MIRANDO VIVIR



LA PLUMA



MIRO MI pequeña pluma de acero, pronta al trabajo, y pienso un instante:

—Es descendiente legítima del genio más alto de la humanidad, del Prometeo que surgió en una lejana era geológica y robó el fuego de la Naturaleza. Es nieta de los rudos vulcanos que aprendieron a concentrar la llama en hornos de barro, separar el hierro de la escoria y dejar en la fundición el carbono indispensable. Es hija de los forjadores del Asia que descubrieron los efectos del temple, y fabricaron las hojas damasquinadas proveedoras de tronos. En ellas hay un átomo de la fatiga y de la angustia de los esclavos que faenaban con los grillos en los pies. Y como está hecha a máquina, veo hundirse en el pasado otra rama de su inmenso árbol genealógico. Ha salido de la palanca y de la rueda, de la mecánica y de la geometría; luce en ella un destello de Pitágoras y de Arquímedes, de Leonardo de Vinci, Galileo, Huyghens y Newton. Ha salido del empuje del vapor cautivo en los émbolos, y si por la metalurgia se emparenta con la química, por el vapor se enlaza a la termodinámica, y a la pléyade de los héroes industríales de la pasada centuria. Para crear la pluma, los mineros enterrados vivos penan en las trágicas galerías, al resplandor tembloroso de sus lámparas. Por ella pere- cen, asfixiados o quemados por el grisú, aplastados por los desprendimientos, ahogados por las inundaciones subterráneas, o lentamente destruidos por la enfermedad. Y para llegar hasta mí, la pluma ha viajado a través de los continentes y de los mares, ha utilizado todos los recursos de la ingeniería civil y naval; para traérmela, el maquinista, colgado de su locomotora, ha pasado las noches, bajo el látigo de la lluvia, con la mirada fija en el vacilante fulgor que la linterna arroja sobre los rieles, y el maquinista del steamer, en la atmósfera febril de las calderas, ha espiado durante un mes la aguja de los manómetros, mientras el piloto consultaba la brújula y el marino interrogaba los astros. Los pueblos y los siglos, las ciencias y las artes, las estrellas y los hombres han colaborado para engendrar la oscura plumita de acero...

"Lo pasajero no es más que símbolo,, decía Goethe. Y ciertamente la efímera pluma —tan efímera que por la labor de un día se anquilosa, se oxida y sucumbe— es símbolo de algo; maravilloso ejemplo de la asociación, representa el dominio de nuestra especie sobre la inquieta y amenazadora realidad. No podrían encerrarse en este humilde pétalo de metal tantos esfuerzos, tantos dolores, tantas ideas, tanto espacio y tiempo humanos si no fuese una verdad sublime que hemos domado el planeta, que transportamos la materia con la rapidez del viento y el espíritu con la del rayo, que hacemos uno por uno prisioneros a los salvajes seres sin forma que nos rodean, y nuestros ojos empiezan a medir la distancia que nos separa de otros mundos. No lo dudamos: cuando hayamos conseguido condensar toda nuestra alma, todas nuestras almas en un punto —acaso más exiguo que la pluma de acero— nos habremos apoderado de lo infinito efectivamente. ¿Y qué es nuestra historia, sino la historia de la asociación? Los individuos, las tribus, las naciones, las razas y las clases se exterminan entre sí. Todavía hoy se llenan de cadáveres los campos de batalla, y se gime en el hospital y en la cárcel, y se tortura y se ahorca y se fusila; y la dinamita lanza su gran grito desesperado. . . Y ved la pluma de acero, donde se abrazan y se funden esas fieras convencidas de que se odian... No, no nos odiamos aunque nos arranquemos las entrañas, porque el trabajo nos mezcla con una energía superior a las que aparentan dirigirnos, energía gemela de la que hace morderse y herirse a los sexos fecundos. Y mañana seguiremos ensangrentando la tierra, y asociándonos más estrechamente, y por lo mismo ensanchando nuestro poder sobre el universo. Llamad odio o amor a lo que nos precipita los unos contra los otros; ¿qué importa, si nos penetramos y nos confundimos, y la muerte nos renueva? El odio esencial es la indiferencia. No se odian los que creen odiarse ni los que creen amarse, sino los que se ignoran.

¡Oh pluma modestísima, que cuestas una fracción de centesimo y eres hermana de millones de plumas tan modestas como tú, y como tú condenadas a una breve y baja existencia! ¡Yo te respeto y te amo, y me pareces mucho más bella que la orgullosa pluma de águila que recogieron para Víctor Hugo en una cima de los Alpes! Yo quiero morir sin haberte obligado a manchar el papel con una mentira, y sin que te haya hecho en mi mano retroceder el miedo.

EL PROYECTO AYARRAGARAY

INVITADO por el Congreso argentino, el diputado Ayarragaray ha presentado un proyecto de ley sobre inmigración y propaganda obrera. Este proyecto es inmoral. Cierto que las leyes son esencialmente inmorales. El ideal mismo de la ley idéntica para todos es el colmo de la injusticia, por no tener en cuenta las morales variadas de los individuos. Para muchos débiles malvados, de una crueldad indisciplinada y cobarde, el deber de agredir en masa al extranjero cuando el gobierno lo exige es altamente moral, mientras para un santo, y para un número cada vez mayor de personas que no son santas, es un deber inicuo. La única ley uniforme legítima sería la moral de un Francisco de Asís o de un Tolstoi, pero al ser impuesta perdería ya su perfección. Las leyes son también inmorales a causa de su procedencia. Vienen del pasado, de épocas en que la humanidad era más bárbara, y todavía dentro de aquellas épocas, fueron obra de los hombres más inmorales, de los llamados hombres de acción, dueños del oro y de la política.

Las leyes progresan, haciéndose menos inmorales. Por impregnarse de juicio, aumentan en flexibilidad y en piedad. Tienden a sobrepasar el nivel moral del medio, en vez de quedar rezagadas debajo de él. Tienden a permitir la marcha hacia el futuro, en vez de entorpecerla. Toda ley es un obstáculo. El progreso consiste en hacer posible el desarme de las leyes. La que propone el diputado Ayarragaray no es un progreso sino un regreso. Es una ley incomprensiva y violenta, una ley de represión, una ley rusa contra la libertad de la palabra y del pensamiento y contra la publicidad de los debates judiciales. Es una ley de venganza secreta. Dejando aparte los artículos referentes al anarquismo, resaltará mejor el espíritu en que parece haberse inspirado el señor Ayarragaray. Bastan los primeros incisos del artículo primero para revelar el estado de alma de quien los compuso. Después de enumerar las diversas enfermedades que han de impedir al inmigrante desembarcar en la Argentina, el diputado niega la entrada a los que han sufrido condenas, y añade:

"Inciso d) Se prohibe la inmigración de los mendigos y personas que, por su condición física y moral, representan una carga inútil para la sociedad".

Esto da frío. ¿Qué pensáis de un propietario que ponga en su casa el siguiente letrero: "Aquí no llame quien busca un pedazo de pan, un alivio para su carne enferma, un consuelo para su desesperación"? Ni el señor Ayarragaray ni uno solo de sus conciudadanos, por egoísta que fuese, atreveríase a deshonrar así sus umbrales. Y, sin embargo, se proyecta estampar tan terrible ¡Vae Victis! en lo más alto de la gran casa argentina; atestada de riquezas, enorme heredad de tierras y de sol, despoblada aún, a tiempo que cientos de millones de pesos improductivos se amontonan en las arcas. ¿Cómo sería lícito a la colectividad lo que no le es a ninguno de sus miembros? ¿Es un Estado que profesa la religión cristiana el que cierra sus puertas a los vencidos de la vida, y los arroja de nuevo a las amargas aguas del mar?

¡Cargas inútiles! De seguro que el empleado a quien se encomiende tal aforo no considerará carga inútil al leproso de corazón o de piel que llegue en camarote de lujo. ¿Encontraréis un sociólogo bastante profundo para separar en la dársena las cargas inútiles de las cargas útiles? Este enfermo puede ser un Cecil Rhodes, que arribó tísico a las playas del África del Sud. Este que sale de la cárcel puede ser un Valjean. Este mendigo puede ser un Gorki. ¿Quién adivinará la degeneración de los aparentemente normales, y la regeneración de los aparentemente degenerados? ¿Rechazaréis en el puerto la carga inútil de los niños? ¿Distinguiréis qué es germen y qué es ceniza, entre dos pitadas de vapor?

¡Falso concepto de la solidaridad humana! No os creáis jamás ajenos a la desgracia que a vosotros acude sollozando. Una parte nos toca de cada lágrima y de cada gota de sangre que se derrama en el mundo. Somos coautores de toda desdicha y cómplices de todo delito. Detendréis en Buenos Aires a los enfermos contagiosos, ¿pero estaréis ciertos de no haber llevado a Europa simientes de contagio en el seno de vuestros buques? Despediréis sin piedad a los mendigos, ¿pero estaréis ciertos de no haber privado de su trabajo mísero a legiones de obreros del otro continente, víctimas de alguna crisis económica provocada por vuestra exportación? La solidaridad humana no es una teoría: es un hecho formidable, y ¡ay de los que intentan oponerse a los hechos!

Es pretensión pueril la de sostenernos apropiándonos sin cesar las ventajas del dinero y eliminando las cargas inútiles. Es quimera borrar del libro mayor la columna del debe. El que posee debe, los comerciantes honrados lo saben. No somos cofres, somos esclusas. No somos dueños de nada; somos depositarios de todo. Somos vehículos del destino. La realidad circula. Cesemos de trazar fronteras ilusorias entre el mal y el bien; entre las cargas y los privilegios, entre los placeres y los dolores. El mal no existe, lo negativo no existe; no existe más que el bien, porque no existe más que la vida. El derecho de la vida es vivir, y vivir es moverse. No hemos de interceptar nuestras aduanas sino a los cadáveres si es que los hay. No conocemos el rostro de los elegidos; v de los trágicos viajeros que pasan por nuestro lado, no hay uno a quien podamos decir: "No eres tú".

LA EVOLUCIÓN DE LOS MUNDOS

Percival Lowell es un sabio astrónomo norteamericano. Es —una cosa rara— un sabio inteligente. La inteligencia no abunda, y quizá menos aún en los sabios especialistas que en los demás profesionales. La vida corriente, en efecto, puede por su misma diversidad caótica despertar en nosotros esa electricidad mental que relaciona lo distante, y tiende sus hilos invisibles a través del mundo. Hay analfabetos inspirados. Pero la hermética existencia de un hombre exclusivamente consagrado, por ejemplo, a la arqueología etrusca, ¿no le embrutecerá del todo? Es muy posible. Se encuentran así profundos investigadores, célebres por sus descubrimientos —¿quién después de veinte o treinta años de labor rectilínea no descubre algo?— y cuya incomprensión, fuera de los detalles de su especialidad, asusta. Sin embargo, son en extremo útiles, porque hallan los materiales oscuros que mañana el talento organizará en luminosa síntesis. Leonardo —un artista— contribuye a fundar la mecánica moderna. Pasteur, que no era médico, revoluciona la medicina, y el médico Mayer, la física matemática. Los amores de la inteligencia son enciclopédicos. "Es plomo y no alas lo que es preciso dar al entendimiento", decía Bacon; hoy, ante la triste pesadez de nuestra ciencia, aconsejaría lo contrario.
No sólo es inteligente Percival Lowell: tiene por añadidura imaginación. Capaz de interpretar lo que ve, ha querido ver claro, lo que es cada día más difícil para los que miran las altas estrellas. La historia ha empañado la atmósfera de las ciudades al punto que se han hecho imposibles las observaciones practicadas en otro tiempo. El vaho de la inquieta multitud humana las roba el espectáculo de lo infinito. Nuestra agitación nos priva del tesoro celeste que gozaban los meditativos pastores de la antigua Caldea. El profesor Lowell no se ha sometido como la mayoría de los astrónomos —sabido es que el telescopio no parece susceptible de perfeccionamiento alguno— y ha instalado su observatorio en Flagstaff, en medio de los desiertos de Arizona. La soledad le ha puesto en posesión de la magnífica y silenciosa transparencia de la noche, y desde su retiro nos manda noticias del etéreo más allá. A fines de 1909 publicó un bello libro sobre Marte. Ahora otro, titulado La evolución de los mundos. ¡Qué poema sublime el del nacimiento y la agonía de los astros! Lowell hace desfilar ante nuestros ojos todos los planetas jóvenes, que son los más grandes, los más apartados del sol; el misterioso Neptuno, que gira al revés que sus compañeros, y cuyo espectro presenta fajas inexplicables; Urano, que encierra sustancias desconocidas en nuestro globo; Saturno, candente como un ascua, cuajando a nuestra vista satélites nuevos con las partículas de su anillo; Júpiter, masa de densos vapores que hierven. . . Son los planetas-niños, demasiado grandes todavía para que asiente en ellos su planta el Dios del Génesis. Y luego los planetas que han comenzado a envejecer: Marte, medio seco, donde el deshielo de los casquetes polares, aprovechado por una hipotética humanidad, refinada y marchita, se filtra hacia el Ecuador, a lo largo de los famosos lagos que vislumbró Schiaparelli, y que al fin se han fotografiado, "tela de araña como las que la primavera extiende sobre el césped, finísimo retículo que va de un polo al otro... joya de hermosura geométrica"; Venus, barrida por los huracanes, lavada por la fricción de las mareas, cara al sol, con un hemisferio tórrido y otro glacial; Mercurio, igualmente inmovilizado sobre su eje, o poco menos, despojado de estaciones y de la alternancia de la noche y del día, planeta consumido, agrietado y árido, "osamenta de un mundo". En cuanto a la Tierra, ya camina hacia la desecación, que es la muerte. Los océanos se cargan de sales, el frío permite a las aguas descender a las capas geológicas inferiores, mientras en las regiones elevadas del aire el vapor se desprende y se disemina sin cesar; dejamos en nuestra marcha una estela fluida, y cuando hayamos perdido todo lo que es líquido y ga-
seoso, la Tierra, semejante a la Luna, su difunta hija, paseará por la inmensidad su propio esqueleto. ¡Trágico destino de estos cadáveres enormes, viajeros de la sombra, y para los cuales no hay tumba!

Según Percival Lowell, son los choques entre las estrellas apagadas, las estrellas negras, los que engendran nuevas nebulosas, nuevos soles y nuevos mundos. Hemos presenciado tales fenómenos. En 1901, cerca de Algol, brilló de pronto un astro, y se extinguió en seguida. Algunas semanas más tarde había en el mismo sitio una nebulosa, ''moléculas impelidas tan sólo por la presión de la luz, escribe Lowell; como si dijéramos el humo de una catástrofe". Pero pensad en la materia dispersa continuamente por los confines del universo. ¿Quién recoge esos átomos, en su divergente fuga, si el espacio es infinito? Y si el pasado fue eterno, ¿por qué no se cumplió lo que tiene que cumplirse, el desvanecimiento total de las cosas? Acaso nuestra razón es más ancha que la realidad, y no concibe que el espacio concluye, que el tiempo termina y que el cosmos es una cárcel donde se gira sin esperanza.

