que en pleno siglo XIX encendió la última hoguera católica; la España, sin embargo, en que ha nacido Francisco Ferrer? Alfonso pide indulgencia a Europa, como si el drama de Montjuich del 13 de octubre fuera el primero. ¿Y las bombas del Liceo de 1893? Se mató conforme a las leyes y con la garantía del honor de los oficiales, a seis infelices, resultando después que el autor del atentado era otra persona. ¿Y la bomba de Cambios Nuevos en 1896? Se aplicó durante meses la tortura a ciento veinte desgraciados, se ejecutó a cinco, conforme a las leyes y con la garantía del honor de los oficiales, resultando después que el verdadero autor era otra persona. ¿Quién ha visto claro en la causa de Rull? En España no le faltaría trabajo a un Zola. Lo malo es que el sucedáneo español de Zola se reduce a Blasco Ibáñez. Todo esto es conversación. ¿Qué importa que los poderosos juzguen a los débiles según su capricho, o según la ley, que es el capricho de los poderosos de ayer? Hay una injusticia más profunda que violar las leyes, y es cumplirlas a ciegas. Las leyes jurídicas usurpan su nombre. Las únicas leyes reales son las que la ciencia va descubriendo penosamente en el universo físico, y ninguna de ellas nos autoriza aún a ser jueces de nuestros hermanos. No sabemos lo que es la responsabilidad, ni medirla; ni siquiera sabemos si existe. Lo que sabemos es que nuestros códigos son fútiles y que avanzamos manoteando en la sombra. Por eso Jesús es más sublime que Sócrates, porque supo morir por motivos más altos que el respeto a las leyes. CLEMENCEAU
ES UNO DE los testarudos más simpáticos de Francia. Bastante robusto y despreocupado para coger su sillón de primer ministro y lanzarlo a la cabeza de sus contendientes o de sus colegas, ha pasado varias temporadas en violento destierro de la política, las cuales nos han revelado al artista y al filósofo. Son estos períodos de soledad laboriosa, y no los de acción, los verdaderamente instructivos y acaso fecundos. La acción es una mezcla confusa de los gestos de un grupo de hombres con el azar. El cerebro de un pensador aislado será siempre la más perfecta de las sociedades. De aquí lo inconsistente de toda comparación entre el organismo de un animal y el de un pueblo. Son de esencia distinta. En el uno la parte constituye el elemento rudimentario; en el otro lo rudimentario es el conjunto. Clemenceau, como espíritu superior que es, se ha sentido limpiarse, vigorizarse y dignificarse en la calma de sus diversos retiros. Ya, cuando el famoso affaire, había observado que los intelectuales puros eran los que revolucionaban el país, desde sus apartados gabinetes. “Zola, que no tiene electores, dice, ha puesto toda la Europa, toda la humanidad pensante en movimiento”. No se conoce por lo común a Clemenceau sino en su aspecto parlamentario, y quizá interesen sus fórmulas morales y metafísicas. Derrotado en su distrito de Draguignan se recogió por varios años, rehizo su instrucción literaria, meditó y reunió el fruto de sus reflexiones en una serie de volúmenes bellamente escritos. La cultura científica de Clemenceau le llevaba al pesimis- mo estoico. “Quien dice evolución dice curva —¡ay!— y la ascensión no puede ser infinita. Después de alcanzado el vértice, es el descenso, la caída lenta o rápida en la vertiginosa noche. Hay que saber mirar el infortunio cara a cara, como hacemos con nuestra propia suerte... La lenta regresión sin piedad hará su obra. El último humano que viva se apagará en el mismo misterio en que surgió el primer humano que vivió. Así, se concluirá en la suprema miseria la lucha comenzada por la vida en los días del nacimiento felíz en el mundo encantado”. Pero el carácter combativo de Clemenceau se sobrepone pronto a esa especie de desesperación glacial que es el estoicismo. El fogoso polemista nos incita a la actividad, a la pugna, a la fe quand même, y exclama: “¡qué importa lo que el hombre cree, con tal de que crea! ¡Qué importa lo que el hombre espera, con tal de que espere!... La acción es la salvación porque es la esperanza, el bien para sí y para los otros... ¡Valor, ser de un día, destripa esta tierra que te recobrará mañana, golpea el hierro, o la madera, o la piedra, pinta, esculpe, escribe, habla, todo eso es vivir para ti mismo, para los otros que viven o vivirán! Trabaja con brazo firme y corazón resuelto. Es de valiente cumplir su destino. Un día, la gran paz a que aspiras, la gran paz de que vienes, te será devuelta”. Y añade esta postdata, muy parisiense: “P. D. — Además, te diré una cosa: si estás demasiado fatigado, vete”. En el Grand Pan, que Según Marcel Uréaux, debe colocarse entre el Ashaverus de Quinet y el William Shakespeare de Hugo, Clemenceau, Nietzsche democrático con sed de Sacrificio, refuta poéticamente la influencia inhibitoria del sistema cristiano. El gran Pan es “la fuerza total, universal, que toma conciencia de sí en el hombre y por el hombre. Por nosotros, se hace y crece... Vivir para guardarse es bueno. Vivir para darse es mejor. Todo goce perfecto es esparcir de sí, entrar por comuniones de cada hora, en el Pan universal, de quien la evolución no nos ha separado sino para hacerlo por nos— otros mayor y mejor... ¿Qué más noble destino de la de ayer nada? Surgir a la luz, para acrecer con el Sacrificio de sí, el espíritu, en vías de realizar la ecuación del mundo, es el acto más alto, envidiado de los dioses mismos, privilegio de lo Humano”. Clemenceau es, pues —y perdone Marinetti-, un noble futurista. “A la inversa del Pulgarcillo, que dejaba caer sus guijarros en el sendero recorrido, mi ambición Sería Simplemente lanzar algunas veces una piedrecita hacia adelante, para indicar el camino por recorrer..." ¿Cómo sonarán estos acentos de abnegación en Buenos Aires? ¿No parecerán descorteses? Y ciertas máximas del Clemenceau periodista, ¿no provocarán las iras del coronel Dellepiane? “No hay otro recurso que pegar cuando no se puede responder... La potencia de egoísmo necesaria a la conquista del oro... Es más fácil matar que hacer vivir... El progreso humano se mide por la cantidad de fuerza bruta eliminada de las relaciones sociales... Se debe la justicia a todos, hasta a los verdugos... La obediencia de máquina viva, obtenida por el temor al consejo de guerra y al fusilamiento, podrá hacer esclavos o rebelados, pero no hombres... Quien sostiene la mole social es la multitud, carne de cañón, carne de hisopo, carne de sentencia, o carne de dividendo...” ¡Diablo! Todo eso es peligroso en un país que acaba de declarar subversiva la constitución. Clemenceau envainará su radicalismo, como Ferri envainó prudentemente su socialismo, y Anatole France, su anarquismo. Timidez de exploradores extraviados... Y el buen público porteño seguirá ignorando qué clase de herejes se le meten por las puertas. Festejó el Centenario, arrasando las escuelas Ferrer, presididas hoy por... Anatole France, el más agasajado de sus huéspedes. RAZAS INFERIORES