CASTIGOS CORPORALES

Se pega en el presidio, en el cuartel, en la escuela. Se pega en todos los países. Conocéis el clásico knut ruso, el cat of nine tails, gato de nueve colas inglés, el rebenque gaucho. ¿Qué policía no sacude el polvo a los clientes alborotadores? El semitormento militar del cepo y del plantón se usa corrientemente. Pero se pega menos que antes; se pega de una manera disimulada, avergonzada; tenemos el pudor del látigo. Lo que no quita para que algunos reglamentos fijen todavía, con ingenuidad, los castigos corporales. En varias cárceles de Inglaterra, Dinamarca, Suecia y Estados Unidos se administran hasta treinta o cuarenta azotes. El señor Mimande ha visto en Sidney canaletas para retirar la sangre. Hace poco el comité del Consejo de Educación de Londres resolvió que las maestras se limiten a golpear, con la mano abierta, sobre la mano o el brazo de los bebés. Respecto a los mayorcitos, se prohíbe que se les golpee en el cráneo o en la cara; ha de elegirse una parte donde no haya peligro de "daño permanente". Esto no me sosiega del todo; el resultado de una paliza es también "función", como dicen los analistas, del número y de la fuerza de los palos. Un bastonazo en las nalgas es preferible a uno en las narices; dos mil bastonazos matan en cualquier sitio que se den. Cierto regimiento quinto, de que ustedes tendrán noticia, ha dejado sin existencia a unos cuantos ciudadanos, y a otros, más dichosos, solamente sin trasero. En Corea, donde se empleaba, para acariciar a los ladrones, una plancha de encina de seis pies de largo, se ha observado que al décimo golpe la madera sonaba ya contra los huesos desnudos. La escasa excitabilidad nerviosa de las razas amarillas exige un exceso de rigor. Salvo en Rusia —asiática a medias— Europa no soporta el espectáculo de la tortura, y Montjuich y demás establecimientos inquisitoriales son excepciones que nos horripilan. La pena capital, a pesar de la rapidez quirúrgica con que se inflige, lastima igualmente nuestra sensibilidad, esa consejera hipócrita de que estamos tan vanidosos.

Entendámonos. Pegar en el hogar o en la escuela es una sandez irremediable; cuando le preguntaron a Carrière qué método le parecía mejor para evitar las guerras, el artista contestó: "no injuriéis, no golpeéis a vuestros hijos; los hombres se devuelven de grandes los golpes que reciben de pequeños". ¿Pegar en el presidio? ¡Oh! La tortura no es una terapéutica, mientras que el delincuente es un enfermo, y la sociedad, que produce al delincuente, está más enferma aún; no son castigos ni venganzas lo que necesitamos, sino médicos, sobre todo médicos sociales. ¿Jueces? ¿Para qué? ¿Juzgar antes de comprender? Y si algo comprendemos, es que el código constituye la causa principal del delito. ¡No os escandalicéis! . . . considerad que el código mantiene a todo trance la actual distribución de la riqueza, es decir, la actual distribución de la miseria, ¿y qué es la miseria, si no la madre del delito, como lo es de la ignorancia, de la desesperación, del alcoholismo y de la tuberculosis, la madre de la muerte? Sí, el mundo es un inmenso hospital, ¡pero nuestro botiquín es tan reducido! ¿Por quién empezar? ¿Por los Soleilland? ¿Por los asesinos y los estupradores? Si la tortura previene la reincidencia, torturad. La tortura es barata y expeditiva. Torturad, respetando la salud física del sujeto. Torturadle y soltadle. Es más feroz, más ruin y más caro meterle en una celda, donde se volverá primero tísico y después idiota.


Las celebridades del crimen suelen gozar de privilegios. Para ellas, el proceso es a veces una apoteosis, y el presidio un sanatorio. Gallay, insigne bandido, escribía desde la Guayana, lugar de su deportación: "con alimento sano y ejercicio moderado, se vive aquí muy bien... los condenados oscuros, los de provincias, sucumben pronto, pero la administración mima a los asesinos famosos, cuyo nombre permanece en la memoria del público... disfrutan un clima benigno, y no trabajan... yo miro la Guayana como mi residencia definitiva.. . voy a rehacerme una posición... En Francia estaba anémico; me he repuesto enteramente en el presidio". Lucheni, el matador de la anciana emperatriz Isabel de Austria, habita un cómodo cuarto en el segundo piso de la prisión de Ginebra, con luz eléctrica, timbre, espejos y biblioteca de autores clásicos. Gracias a su estúpido crimen Lucheni ha conocido los calzoncillos y las medias, Montesquieu, Rousseau, Pascal, Montaigne, café con leche y chocolate de primera calidad. Entre tanto, la honradez tiene hambre, y los niños, los santos niños que abren los pétalos de su vida al amor del sol y al odio de los hombres, se pudren por millares en los estercoleros de la civilización... ¿Qué queréis? ¡Somos tan sensibles, tan buenos, tan compasivos! Contentémonos con que a Lucheni no le falte su chocolate. ..
Vale más Torquemada que vosotros, cocodrilos filantrópicos, hoteleros de Lucheni y compañía, vicentinos de la prudente limosna, implacables conservadores de la miseria. Estáis enfermos también. Os curaremos, cuando
os llegue el turno, y por cierto que no será con lágrimas ni con chocolate. "¡Sed duros!", decía Nietzsche, en cuyo cerebro de poeta furioso no cabían a un tiempo la dureza y el altruismo. Seamos duros, digo yo, pero no como la espada. Seamos duros como el bisturí.

POETAS VENCIDOS

Según las estadísticas de Novicow, enemigo burlón del socialismo, los nueve décimos de la humanidad no se nutren ni se visten lo bastante. Por cada homo sapiens bien alimentado, arropado y alojado, nueve padecen el hambre y el frío. Es un caso único, porque no conocemos ninguna especie en que haya nueve animales desollados por uno con pellejo. No producimos pan, tejidos y viviendas para quienes los necesitan, sino para los que tienen dinero, y sólo tienen lo indispensable aquellos a quienes les sobra algo. Se comprende que no se diviertan en este valle de lágrimas los que comenzaron por no poseer nada. Se ven reducidos a alquilar su carne y su conciencia, si pueden. Perdonémosles: ansían dar de comer a sus hijos; quizá no los aman lo suficiente para matarlos. Y los ricos ¿qué diablos han de hacer sino emplear toda su atención en conservar su oro, el supremo fetiche sin el cual la vida es entre nuestros hermanos un infierno?

En verdad que no es tiempo aún de que bajen a la tierra los poetas puros, un Tillier, un Guérin, un Herrera y Reissig. Es demencia, en las actuales circunstancias, ocuparse del ritmo. No hay ritmos entre nosotros, sino espasmos. ¿Música del Verbo, en medio de los aullidos de la desesperación y los resoplidos de la hartura? No nos traigáis ahora acentos armoniosos; sería el colmo de la disonancia. Ángeles, para visitar nuestra guarida, esperad a que haya partido la Bestia.

Empiece el poeta, el poeta "estricto", por disfrutar las rentas del lord Byron; orne su torre de marfil y enciérrese en ella; tal vez así se haga tolerable su vocación. Pero el poeta sin fortuna está condenado. ¿Habrá mayor calamidad que el genio desprovisto de aptitudes industriales? Cuando aparece el delicioso monstruo, sus padres se consternan, las gentes se ríen de sus cabellos largos y de sus aires distraídos. Después, abandonado a sí mismo, el creador de belleza abriga la inaudita pretensión de vivir. ¡Vivir! Eso es fácil para los que venden cosas útiles, fideos, mujeres, votos. ¿Qué presentas en el mostrador social? ¿Belleza? ¿Belleza absoluta, tuya, el elixir de tu alma vibrante, belleza desnuda, belleza a secas? Es un artículo sin salida. La belleza se soporta, mas no se paga. Agradece, ¡oh poeta!, que te dejen morir en un rincón y no te lapiden los transeúntes.

Los miserables (nueve décimos del conjunto) te dirán: No te entendemos. ¿Quieres hacernos soñar? Háblanos de venganza. No; eres demasiado misterioso y demasiado apacible. Preferimos el alcohol.

Los satisfechos te dirán: No te entendemos. ¿Qué estilo es ése? ¿Por qué no escribes como todo el mundo? No nos hagas pensar, ¡por Dios!, no estamos acostumbrados. Respeta nuestras digestiones. Más vale que olvides tus simbolismos, y prepares un folletín a lo Conan Doyle, una comedia de aparato a los Chantecler. ¿Te encoges de hombros? Conan Doyle cobra un peso por palabra. Rostand es académico y tú no te has desayunado hoy. . . Te protegeré, si me haces de cuando en cuando algún bombito. . .
Mallarme, Villiers de L'Isle-Adam y Verlaine fundaron la poesía moderna. Hallarme —¡favorito de la suerte!— daba lecciones de inglés. Villiers se resignaba a darlas de box, y se resintieron sus pulmones de las trompadas que recibía. Verlaine adoptó con placidez la vida de vagabundo, y compuso sus poemas en la taberna, en la cárcel y en el hospital. ¡Y son los gloriosos! Pero los que ni siquiera gozarán, como Bécquer, la fama postuma, los niños que esconden bajo su raída carpeta de empleados el divino aleteo de su fantasía, deben pedir a la muerte el consuelo de no ver a la Bestia vomitar sobre las flores; deben elevar al destino la plegaria de Carlos Guérin:
"Mejor que una honra mediocre, concédeme — Dios justo, morir joven y con el alma ebria — De voluptuosidad, poderoso orgullo, y con la fe — De que habría sido grande si me hubierais hecho vivir..."


ATAQUES AL PUDOR

Un señor francés, noches pasadas, en una calle de Londres, intentó besar a una señora. La ''víctima" acudió a los Tribunales; a pesar de la energía con que el demandado juró y perjuró que se trataba de un simple quid pro quo, el juez tuvo a bien aplicarle dos libras de multa, más las costas. ¡Dos libras un amago de beso! En otros sitios se venden besos completos por un chelín, y hasta por un penique. ¡Dos libras! Por dos libras han sido asesinadas familias enteras. Y luego, ¿por qué dar tanto valor al testimonio aislado de la supuesta ofendida? Testis unus, testis nullus. Hay damas que hacen un pequeño negocio con los ataques ingleses al pudor. Viajan en ferrocarril, eligiendo donde vaya un caballero solo, y en la primera estación denuncian agresiones imaginarias. Es el chantaje de la virtud, de éxito casi seguro, sobre todo con sujetos extranjeros. El pudor británico es enorme. Inglaterra es el país en que la gente se reproduce con más austeridad.

Me parece que en estos procesos por ataques al pudor no estaría mal cerciorarse de si hubo tal pudor o no. ¿Qué hombre se indignaría porque una mujer lo besara en la calle? Creo que tampoco se encontraría un juez que le indemnizara pecuniariamente. Está convenido, desde hace siglos, que los hombres somos impúdicos. No protesto contra tan cruel axioma, pero reclamo el derecho de suponer que también hay mujeres impúdicas. Es indiscutible que las aprovecha más aparentar el pudor que tenerlo en realidad. El pudor, para ser útil, debe ser limitado. Un pudor excesivo aniquilaría la especie. Me inclino a sospechar que muchas mujeres, convencidas de que al fin y al cabo la suerte del pudor es sucumbir sobre los altares de la vida, han juzgado más cómodo empezar por no tener ninguno. Es menos penoso. Entonces, ¿en virtud de qué razones las indemnizaríamos por ataques a lo que no existe?

Aquellas mismas que padezcan un pudor intenso, ¿lo verán acaso disminuido por una de esas escaramuzas callejeras en que la admiración del hombre es tanto más halagadora cuanto más involuntaria? ¿Puede haber mejor certificado de belleza que el beso audaz de un transeúnte? ¡Con qué amargo orgullo dicen las feas: "a mí nadie me ha faltado al respeto"! En los ataques al pudor sin lesiones, el magistrado debería felicitar a la querellante y mandarla a su casa.

"¡Cómo, objetaréis, ¿y si la sensación sufrida es desagradable?" He leído en un moralista que atribuir a las damas británicas sensaciones de placer amoroso sería un insulto. Quizá los niños de cuatro años den crédito a semejante afirmación. La experiencia elemental nos enseña que los ataques al pudor son tan amenos para el que los inflige como para la que los soporta, siempre que ambos sean jóvenes y sanos. Seamos inexorables —¡eso sí!— con los vejetes desdentados y babosos. No les dejemos otro recurso que el de hacerse ricos y
comprar matrimonialmente el pudor de las doncellas.

Perdonadme si os declaro que el amor, en general, es una ocupación satisfactoria, y que basta para ello juventud, salud y sinceridad. En cuanto al compañero de tareas, lo mismo; poco más o menos, es uno que otro. El amor es como el brídge o el ajedrez, su encanto no reside en los jugadores, sino en el juego. Las afinidades electivas, las predestinaciones, no son por lo común sino tópicos de flirt, frases que repetimos a todas las mujeres que nos gustan, y ellas repiten a todos los hombres que las inspiran confianza. Suele resultar que el predestinado es sencillamente el que estaba más cerca. El amor fatal es raro y monstruoso como el genio, y como él inadaptable, condenado al dolor. "¡Julieta o la muerte!", dice Romeo; "¡Romeo o la muerte!", dice Julieta. "Pues bien, dice el destino, ¡morid!". El amor normal, vulgar, el que renueva las razas, no es tan pretencioso, aunque se lo figure. Se conforma con lo que halla al alcance de la mano, y hace perfectamente. Se ama y se come y se duerme y se piensa de un modo habitual —no de un modo poético—. Las mujeres lo saben desde la niñez, y si se resignan a la jerga en uso, es por culpa nuestra. Somos burgueses con manías curiosas: no podemos hacer la digestión sin un rato de folletín. Pero la cosa no tiene mayor importancia.

Seamos justos con los ataques al pudor (sin lesiones). Son muy naturales. Y todo lo natural es inocente.

GENERALIDADES

EL GENERAL Keim, en la fiesta celebrada por la Liga Naval alemana en Jena, hizo algunas declaraciones heroicas. Lamentó la decadencia de la diplomacia desde el tiempo de Bismarck. "Nuestra diplomacia, dijo, no necesita ir por el globo con zapatillas de fieltro. Se debe adoptar un tono más enérgico, pues según el tono es la música". Sin duda que a la música de Bismarck no le faltaba energía: "el primer aviso que las potencias recibirán de nuestras intenciones, rugía el canciller de hierro en 1875, será el trueno de los cañones prusianos en la Champaña". ¡Nada de zapatillas de fieltro! Con Bismarck no padeceríamos la plaga socialista. Aquel "bárbaro de genio", que tantas ganas tenía de arrasar París, anunciaba: "sí las grandes ciudades continúan siendo foco de revueltas y perturbando los países, las tiraremos por tierra". Y lo curioso es que Bismarck no estaba más contento que el general Keim; se quejaba de que su rey era demasiado honrado...