SE PUEDE sostener cómodamente que hay razas inferiores. Los sabios lo aseguran, medidores de cráneos y disectores de cerebros; los sociólogos lo confirman, y sin duda, la hipótesis contraria parecería absurda a las gentes prácticas, viajeros, empresarios y comisionistas. Un caballero inglés se resigna en Londres a que un compatriota le lustre los botines, pero en Calcuta tendrá por muy natural que ejecute tan brillante labor un hindú. Jamás un noble alemán, arruinado o deshonrado, y remitido a las vagas colonias de África, se considerará semejante a los indígenas con cuyo oscuro pellejo remienda su bolsillo y su nombre. ¿Cómo no ha de creerse el industrial de Yucatán superior a los indios mayas mediante cuya esclavitud, sacramentada por el cura del establecímiento, extrae del henequén ganancias fabulosas? Si llamarnos razas inferiores a las razas explotables, claro es que las hay. ¡Pobres razas, quizá dormidas, quizá susceptibles aún, bajo un choque externo, de revelar el sentido crítico, la tenacidad metódica, la admirable multiplicidad de aptitudes y de ideas de la raza blanca! ¡Pobres razas, poetizadas algunas por un pasado magnífico, agitadas otras por los síntomas de un regreso a la vida intensa! No olvidemos que los árabes, los tártaros, los turcos, estuvieron varias veces a punto de dominar la Europa. Acaso también la especie humana, como tantas que no han dejado más huellas que sus fósiles, está condenada a extinguirse, y ciertas variedades suyas, avanzadas de la muerte, han entrado ya en la agonía. ¡Quién sabe! Pero el hecho es que un niño negro, por ejemplo, criado entre blancos, no será nunca tan salvaje como un niño blanco criado entre negros. Es probable que lo que caracteriza a la raza inferior es su incapacidad de producir genios. Si un hombre civilizado está más arriba que los demás, no es porque tenga mayor estatura, sino porque está encaramado sobre la civilización. Los mediocres de todas las razas son iguales, y cualquier raza, guiada por el genio, sería capaz de conquistar el mundo. Las razas explotables son concienzudamente explotadas. Antes, se las asesinaba. Ahora, por ser mejor negocio, se las hace trabajar. Se las obliga a producir y a consumir. Es lo que se designa con la frase de “abrir mercados nuevos”. Suele ser preciso abrirlos a cañonazos, lo que, por lo común, se anuncia con discursos de indiscutible fuerza cómica. Así, el general Marina Vega ha dicho a sus soldados de Melilla, que Europa había encargado a España la obra de introducir la cultura en Marruecos. Si el cañón es prematuro, se procura embrutecer y degenerar a los candidatos. Se les vende alcohol o, como Inglaterra a los chinos, opio. Los japoneses se negaron a intoxicarse, y los acontecimientos han demostrado que hicieron bien. Si no vale la pena explotar directamente las razas inferiores, se las rechaza, se las confina y se espera, cazándolas de cuando en cuando, a que desaparezcan, minadas por la melancolía, la miseria y las enfermedades y vicios que las inoculamos. Es lo que hacen los yanquis con los pieles rojas. Es lo que hacen con sus indios los argentinos, a quienes decía últimamente Anatole France, en el Odeón, que los pueblos denominados bárbaros no nos conocen sino por nuestros crímenes. En la ley González, codificando el trabajo (1907), se lee este pasaje delicioso: “la protección a las razas indias no puede admitirse si no es para asegurarlas una extinción dulce”. Quedan las explotaciones menudas, el comercio de objetos arqueológicos y de curiosidades, armas, adornos y cacharros que intercalan en un texto más o menos fantástico, exploradores pseudo-científicos y misioneros pseudo-religiosos. Las tres cuartas partes de esta mercadería se fabrica a muchas leguas de las tribus, en excelentes ciudades, lo que facilita considerablemente las expediciones al desierto. Hubo tiempo en que ser misionero era oficio de héroes; aunque está probado que si los catequizadores no se hubieran salido de su papel, el número de mártires y de perseguidores habría sido insignificante. Asia es la patria de la tolerancia de los cultos, y las odiosas reducciones jesuítícas del Paraguay prueban hasta qué extremo llegaba la resignada docilidad de los guaraníes. Habría doble cantidad de católicos sobre la tierra, si la Iglesia se hubiera contentado con el poder espiritual. Hoy, no es raro que los misioneros sean simples traficantes, o Barnums de sotana, protegidos por los fusiles oficiales. El salesiano Balzola, director de la colonia Théreza Christina, en Mato Grosso, es un tipo de apóstol moderno. Se llevó tres indios Bororós, para exhibirlos en Turín, y cuando le preguntaron sí había bautizado a sus fieras, contestó que lo haría solemnemente, en plena Exposicíón y a dos francos la entrada... ¡Pobres razas inferiores! La Argentina, para mostrar lo enorme de su territorio, debe hacer figurar en su próximo centenario los Onas de la Tierra del Fuego que hayan sobrevivido al frío y a la tuberculosis. Buenos Aires misma patentizará su ingreso a la categoría de gran capital civilizadora, ofreciendo a la curiosidad pública una colección de habitantes de conventillo, ejemplares de la raza propia de las regiones del hambre, raza seguramente inferior, a pesar de su blancura, a pesar, ¡ay!, de su palidez de espectros... LOS PRESTIGIOS DE LA GUERRA
NO PASA día sin que en alguna parte de la tierra retumbe el cañón. Y por cada libra de pólvora que se quema existen innumerables toneladas que sólo esperan una orden, un signo, un roce ligero para estallar, La montaña de combustibles aguarda una chispa. Miles de millones de pesos se invierten anualmente en conservar y renovar los instrumentos de matanza, y millones de soldados es— tán lístos a morir y a hacer morir en cuanto así se disponga. Por muy optimistas que seamos, confesemos que a pesar de los arbitrajes, de las conferencias y de las campañas de todo origen a favor de la paz, la guerra sigue sólidamente instalada en este mundo. Los estados menos belícosos se arruinan en armamentos y en efectivos, prueba de que entre la gente del alto negocio nadie confía en que disminuya la ferocidad de nuestra especie. La guerra continúa siendo amenaza para unos y comercio lucrativo para otros. Y la hipertrofia de los ejércitos acrecienta el riesgo. No se acumulan en vano enormes energías; locura es pretender que se mantenga indefinidamente inmóvil un órgano que se robustece sin cesar. Vencido de su propio peso, el alud se desplomará por fin, tanto más destructor cuanto más tardío. Pasaremos del simulacro de las maniobras, a la realidad, y esa comedia de gran aparato que es la paz armada, concluirá en tragedia, porque nuestras armas no son de cartón y, tarde o temprano, la verdad se apodera del hombre. ¿Será mentira nuestro mejoramiento moral? ¿Quién negará que la guerra agresiva es un crimen? Que los directores de pueblos no retrocedan ante el crimen, está, muy puesto en la regla; pero ¿cómo es que encuentran tantos auxiliares desinteresados? Además, se dice que la guerra ha perdido su esplendor caballeresco. No concebimos hoy a Bayardo. Ya protestaba don Quijote contra la endemoniada artillería, “con la cual se dió causa a que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero”, y añade: “estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es ésta en que vivimos...” Olavo Bilac, en uno de sus deliciosos artículos, exclama: “la espada antigua y noble, que fulguraba en las manos de Alejandro, es hoy una reliquia de museo... El arma moderna es un revólver cobarde, que fulmina de lejos, como un rayo de la Fuerza irresponsable y anónima”, y deduce: “¡Tanto mejor! ¡La guerra morirá, porque dejó de ser bella y gloriosa!” Creo que la espada recién inventada no fué bella. Habrá parecido un pincho raro. Es el tiempo el que, al consumirlas, embellece las cosas, y por eso, cuando comienzan a ser bellas suelen comenzar a ser inútiles. La guerra ha dejado de ser bella, lo que demuestra que prosigue viviendo. Acaso nuestras herramientas actuales sean la poesía de mañana, si no las reemplazamos demasiado pronto. La guerra vive, la guerra es fuerte porque ha sacrificado la vieja poesía, porque se ha incorporado a un siglo, porque ha progresado tal vez más de prisa que el resto de la civilización. La guerra triunfa todavía de la evolución moral porque se ha hecho científica, porque se ha convertido en un vasto trabajo inteligente. Ha organizado un tejido de oficios y de carreras. Ocupa casí todo un hueco de incontables cerebros, donde no hay ya lugar ni para ideas de altruísmo abstracto, ni para ferocidades gratuitas. El artillero empleado en apuntar su cañón contra el obstáculo casi invisible no tiene nada de feroz. Es congénere del astrónomo que apunta su telescopio. No es un bestia sediento de sangre, ni un patriota abnegado, ni un apóstol de ningún credo. Es sencillamente un técnico. El tecnicismo es el alma de nuestra época. ¡Qué queréis! De tanto hacer máquinas, nos vamos haciendo máquinas, máquinas de pensar, máquinas de curar, máquinas de matar... Es lo mismo... No es completamente lo mismo. Hace pocas noches, cruzaron cerca de la estancia donde resido, las fuerzas revolucionarias paraguayas, que habían levantado el sitio de Laureles. Un grupo de jinetes se detuvo frente a mi puerta. Era el caudillo José Gil con su estado mayor. Al ver salir de la sombra, anunciados por los destellos de los sables, aquellos rostros resueltos y fatigados, que una bala destrozaría quizá un momento después, comprendí el prestigio del peligro; que es la sal de la vida. Se trataba, es cierto, de una guerra muy chica, pero como ya ha replicado alguien, en las guerras chicas se hace lo que en las grandes: se muere. No hay vida intensa si no es junto a la muerte. Sentimos que únicamente a través de la muerte somos eficaces. Aun a medias transformados en máquinas, anhelamos ser máquinas heroicas. Y eso es el crimen de la guerra contemporánea: un tecnicismo heroico. No se suprime sino lo que se sustituye, y como la humanidad no puede renunciar al heroísmo sin traicionar su destino sublime, necesario es buscar otros tecnicismos heroicos que absorban el de la guerra. La esperanza, en estos instantes, luce del lado de los admirables sports de los Shackleton y de los Blériot. Luce también del lado! del antímilitarismo activo, porque, sin duda, el soldado que se niega a la agresión internacional es más audaz que el esclavo de la disciplina. Y además es menos máquina... EL CORSÉ
EL CORSÉ les duele a nuestras compañeras. Mujeres de otras razas se someten también a ritos de elegancia dolorosa: se atraviesan el cartílago de la nariz para cargarlo de clavijas de hueso o de metal, se abrasan la piel con tatuajes, se dilaceran los labios para incrustar en ellos pepitas y discos, se rompen los dientes, se deforman los pies o se arrancan el pelo. El corsé es más peligroso. Ataca vísceras esenciales, trastorna la digestión, la circulación, la generación. Pero no insistiré en evidencias hasta la saciedad repetidas por los médicos y por todos los que hacen la guerra —infructuosamente— al singular aparato. Recordaré tan sólo que el corsé moderno, empeñado en escamotear el abdomen, transformándolo en asentaderas, amenaza la especie. Se cree que las señoras son las únicas encorsetadas. Es un error. Tanto los varones como las hembras llevaron corsé en el vientre de sus madres. Y, sin embargo, los niños crecen y corren todavía. ¡Qué poder de aguante el de nuestro organismo! ¿A qué se debe el valor tenaz con que las damas afrontan semejante tortura? Nadie sostendrá en serio que el buen gusto y la estética exigen precisamente el uso del corsé. Eva no lo necesitó para ser agradable, ni aquellas cortesanas amigas de atenienses poetas y escultores. Sin duda, las mujeres hoy, menos que nunca, entienden de arte. Su misión consiste en evocar la belleza sin comprenderla, y sí no se lo hubieran dicho los hombres, jamás habrían sabido que son hermosas. Pero si los hombres las quieren bellas, ¿cómo las permiten el corsé? Y sí las mujeres desean gustar a los hombres, ¿por qué no les consultan y les obedecen? Sobre todo cuando no se trata ya de salud —ni de engendrar hijos robustos, sino de algo más importante: la coqueteria. Observemos que el asunto principal es el amor, y que el amor suele volver su espalda a la belleza. Amamos sin preocuparnos mucho de las modas femeninas; somos amados o engañados sin que las nuestras influyan en ello. El corsé afea y desfigura a las bienamadas; malo es cuando se lo ponen, y peor —¡ay!— cuando se lo quitan. No obstante, si se suprimiera de nuestras costumbres, no por eso se aumentarían los tesoros de la fecunda voluptuosidad. Cierto que destruye lo flexible y cálido del talle, y obstáculo es para la misma posesión, pero la impaciente fantasía del amante encuentra en lo difícil, en lo absurdo y lo inútil motivos para amar. Enterrada viva, no entre varillas de acero, sino en un espeso sepulcro, la mujer sentirá llegar hasta ella el amor, tanto más intimado cuanto más heroico, y el día en que no podamos enamorarnos de ella por hermosa, la amaremos por fea. No pretenderé explicar el divorcio entre el instinto artístico y el sexual, que según la biología coincidieron en los remotos orígenes; admitámoslo con la sabia benevolencia con que se admiten los hechos. Estemos seguros de que los griegos no se parecían a sus estatuas. El Júpiter de Fidias y la Victoria de Samotracia no na- cieron de la carne. Lo que el hombre y la mujer aman uno en otro es el sexo; mientras el sexo conserve su vitalidad, la envoltura es indiferente. El amor no se debilitará mientras no se virilicen las mujeres ni se afeminen los hombres. El feminismo es bastante más temible para él que los atentados a la belleza. Entonces, ¿nos resignaremos al corsé? Es lo mejor. Aguardemos a que se vaya cuando se le antoje. Los cómicos y las cocottes de edad preparan la moda. Las viejas comprimen sus grasas flotantes dentro de esa máquina y no renunciarán a ella. Tal vez, cuando las jóvenes reivindiquen su intervención en los problemas de la toilette, el corsé emprenda la retirada, pero no es probable. Consagrado por el tiempo, el sufrimiento que causa contribuye a que se le respete. Es un deber. El molde común que oprime los intestinos y aplasta las costillas corresponde ya a un molde mental, aceptado en calidad de dogma. Invencible puesto que carece de sentido, es un cilicio chic, un escapulario laico, más amplio que los otros. ¿Está vagamente asociado a ideas de corrección y de decencia? ¿Ir sin corsé es ir medio desnuda? ¿Bailar sin corsé? El corsé es un pedazo de catecismo amarrado al esqueleto. Subsiste como una devoción familiar. Durará lo que duran las manías supersticiosas, eternidades, y revela al menos perspicaz la endiablada levadura de nuestro espíritu. TIROS EN EL PARAGUAY
HABITO una estancia en tierra paraguaya, no lejos del ancho Paraná. Este bello desierto no está, como podría esperarse, al abrigo de la política. Aquí, también late el atroz problema de los azules y los colorados. Se parecen tanto unos a otros los partidos, que la única manera de distinguirlos es ponerles un color. Así, se distinguen las piezas de los adversarios en el juego de damas o en el ajedrez. Los hombres se atan al cuello un pañuelo celeste o rojo, con lo cual se ahorran juiciosamente la molestia de inventar un programa. Para ser exacto, añadiré que los azules o liberales se han subdividido en dos ramas, “cívicos” y “radicales". Los radicales están en el poder. Echaron en julio de 1908, por un golpe militar, a los cívicos, que habían echado a los colorados por la revolución de 1904. La existencia de los partidos y su tendencia a ramificarse obedece, en el Paraguay, lo mismo que en Inglaterra, a que el presupuesto no da para todos. Los que no comen del Estado sienten arder el patriotismo en sus venas, y se lanzan a la lucha. En los países pobres, sin comercio ni industrias, los jóvenes instruídos no tienen más carrera que la política, equivalente a conspiración y matanza, donde los pobladores no están unidos al suelo por las raíces de la riqueza, y donde es fácil arrearles y hacerles aceptar la vida vagabunda y ecuestre de revolucionarios criollos. En los civilizados, donde la gente funcionaria o aspirante a serlo forma una insignificante minoría frente a los nudos de la vasta y rígida urdimbre económica; en los países donde no manda ya el hierro, sino el oro, la guerra partidista, preñada de iguales odios, se reduce a la locuacidad parlamentaria, lo que, sin duda, es preferible, aunque menos pintoresco, menos cargado de matiz local. Los colorados, pues, con el sano propósito de arrojar del Gobierno a los radicales, se habían preparado desde hace muchos meses en su destierro del Brasil y de la Argentina. Las dos grandes naciones creen aún, quizá, que su grandeza nace del rebajamiento ajeno. Y, víctimas de tan noble