"Los que afirman, continuó el general Keim, que en lo futuro no habrá guerras, están maduros para un asilo de lunáticos; una derrota será el aniquilamiento de Alemania, porque el mundo entero está contra nosotros... La guerra vendrá del conflicto entre los intereses económicos . . . Temo que nuestra superioridad militar no exista ya en sus antiguas proporciones..."

De acuerdo con la célebre frase, hay casas en que los hombres encierran a los locos, para hacer creer que los demás no lo son. Y los locos opinan igual que los cuerdos. Cuando un pupilo se cura, sus compañeros de manicomio cuchichean con lástima: "ha perdido la razón; lo han encerrado afuera". Pero es que para encerrar al prójimo no basta ser cuerdo; es preciso ser el más fuerte. Sí el general Keim —en juicio sumarísimo, propio de un jefe— nos da por locos a cuantos creemos en el advenimiento final de la paz, podríamos darle por loco a él; lo difícil sería encerrarle. En Buenos Aires, un demente, después de casi degollar a un distraído compañero de tranvía, se instaló en un árbol y resistió allí toda una noche a un regimiento de polizontes. La empresa de encerrar al general Keím, en su calidad de general, frente a su disciplinada división, sería terrible. Probablemente él con su ejército nos encerraría a nosotros, y es lo que ha pasado desde los principios de la historia.

Reflexionemos, como hacen los cuerdos y los locos. Decir que Alemania produce tal artículo, y que lo vende a tal precio, es una peligrosa inexactitud. Alemania no se compone únicamente de los vendedores de ese artículo. Se compone también de consumidores. Los industriales venden a seis, y lucran. El general Keím se frota las manos. He aquí que en Inglaterra, por ejemplo, los industríales consiguen vender a cinco. Entonces el general Keim se enfurece. Empieza por atrancar las aduanas y obligar a los consumidores alemanes a comprar siempre a seis. Queda el comercio exterior; surge la cuestión de los armamentos. Es necesario que los consumidores extranjeros sigan comprando a seis, o que Inglaterra, para evitar la lucha, renuncie a vender a cinco. Y se construyen Dreadnoughts con el dinero de los excelentes consumidores germanos, que a costa de sacrificios innumerables logran pagar sus cosas lo más caro posible. Y un buen día se les pide la vida, y se la entregan al general Keim en silencio. Lo patriótico, lo sagrado, es comprar a seis. ..

Pensad ahora que no hay nación que no posea sus generales Keim. Pensad en los millones de consumidores del planeta, dispuestos a arruinarse y a matarse entre sí para continuar pagando seis, y no cinco. Pero les calumnio. Somos muchos los candidatos al asilo del general. Y seremos más; seremos tantos, que no habrá sitio donde encerrarnos. No habrá sitio ni dentro ni fuera. Estaremos en todas partes. Al general Keim no le agrada la paz. Es muy lógico. La paz es tan funesta a los generales como la guerra a los que no lo son. Sin embargo, allá en la línea luminosa del horizonte, allá donde nuestros cortos pasos no nos llevarán nunca, allá en el inaccesible mañana, ¿no podría el general Keim colocar las bellas realidades que le molestan hoy? Un señor que entendía de milicia dijo una vez a su amigo Luigí Fontanes:

"Fontanes, ¿sabe usted lo que más admiro? Es la impotencia de la fuerza para organizar algo. No hay más que dos potencias en el mundo: el sable y el espíritu. Y a la larga, el sable es siempre vencido por el espíritu".

Por cierto que ese señor estuvo en Jena... Era Napoleón.

H O R M I GA S

¿QUÉ LE han hecho las hormigas a Mr. Henry Hill? Ha dado una serie de conferencias en la London Institution negando a los maravillosos insectos el uso de la razón. Mr. Hill no les concede sino el instinto. Mediante esta palabra, cómoda por lo indefinible, los disertadores de la vieja escuela intentan de cuando en cuando relegar a los animales al automatismo cartesiano. Les parece todavía una blasfemia decir que hay en el mundo otras inteligencias que la inteligencia humana. Les horripila complicar las cosas y añadir algo al antiguo elenco de la comedia universal: Dios, la criatura hecha a su imagen y demás accesorios. Si las hormigas razonan, ¿a dónde vamos? ¿Acabaremos por incluir las bestias en nuestra
democracia?

Sin embargo, es difícil descartar la hipótesis evolucionista. Dentro de ella, claro es que todo se adquiere, y que es imposible establecer una distinción esencial entre la inteligencia y el instinto. Para vivir, y sobre todo para "empezar a vivir" y para "variar la vida", único medio de conservarla, preciso es la aptitud de experimentar continuamente y de incorporar al organismo los resultados útiles de la experiencia. Esta aptitud, en su aspecto electivo, explorador, curioso, múltiple, inspirado, es inteligente; en su aspecto firme, rápido, resuelto, simple, obstinado, es instintiva. El instinto afirma, la inteligencia duda. El instinto es lo viejo, la inteligencia es lo nuevo. El instinto es el pasado, la inteligencia es lo futuro. El instinto es inteligencia archivada, y la inteligencia, instinto en formación. Y como al principio todo era futuro, todo era inteligencia. En los orígenes el genio fue más indispensable que nunca. Se podrá morir mecánicamente, pero no se nace sin un golpe de genio. He aquí lo poco que nos es dable suponer sobre el asunto, si no queremos resignarnos a admitir que los dramas de Shakespeare estaban íntegros ya en la gelatina amorfa que por vez primera se cuajó en el seno de los mares.

¡Negar inteligencia a las hormigas, cuya existencia complicadísima está llena de insólitos conflictos, sabiamente estudiados y resueltos! Las hormigas —clasificadas en dos mil especies— son arquítectas, ingenieras, agrícultoras, médicas y militares. La división del trabajo en sus ciudades es un prodigio. Su orden social es de una incomparable perfección. Tienen esclavos. Tienen rebaños. Han domesticado cerca de seiscientos animales diferentes. Horticultoras, cultivan varias clases de hongos. Protegen de los cambios atmosféricos a sus crías. Practican la higiene y la antisepsia. Se cree que por un sistema especial de nutrición han conseguido provocar o detener el desarrollo del sexo de las larvas — (Harn). Han alcanzado una desmesurada longevidad...

—¡Instinto!— replica Mr. Hill.

El venerable lord Avebury —a quien recordarán de seguro mis lectores, bajo el nombre de John Lubbock—, veterano observador de abejas y de hormigas, se tira de los blancos cabellos, y reúne el stock entero de sus investigaciones con el fin de convencer a Mr. Hill. "He embriagado diversas hormigas, dice lord Avebury, y las he colocado, inertes, a la puerta de un hormiguero. Las dueñas de la casa han salido, han recogido a sus compeñeras, y han abandonado a las demás, pertenecientes a hormigueros extraños. ¡Rasgo admirable!"

—¡Instinto! —dice Mr. Hill—. Las conocían por el olfato.

Porque Mr. Hill no soporta que las hormigas sean altruistas. Se figura que inteligencia y altruismo tienen que ir juntos. Por eso, cuando lord Avebury le cuenta que dos hormigas libertaron una tercera, oprimida bajo un guijarro, contesta Mr. Hill:

—¡Bah! Todas las hormigas están acostumbradas a extraer insectos de debajo de las piedras. Ayer se cayó una mosca en, mi té. La alcé de la taza y la puse a secar. En seguida llegaron otras dos moscas que lamieron solícitamente a la náufraga. ¿Altruismo? No; es que les gusta el té con leche y azúcar.

¡Este Mr. Hill es desesperante! .

Cuando se le aprieta demasiado, cuando se le prueba que algunas hormigas emplean la palanca, o curan sus enfermas con masajes y dieta, desenvaina el gran argumento:

—Sí, las hormigas hacen diabluras. Pero, ¿saben que las hacen?

Y Mr, Hill se escapa por la tangente metafísica. Yo sé que existo, pero tú, hormiga, o tú, hermano mío, ¿sabes que sufres, sabes que existes? ¿Soy acaso la sola conciencia en medio de una multitud de máquinas? ¿Estoy solo? ¿Hay Dios? — es decir: lamentable y magnífico universo, ¿sabes que existes? Graves preguntas, quizá sin sentido. ¿Tenemos acaso idea de las preguntas que debemos hacer?


INDUMENTARIA


MRS. FLORA A. Steel, en el Times, reclama un impuesto sobre los trajes de señora. Opina que para las mujeres la manía de los trapos equivale a un vicio, como el tabaco o el alcohol para los hombres. Esto de perseguir el vicio es muy puritano, y si se quiere muy inglés en la burguesía que aún entona salmos los domingos, lee la Biblia después de cenar y abomina de toda pública licencia. Pero los aristócratas ingleses, que hacen largos viajes y se han dado cuenta de que es imposible divertirse lejos de París, piensan de otro modo. Quizá juzgan peligroso empeñarse en conservar la humanidad sin conservar sus vicios. A veces por quitar la mancha se arranca el paño. Hemos superpuesto tantas naturalezas en nuestro ser, que ya no sabemos cuál es la primera ni cuál es la más importante. Y luego notad que con el correr de los tiempos hemos perdido el secreto de muchas industrias; hay antiguos tejidos, antiguos colores, antiguas cerámicas que no somos capaces de reproducir y que imitamos muy mal. Sin embargo, no se nos ha perdido la técnica de un solo vicio. Conservamos los viejos religiosamente, y aumentamos la lista con ayuda de nuestras ciencias poderosas. Los romanos no conocían la morfina y el éter, la borrachera de velocidad de los automóviles, ni el vicio protestante que aqueja a Mrs. Steel y que consiste en moralizar con exceso. Ahora bien, estoy persuadido de que valemos más que los súbditos de Nerón.

Aparte de que se me hace cuesta arriba el admitir que el gusto de la toilette sea un simple vicio. Sin duda, se encuentra en los refinamientos del atavío un intenso placer, placer de vanidad, de coquetería, placer estético, acaso un cruel placer de dominio, y para una cristiana implacable como parece serlo Mrs. Steel, donde está el placer está el pecado. Una virtud es virtud mientras duele; si deja de hacer daño, deja de ser meritoria; debemos practicarla aborreciéndola. Se comprende pues que haya virtudes que destruyen la salud mejor que cualquier vicio. Por lo demás, los que no son viciosos por snobismo, sino porque "se lo pide el cuerpo", suelen alcanzar una ancianidad robusta y venerable. Lo esencial es tener oro. La pasión por la muselina, las pieles y las joyas echaría a pique a un matrimonio pobre. Son casos en que peligra la frente de los maridos, cuando no suda lo suficiente. Entretanto prosperan los hogares del modisto y del tendero. Producimos la dicha con tal parsimonia, que por lo común nuestra desgracia no es sino la forma de la raquítica felicidad ajena.

En Inglaterra, como en Alemania, la gente se aburre en ciertas capas sociales; por culpa de las Mis. Steel. No es cuestión de progreso político. Concibo una democra- cia perfecta, en que los ciudadanos fuesen matemáticamente iguales ante la ley tácita o escrita, código o cant, y en que no se pudiera vivir a causa de lo torpe de la ley. ¿Quien soporta el Canadá, por ejemplo, donde se diría que los habitantes descienden de aquel Calvino que llevó las ideas de Mrs. Steel al extremo de prohibir los encajes y las sedas, rizarse el cabello, lucir gorros aterciopelados y hasta comer dulces? El mal humor de Calvino se explica; padecía nueve enfermedades: cólicos, piedra, gota, hemorroides, fiebre tísica, asma, jaquecas, catarro continuo y vómitos de sangre. ¿Cuál padecerá Mrs. Steel, para no ver que lo primitivo, lo fundamental, el germen y el alma del tocado no es el vicio ni la necesidad, sino el arte, el arte femenino por excelencia, el arte con cuya vocación irresistible nace toda mujer en este mundo? Lo nuevo es siempre un lujo; la mente crea lo superfluo, convertido después en indispensable por la costumbre. Si el hombre no hubiera inventado el adorno, jamás habría llegado a cubrir sus carnes para protegerlas del calor o del frío. Salvajes hay que van desnudos, pero no mondos; han ornamentado su pellejo con tatuajes e incrustaciones; el primer vestido es la belleza. La coquetería es en las hembras más fuerte que la maternidad. Las arrancaréis la inteligencia, el sentido moral, el sexo mismo, antes que el afán de ser deseadas. Las criminales, en las penumbras de los calabozos, arañan el yeso de la pared para empolvarse. "Mis prisioneras, escribe el director de cárceles Cadalso a Paolo Lombroso, lamen los muros, mascan la cal, y fabrican una cal con la cual se pintan; con los hilos encarnados de las camisolas, metidos en agua, una detenida obtiene pintura roja; otra consigue ser castigada bastantes veces por sacar alambres del ventanillo de la celda y hacerse con ellos un terrible corsé..." ¡Oh, Mrs. Steel, admiremos el empeño sublime de añadir un poco de poesía a este áspero universo! Cervantes trabajando en su mazmorra, y la famélica obrera cosiendo a su miserable corpino una cinta colorada, son igualmente grandes y humanos; hacen a la ciega realidad la limosna divina de una ilusión. Sois vencedoras, jóvenes suicidas que con el carbón para el brasero fatal traéis a vuestra buhardilla el último ramo de flores. Y estoy seguro de que el día del Juicio, al clamor de las sagradas trompetas, las muertas se incorporarán en sus tumbas con un gesto gracioso.

PERROS

EL PERRO ha sido nuestro camarada en los malos días, nuestro aliado contra el exterior hostil, cuando nos refugiábamos en cavernas y vivíamos de la caza. Esta larga cohabitación, sin embargo, no explica del todo la profunda correspondencia entre el alma humana y el alma canina. Otros anímales nos acompañaron también desde un pasado inmemorial. El gato es quizás el más doméstico, en el sentido estricto de la palabra; el favorito de Baudelaire fue dios, y amado de los profetas. No hace muchos años que los miembros de la academia de ciencias de París se preguntaron por qué, siempre que se suelta un gato en el aire, cae sobre sus patas. La sección de mecánica contestó satisfactoriamente, pero si el problema se hubiera presentado a la academia de las Inscripciones, acaso se habría respondido que Mahoma, para no molestar a su gato dormido sobre su manga, se cortó la manga y se marchó. A su vuelta, acaricióle tres veces el enarcado lomo, y desde entonces los gatos caen de pie. El gato es el amigo de los artistas y de los teólogos porque es raro, fantástico y bello; el perro es el amigo de las buenas gentes porque es honrado y familiar. Tan habituados estamos a la sublime mirada del perro, que se necesita un momento de reflexión para darse cuenta de lo maravilloso del fenómeno. En esos ojos de absoluta transparencia encontramos la seguridad de que hay en el universo un ser que siente con el hombre. Los demás ojos, ojos de bestias, ojos de flores, ojos de astros, conservan su misterio impenetrable. Son opacos símbolos, mientras que la mirada del perro, humilde y desnu- da, es la única mirada que la naturaleza deja llegar directamente hasta nuestro corazón ...