ilusión, favorecen maternalmente las invasiones subversivas del Paraguay, después de haberlo arrasado en 1869. Con idéntico entusiasmo ayuda hoy la Argentina a los colorados que en 1904 a los cívicos (azules de la primera remesa). De Corrientes pasaron a la próxima orilla partidas armadas, y el 8 se nos presentaron en las estancias veinte infelices, montados en escuálidas cabalgaduras, provistos de fusiles de diferentes marcas, calzando espuela sobre el pie desnudo, y al mando de un apacible labriego que nos habló de humanidad y de regeneración. Por de pronto se llevaron los caballos que quisieron, luego de aturdirnos con las noticias siguientes: que el general Caballero había convenido con todas las potencias la entrega de los azules que asilaran en las legaciones; que el presidente Roca quitaba las armas a los cívicos —que también conspiran— para obsequiar con ellas a los colorados; que pronto un acorazado atacaria a Humaitá, y que dos yanquis fabricaban en Corrientes dinamita sin cesar. La mayor parte de los campesínos de estos contornos huyeron a los montes. Varios se han unido a los revolucionarios, por vengarse de las palizas que reciben de los jefes políticos en tiempo de paz, y otros fueron detenidos y reclutados por fuerza, exactamente lo mismo que si se tratase de defender la patria. Empezaron por matar tres vacas liberales y comérselas. El 14 aparecieron las tropas gubernistas. Ahora son ellos los que se llevan a cada momento los caballos y nuestras reses. Hemos oído, a larga distancia, los tiros de Gras y de Máuser: estampidos sordos y lúgubres, semejantes a leves palmaditas en tierra mojada, signos de muerte, empapados como en llanto, por la mañana lluviosa. La noche del 15 fué de terrible tempestad. El huracán arrancaba de los altos árboles los nidos de la primavera. Un diluvio continuo se desplomaba sobre el mundo, al fulgor palpitante de los rayos. Los heridos se desangraban en los esteros, los cadáveres dormían en la hierba, de cara al infinito, las madres sabían que había transcurrido la hora irremediable. Es lo que los estadistas llaman gestar la nacionalidad futura. Mis lectores estarán mejor enterados que yo de la marcha general de los sucesos. Algo ha de haber ocurrido por el norte. En el combate del próximo pueblo de Laureles cayeron cuarenta colorados. Su jefe, el cau- dillo A. Ramírez, un viejo cuyo arrojo conozco, se vino al galope sobre la guardia, él solo, con el cigarrillo en la boca y una bomba en el bolsillo. El centinela lo mató al tercer disparo. José Gil, el celebre cabecilla, aguarda a unas cuantas leguas más allá, tal vez con ame- tralladoras. Trescientos hombres avanzan contra él. Nue- vos horrores nos amenazan, horrores muy heroicos, pero doblemente horrores, por lo salvajes y por los inútiles. ¿SOMBREROS?
EL HOMBRE actual es demasiado laborioso para preocuparse por el adorno de su persona y por la exhibición de sus encantos físicos. El privilegiado del lujo se impone la faena del sport. Hemos visto desaparecer los refinamientos de la indumentaria masculina, florecidos al calor de las costumbres cortesanas. Los palacios- estufas han sido arrasados, y el aire libre de las democracias ha barrido del cuerpo viril toda fruslería de tocador. Más intransigentes que nunca con lo relativo a la limpieza, aceptamos valientemente nuestra fealdad. Nos repugnaría rizarnos e] pelo, llevar peluca, encorsetarnos, o encajarnos músculos postizos. Con ímpúdica audacia paseamos nuestras calvas lustrosas, la ausencia de nuestras pantorrillas o la exageración de nuestros vientres. Los atavíos guerreros tienden a caer en desuso. Comprendemos que los tatuajes son inútiles y a veces peligrosos. Un combatiente pintarrajeado y erizado de plumas presenta un buen blanco al enemigo. Los uniformes, por mimetismo deben confundirse con el sucio matiz del fango o del polvo, y en Suiza, por otras razones, se han suprímido casi en absoluto. La técnica industrial y socíal es la que manda. Hasta el frac, sencillo uniforme de etiqueta civil, es en varias profesiones un_ traje de trabajo. Los ingleses son los que se visten mejor, los que mejor adaptan la solidez, la comodidad, la sinceridad de su ropa a las circunstancias de 1a vida moderna. Parece, pues, natural que la mujer se reserve la coquetería decorativa, manteniendo el dimorfismo necesario a la sabrosa propagación de la especie. El hombre y la mujer se desean porque son distintos —sin ser extraños-. Ni muy cerca ni muy lejos. Es cuestión vital ésta de conservar la distancia óptima. Si un sexo se desplaza, el otro ha de evolucionar en consecuencia. Cuanto más se borren los rasgos externos sexuales del hombre, mas ha de reforzar los suyos la mujer. Y, en efecto, las modas femeninas marchan hacia lo llamativo, lo sorprendente, lo inexplicable —¡ay!—, también hacia lo absurdo. Decidme, por ejemplo, cómo se puede justificar la existencia de esa especie de apagadores que llevan ahora las mujeres en la parte alta. ¡Caso típico de cobardía colectiva! Notad que no son las Señoras las que han imaginado ni elegido semejantes sombreros. Tampoco nosotros, estupefactos ante el disfraz recetado cada mes o cada seis meses a nuestras compañeras. Es un grupo de modistos europeos el que lanza el artículo mediante sus maniquíes, cortesanas, actrices y demimondaines, reclamo vivo del negocio. Hay que cambiar de formas para renovar las mercaderías y sostener los precios al amparo de una novedad falsificada. Es evidente que las modas se transformarian con la lentitud de la arquitectura, si obedecieran a motivos lógicos y generales, a la diferencia en las ideas, en los hábitos, en el material de confección. Pero precisamente el material es poco más o menos idéntico, hilo, lana, seda, plumas, pieles, y las máquinas se esfuerzan para imitar la labor de las antiguas manufacturas. Mientras la moda masculina sigue el ritmo amplio de la realidad, la femenina, histérica, convulsionada, se presta al capricho de unos cuantos mercaderes. El público, tan ignorante como ellos, paga lo que le desfigura. Un vago instinto estético desorienta al transeúnte, que al encontrar una mujer chic no sabe si califícarla de divina o de horrible. ¡Infinita docilidad de las masas! ¡Ah, esos sombreros! No hablo del casco blando, gorro siniestro, lúgubre vendaje, no. Hablo del aparato cilíndrico o tronco-cónico, del vasto tiesto invertido, media barrica, cazuela, pero sin mango, campana en que se pierde como un badajo la resignada cabecita de la mujer. ¿Cómo instalan las mártires tal caparazón sobre sí? El diámetro de la tapadera es triple del de sus cráneos. ¿De qué rellenan el hueco? ¿Con qué pernos fijan al contenido el continente? Sólo nos es dado divisar, desde fuera, las largas puntas metálicas del andamiaje interior. ¡Pobres mujercitas! Su cuello no Se dobla. Y nos dan ganas de acercarnos compasivamente a ellas, de agacharnos a la sombra de la cúpula grotesca que las aísla, y de cerciorarnos de si sus ojos están allí, Siempre alli. Y allí están, solitos, abiertos en la oscuridad. Gracias que los cuatro o seis dictadores tan religiosamente acatados en toda la redondez del globo no han ordenado todavía que las damas duerman con el sombrero puesto... ¿Sombrero? Me objetaréis que con él se cubren las cabezas. Pero esas cabezas, ¿son cabezas? FRUTOS DEL TIEMPO
ME HAN tomado de medio a medio los trastornos del sur, las idas y venidas de revolucionarios y gubernistas. El primer combate de Laureles me hizo temer una campaña sangrienta; el segundo, en que cerca de dos mil hombres se batieron muchos días, sin que llegasen a dos docenas las bajas, me dió el alegrón de ver que los paraguayos no son maestros en el triste arte de matar. Las persecuciones se llevaron con pintoresca lentitud. Se churrasqueó bastante; los barcos varaban. Lo que ahora deseo con toda el alma, es que los colorados no se metan en más aventuras, y vuelvan al país, si pueden, a trabajar tranquilos. Por aqui, se habla de fusilamientos y degollinas, aunque insignificantes, y de vecinos despojados. La guerra es ambiente de delito, y me extraña que no haya habido mayores atropellos. También asomó un comercio no incluido en la estadística: el de animales arreados a diestra y siniestra. Las fugas al monte, las aldeas donde no quedan sino mujeres asustadas, no son novedad. En tiempo de paz, los jefes políticos equivalen a una revolución permanente. Pues bien, para mí, lo extraordinario, durante estos dos meses de prueba, es que los argentinos residentes en La Asunción se hayan reunido y se hayan preguntado a sí mismos “si tienen derecho a aplaudir o censurar los actos de su gobierno”. Los argentinos geniales que se formaron atacando desde fuera de su patria la tiranía de Rosas, se habrán estremecído en sus tumbas. Pero sí la pregunta nos llena de asombro, la respuesta votada nos sumerge en los abismos del estupor: “Los ciudadanos argentinos NO tienen derecho a protestar o aplaudir, desde país extranjero, los actos de su país (¡qué gramática, por los dioses!). Dígame el discreto lector, si no es inexplicable que haya, a fines de 1909, un grupo de personas cultas ocupadas en negarse a si propias lo que ha costado cinco siglos de esfuerzos comunes. —¡Ciudadanos así son los que nos hacen falta!- pensaría Alfonso XIII o el zar Nicolás II, merecidamente despreciados, infamados y ejecutados en efigie por la libre crítica internacional. Los ingenuos argentinos de Asunción, que han regresado con tanta placidez a la Edad Media, deben mandar el acta de su asamblea al Centenario. Figurará allí dignamente, al lado de las fotografías de obreros asesinados por Falcón, y del famoso indulto con que Figueroa Alcorta sancionó hace poco el fraude electoral en la República. A PROPÓSITO DEL CENTENARIO ARGENTINO
EL AÑO pasado, un profesor dinamarqués —Karl Larsen— con el fin de averiguar “el estado de espíritu de un pueblo durante una guerra”, reunió dos mil cartas y documentos íntimos, referentes a la campaña de Austria y Prusia contra Dinamarca en 1864: correspondencia entre los soldados y sus familias. La mayor parte de los combatientes desean “volver lo antes posible al seno de los suyos”. Mientras tanto, “lo que les preocupa hasta lo sumo es la alimentación”. Las madres recomiendan a los hijos “que no se mojen los pies”, o “que se preserven de las balas”. Eso es todo. Ninguna alusión al patriotismo. ¿Qué concepto tienen de la patria los encargados de defenderla con su vida? Arsenio Houssaye, en 1907, interroga a los reclutas sobre las glorias francesas. He aquí lo que obtuvo: -¿Qué sabe usted de Juana de Arco? —Era un grande hombre que hacía guerras. -¿Y Bayardo? —Un gran marino. -¿Y Luis XV? —Un antiguo oficial. Fundó escuelas. —¿Y la revolución francesa? —Tuvo lugar a causa de la muerte de Luis XIV. -¿Y Napoleón primero? -Fue emperador del mundo durante cien dias. -¿Y la Alsacia-Lorena? —Una gran ciudad de Francia. -¿Y Austerlitz? —Un embajador. -¿Y las colonias? —Es a donde se envían los criminales y los niños abandonados. -¿Y Víctor Hugo? —Inventó la vacuna. Etcétera, etc. Diréis que la masa ignora, pero siente. Sin embargo, ¿a qué se reduce un sentimiento que no se manifiesta en palabras y actos habituales? Conversad con un labrador, con un obrero; se ocupará de sus cosas, de su oficio; nada os hará suponer que piensa en la patria. Escarbad en él, tocad la tecla de las aspiraciones colectivas, y veréis que su región le interesa más que su país, y su aldea más que su región. Para que estalle su sentimiento patriótico, sería necesario una invasión extranjera, y aun aquí jugaríamos con el vocablo, de tal modo el instinto de defensa de sí mismo, de la casa, de la hembra y de la prole es anterior a las patrias constituídas. Sospecho que tampoco se ocupa de la patria el ingeniero ni el médico, ni el agrónomo, ni en general nadie que produzca, a no ser que esté contaminado del microbio político. Se habla de la patria donde se sirven de ella en vez de servirse de la propia labor. No hablan a cada momento de la patria los que la engendran, sino los que la explotan. La Argentina, ese magnifico sistema de energías, saludadas por cuantos comprendemos que las energías nuevas, sean las que fueren, contribuyen en virtud de la asociación o de la lucha a empujar al mundo hacia adelante, la Argentina cometería un error si diera a su centenario un alcance exclusivamente patriótico, en lo que el patriotismo tiene de celoso, hostil a lo que no es él, aislador, subrayador de fronteras. Si la Argentina, exaltada por lo solemne de la hora, imagina que es la idea de la patria quien ha presidido su soberbia prosperidad, yerra en absoluto. Dejemos esas cándidas mitologías a los manuales de instrucción primaria. No es el culto de la patria lo que ha hecho grande a la Argentina, sino el trabajo, y el trabajo moderno, lejos de subrayar fronteras, acabará por barrerlas y borrarlas, devolviendo al hombre su patria celeste, ¡el astro en que vive! Los argentinos son grandes por ser ricos, ¿y no es hoy la riqueza de índole esencialmente internacional? ¿Qué le importa al ganadero de la pampa vestir con la lana de sus ovejas al argentino o al inglés? La libérrima Francia colma de oro a la despótica Rusia, presta dinero a Servia, para que compre fusiles alemanes, ¡y vende minas de hierro a la casa Krupp! ¿Qué industrias son las que invocan la patria, sino las industrias culpables, organizadoras de la matanza, y las industrias débiles, que por producir caro y malo bloquean fronteras a golpes de tarifa, encerrando en el territorio nacional, con objeto de esquilarlos, a los consumidores indefensos? Los argentinos son grandes y fuertes porque son ricos, y son ricos porque han trabajado —si es lícito llamar argentinos también a los emigrantes llovidos de todos los rincones de la tierra— ¿y no es hoy el trabajo de índole esencialmente internacional, por serlo la ciencia, directora única de las técnicas contemporáneas? ¿Hay un método argentino de proyectar un ferrocarril, administrar un Banco, construir un buque? ¿Creéis que los abonos con que el argentino fertiliza sus campos obran de una manera argentina? ¿Creéis que el oxígeno y el hidrógeno se combinan de un modo argentino en las aguas del Plata? ¿Creéis que existen fenómenos que obedezcan a las leyes argentinas o brasileñas? La realidad objetiva no tiene patria, y los hombres se han resuelto a fundar su patria en realidades. Si un médico argentino descubre la curación de la tuberculosis, ¿con qué derecho se apropiaría la Argentina la honra del descubrimiento? El internacionalismo de la ciencia ha llegado al extremo de que el sitio donde ha de surgir un resultado es cuestión de azar. Todo colabora en todo, y nos estamos acercando a una época de cooperación indivisible, en que no habrá nación ni ciudadano que pueda reivindicar progreso alguno como propiedad suya. El Centenario, para los que miran en la patria una transición a la humanidad, es la fiesta del trabajo americano, es la conciencia de un vasto organismo, vibrante de esperanzas y ansioso de esparcir a los cuatro vientos del planeta los gérmenes generosos de su juventud. NIÑERÍAS