Y notad que no se trata de inteligencia. La hormiga, cuya inteligencia asusta, es incomunicable con nuestra especie. El mono, nuestro infortunado primo, es más inteligente que el perro, y tiene sobre él las ventajas del parentesco, de la semejanza física, de las aptitudes que le permiten imitar nuestros menores ademanes. Pues su mano, al tocar la nuestra, nos hace estremecer de repugnancia; en cambio, ¡con cuánta cordialidad estrechamos la pata torpe del perro! ¡Cómo entendemos el lenguaje de sus músculos! ¡Qué elocuente es su cola, hasta cuando se la rebana Alcibíades, conviniéndola en un muñón que sigue moviéndose, y anunciando la alegre lealtad que tal vez no merecemos! El perro es una evidencia viva. En él todo habla, todo canta su fe en nosotros, todo resplandece de su ternura, y si en lamentables ocasiones se hace sucio, ridículo, obsceno, es a fuerza de ingenuidad y por horror a la coquetería y a los engaños del arte. Su robusto apetito le calumnia; su moral no está manchada por el interés. Perros hubo que murieron de hambre junto a las provisiones que se les había confiado, o de pena sobre la tumba de sus dueños.

¡Paz a las solteronas que levantan mausoleos a sus canes difuntos, o instituyen herederos a los que las sobreviven! ¡Paz a los protectores de animales, paz a los antiviviseccionistas! Comprendamos, recordando los ojos de nuestro perro, el candido fanatismo que erigió una estatua en Londres al famoso Brown Terrier Dog, con la inscripción siguiente: "A la memoria del Brown Terrier Dog, asesinado en los laboratorios del Colegio de la Universidad en febrero de 1903, después de haber sufrido la vivisección durante más de dos meses, y de haber pasado de un vivisector a otro hasta que la muerte vino a aliviarle. En memoria también de los 232 perros vivisecados en el mismo lugar durante el año 1902. Hombres y mujeres de Inglaterra, ¿hasta cuándo subsistirán estas cosas?" Se acaba de trasladar la estatua a otro sitio; los estudiantes de medicina trataban continuamente de echarla al suelo, y la policía se cansó de gastar 700 libras anuales en custodiarla. ¡Paz a los estudiantes de medicina! Reconozcamos que sus argumentos son formidables. ¿Dónde está la verdad? La vida del espíritu reside en la duda. Acostumbrémonos a dudar sin perder el reposo, y disculpemos a los que aman a los perros más que a los hombres. La mayor parte de los hombres no son hermanos nuestros sino por la figura. Tienen —¡ay!— ojos de monos. Si Ótelo hubiera visto una mirada de perro fiel en los ojos que le imploraban, no habría estrangulado a Desdémona. Aceptemos con una indulgente sonrisa la noticia que inserta el Daily Mail del último correo:

"Eduardo VII ha paseado esta mañana, acompañado del coronel Holford, caballerizo, y de su perro César".

"SUFFICIT"

HE AQUÍ un nombre feliz para un específico moderno. Hace dos o tres siglos, estallaba el romanticismo en la literatura farmacéutica. Los apoticarios vendían "ojos de cangrejo" —es decir carbonato de cal—; "agua de cabeza de ciervo" —o sea fosfato de cal—; "polvo de víboras", "aceite de gusanos" y mil temeridades que en el fondo se reducían a las sustancias más inocentes del mundo. Figuraos que las famosas "gotas de Inglaterra", compuestas de "polvo de cráneo de ahorcados", "víbora seca" y demás, no contenían sino un poco de opio. Aún quedan rastros de aquella época exaltada; creo que los ojos de cangrejo no han desaparecido del repertorio, y nada os costará verificar que en nuestras boticas se despachan corrientemente el "bálsamo de los cuatro ladrones", el "emplasto de los doce apóstoles", el "elixir sagrado", los "cristales de Venus", los "polvos de fray Cosme" y el "ungüento de la Madre Tecla". Pero las tendencias actuales son muy distintas. Los fletadores de nuevos remedios se adaptan al ambiente contemporáneo. Por lo común pertenecen a la escuela naturalista, y, como Zola,se apoyan en la ciencia pura. Usan términos de etimología clásica, nos dan breves conferencias doctrinales pegadas a los frascos, y nos acaban de convencer mediante una serie de certificados de médicos desconocidos y de enfermos a quienes devora una gratitud sin límites. A veces la oratoria curandera se inclina al simbolismo y pretende encerrar lejanas sugestiones en una palabra criptográfica: ¡"Vidol", "Omagil", "Nereolina!" Cuántas obras se han escrito para justificar un título ingenioso. El arte del taumaturgo consiste en hallar la voz precisa, el título mágico al cual nuestro cuerpo crédulo responda con la novela de su curación.

¡"Suffícit" ... muy bonito! Dulce y autoritario diagnóstico, murmurado a la cabecera del que sufre por labios que absuelven. El inventor es, en efecto, un sacer- dote, el padre Sauveur, de apellido también oportuno. El padre Sauveur reanuda la tradición de los santos vencedores de pestes, y nos bendice, y nos unge con un líquido soberano contra las impurezas de la sangre. Pensad que no existe dolencia en que la sangre no se eche a perder y comprenderéis la importancia del "Suffícit". El "Suffícit" se consume por metros cúbicos. El padre Sauveur se hace rico en semanas, en días... No es él quien merece por cierto el reproche que tanto se dirige, a los cristianos, de no ocuparse bastante de los negocios de la tierra.

Y de pronto el "Suffícit" y el padre Sauveur se vienen abajo. Los socios del cura le acusan de estafa. No se llama Sauveur sino Salvador Indracolo. Vende dos mil frascos diarios, gana ciento cincuenta mil pesos mensuales y no quiere pagar a sus socios lo que les corresponde. ¡Oh, clérigo demasiado exigente! Por tu culpa nos despojan de la fe. Hemos sabido que un frasco de "Suffícit", que nos cuesta tres pesos, no te cuesta a tí más que doce centavos, y que en tu bálsamo maravilloso no entran sino residuos inocuos: áloes, genciana, láudano y alcanfor. ¡Pobres de nosotros! ¡Pobre sangre nuestra, privada de su benéfica divinidad!

Porque el "Suffícit" curaba. El público, aunque lo parezca, no es imbécil. Compraba el "Suffícit" por encontrarlo eficaz. Acaso la eficacia se debía únicamente a las letras del rótulo y al retrato del charlatán de sotana. ¿Y qué? Una mentira que cura no es una mentira. Curémonos de un modo ridículo, pero curémonos. La fuerza del "Sufficít" residía en el misterio. Ahora lo podemos tirar a la calle. No nos sirve, puesto que lo conocemos bien; es otra ilusión que se va, otra religión con las tripas fuera. Este pequeño milagro ha perecido lo mismo que los grandes. Nos figuramos que no hay milagros, y concluiremos en verdad por destruirlos todos. La desaparición del último será nuestro suicidio, puesto que sólo de milagros se vive. Por fin los físicos han descubierto que la materia y la energía son eléctricas; han visto que la electricidad, el agente mecánico casi espiritual, explicaba los restantes. Si fuéramos absolutamente positivos, si no olvidáramos que no tenemos noticia directa de más realidad que la de nuestro espíritu, ni de más impulso que el tan mezquinamente designado por sugestión, sospecharíamos que la sugestión es el elemento cósmico, y que quizá los astros y los átomos se mueven sugestionados por un "Suffícit" todavía oculto. Entonces nuestro poder nos aterraría. Así como analizando el "Sufficit" hemos hecho desesperar de la salud a muchos creyentes, analizando el universo tal vez hagamos desaparecer para siempre su salud. El universo es un ser vivo, y nos exponemos torpemente a matarle. No nos apresuremos a aniquilar los innumerables "Sufficit" que engendran la esperanza y con ella la existencia de las cosas.


                                                TERROR

NO PUEDO abrir un diario sin encontrarlo salpicado de sangre. Los gubernistas de Nicaragua han fusilado a setecientos prisioneros. Ante una multitud frenética fueron guillotinados en Valence tres hombres: "La sangre de los condenados corría por los rieles del tranvía hasta una distancia de cincuenta metros y la gente tenía los pies húmedos de sangre". En los Estados Unidos siguen linchando negros. El último fue ahorcado, luego baleado, luego quemado: "antes de procederse a la incineración, la turba cortó la cabeza del negro, que fue clavada en la punta de un bastón y paseada por las calles; los manifestantes le sacaron el corazón y lo cortaron en pedazos menudos, que se repartieron como recuerdo". Ved después de las matanzas de Barcelona a Ferrer ejecutado; ved después de las matanzas del 1° de Mayo en Buenos Aires a Falcón dinamitado. Sangre ... Máuser, horca, puñal, guillotina o bomba, ¿qué más da? Todos estos instrumentos me causan la misma tristeza; todos representan la misma desalentadora realidad. Parecen distintos pero no lo son; complicado es el mecanismo del fusil moderno, y complicado el mecanismo legal que mueve las guillotinas y levanta las horcas, pero la esencia de ambos es hacer sangre, es dejar tras sí el rastro uniforme de la bestia humana. Yo quiero creer que somos mejores, que seremos mejores, que avanzamos, y no se avanza sin sangrar, sin desgarrarnos. Yo sé que a veces el esfuerzo se vuelve convulsivo, y hay que herir y hendir pronto, buscar el futuro y arrancarlo de las entrañas de su madre muerta. ¿Y si fuera mentira? ¿Si al llevar el ideal en los labios, lleváramos en las manos la venganza? ¿Sí en lugar de ser cirujanos fuéramos asesinos? ¿Había luz en las conciencias de los que condenaron a Francisco Ferrer? ¿Había luz en la del anarquista que condenó a Falcón? Porque no es otro el problema. Necesitamos la luz. Necesitamos el profeta que diga: "matad", ya que no somos capaces de comprender la voz dulcísima que hace dos mil años nos dijo: "no matéis".

En las almas no hay luz. No hay sino terror. Es el terror quien mata. Jamás se apoderó de una sociedad un terror semejante al que como un sudario negro ha caído sobre la Argentina. Al primer estampido de la dinamita, este pueblo de republicanos ha gritado: "¡el zar teníarazón!" Mientras los jesuítas del Salvador, con sus alumnos armados de carabinas, desfilaban ante el cadáver del coronel, la policía, imponiendo silencio a cinco millones de hombres libres, preparaba la caza al proletario. ¡Admirable ejemplo de la futilidad de las leyes! La constitución, prostituida en cada campaña electoral, fue declarada impotente para reprimir un delito común. Tres mil obreros fueron deportados o enviados a presidio. Las detenciones continúan. Si el autor del atentado no estuviera preso, no habrían quedado en Buenos Aires más que los que viven de sus rentas. El juez se contenta con tres mil cómplices. En la sombra espesa y muda que invade a la metrópoli, sólo se distinguen las garras del gendarme, protectoras del dinero porteño. Los inmigrantes rusos son rechazados en la dársena. La Argentina, sentada sobre sus sacos de oro, ganados por el gringo, llora de ser tan hospitalaria. "¡Ingratos!", dice a los innumerables trabajadores que sudan en los campos, en los saladeros, en los talleres, en las fábricas y en los docks, enriqueciéndola sin límite. "¡Ingratos!", repite a los centenares de inocentes que manda al presidio. El terror tiene su lado cómico. Tiene también su alcance instructivo. En estos choques un país se vomita a sí propio; es el momento de estudiarlo. Estudiad, pues, la desesperación con que Buenos Aires defiende su bolsa del espectro anarquista; Buenos Aires, la ciudad-estómago, donde los tribunales han castigado con cuatro años de cárcel a un infeliz que había robado un dedal, y con seis a otro, que había sustraído un pantalón. Pero no es únicamente Buenos Aires, no; es la América latina entera donde no hay más Biblia que el registro de la propiedad, donde la escuela honra el afán de lucro como una virtud y los padres predican a sus hijos la codicia. Ni siquiera imitáis ya a la América sajona. Allí nacen religiones nuevas, en tanto que vosotros no tenéis religión, puesto que os devora el clericalismo. Allí los millardarios intentan hacerse perdonar, y fundan establecimientos públicos. ¿Quién se avergüenza aquí de su fortuna, y ante quién se avergonzaría, si cuanto más rico más venerado se es? Locura es figurarse que un régimen de avaricia puede ser un régimen de paz; la avaricia es forma del odio como la rabia homicida; en ella se transmuta y de ella brota. Las persecuciones de hoy traerán las bombas de mañana, que traerán otras persecuciones y la sangre renueva el terror que hace verter más sangre.

APACHES

LA CRIMINALIDAD —sobre todo la criminalidad precoz— aumenta en Francia y en otros países intensamente civilizados. Se mata a máquina, con rigor científico, y también se mata a la buena de Dios, de improviso, con ingenuo desinterés, a golpes de barra, de plancha, a patadas en la cabeza o en el vientre, como antes de la pólvora y de la electricidad. Hay personas muy susceptibles; La Mero, de 19 años, no pudo soportar un reproche de su buena madre; tomó un fusil y la mató. M. Émile Lapierre, ingeniero, director de la escuela de artes y oficios de Saint-Denis, sospechó que su hijo, de cinco años de edad, no era exactamente su hijo. El pobre hombre no pudo soportarlo; compró un revólver y mató al niño. Se empieza pronto a tener malas pulgas. Nuestros mejores apaches son adolescentes. Desde los doce años se dan de puñaladas en los fortifs (*1). Duelos, rapaz de nueve años, aburrido del llanto de su hermanito, niño de pecho, corrió a su cuna, le rompió el cráneo a martillazos, y con el aditamento de algunas cuchilladas recobró la tranquilidad.
A Tissier y Desmarets, jóvenes de 16 y 17 años, les hizo célebres su asesinato de un cobrador —garçon de recettes— cuya bolsa les permitió realizar por dos o tres días su ideal de existencia: ternos de a 100 francos, botines de charol, restaurantes, automóvil, hipódromo y galantería nocturna. Dijeron al juez que "querían vivir como los hijos de buena familia". Querían dinero, a toda costa, lo mismo que los que no son apaches. Pero el apache no tiene miedo al gendarme: ésa es la diferencia. El apache es mucho más libre que las gentes honradas; se atreve a otras cosas; es animal de presa, veloz, audaz, napoleónico. Su tipo se aproxima al del soldado en pie de guerra, al del colonizador. Para él, la policía y la ley no son ídolos, no son más que obstáculos. Su ambición es respetable, fecunda y hasta republicana: enriquecerse. El burgués se enriquece en veinte años, el apache en cinco minutos. No supongáis que los procedimientos de ambos son esencialmetite distintos. ¿Cuánto tiempo habría resistido a la miseria parisiense con su salario ruin, el cobrador asesinado por Tíssíer y Desmarets? Los apaches concluyeron con él antes que la compañía; eso es todo. El crimen es la vida común, vista en un cinematógrafo más rápido. El apache suele ser un escorzo del ciudadano vulgar. El metal de su arma es el ordinario ... sólo que trabaja de filo.

Lo que pierde a los apaches es su prodigiosa estupidez. Y por cierto que no es culpa nuestra. Les instruimos cuando podemos. Desmarets se había distinguido en sus estudios elementales, logrando una beca. Sin embargo, se dejó coger como un imbécil. Un imbécil instruido, presenta una imbecilidad más variada que un imbécil ignorante; he aquí su único privilegio. Por ese lado fracasan nuestros esfuerzos en robustecer y armar a los criminales. Pero les volvemos doblemente exigentes. Un señor que conoce la regla de tres y la definición del participio y sabe las fronteras de Rumania, se cree con un derecho especial a ser alimentado. La idea fija del individuo educado es que le indemnicen de su educación. El hambre del obrero analfabeto es justa. La del ex alumno es injusta, y los apaches cultos son los más feroces. Y mientras tanto, las dos hambres pegan sus rostros de espectro a los vidrios de las reposterías, detrás de los cuales brillan los jamones bajo el esplendor de la luz eléctrica. Hemos multiplicado la tentación y facilitado las venganzas; hemos mezclado las desesperaciones con las harturas, dejando entre ellas la barrera invisible y salvaje del azar. Es el triunfo de la democracia. ¡Y hay quien se queja del aumento de la criminalidad! Yo la encuentro inexplicablemente reducida.

Los doctores buscan el remedio. Se habló del gato de nueve colas. "La cárcel, dice Faguet, debe ser un lugar de suplicio". El látigo es un suplicio económico sin duda, pero ¿tiene otra ventaja? Se cita a Inglaterra. No obstante, en muchos reformatorios americanos, los apaches fuman, comen bien, juegan fútbol y hacen música. Los resultados son aceptables. Hay quien legisla sobre el porte de armas. Por fin el senador Flaudín acaba de dar en el clavo. Es preciso modificar la ley contra los vagabundos. Cumplida su condena, el vagabundo será internado de dos a cinco años en un taller de disciplina. El vagabundo es el pobre supremo, la bestia errante, sin pitanza ni madriguera. Es la imagen del desastre social, un fantasma desmoralizador, disolvente: su sola presencia es un delito. Y el senador Flaudin, torturando a los vagabundos, rehabilitará las estadísticas...

¡Oh, doctores! ¿No comprendéis que los apaches son vuestros propios pensamientos, hechos carne y puñal? ¿No comprendéis que el ladrón y el asesino —débiles médiums del crimen de todos— ejecutan vuestros designios mudos? ¿Queréis que no se robe, que no se mate? Pues bien, cerrad vuestros códigos, y no codiciéis, no odiéis. ¿Queréis purificar el mundo? Es muy sencillo: "sed perfectos". El mundo os imitará silenciosamente.

VIVISECCIONES

LA FACULTAD de Medicina de Buenos Aires pidió a la Intendencia los perros sin dueño que se recogieran de la vía pública. La enseñanza necesita holocaustos. Pero en vista del indignado dictamen de la Sociedad Protectora de Anímales, la Intendencia se negó a entregar los perros. La Facultad protesta, y el discreto lector adivinará fácilmente los argumentos que se invocaron de una parte y de otra.

No nos ha de sorprender el triunfo de la Sociedad Protectora. Es más hacedero proteger a los animales que a los hombres. Invoque el hombre su condición de animal, y reclame también su lote de protección. Entonces resaltará el absurdo de proteger todas las especies a un tiempo. Porque son entre sí rivales y enemigas, se devoran sin descanso y viven del crimen. Moralizar la naturaleza sería destruirla. ¿Qué deseáis? ¿Que el tigre se haga vegetariano? ¿Qué diría la Sociedad protectora de vegetales? "Deseamos evitar el dolor, ya que no es posible evitar la matanza", se contesta. "Cloroformo a mis perros", replica la Facultad.

"No me ocupo sino de los anímales domésticos", objetaría la Protectora. Protegerlos demasiado sería contraproducente. No se olvide que existen porque nos sustentan, porque nos son útiles, y al proporcionarnos una utilidad nueva, la de estudiar en sus entrañas el medio de curarnos y de conocer mejor nuestra propia fisiología, se aseguran quizás una subsistencia más larga. Devueltos a la libertad, desaparecerían. Les hemos hecho incapaces de resistir el régimen salvaje de que fueron sustraídos, y el mal no tiene ya compostura. Estamos orgullosos de nuestro caballo de carreras, que lleva los huesos del píe convertidos en esponjas, y que sucumbiría pronto sin nuestros desvelos. Los anímales domésticos son monstruos cultivados artificialmente, no viables lejos de la civilización humana. Conseguimos bueyes sin cuerpo, carneros sin cuernos y hasta sin orejas, hemos robado al cerdo sus pelos y sus colmillos, reduciéndoles el hígado y el pulmón; hemos perforado el cráneo de ciertas gallinas y las hemos atrofiado las alas; hemos embrutecido a una multitud de seres; dejar de explotarlos sería aniquilarlos. La domesticidad —gran lección— quita los derechos a la vida. Entre los rebaños sometidos al dominio de las hormigas, los hay de unos pequeños coleópteros cuyo abdomen destila un licor agradable a las valientes trabajadoras. Estos coleópteros, llamados estafilinos, se han degenerado al punto de ignorar el modo de comer. Las hormigas tienen que empapízarles el alimento.

Si la sociedad protectora de estafilinos clama contra los que torturan por placer a los animales, en lo justo está. El que hace sufrir a un perro, sin causa legítima, es un malvado. Pero lo esencial es corregir, sanar, proteger al malvado. Proteger al perro es secundario. Mientras los perros no se protejan a sí mismos, seguirán siendo perros.

¿Proteger a los perros y desarmar la ciencia? ¿Por qué? La ciencia no es responsable de nuestras locuras. La ciencia no ha pretendido ser una religión ni una moral. Somos nosotros los que lo hemos pretendido. La ciencia en sí no es buena ni mala. Es un medio, un medio soberano de hacer el bien, si el bien está en nosotros. Refiriéndonos a lo más urgente, a la tuberculosis, al cáncer, ¿se prohibiría la vivisección? ¿Se prohibiría experimentar sobre un conejo vivo a un Jenner, que ensayó en su hijo la vacuna, a un Desgenettes, inoculándose el virus de los bubones de la peste, a tantos investigadores dispuestos al propio sacrificio? El ideal de no herir materialmente a nadie es imposible y es falso. No nos estremecemos, no respiramos sin asesinar en torno. Un pensamiento generoso no se yergue sin hacer víctimas invisibles. Desterremos el egoísmo, y matemos entonces en paz. Matemos con amor. Pasteur mató muchos conejos y muchos perros y rebajó una mortalidad de 16 por 100 a 7 por 100. No faltan quienes discuten aún el tratamiento y se ríen de estadísticas. Pero si descubrimos algún día un tratamiento mejor, se demostrará por las estadísticas. Diremos igual de la difteria, del tétanos. Lo que la biología debe a la vivisección es incalculable. No se da paso a la luz sin romper el muro.
No se comprende el universo sin abrirlo y agujerearlo, y todo conocimiento es una vivisección.

ARTÍCULOS DE SEÑORA

"LA MUJER no tiene estilo, asegura Lamartine; por eso lo dice todo tan bien". ¡Bah!, examinad la literatura verdaderamente femenina, la de los manuales devotos y gastronómicos, la de las revistas de modas, y decidme si no se la reconoce a la legua. Trasuda una pringue faubourg Saint Germain barata, mezcla de cold-cream, salsa mayonesa y emplasto milagroso. Las elegantes no pueden digerir en castellano, ni menos acicalarse y vestirse. Leed la crónica de la última fiesta social. Se reduce a una descripción de trapos. Hay trajes color bois de rose, fraise, mauve, vieux-or, etc. ¿Traducir al español? ¡Nunca! Sería arrebatar a las damas sus más nobles sueños. ¿Cómo renunciar a las delicias de las telas printinées y froutillées, a lo exquisito de pronunciar broderie en vez de bordado, tricorne en vez de tricornio, y jais en vez de azabache? ¿Habrá algo tan ideal como llevar un oiseau du paradis sobre la cabeza? Un "pájaro del paraíso" equivaldría a una gallina. Es del mejor tono adornarse con plumas ton-sur-ton. Los sombreros tope me sorprenden. ¿Tope? ¿Hasta el tope? ¿Será también francés? Tope-la significa "¡venga esa mano!" Quizá se trata de sombreros cordiales. En cambio, la peau de soie me encanta. Piel de seda, una seda que hace el efecto de la misma piel... ¡Eso sí que es feminismo!

¡Ay!, del interés que conceden a sus vestidos deduciréis la preocupación de las señoras de ambos continentes por su pellejo, por su vestido incambiable, definitivo y primero que Dios las impuso. ¡Quién tuviera una piel chic, a la moda siempre, una piel que no se hinche, que no reluzca, que no estire, que no cuelgue, que no se manche, que no se llene de granos, de irritaciones, de escamas y puntos negros! ¡Una piel que no se marchite, se arrugue y muera! ¡Quién conservara la luminosa piel de la niñez perdida! Recorred los copiosos consultorios de los periódicos del ramo. Las innumerables Mimís, Rosas de China, Totós, Lilianas, Tulipanes blancos y Violetas de Parma de la correspondencia anónima imploran el agua maravillosa, el ungüento prodigio que las hará aparecer jóvenes. ¡No envejecer, no envejecer! ¡Siquiera un siglo o dos de belleza, siquiera otro año! Y si la belleza auténtica es imposible, ¡oh charlatanes de la medicina!, prometed a las pobres mujeres una mentira piadosa, un simulacro, una sombra; hacedlas horribles a dos metros de distancia, pero deseables a cien. Y llueven las recetas, los consejos; pastas, lociones, harinas, grasas, polvos, linimentos, masajes, pulverizaciones, cremas, cataplasmas y duchas. Porque no es sólo la piel; son los dientes, que se oscurecen, vacilan y se pudren; son los cabellos que se enseban, se decoloran, se rompen, se bifurcan o sencillamente se van; es el vientre que desborda o las canillas que se secan. Y las víctimas se resignan a todo, a las dietas más repugnantes, a no dormir, a caminar sin descanso, a la tortura misma, inyecciones de parafina, máscaras de yeso, desolladuras, fulguraciones, aparatos de tornillos para estrechar la nariz, "hemisferios" y flagelación para levantar los senos que se ablandan. ¡Todo, hasta el martirio, con tal de robar por un instante la aureola de la vida! Tan profundamente apasionado es el acento de estas hembras desoladas, que estoy por ver en ellas las representantes del único feminismo indiscutible, el de las reivindicaciones no sociales, sino fisiológicas; el de la lucha contra la fealdad y la decrepitud.

A ese feminismo individualista, hábil en defender la seducción personal del sexo, alude Mlle. Lespinasse cuando afirma que las mujeres deciden de todo en Francia. Y la Francia del siglo XVIII no es la excepción. Ni Esther, ni Fluvia, ni Draga fueron francesas. En cuanto a las heroínas del taller y de la universidad, a las fanáticas que se reúnen, como en el Congreso de 1896, para declarar gravemente que la mujer es al hombre lo que el hombre al gorila; en cuanto a las sufragistas inglesas de hoy, que abofetean a los polizontes y echan pez y petardos en las urnas electorales, no sé. . . ¿Son mujeres, ángeles o arpías? ¿Son formas fecundas o son monstruos? ¿Qué replicar a los escépticos, para quienes una creado- ra en ciencia, en arte o en política es un caso psiquiátrico, cuerpo de mujer con alma de hombre? Fuera del terreno anatómico, ¿qué es un hombre, qué es una mujer?

La eterna cuestión: ¿conquistarán las mujeres el poder a costa de su propio sexo? Pero la mujer completa es la madre, y el feminismo supremo no consiste en defender la voluptuosidad sino la prole. ¡Cuidado con semejante política! Napoleón le tenía algún asco: en el motín de Caen (1811) advirtió que las mujeres iban al frente. . . "¡Hacedlas fusilar como a los demás!" Son las fatales, son las que sitiaron el palacio de Versailles después de la toma de la Bastilla; son las que hubo que barrer a tiros en San Petersburgo y en Barcelona; son las que volverán, furias sagradas cuyo gesto cierra cada época histórica y abre las esclusas! del futuro.

H A L L E Y

EL COMETA de Halley sigue acercándose. Irá destacando su pálida cabellera y su penacho de fósforo. Tal vez aparezca casi apagado, medio exánime. Tal vez, irritado y magnífico, barriendo las estrellas con su enorme cola, como hace cuatrocientos años. Porque estos señores de la noche cambian de brillo y de forma de mes en mes, hasta de día en día; su masa impalpable se agita, se contrae, se disloca, se disuelve; sus gestos abrazan cientos de miles de leguas; su luz se exaspera o se extingue a semejanza de un ojo moribundo; avanzan desmelenados trágicamente a través del negro infinito, y sucumben al fin, después de millares de épocas, deshechos en ese polvo cósmico que de tiempo en tiempo acaricia la atmósfera terrestre con una fugaz lluvia de chispad. Sería imposible reconocerlos si no fuera por su ruta. Los planetas son los clásicos y los cometas, los románticos del sistema solar. La ciencia se inclina hoy a tenerlos todos por hijos del sol. Yo quisiera todavía creer que algunos son mudos y extraños mensajeros de las regiones absolutamente desconocidas del universo, enviados de astros y de nebulosas que jamás llegaremos a adivinar, o de los pozos tenebrosos del espacio, que Lockyer supone ocupados por materia muerta, inmensos cementerios flotantes en el éter. Yo quisiera poder aún pensar en los cometas con una especie de sublime horror.