M1 HIJO tiene más de tres años. Es un niño excepcional. Todos los niños de esa edad son excepcionales. Pasan por un máximo de la curva descrita por el hombre. Atraviesan una época breve en que la suma de las prosperidades de la carne y del espiritu es mayor. ¡Flor de la florida infancia! ¡Momento sagrado! El cuerpo, rico aún de líneas redondas y suaves que recuerdan el seno que lo nutrió y la amabilidad de la leche, ha empezado a estirarse, enjuto por el juego. El músculo brota. Las pantorrillas bronceadas se endurecen. El pecho, cuando la agitación de la carrera le hace respirar angustiado, dibuja el sólido círculo de su oculta caja. El cuello adquiere su orgullo de pedestal; la cabeza comienza a sentirse cumbre, y se alza naturalmente hacia el cielo. Los pies se han vuelto ágiles y astutos. Las manos no son ya rollitos de inválida manteca. Saben acariciar y romper, y cada dedo aprende su oficio. La piel ha perdido el rosado excesivo, y un poco vulgar de los que lactan todavía. Una sublime palidez, mensajera del corazón, pone su luz en las sienes delicadas. El cabello tibio se ensortija en bucles rebeldes. La boca, delicia húmeda y roja donde ríen, hasta en el llanto, los completos dientecillos, es un vértigo del beso. Los ojos rebosan inocencia, y también deseos innumerables: ojos en que caben ahora las perspectivas de los bosques y de las llanuras: ojos bastante profundos para retratar los mares y las estrellas, ojos en que reposará, mientras viva, la imagen del infinito. Esos ojos claros, sus ojos... ¿qué? ¿Se cerrarán, decís que se cerrarán? Y mi hijo canta, grita, corre, torbellino de júbilo, pequeño alud de felicidad. ¿Han calculado los sabios la energía que gasta un niño desde la mañana a la noche? ¿Cómo explican que gastando tanta, crezca y se haga fuerte con tal empuje y rapidez? ¿En que aritmética estará la Solución? ¡Y además, mi hijo es valiente! —es capaz de asomarse a todos los precipicios, como si hubiera conservado sus alas de ángel.. .—, ¿qué? ¿Se caerá por fin, decís que se caerá? ¡Oh, nuestros paseos filosóficos! En un charco del jardín se ahoga una avispa. Nos compadecemos de ella. Organizamos el salvamento. La sacamos con un palito. El quería sacarla sin artefacto alguno. —¿Por qué el palito? —me pregunta. —Porque hay avispas que pican, ¡ay!, hasta cuando se las socorre... A veces nos arriesgamos sobre el camino ancho, el camino que no se acaba nunca. Yo me fatigo mucho antes que él. Y hablamos. Y nos cruzamos con personas y con animales, con una vaca... —Papá, esa vaca que viene, ¿“quién” es? —No lo sé, hijo mío. Casi siempre tengo que contestar lo mismo: “No sé”. ¿Qué? ¿Decís que él tampoco sabrá nada, que se irá sin saber nada?... Una caravana de hormigas nos corta el paso. Hay que respetarlas. Mi hijo, acostumbrado a que las gallinas y los perros menores huyan de él, contempla las hormigas silenciosamente, y después me interroga: Papá, ¿por qué no se asustan de mi? —Porque no te ven, hijo mío. Eres demasiado grande... ¿Os sonreís? ¿Qué habríais respondido vosotros? De esos labios salen enigmas terribles. Salomón consiguió satisfacer a la reina de Saba. Yo dudo que mi hijo se fuera contento. ¡No existe reina que tenga la imaginación de un niño de tres años! Poetas ufanos de vuestra fantasía, ¿podéis jugar tres horas con piedrecitas y cáscaras de nuez? ¿Podéis, como mi hijo, infundir un alma brillante a lo más inerte, oscuro, mutilado, muerto, a una mota de tierra, a un pedazo de trapo? Si os llegara siquiera la imaginación a representaros el alma ajena, el dolor ajeno, hombres cultos, ¿os trataríais unos a otros como máquinas? Para mi hijo no hay máquinas hasta hoy en el universo. Todo respira, todo es instinto y voluntad. Todo convida o amenaza. Todo es digno de amor o de odio. Así debió ser la aurora del mundo... ¿Qué? ¿Morirá? ¿Decís que mi hijo morirá?... LOS OJOS DE LA TARNOWSKA
LA TARNOWSKA... Suena bien. Suena a título de ópera. Hay en este nombre, para los que creen en el sortilegio de las sílabas, un aroma de sangre, un anuncio de crímenes. No confundáis: me refiero a crímenes musicables, por un Glazúnow, un Rimsky-Korsakov; crímenes estéticos, de una lascivia cerebral, flores de la suma civilización. La condesa Tarnowska y madame Steinheil, cogidas de la mano, nos sonreirían para siempre, embalsamadas en un poema de Baudelaire, que las hubiera comprendido. Pero sólo tuvieron junto a ellas, en la apoteosis del banquillo, la insensibilidad de los leguleyos, el aturdimiento de los reporteros y la miopía de los Lombrosos de turno. Réjane y D’Annunzio volaron a Venecia a lucirse; les faltó la devoción necesaria. Y la Tarnowska, como la Steinheil, caerá al olvido común, empujada por la misma ola de actualidad que nos la trajo. Sabemos que la Tarnowska es una embrujadora de hombres. A su primer amante, Borgetski, lo mata el marido. Los demás abandonan, por ella, esposa, hijos, honor; roban, como el magistrado Prilukov; se asesinan unos a otros, como Naumov a Kamarowski, o se suicidan, sencillamente, como uno que poco antes de levantarse la tapa de los sesos, escribía: “Amada María Nicolaiewna, me quedan aún cuarenta minutos que aguardar. Solamente mi amor vive en mi, y la esperanza de verte, dentro de algunos instantes, pasar en tu coche, bajo mis ventanas. Te beso y muero”. Sabemos que la Tarnowska es aficionada al tabaco, a la cocaína, a la morfina y al éter. Sabemos que su tipo es elegante y gracioso; sabemos que es morena y tiene la nariz larga. No es mucho, para penetrar su espíritu; para explicarnos que las señoras de la alta sociedad italiana se hayan disfrazado de labradoras, con el propósito de deslizarse en la sala del tribunal, y que, a fin de contrarrestar los efectos del magnetísmo que parecía ejercer la procesada, se haya ordenado relevar varias veces al día los carabinieri encargados de su custodia. Único dato positivo: los ojos de la Tarnowska. Un corresponsal inteligente dice: “Maupassant hubiera descrito el poder de esos extraños ojos negros.. La maravilla de los ojos de María Nicolaiewna —por paradójico que resulte— consiste en que carecen de toda expresión. Su brillo, su tamaño y su matiz no varían jamás. Los he observado atentamente durante medía hora cumplida, y no los he visto pestañear. Y esos ojos inescrutables leen el fondo de los corazones, y contemplarían cualquier tragedia sin adquirir expresión alguna”. Bonafoux se indigna, en crónicas vibrantes, contra los infelices, o quizá demasiado felices, esclavos de la Tarnowska, y no es capaz de imaginarla. Con la mejor intención del mundo, moraliza, y dan ganas de aplicarle la frase de Maeterlinck: “dejemos esas menudencias a los que no sienten que la vida es grande”. No nos asombremos de que una mujer mala, es decir, una mujer que hace cosas tenidas por “malas” en la Europa del siglo xx, haya sido tan querida. Al amor no le importa lo que hacemos, sino lo que somos. Y nadie conoce lo que la Tarnowska es, la realidad que nos mira a través de sus ojos impasibles. Estamos distraídos por los cortos vaivenes de nuestra existencia superficial, y no reconocemos el misterío más que en casos aparentemente excepcionales. Creemos que el misterío es algo irregular y sorprendente, un dios caprichoso, cuando es una atmósfera tranquila. Todo está sumergido en él, desde las cumbres hasta los bajos escondrijos. Recorred la historia de las simpatías y de las antipatías que formaron la trama sentimental de vuestro pasado, y hallaréis en cada una un enigma, menos aparatoso que en la Tarnowska, pero igualmente impenetrable. Se ama porque sí. Solemos amar a los que nos hacen daño. Solemos no amar a los que nos hacen bien. "Sagrada ingratitud; el amor no debe comprarse con nada, ni con nuestro entero ser; el amor debe permanecer indiferente a los esfuerzos humanos, debe descansar por completo en lo desconocido. El que razona el amor no ha amado nunca. Descifrarlo, someterlo a nuestra lógica y acaso a nuestra voluntad, sería desviarlo de su objeto oculto; ignoramos las leyes del amor: por eso es libre. No entendemos la muerte, ¿y entenderíamos al vencedor de la muerte? Se habla en química de ciertas sustancias que, sin transformarse durante las combinaciones, las hacen, sin embargo, posibles. Se dice que estas sustancias, indispensables e inalterables, obran por “presencia”. Así, en los fenómenos de la simpatía, de la antipatía, del amor y del odio, obran las almas. Obran, inmutables, en medio de las convulsiones de los cuerpos, en medio de las agonías, de los heroísmos y de los crímenes. Obran por presencia, omnipotentes e inmóviles, como los ojos negros de la condesa Tarnowska. PERROS POLIZONTES