Pero el hombre mide lo que le rodea. Newton, por ejemplo, medía de una manera implacable. Comprendió lo que ya Séneca había presentido y trató de establecer la periodicidad de los cometas. Halley midió el galope del suyo con bastante exactitud para predecir, meses más o menos, la fecha del retorno. Murió, como tantos de nosotros, sin contemplar el mundo prometido, que tarda tres cuartos de siglo en repetir su visita. Los astrónomos actuales son capaces de calcular el perihelio del cometa de Halley con un error de unas cuantas horas. ¡Qué precisión terrible! Todas las influencias se han pesado, la del colosal Júpiter, la del remoto Urano y del remotísimo Neptuno, y también la del fantástico Saturno, maravilloso enigma del firmamento. Y si el monstruo falta a la cita de la razón, sí adelanta o retrasa su presencia, signo será de que en las profundidades de su carrera, más allá de Neptuno, el amor de un planeta ignoto ha doblado la curva de su curso, a distancias inimaginables, en el beso transparente de las órbitas. El cometa de Halley ha sido visto desde el 12 de setiembre, por un telescopio en cuyo fondo miraba una retina más sensible que la nuestra, la retina fotográfica. En 1835, cuando el último paso, no teníamos la fotografía, no teníamos tampoco el
análisis espectral, que nos permitirá averiguar de qué gases está compuesto el cometa de Halley. Quizá él se sienta herido en sus entrañas, cada vez más hondamente a cada regreso, por el pensamiento de los hombres. No somos aquellos que caían de rodillas, juntando las manos, ante la majestad de los meteoros. Somos otros, somos los herejes, somos los violadores del misterio. Somos los dioses jóvenes; somos los que se ríen de Dios. ¿Cómo respetaríamos un simple cometa? ¿Qué nos importa que haya espantado a las gentes, desde antes de la venida del Cristo, según consta en los anales de los chinos, esos notarios de la humanidad, que todo lo registran sin explicar nada? ¿Qué nos importa que haya anunciado la derrota de Atila, o la conquista de Inglaterra por los normandos? En 1456 anunció las correrías de Mahomet II, y el papa —un papa que se llamaba Calixto— se asustó mucho; de entonces acá se alborotan las campanas católicas a mediodía. No hay inconveniente en que anuncie ahora la destrucción de Marruecos, o la próxima bomba. Cualquier momento es bueno para anunciar calamidades y crímenes. La aurora lo hace cada mañana.

Y acaso el cometa de Halley tenga sobre sí la triste tarea de anunciar igualmente las ignominias de Marte y de Venus. No: el cielo no se ocupa de la tierra; somos nosotros los que nos ocupamos del cielo. Es a los astros a quienes toca asustarse. Cometa soñador, espectro errante de las eternas sombras, ¡tiembla de nosotros! Nuestras matemáticas siguen sin descanso tu desmesurado derrotero, y saben dónde estuviste, dónde estarás, dónde debes estar y por qué no estás donde debes. Abrimos tu seno, contamos las ondas de tu ser, fotografiamos tus convulsiones y especulamos sobre tu muerte. Cuando vuelvas, en 1986, arrastrado por las inflexibles fuerzas siderales, y entres de nuevo en el círculo de nuestra energía, más poderosa que la de Júpiter, ¿qué suerte será la tuya? Prepárate a la probabilidad de perecer desgarrado por nuestras máquinas, y de que hagamos prisionera la gasa celeste de tu cuerpo. Porque somos los microbios invencibles, los insaciables átomos que lo devorarán todo. Nuestra locura es la de conocer, y conocer es poder; hemos prendido fuego a las cosas con la Idea, y la realidad está ya ardiendo.

EL SAFARÍ
EN EL vocabulario del alto sport moderno, un saƒarí (corrupción del árabe, según explicó en una conferencia el naturalista E. Trouessart) es una expedición cinegética al África ecuatorial. Roosevelt, al pretender alborotarnos con su safari, no ha hecho más que seguir la moda de los ingleses ricos. Uganda, lago Victoria, fuentes del Nilo, ¡engañadores nombres mágicos! Tenebroso continente, desiertos, selvas vírgenes, fieras imperiales, tribus antropófagas, huesos calcinados de caravanas perdidas. . . todo eso se acabó. Horrible es decirlo: hoy se va en ferrocarril al lago Victoria. ¿Que hace calor? Ventiladores y hielo. Hay reglamentos de caza; hay cotos reservados. La licencia cuesta cincuenta libras; os da derecho a matar dos elefantes, dos rinocerontes, dos hípotamos, dos antílopes grandes, y cierto número de piezas menores. Un suplemento de 16 libras os permite añadir a la lista un elefante adulto. Un segundo suplemento de 5 libras vale por un rinoceronte o por una jirafa. Dos agencias, con oficinas en Londres, os transportan, y os proporcionan las indispensables bestias de carga: treinta o cuarenta negros para cada europeo. Negros dóciles, hasta instruídos. Algunos saben francés y alemán. Apaches y cosas parecidas sólo quedan ya en Paris. Animaos. Sin contar los gastos, no excesivos ciertamente, de equipo y de viaje por mar, un safari sale a 500 pesos oro por persona y por mes. Ni siquiera es caro. Dentro de pocos años será tarde; habrán desaparecido los restos de las bellas especies salvajes, ahora fusiladas con arreglo a tarifa, como desaparecieron, a manos de nuestros antepasados prehistóricos, el mamut y los felinos spelaei. Aprovechad el momento, aunque seáis avaros de vuestra piel. Sospecho que los peligros del saƒarí, cuente lo que quiera Roosevelt, se han reducido a un lamentable minimum. En el peor de los casos se trata de un ejército, provisto de carabinas perfeccionadas, contra un pobre león extraviado. Se concluyeron los duelos de los Gérard con el “rey de los animales", las noches trágicas en que un Bombonnel sentía crujir su cráneo entre las fauces-tenazas de las panteras. La actualidad es más segura y más ingeniosa. Las víctimas son a la vez sorprendidas por el cañón y por el objetivo. Al lanzarse sobre el cebo, encienden automáticamente el relámpago de' magnesio y se fotografían a sí propias.

La plaga de la civilización está en marcha, y nada la detendrá. Se desvanecen de los mapas las manchitas negras que designaban regiones desconocidas. Vendemos jabón en el Tibet, Astorga hace en el Chaco propaganda vegetariana y el Polo ha sido profanado. Bajo el sol tórrido, igual que entre icebergs, resplandecen los anuncios del chocolate Menier. El esquimal y el malayo empiezan a usar corbata y lentes. Por doquier, bajo todas las latitudes, el mismo hotel donde se guisa el mismo menú seudofrancés, y se estilan las mismas polleras del boulevard y los mismos pantalones británicos. El ferrocarril se enrosca a las nieves eternas, y el paso del automóvil no entretiene ya ni a los cafres. No hay abismos ni cumbres que se vean libres del servicio telegráfico y de parlamentos. Por toda la redondez del Globo, cinematógrafo y esperanto, laboratorios y cuestión social. Por todos lados ciencia y hambre. ¿A dónde huir? ¡Oh Wright, oh Latham, qué bien os comprendo! Cuando los últimos saƒarís no hayan dejado vivas más que las especies domesticadas, y falten hasta razas inferiores que linchar; cuando el suelo y el aire estén saturados de cultura positiva y mientras abajo se respire a máquina, arriba se circule geométricamente, cuando en el planeta-ciudad haya fallecido el misterio, ¿qué será de nosotros? Espero que las estrellas -las castas estrellas, como decía Macbeth- estarán bastante lejos siempre para no ser contaminadas por el hombre. Espero también que nunca perecerá la salvadora masa de los desesperados, en cuyo seno se refugiarán las catástrofes desterradas de la naturaleza a fuerza de matemáticas y de quimica. Espero que estos brutos, un buen día, hartos de una tierra en cuya fatigada superficie no habrá sitio para que coloquemos un trazo más y prosigamos escribiendo nuestra historia, tomarán la esponja y la pasarán vigorosamente por la vieja pizarra. Espero que sacarán de la muerte la virginidad que perdimos. Espero que recobraremos algo de la dichosa ignorancia, madre de toda paz, y que, por un espacio breve, se nos devolverá la ilusión de recomenzar la vida.

SUICIDIOS
No HACE mucho tiempo que, en el Uruguay, una niña de tres años, resuelta con terrible lucidez a matarse, conseguía desgarrarse las entrañas. Pocos días ha que un honorable empleado de esta capital, después de abrirse de un tajo las carótidas, dejaba cerrada sobre la mesa la navaja de afeitar con que se había degollado. Acabamos de leer entre los telegramas europeos la historia de esa tribu armenia que, harta de miserias, de hambre y de persecuciones, se ha suicidado en masa.

Resulta fácil declarar locos a los que se suprimen. Pero desgraciadamente en muchos casos nuestra ignorancia no encuentra otro síntoma de locura que el mismo sombrío desenlace. No son los enfermos de la carne y los exaltados los únicos que mueren a manos de su propia voluntad. Los prosaicos y los robustos caen también en ese vértigo irremediable que, a veces, absorbe hasta a las más sólidas inteligencias. Un joven vienés lleno de salud y de talento, se envenena a los veintiún años. Sus padres hallaron sobre el cadáver un papel, y en el papel una línea: “Me mato por curiosidad". Desde el lord inglés que se pega un tiro porque en el patio de su casa, construida según los planos de un palacio italiano, no suenan los ecos de la voz igual que en el original, hasta el desgraciado que cede en la sombra a la espantosa seducción y sucumbe sin dar explicaciones porque no sabe escribir, sentimos, a través del hastío mediante el cual se analizan puerilmente tantos suicidios misteriosos, la formidable presencia de una idea. Es la idea quien asesina, la idea obstinada como una venganza y aguda como un puñal. “No somos nosotros los que tomamos el revólver, sino el revólver el que se apodera de nosotros", ha dicho Paul Bourget, y una angustia más íntima nos penetra al considerar los enemigos fatales que nacen y se desarrollan silenciosamente en nuestra alma hasta estrangularnos un día. Fantasmas sin cuerpo y sin piedad, fúnebre voluptuosidad del abismo. Además de los mil peligros de la existencia cotidiana, y de la asechanza de innumerables gérmenes morbosos, existen funestos gérmenes morales, dotados análogamente de multiplicación y de contagio. El suicidio adquiere en ocasiones carácter de epidemia. Ha habido que derrumbar conventos donde las monjas, a pesar de todos los castigos ultraterrestres imaginables, se iban arrojando desde el tejado, a imitación unas de otras, y un coronel francés mandó quemar hace algunos años una garita donde se suicidaban de nochetodos los centinelas del regimiento. Hay un pánico que huye del desastre, y otro pánico que arrastra hacia él.

Mas la impresión profunda y disolvente que nos causa el suicidio ajeno no es debida tanto al poder de la obsesión mortal como a la extraña naturaleza de esa obsesión. No es la muerte lo que nos abruma sino el deseo y el designio de morir. Que un ser organizado, que una fuerza perezca bajo el peso victorioso de fuerzas superiores, está bien. Eso es la vida. Pero que una fuerza se vuelva contra si misma, que el animal humano en una contorsión infernal se desgarre con sus propias uñas, he aquí lo que nos hiere en las raíces de nuestra lógica y de nuestros instintos fundamentales. El hecho de que aspiremos a aniquilarnos y, sobre todo, el hecho de que lo podamos realizar, destruye el equilibrio interior del universo y refuta a Dios.

Se suele afirmar que el suicidio es una cobardía. El suicidio puro, el suicidio egoísta (no el suicidio heroico o religioso que, lejos de negar la vida, construye y glorifica una vida más potente y más amplia) , será siempre para el individuo normal un acto de valor que nuestros abuelos llamarían satánico. El suicida, desde un terreno inaccesible, desafía al destino, se burla de la Providencia conocida o desconocida, y en las tinieblas donde se hunde, por su capricho, levanta una acusación que jamás será acallada. Es arrogante ordenar como a un lacayo al monstruo negro que todos esperamos temblando, y salir del mundo como de una visita. El prestigio estético del suicida no se discute. Musset dibujó con eficaz poesía al orgulloso Rolla en uno de los poemas más hermosos del siglo XIX, y el Werther de Goethe ha puesto al alcance de muchos amantes las pistolas enviadas por Carlota.

Contrario a todo elemento activo, el suicidio es odiado y perseguido por la razón y por la fe. Mientras haya un hombre que se mate, la humanidad está amenazada. Cada suicidio es un remordimiento para todos, una desconfianza del futuro, una inquietud pertinaz de que hay que curarse a toda costa. Cuando en Esparta empezaban
a suicidarse las vírgenes, un sabio legislador dispuso que los cadáveres desnudos fueran públicamente expuestos, y así cortó radicalmente el mal. El pudor dió hijos a la patria. Pero ¿qué remedio encontrar al suicidio moderno, que es ya casi un hábito social y recuerda el frenesí funerario de la decadencia romana? En los corazones principio de siglo no quedan las virtudes de una pieza, sillares de las costumbres, y el infinito firmamento está vacío de promesas y de dioses. El suicidio de ahora, múltiple y fugitivo como la democracia misma, parece una de esas vegetaciones malignas que revelan en los cuerpos degenerados la próxima corrupción de los tejidos.

A esta época le falta serenidad. Vacilamos bajo la masa cada minuto más enorme de la ciencia positiva. Los fenómenos físicos, que por fin han entrado en nuestros ojos y se han instalado en nuestro pensamiento, aúllan en torno de nosotros y nos enloquecen. Queremos ajustar nuestra conducta a la fría y brutal realidad objetiva, y violamos la antigua y armónica dignidad de nuestras personas. Por nuestra mente dislocada cruzan espectros delirantes, y no reflexionamos como hombres, sino que corremos como máquinas. Somos ya incapaces de contemplar la vida con el amor inteligente y tranquilo de los que hicieron del Mediterráneo la cuna de las razas elegantes y la fuente de toda belleza; somos incapaces aún de contemplar la muerte con placidez, y de sacar de ella nuevos argumentos para vivir y nuevas imágenes para ennoblecernos.

Nuestras relaciones con la muerte se reducen a una higiene pedante, meticulosa y mezquina, inspirada por el miedo práctico que nos distingue de las generaciones pasadas, y a una demencia pasajera, engendradora de suicidios vulgares. La muerte, a semejanza de las demás augustas leyes naturales, merece ser tratada con más elevación, y, ¿por qué no decirlo?, con más religiosidad. Paulina, mujer de Séneca, quiso morir como él, pero de orden de Nerón le cerraron a tiempo las venas. Conservó siempre una palidez mortal. Que un poco de esa sagrada palidez purifique nuestras frentes, demasiado inclinadas a la fútil conquista de la política y del dinero.


REVOLUCIONES
ES EN LA América latina excesivamente raro todavía que los partidos caigan del poder en el parlamento o en las elecciones. Para ese comercio democrático los gobiernos disponen del tesoro, y por lo común consideran deber sagrado agotar los dineros del país antes que renunciar a seguir haciéndolo dichoso. La revolución ha surgido como un procedimiento normal, que favorecieron el carácter, la topografía y la industria. Con el criollismo ecuestre y trashumante, lo primitivo de las comunicaciones y la hacienda que se encontraba en el camino y que permitía renovar los montados y preparar el churrasco diariamente, fué fácil hacer política opositora. Una revolución resulta más barata que una campaña electoral. El único gasto imprescindible es el armamento. Los demás son pagaderos después de salvar a la patria. Se comprende que haya habido gentes ocupadas sin descanso en salvar a la patria por este sistema; así Bentos Xavier, que durante muchos años llevó “revoluciones” a Mato Grosso con regularidad implacable. Algunos pesimistas hablan de bandolerismo, lo que me parece injusto. La diferencia entre una correría de bandoleros y una correría de patriotas es cuestión de éxito, y hasta hace poco las revoluciones solían tener buen éxito. A veces bastaba un conato subversivo, con suerte en los primeros choques; los combatientes descubrían de pronto que eran hermanos, lloraban, se abrazaban y se repartían los puestos públicos, quod erat demostmdum. Una revolución, en fin, si acaso no lo es ya, era negocio, y para fletarlo se conseguían capitales extranjeros. Naciones fuertes, ricas, hábiles en la intriga internacional, y cuya evolución adelantada las había impuesto un régimen interior relativamente estable, colocaban sus fondos en la empresa de alborotar la casa del vecino más débil. Enviaban ministros a beber el cliquot cordial de
 os banquetes diplomáticos, y al mismo tiempo vendían fusiles a los conspiradores. Exportaban su política sobrante...

De esa política se me figura que está ausente el pueblo, entidad que tanto abunda en las actas de las sesiones, en los editoriales, en los discursos de mitin. Se le hace decir al pueblo lo que se quiere porque se sabe que no existe, a lo menos como masa compacta, activa, susceptible de empujes formidables y ciegos. Me explico que Rosas, después de una larga tiranía, se haya embarcado tranquilamente, y que el doctor Francia, maravilloso basilisco, haya muerto de viejo; no tenían que temer el puñal de la venganza anónima. Detrás del regicida o de la Corday palpita siempre un pueblo desesperado, el de las verdaderas revoluciones, que en América falta por la baja densidad de población, y sobre todo -gracias a los diosespor lo soportable de la vida. En Europa es distinto. En Europa hay 8 ó 10 revoluciones latentes. Francia incuba el monstruo en las minas y en los talleres, España en los barrios bajos de Barcelona, Italia en los de Milán y Turín y en las campiñas del Sur, Rusia en todo el territorio; Inglaterra tiene también su revolución, pero en la India. Es difícil imaginar la crueldad con que los gobiernos intentan reprimir lo inevitable. Cuando las matanzas de Polonia en mayo de 1908, las autoridades, una vez proclamado el estado de sitio, publicaron el siguiente aviso: "Se nos pregunta si es permitido salir pasadas las nueve de la noche. Informamos a los habitantes que no hay ninguna prohibición al respecto”. Y una señora escribe: “Después de cenar me asomé con los niños a la ventana. A eso de las nueve y media, cuando la calle estaba casi desierta, vimos salir a una mujer de una casa próxima y dirigirse con prisa hacia la calle Pavia. Supimos más tarde que era la mujer de un obrero, y que iba a buscar un médico para su hijo que se había enfermado de repente. Aparece un soldado, se echa el fusil a la cara, y la deja muerta a sus pies. Los niños gritan. El soldado levanta la cabeza y, amenazador, se pone a apuntar a la ventana. Cierro y me llevo a los niños. Hacia las cuatro, me acerco a la ventana. La calle está desierta.


Se oye el paso cadenciado de los agentes. De repente, un hombre sale de nuestra casa. A la luz de un farol distingo sus facciones. Es M. Laudan. Sus amigos no querían dejarlo partir, pero él se empeñó en volver a su casa, donde le esperaba su familia, llena de angustia. Apenas da unos pasos y un soldado surge, lo agarra y lo golpea.
Veo al militar registrar los bolsillos de M. Laudan y golpearle aún. Después un bayonetazo en la cabeza. M. Laudan, ensangrentado, cae. El soldado se aleja con su paso tranquilo. Al cabo de algún tiempo, veo a M. Laudan arrastrarse en cuatro patas hacia Pavia y desaparecer a la vuelta de la calle...”

En las cárceles de Rusia, los centinelas tienen orden de fusilar a los presos por las ventanillas de los calabozos. Recientemente, en Riga, asesinaron así a Emma Doster, a Emma Podzine y a Eduardo Pela, prisioneros políticos. Pela estaba peinándose: sonó un tiro y una bala le atravesó el cráneo. Emma Podzine fué herida en el vientre. Predkalne, el 15 de noviembre último, interpeló al gabinete Stolypine sobre estos hechos. La Duma encarpetó el asunto.

Esperamos que en la América latina se hagan imposibles hasta las seudo-revoluciones. El ambiente se transforma; el ejército, mejor pagado, es más útil: se trabaja y se lucra fuera de los ministerios y de los comités; la riqueza aumenta; el cuerpo nacional, más pesado y más sólido, no se convulsiona en un dos por tres; los telégrafos y los ferrocarriles son órganos de paz, y los progresos de la moral cosmopolita se oponen a ciertos complots internacionales. Hemos tenido el gusto de ver fracasar unas cuantas “revoluciones” seguidas (Argentina, Paraguay, Uruguay) y sin duda fracasará la que se nos promete como el número más interesante de los festejos del centenario.


PÍO X
ES EL SUYO un pontificado movido. En poco tiempo Hemos presenciado la campaña antimodernista  -bastanTe justificada puesto que ante lo Eterno nada hay moderno, ni para Dios puede haber novedades-; la agarrada con Roosevelt, que a causa de ocurrírsele rechazar la audiencia condicional del papa se ve ahora tratado por los católicos de Estados Unidos con una frialdad de mal agüero para las próximas elecciones; el alboroto que produjeron entre los protestantes alemanes los desahogos sobre la reforma; las amargas consecuencias de la ruptura con el estado francés; el cuerpo a cuerpo con Canalejas; la revolución de Portugal... Y el último golpe es el que más duele; sin esperar el dictamen del Santo Oficio, Pío X ha revocado en sus funciones a monseñor Netto, patriarca de Lisboa, que se había adherido con excesiva celeridad al gobierno de Teófilo Braga, profesor y hereje.
En Francia el número de los niños que practican el culto romano disminuye sin cesar. El Papa, en una reciente enciclica, ha intentado volverlos al redil imponiéndoles la primera comunión. a los siete años, en vez de losdoce, resucitando así los métodos tradicionales de los antiguos concilios. La edad de la escuela laica y del taller socialista se va haciendo impermeable a ciertas ceremonias litúrgicas. Sólo dentro del hermético recinto de los seminarios se conservan hasta más allá de la adolescencia ejemplares humanos sensibles a los reactivos del altar. A los siete años comulgarán doble número de niños que a los doce -admitámoslo-; pero, ¿dejará huella en sus almas el sacramento? ¿Se sentirán ligados, comprometidos por él? Monseñor Chapon, obispo de Niza, lo duda; en cartas confidenciales, que han visto la luz merced a la indiscreción de un prelado, se lamenta del frÍvolo prosaísmo con que se administrará la Eucaristía a seres casi inconscientes. El escándalo de esta irreverencia ha sido grande, y el retiro de monseñor Chapon  -a quien no salva la honestidad de su apellido-, es cuestión de semanas.

Por otra parte, una porción de sacerdotes, filólogos, entre los cuales se destaca el abate Loisy, estudian las sagradas escrituras con el rigor crítico de la ciencia contemporánea. Ninguno de ellos se acuerda de que la Biblia, según el Syllabus, es una taquigrafía tomada al Todopoderoso. Monseñor Duchese - elegido miembro de la Academia Francesa- se ha hecho culpable de una exégesis demasiado sensata y un jesuita le acusa ante el tribunal de la Inquisición. La disciplina del conocimiento y las fuerzas sociales se organizan, en toda su enorme plenitud, a espaldas del Vaticano. Mientras la Iglesia subsiste invariable, el mundo crece; el catolicismo es una lámpara que nos hemos olvidado de apagar al amanecer. Apenas perceptible, sigue ardiendo en medio del día, ella, que nos ha protegido en medio de la noche. El mundo no es ya una prolongación del templo. Lo grave es que no se opone al templo, sino que lo ignora; no dice cosas contrarias, sino que emplea un lenguaje diferente. La conciliación es absurda, fuera de lo inefable. Con buena voluntad, fabricariamos un Dios seudo-científico, legislador de los átomos, pero no sería el de Pío X. El cólera no diezma hoy a los beduínos por ser musulmanes, a los mujiks por ser cismáticos, ni a los napolitanos por ser apostólicos, sino por ser ignorantes y puercos. El nuevo Dios no castiga tanto la falta de fe como la falta de higiene.

Se trata de defender al Dios viejo. La religión católica y todas las religiones se apoyan en un fondo real: el sentimiento de lo infinitamente misterioso. Este fondo es común a la ciencia, y los sabios de verdad son los que descubren, no más certidumbres, sino más misterio. El mejor fruto de la sabiduría es saber medir la profundidad de lo que no se sabe. Hay supersticiones de la ciencia como de la religión, y el librepensador de café, hermano gemelo del santo de sacristía, está convencido -¡infeliz!~ de que el telégrafo Marconi y los aeroplanos ponen en el mayor ridículo a San Pablo, a San Francisco de'Asís y a Santa Teresa. Por eso, para el vulgo, que no puede más que pasar de una superstición a otra, el divorcio con el catolicismo es fatal. ¿Se retardaría tornando al misterio primitivo, al silencio ardiente de las primeras comunidades, hasta que se fuera obteniendo un idioma religioso que se adaptara a nuestra época? Pío X, lejos de continuar la política flexible de León XIII, se obstina en subrayar los dogmas menos dignos de excusa. Niega la sepultura cristiana a quien no haya confesado y comulgado, y lo curioso es que, dentro del dogma, se ingenia en asegurar los recursos pecuniarios de la Iglesia, permitiendo, por ejemplo, la cremación de los cadáveres, y favoreciendo a la compañía de Jesús, hábil banquera, la cual, después de la constitución Sacrorum antitistum, que prohibía diarios y revistas en seminarios y conventos, es obsequiada con el monopolio de esa misma prensa, gracias a un escrito pontifical. Está bien... pero, ¿por qué no dejar dormir -y morir- los dogmas anacrónicos, de los que nadie se ocupa, ni siquiera para refutarlos? ¿Acaso la Iglesia no se ha transformado, añadiéndolos, hasta en el siglo XIX, como el de la Inmaculada Concepción (1854) y el de la Infalibilidad (1870)? Que se transforme abandonando los más intolerables...

Pío X no lo entiende así. ¡Tipo dramático el de este Papa, remachando con furia los clavos que fijan el catolicismo a las edades muertas! Algunos cardenales obedecen de mala gana. Uno de ellos decía:
-Nuestro Santo Padre peca sobre todo de una leve ceguera que le impide ver y juzgar con tino las tendencias de nuestro tiempo. ¡Ah! Quiera Dios abrirle los ojos... o cerrárselos -añadió dulcemente.


JUVENTUD DEL PESIMISMO
EN LA literatura universal, las fórmulas de optimismo, de esperanza, envejecen pronto. Se nota que por lo común están vinculadas a sistemas religiosos, a circunstancias históricas, a modas intelectuales, a series, en fin, de aspectos efímeros. Pero las expresiones de negación, de ironía, de pesimismo, conservan una maravillosa frescura. Se diría que se mantienen por sí solas, aisladas de lo contingente, como apoyadas en secreto por una realidad inmutable. No abrimos la Biblia sin dar un vistazo a los versículos del Eclesiastés O de los Proverbios, porque Salomón es un crítico -el único de la antigüedad hebrea-. Oíd esto:
“El pobre es odioso aún a su amigo. -Quien alza su portada, busca su ruina-. Volvemos a nuestra fatuidad como el perro a su vómito. -No seas demasiado sabio (¿veis la sonrisa de Anatole France?)   quien añade ciencia, añade dolor-_ Aborrecí la vida (Espronceda) ...; el hijo del hombre y el animal tienen la misma historia (Darwfin) ...; tienen la misma respiración. -Alégrate mientras vives en la luz, pues los días de tinieblas serán numerosos-. Alabo a los muertos más que a los vivos, y más que a todos ellos al que todavía no fué”.

Es, casi literalmente, lo que han dicho los griegos (Teognis, Sófocles): “lo mejor es no nacer, y una vez nacido, volver lo antes posible al lugar de donde se nos
trajo"»
Hace poco, se leía en algunas revistas inglesas estrofas por el estilo de las siguientes:
“¡Ay, amor míol, llena la copa que libra al Hoy de las pasadas añoranzas y de los temores futuros. ._ ¿Mañana? ... tal vez mañana perteneceré yo mismo a los siete mil años del Ayer.
“Algunas veces pienso que nunca florece tan roja la rosa como donde sangra algún César enterrado (no, no es Shakespeare); que cada jacínto que adorna el jardín ha salido en su regazo de alguna cabeza en otro tiempo amable. Y esta deliciosa yerba sobre la cual yacemos, cuyo verde tierno flanquea la orilla del río... ¡Ah! apoyémonos en ella suavemente, porque ¡quién sabe de qué labio invisible y en otro tiempo amable brota!
“¡Oh! ven con el viejo Khayyam, y deja hablar a los sabios; una cosa es cierta, que la vida huye; una cosa es cierta, que el sueño es mentira. La flor que ha florecido una vez, muere para siempre.
“Yo mismo, de joven, frecuenté con ardor a doctores y a santos, escuché grandes argumentos sobre esto y aquello; pero siempre salí por la puerta por donde había
entrado.
“Vine a este universo sin saber por qué ni de dónde, como el agua que corre a pesar suyo; y me voy, fuera de él, como el viento a lo largo del desierto -no sé a dónde-, soplando a su pesar.
“¿Qué? ...  Sin consultarme, lanzado aquí... ¿de dónde?... Y sin consultarme, arrojado de aquí... ¿a dónde?  Ahoguemos en otra copa y en otra copa la memoria de esta insolencia.
“Mientras florece la rosa a orillas del río, bebe el rubí de la vendimia con el viejo Khayyam, y cuando el Ángel se acerque, a ti, ofreciéndote su más tenebrosa bebida,
tómala y no tiembles.
“El dedo se mueve y escribe: y habiendo escrito se va; ni toda tu piedad, ni todo tu entendimiento le moverán a cambiar media línea; ni todas tus lágrimas bastarán a
borrar una palabra.
“Y ese cuenco invertido que llamamos cielo, bajo el cual, arrastrándonos, vivimos y morimos; no levantes tus manos hacia él, pidiendo ayuda, porque, impotente, rueda como tú y yo..."
¿Versos inéditos de Leopardi, de Vigny?, interrogaréis. No: versos de un tal Omar Khayyam, que vivía en Khorasan, allá por el siglo XI.