HACE años ya que en varias capitales europeas se amaestran perros al noble ejército de la pesquisa policial. Los resultados, Según se anuncia oficialmente, son muy satisfactorios. Es cierto que un perro polizonte apostado junto al Sena, cayó al agua, costando gran trabajo salvarle, por— que no sabía nadar. Se habla también de otro perro extra- viado, que no fué posible encontrar antes de ocho días, a pesar de haberse puesto en juego todos los -recursos de la oficina de investigaciones. Pero estos tropiezos son insignificantes. El perro tiene bellas aptitudes para la carrera de Sherlock Holmes. Hasta se le emplea en vastas em- presas de represión pública. En París defendieron con perros la puerta de la embajada española, y en Berlín con perros disolvieron un mitin de aprendices. Mr. Huyghebaert opina que la mejor casta para la caza humana es el llamado “perro pastor belga”. Goza de cualidades especialísimas: “audacia, fidelidad, vigilancia, olfato e inteligencia”. ¡Ay! Las mismas cualidades sirven a fines opuestos. Proteger ovejas y perseguir desgraciados son cosas diferentes, aunque exijan medios semejantes. Con igual olfato olemos el estiércol y la flor. Triste metamorfosis: el perro pastor convertido en perro agente, el pequeño Monseñor Bienvenido transformado en un pequeño Javert. Nuestra alma es bastante robusta para soportar tales contrastes; se admite que un empleado de policía sigue siendo un caballero. No así el alma canina. El humilde camarada prehistórico es de una vergonzosa debilidad para con nosotros; nos obedece y nos adora ciegamente; cree a pie quieto cuanto le digamos, y a una señal nuestra seria capaz de sacrificar su propia prole. Yo dejaría con gusto escapar algunos supuestos delincuentes con tal de no turbar y corromper el corazón del perro. Ved qué formidables revelaciones para él: hay hombres buenos y hombres malos, es decir, dioses buenos y dioses malos. Es precíso rastrear y acosar a los malos, para lo cual es forzoso comenzar por distinguirlos. Reducido a su olfato, el perro los distingue por el olor. Su hocico es juez. Hay efluvios honrados y efluvios criminales. Hay un código de emanaciones. Los miasmas del vicio y el aroma de la virtud han cesado de ser una metáfora. ¡Oh penalistas, oh magistrados! Si vaciláis en avaluar la responsabilidad del reo, si os halláis frente a un caso difícil y sentís que vuestras narices son demasiado cortas, citad como perito inapelable al pastor belga, reeducado en las comisarías, y rogadle que olfatee a vuestro cliente. Si el perro se enoja, gritad: ¡macte! y volved vuestro pulgar hacia abajo. Mandad después, sin escrúpulos, montar la guillotina. Acaso el perro nos suministre ese criterio objetivo del mal y del bien, ese soporte material de que tan necesitada está nuestra conciencia. Cuando se demuestre, aunque por intermedio de un can, que el asesino no huele como su victima, se nos habrá quitado un peso enorme de encima. No sabemos, en efecto, lo que significa la palabra asesino. ¿Se puede ser asesino mientras no se mata? Entonces cualquiera de nosotros sería un asesino —y quizá lo sea-. ¿Qué diferencia existe entrevel que no mató nunca y el que ha matado ya? Ningún sabio, por minucioso que fuera su examen, se- ría capaz de averiguarlo. El que mató recuerda que ha matado, y eso es todo. ¿Qué le caracteriza, qué castigáis en él, sino el recuerdo de su crimen? Acabó de matar, y acabó su carácter y su culpa, puesto que asesino es el que mata. Un asesino justiciable deberia matar continuamente, como un objeto negro es .continuamente negro. Considerad, pues, la importancia del perro policial. Hoy se le amaestra, mañana amaestrará a sus profesores. Constituirá, por su actitud ante los acusados, el reactivo del delito, como el conejo de Indias cons— tituye el reactivo biológico de la tuberculosis. La policía, a cuyo servicio está la mayor parte de las ciencias, utiliza ahora el instinto animal, y se incorpora laboratorios donde prepara diversos cuadrúpedos. Tal vez encargue elefantes para disolver manifestaciones callejeras. Entretanto, la criminalidad crece infatigablemente. Felicitémonos del desarrollo armónico de todas nuestras actividades. DACTILOSCOPIA
CADA uno de nosotros lleva en, las yemas de los dedos, bajo la apariencia de finísimas curvas paralelas o confluentes, arcos, óvalos, espirales, círculos concéntricos, el dibujo misterioso y único que le designa para siempre, el sello que le separa y le aísla de sus hermanos y de todos los seres del universo. Si Novalis las hubiera examinado, habría de seguro reconocido en ellas “la gran escritura cifrada que se encuentra en todas partes: sobre las alas, sobre la cáscara de los huevos, en las nubes, en la nieve, en los cristales, en las formas de las rocas, sobre las aguas congeladas, en el interior y en el exterior de las montañas, de las plantas, de los animales, de los hombres; sobre los discos de vidrio y de pez cuando se les frota y se les junta, en las limaduras que rodean el imán y en las extrañas conjeturas del azar...” No hemos descifrado por cierto los arabescos digitales, pero sabemos que varían de una raza a otra y de un individuo cualquiera a otro, con la misma libertad impenetrable que de la madre al hijo, o de un dedo al siguiente. Sólo son fieles a la mano que señalan. No hay poder en la tierra que pueda falsificar esa firma grabada en nuestra piel. Es inmutable. Es indeleble. No se la borra sin mutilarnos. A. Ivert cita el caso de un reincidente que para evitar la comprobación d actiloscópica metió “las manos en agua hirviendo. Se curó y se hallaron sus impresiones digitales idénticas a lo que habían sido. El doctor Locard se ha quemado con aceite, con un hierro hecho ascua; su dermis, al sanarse, reprodujo las figuras antiguas. Tres meses antes de nacer, estamos ya marcados para la vida en— tera, y largo tiempo después de morir, conservamos, en nuestros dedos que se pudren, la maravillosa prueba de nuestra individualidad. Así como los astros no pierden nada de su poesía porque se sirva de ellos el navegante que conduce un cargamento de guano, la dactiloscopia no pierde su alcance metafisico aunque la utilicen los hombres para denunciarse con mayor exactitud entre sí. ¿Es beneficioso este medio perfecto de identificar delincuentes? Lo ignoro. No me siento con fuerzas para decidir si los desórdenes sociales se deben a los delincuentes o a la autoridad. Pero apuremos las enseñanzas de la dactiloscopia. Una vez recogidas las imágenes papilares, se trata de clasificarlas y guardarlas en un registro donde sea fácil obtener rápidamente la que se busca. Vucetich, jefe del servicio de identificación de la Argentina, ha inventado el método más sencillo y más ingenioso de clasificación y notación de dactilogramas. El vucetichismo se está adoptando por todas las naciones del mundo; no es de admirar que sigan, en el arte policiaco, el ejemplo de aquélla, donde ha llegado a su apogeo la idolatría de la propiedad. Vucetich distingue cuatro tipos dactiloscópicos, que bastan a suministrar un millón y pico de fichas diferentes; den- tro de un tipo, se descubren hasta 55 caracteres fijos, que se deducen de líneas y puntos singulares. Tomando en cuenta seis caracteres, resulta un guarismo de fichas distintas superior al de los habitantes del globo, con una probabilidad de error en la identificación por bajo de uno contra sesenta y cuatro mil millones. Los 55 caracteres proporcionarían un registro suficiente para la via láctea, suponiendo cada uno de sus soles rodeados de planetas tan poblados como el nuestro. Lo esencial es que no se parte de las dimensiones del dactilograma, sino de su forma, de sus particulares numerables, y una ficha se representa por un número entero. Entero, ¿comprendéis? No hay uno de nosotros que no tenga incrustado en su carne un número entero, “su número”. Estamos numerados. Ahora bien; no se razo- na sobre cualidades, sino sobre números, y no es posi- ble pensar ni escribir un número si no es entero. Nuestras pocas certidumbres psicológicas y físicas se reducen a sistemas de números enteros. El cosmos es una aritmética viva. La mecánica celeste, verbi gratia, gira en torno del número 2, constante de la ley de Newton; el resto se compone de coeficientes experimentales, o según la frase de Verlaine, “de literatura”. Decía don Hermógenes que todo es relativo, y no falta quien repite esta sandez. Si todo fuera relativo, ¿cómo estaría seguro de ello don Hermógenes? ¡No! Unas cosas son relativas y otras absolutas. Los cinco dedos de mi extremidad —cinco justos— son algo absoluto, aunque no muy significativo para mí, puesto que mis semejantes, y numerosas especies geológicas, usan también cinco dedos. En cambio el número de mi ficha dactiloscópica me interesa intensamente. Me es personal. Bertillón mide mi talla: 1750 milímetros. Pero añade: “milímetros más o menos...” No me da un número; me da dos, entre los cuales, por próximos que estén, queda una incertidumbre infinita. Y todos los números positivos, indicados por nuestros instrumentos, son números límites, números falsos. La prodigiosa precisión de nuestros laboratorios es impotente a construir un número entero. Apreciamos la diezmilésima parte del milímetro, y la centésima de miligramo sobre un kilogramo, y es inútil; en esta estrechísima grieta de error se agazapa, inaccesible y virgen, la realidad. “La verdad, decía Pascal, es una punta tan sutil, que nuestros instrumentos son demasiado romos para tocarla exactamente, y si lo consiguen, aplastan la punta, y apoyan alrededor, más sobre lo falso que sobre lo verdadero..." Vucetich me hace el don soberano de mi número, ¡ver- dad absoluta que no me es permitido leer, pero que ten- go asida! Vosotros, quirománticos del porvenir, la leeréis acaso. Temo que nos reveléis una gran tristeza. Temo que las finisimas curvas papilares no sean sino una estratagema de Dios, jefe supremo de policía, para identificar a sus criaturas el día del juicio final. LOS JUECES
CUANDO se piensa algún tiempo en los jueces, nace por contraste la idea de la justicia. La Sociedad, en sus formas estables, se compone de una minoría armada, dominando a una mayoría desarmada. Goza la minoría, ya del acero, ya del oro, ya de la confianza de los dioses. La mayoría se sostiene gracias a un extraño e implacable furor de vivir: los sufrirnientos hacen que el hombre ame 1a vida, y que la mujer sea fecunda. Las relaciones entre la minoría y la mayoría son asesoradas por los jueces, que pueden considerarse tenedores de libros de la casa. Esos últimos empleados se enteran de los asuntos pendientes, y reciben de la minoría las instrucciones y la autoridad necesarias para revelarlos. El pacto celebrado entre la minoría y los jueces es la ley. Notemos que el pacto es forzoso, pues no se concibe jueces sin gendarme, cárcel y el verdugo, que son la fuerza, y la fuerza pertenece a la minoría. Por definición, la ley se establece para conservar y robustecer las posiciones de la minoría dominante; así, en los tiempos presentes, en que el arma de la minoría es el dinero, el objeto principal de las leyes consiste en mantener inalterables la riqueza del rico y la pobreza del pobre. Llega el instante de que la idea de justicia nazca porque la ley, que favorece al poderoso, habría de parecer justa al poderoso, y al humilde, injusta. Sin embargo, nace la idea en Sentido contrario: el poderoso encuentra la ley todavía estrecha a su deseo, ya que él mismo la dictó y es capaz de hacer otras nuevas, y el humilde se conformaría con que la ley se cumpliera como se dice y no como se hace. Hay algo peor que la ley: es la incertidumbre. El terror del infierno se debe no a que las torturas sean excesivas, ni a que sean eternas, sino a que no se sabe lo que son. El que delinque y sabe que será ahorcado, descansa en una realidad espantosa, pero firme. Si ignora qué género de suplicio le espera, su angustia sería intolerable. Los jueces prevarican algunas veces, y muchas, se equivocan. De aquí procede su prestigio. Un juez infalible no amenaza más que a los culpables; un juez que yerra, amenaza a culpables e inocentes. Él es el juez verdaderamente augusto; nada escapa a sus ojos; nadie está seguro con él. Y la idea de justicia, en la mente de los humildes, nace menos verosímil aún que el país de utopía, que la edad dorada; es un ventanillo abierto en lo alto de la prisión, sobre el infinito azul del cielo; es lo irrealizable, lo que florece más allá de la tumba. Sólo Dios es justo: para salir por el ventanillo, hacen falta las alas de la muerte. Y únicamente en las épocas felices, cuando durante largos años son los jueces incorruptibles, esclavos de lo escrito, es cuando los hombres empiezan a descubrir la formidable injusticia de las leyes. EL MATERIALISMO CATÓLICO
EL CATOLICISMO —el Vaticano, para emplear la palabra exacta— muere porque ha dejado de ser una religión. Su alma, que era el misticismo y la caridad, ha ido desvaneciéndose a medida que aumentaba su poder político y se consolidaba su estructura burguesa. Convertido fatalmente, por el proceso de la decrepitud universal, es una vasta industria explotadora de las más groseras supersticiones; el vaticanismo se fosiliza a nuestros ojos y pronto será un inmenso sepulcro blanqueado. Si hoy es imposible ser sabio —o siquiera inteligente— y ser católico— en el sentido en que lo es por ejemplo Pío X, ese fenómeno de sandez augusta-, también es imposible ser católico y ser religioso. No es la ciencia lo que sobre todo nos separa de Roma; es nuestro instinto de la belleza y de la majestad de lo invisible; es nuestra honradez. ¿Qué persona decente admitirá el Dios que aplasta niños en Messina? Para eliminar a semejantes dioses de nuestras costumbres entran ganas de apelar a la policia antes que a la lógica. ¿Qué queda del espíritu de Jesús en el clero? ¿Qué queda del sublime manantial? Ya San Pablo, que no conoció al maestro, es un poco áspero. Los papas volvieron la espalda al comunismo desde el siglo III. Los católicos se hicieron capitalistas y militares, usureros y verdugos, y los verdaderos cristianos huyeron a la soledad. La Reforma salvó de 1a corrupción definitiva una parte del culto pero dentro del vaticanismo el efecto reaccionario trajo a los jesuítas, término con que ahora se designa en todos los países a una cierta categoría de hombres despreciables. El catolicismo parece por fin reducido a las solas funciones digestivas. Es un paralítico que digiere y defeca en enormes proporciones, y fuera de cuyo vientre ningún órgano trabaja. ¿Dónde encontrar el rastro, no ya del ideal, sino de la idea? El catolicismo, materialista como un banquero hidrópico, trafica y hace política; compra, vende y manda representantes de su partido a los parlamentos; la empresa marcha, los dividendos no son malos. Y, no obstante, ¡cuánto más débil es en medio de su oro, que cuando Jesús no tenía donde reposar la cabeza! ¡Oh, católicos!, ¿qué hicisteis de la cabeza de Jesús? Sois incapaces, con todos vuestros millones, de levantar un templo digno de vuestro pasado, incapaces de añadir un capítulo al Libro, incapaces de producir un santo que no nos haga reír. De la más alta figura de la historia hemos venido a parar a las Marías Alacoque, fletadoras de corazones sanguinolentos a tanto el cromo. Es triste, después de haber bebido en el purísimo manantial bajar a la fétida charca en que se abrevan los fariseos y los temibles asnos de nuestra época. ¡Tristeza de las religiones moribundas! ¿Qué diría Jesús, él, que llamó al clero de su tiempo raza de víboras, qué diría, si viera el champaña de los obispos y los cheques del Papa; qué diria si viera las imágenes de palo cubiertas de joyas, qué diría si buscando en vano un destello de su prodigioso espíritu en las iglesias, que profanan su nombre, hallase, en la de San Juan de Letrán, en Roma, adorados por la tribu fetichista, su cordón umbilical y... etc. FIN DE MIRANDO VIVIR
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