Otra forma del pesimismo es la desconfianza y el desprecio de la mujer. El pesimista, trátese de la muerte o del amor, siente con penosísima vivacidad que no es sino un instrumento en manos de alguien o de algo que no se digna dar explicaciones. La teoría que hace del enamorado un juguete del genio de la especie (¿de la especie?; también las especies se extinguen) surgió, como era de prever, en el cerebro de un pesimista: Schopenhauer. El escéptico amoroso sufre doblemente, en su razón humillada y en su carne que se niega a razonar...
Oíd:
“Las palmeras que ondulan en la tempestad están envidiosas de su esbeltez, y las estrellas están celosas de las dos estrellas que se encienden en el fondo del pozo cuando ella se inclina para sacar agua. Su tez tiene el color del huevo de avestruz. Sus dientes son pétalos de jazmín alineados. Su lengua es un pájaro en una jaula perfumada. Sus brazos han conservado el reflejo de la primera aurora del mundo. Sus uñas son capullos de rosa, y las rosas de sus senos hacen palidecer la púrpura del hidjab.

“Para crear a mi bien amada Dios agotó todos sus tesoros, y cuando pensó en hacer su corazón no le quedaba más que un hueso de dátil.

“Cuando me enterréis, rogad a Leila que os entregue ese hueso de dátil, y sembradlo no lejos de mi tumba: nacerá de él una palmera que me recordará la esbeltez de mi bienamada. Pero si soy yo quien entierre a Leila, haré crecer un áloe no lejos de su tumba, para que las espadas de esta planta la recuerden lo que me ha hecho sufrir”. ,
¡Ah! exclamaréis ¡Esto es Heine puro! No; es de un tal Ebn Tahar, que vivía en España, allá por el siglo X, y cuyos Kacídas se acaban de encontrar en Tombuctú . . .
Las amargas aguas del mar no pueden corromperse. La poesía más amarga es la que más dura.


AJEDREZ
EL TORNEO de Buenos Aires, en que ha salido triunfante el señor Mom, y el match de éste con el señor Villegas, han dado actualidad al ajedrez entre nosotros. Mom, Villegas y Lynch alternan en el campeonato argentino; no son maestros, sin duda, y cualquier profesional europeo podría "cederles un caballo", pero la afíción cunde, las distancias se estrecharán. ¿Por qué no habrían los latinoamericanos de distinguirse en el admirable juego? No es cuestión de raza. Inventado por los hindúes hace miles de años, fué brillantemente practicado por árabes, persas, moros, italianos, castellanos, franceses, ingleses, turcos, alemanes y eslavos. Si exigiera sólo dotes de minucioso y frío calculista, ¿cómo explicaríamos que España, estéril en matemáticos, haya producido a Ruy López, y que un cubano, Raúl Capablanca, acabe de vencer al famoso Marshall, campeón de Norte América? Los ingleses, lamentables músicos, tienen soberbios jugadores; Philidor, rey del ajedrez en su tiempo, era músico, y el poeta ingenuo Musset, buen aficionado, mientras Dechapelles, que daba "peón y salida" a todos sus rivales, prefería el whist. En cuanto a los que en el ajedrez ven la imagen de la guerra, recordémosles que el pacifico Rousseau jugaba mejor que Bonaparte. Se trata de una aptitud especial, compatible con los temperamentos más diversos y hasta con inteligencias mediocres. Los derrotados no deben sentirse heridos en su amor propio de personas ilustradas. Se puede tener mucho talento y perder Siempre al ajedrez.
Los juegos físicos proceden por aproximación. Quiero decir que, aunque alteréis un poco las jugadas, siguen siendo jugadas y hasta conducen por lo común a un resultado igual. El jugador de fútbol no mide los gramos de sus kick, ni el de billar los centigramos de su tacazo, lo que de no serles imposible les seria casi inútil. En cambio, el ajedrez es exacto. Sus jugadas son únicas, indeformables, y las que aparentan similitud suelen producir efectos divergentes. El ajedrez se libra de todo azar y de toda incertidumbre técnica. Constituye una combinatoria rigurosa. Las combinaciones del deporte son infinitas porque son vagas. Las del ajedrez son limitadas porque son absolutamente precisas, y gracias a ello susceptibles de reproducción y de análisis completo. En teoría, los que hacen del ajedrez un ejercicio de cálculo puro no se engañan. Dentro de unos cuantos billones de siglos será ocioso continuar jugando, puesto que se habrá agotado el número de partidas posibles y nos encontraremos obligados a repetir las viejas. Es más; el ajedrez, que no es una ciencia, puesto que no es una filosofía, es, sin embargo, un encadenamiento lógico; si no contiene teoremas, contiene problemas. Resolvamos entonces la partida perfecta, sepamos en cuántas jugadas, con la ventaja de la salida, se llega necesariamente al mate, y construyamos una máquina que las copie. Fabricaremos, no un muñeco fingido como el que paseó el barón de Kempelen, hacia 1770, sino un verdadero autómata que se encargará de batir a todos los jugadores de ajedrez hasta el día del juicio final... Pues bien, eso es irrealizable. Sólo las dos primeras jugadas suministran cuatrocientos sistemas diferentes, y en seguida se alcanza el millón. Simples problemas en tres o cuatro golpes se resisten a los esfuerzos de los ajedrecistas avezados: ¿qué será el problema de la partida ideal, que quizá abrace mil o dos mil jugadas? Conocer el conjunto de las combinaciones del ajedrez es empresa que excede enormemente al entendimiento humano. Desde que el juego se inventó, apenas hemos desflorado ese mundo maravilloso. No obstante, se comprende la importancia de retener y manejar la mayor cantidad de ellas, y se explica que los jugadores célebres sean notables por su memoria. Philidor dirigía tres partidas a la vez sin mirar los tableros. Morphy, ocho, Pillsbury, quince. Según los psicólogos, no es memoria verbal ni numérica, sino visual, la que bastante inesperadamente asimila los ajedrecistas a los pintores. Claro está, desde luego, que por prodigiosa que sea la memoria deja inmenso campo a las condiciones morales, paciencia, astucia, audacia, y a lo intelectual inconsciente, presentimos, inspiración, genio.
El ajedrez es un exquisito equilibrio entre el razonar inflexible y la iniciativa personal. Los demás juegos están desequilibrados. El de damas, y que me perdone Edgar Poe, es pobrísimo. El ajedrez es a un tiempo lírico y dialéctico. Hay problemas tan profundamente elegantes como un tema de Bach. Hay partidas -la "Inmortal" de Andersson- tan soberanas como un soneto de Heredia. Acaso jueguen algunos por vanidad, por prurito agresivo; yo creo que cuando se ha logrado cierto dominio del tablero no se juega sino por admiración hacia las bellezas inagotables del ajedrez. La palabra juego es muy chica para una cosa tan grande. Me felicitaría de que los uruguayos, a ejemplo de los argentinos, empezasen a cultivar un arte cuyo noble ingenio les ha de seducir. Descansarían así de los deportes a la moda, demasiado materiales, de los toros, del fútbol, de los caballos y... del amor.


BUDA
PERMÍTANME escribir Buddha. ..
Yo sentía un grave respeto hacia Buddha, el Cristo-Esfinge de ojos oblicuos y cara redonda, el dios filósofo encaramado sobre una cordillera de razas y de Siglos. Le respetaba porque los dioses ajenos suelen merecer más crédito que los propios, a quienes conocemos demasiado bien. El mecanismo de ciertos trusts católicos, como el de San Antonio de Padua o el del Sagrado Corazón, abusa de nuestra credulidad; el Papa funciona excesivamente cerca y a la vista y comprendemos lo difícil que debe de serle a un Sacerdote conservarse cristiano. En cambio la India, China, los enormes y Sagrados libros en idiomas ilegibles, nos garantizaban un misterio suficiente a los que no somos filólogos ni globe-trotters. Además, Buddha era una divinidad conciliadora, que no se enojaba nunca; hay buddhistas ateos, muy religiosos y muy razonables. Y luego Buddha se atrevía a existir, se reencarnaba con frecuencia, no tenía reparo en visitar la tierra donde había nacido. Era más humano, más amigo nuestro que esos dioses de poco ánimo, que parecen rehuir responsabilidades, y que después de su primera excursión por aquí no han vuelto más.
Verdad que la reencarnación de Buddha se encastillaba en el corazón del Thibet (¿me dejan ponerle una "h" a Tibet, no?), en Lasa, en el palacio inmenso del Potala, y no hubo, durante cientos y cientos de años, quien asentara su extranjero pie en aquel glacial Sinai, erizado de fortalezas-conventos, hasta que Inglaterra mandó allá al coronel Younghusband en 1904. ¿Habrá algo tan iconoclasta como un coronel inglés? Younghusband no arrasó las montañas santas: no tuvo tiempo; pero entró en Lasa, y arrasó la mitad de mis ilusiones. El Gran Lama, el Dalai Lama, el Sumo Pontífice, Buddha en fin, huyó a China. Y ahora me despido de la otra mitad; molestado por los chinos, Buddha, "mi" Buddha, ha tomado las de Villadiego y se ha refugiado en la India Inglesa.
Hemos sabido detalles lamentables. Por ejemplo, que había en Lasa dos reencarnaciones de Buddha, el Dalai Lama, y el Ta-shi Lama; ésta, según dicen, "de orden inferior". Los teósofos se han tirado de los pelos, pues con arreglo a sus teorías dos reencarnaciones simultáneas de un mismo ser son cosa imposible. Yo no me apuro por eso; lo que me desanima es que los dos Buddhas se hacían una guerra del diablo, gracias a las intrigas de Pekín. El Dalai Lama actual ha alcanzado la edad de 35 años; se asegura que es una excepción entre los Sumos Pontífices, que por lo común desaparecen a los 18. A los 18 años, en efecto, el Gran Lama es investido de los poderes espirituales y temporales que durante su menor edad ejercen los Lamas o Ministros. Se prefiere entonces que el Buddha fallezca, y su espíritu se reencarne en cualquier bebé del país, descubierto por revelación milagrosa... El postrer Buddha, más ingenioso que sus predecesores, malquistó entre sí a los Lamas, y consiguió arrebatarles el mando.
Apenas llegó, en su fuga sacrílega, a Darjiling, este dios asustado pasó bajo los reporteros y las Kodaks. Se comprobó que tiene el rostro picado de Viruelas. ¡Sic transeunt dei! Se trataba de un turista extraordinariamente rico, y se dispuso para él solo el Druid Hotel. Según el ritual, durmió en el último piso: no se tolera que ningún mortal duerma a un nivel más elevado que el gran Lama. Pero el pobre, de Lasa a Darjiling, había descendido ya muchos miles de metros...
Así, en un cuarto de hotel, a principios de 1910, ha muerto Buddha. Mientras tanto, nos hacen falta dioses. En Alemania se ha propuesto la candidatura de Nietzsche. Batault, un exegeta de Zaratustra (yo quisiera escribir Zarathustra. . .), la presenta en París. Nietzsche era un profeta, quizá el profeta que necesitamos. El estaba convencido de ello. En el Ecce Homo que acaba de publicarse, dice: "no he escrito más que cosas de primer orden, cosas que nadie podría imitar o enseñarme con la responsabilidad de los miles de años que han de venir... A la edad de siete años, sabía ya que ninguna palabra humana podría jamás alcanzarme. . . Comprender seis frases de Zarathustïa, es decir, haberlas vivido, eso bastaría para elevaros entre los mortales a un grado superior al que los hombres podrían alcanzar . . ." Y circula una curiosa leyenda: que Nietzsche no se volvió loco, sino que hizo correr el cuento para "retirarse a la soledad y ver sus ideas queridas fructificar y conquistar el mundo". Esto nos consuela de haber perdido a Buddha. No nos aflijamos. Poseemos lo indispensable para fabricar dioses nuevos: cierta fecunda imbecilidad que es la base más sólida de nuestra dicha.


EN EL LOUVRE
¡CAIGAN SOBRE mí las iras de Apolo! Reniego del éxtasis en que hace diez años me postraba ante la Venus de Milo. Hoy vuelvo a ella, instruído por la vida; el dolor me ha dado fuerzas para desenmascarar al mármol. He aquí la gran engañadora, igual que siempre, con su belleza eterna, inmóvil, implacable; he aquí el ídolo glacial y satisfecho, con su cabecita redonda y bien peinada, sus ojos ciegos, su leve sonrisa desdeñosa, su torso vasto y tranquilo, capaz de sostener sin un estremecimiento las caricias de Hércules. Aquí estás, Venus Urania, convencida de que lo sabes todo, de que te ciernes por encima de la piedad y de la duda, lejos del mal, lejos del hombre. Crees reinar en tu país y entre los de tu raza, pero han muerto ellos y sus dioses. Y tú has muerto también. Eres una magnífica momia, una máscara brillante y dura, un molde hueco que rueda por las clases de dibujo. Dime, patrón de rectificar cuerpos de mujer, ¿qué hiciste de tu alma? Los académicos adoran tu forma, y está vacía. Tu rostro miente; la mentira baja de él a lo largo de ti, falsificando hasta las raíces de tu pedestal, y debemos felicitarnos de ignorar tus brazos decorativos y tus manos inútiles. Mientes. Pretendes expresar la plenitud de la dicha, la paz absoluta, la sabiduría perfecta, y no hay paz, no hay verdad, no hay dicha; toda perfección es un cadáver. No hay paz en los corazones humanos, ni en las miradas de las bestias, ni entre los pétalos de las flores, ni en las entrañas de la roca. No hay paz en las regiones de lo infinitamente pequeño, donde los átomos chocan, o se hacen prisioneros unos a otros, o se disuelven en el espacio como una bruma fatigada. No hay paz -¡Oh, Urania!- en las regiones de lo infinitamente grande, donde arden los soles y las lunas se hielan, donde el éter palpita y fluyen estelas de gérmenes que buscan al azar la matriz de los astros. No hay paz en las regiones sin nombre, donde la muerte medita y trabaja en silencio. No hay paz, no hay paz. No hay más que inquietud.
Por eso guardo mi fidelidad para la divina imagen de la inquietud, para esa Victoria de Samotracia que en lo alto de la escalera central del Louvre yergue la noble agitación de su figura. Al subir hacia ella, los peldaños se convierten bajo mis pies en gradas de un templo. Sobre una proa medio deshecha, la Victoria alza su tronco retorcido por el esfuerzo, y abre sus anchas alas que parecen temblar. El conjunto es una cruz que me recuerda la otra. Las mutilaciones de esta obra sublime tienen no sé qué de trágicamente simbólico. La heroica testa y los brazos laboriosos se han perdido. De la nave no quedó más que la proa; arriba no quedaron más que las alas y la estatua decapitada avanza en el vacío. Sentimos que se ha desprendido de su tierra y de su tiempo; que los cien fragmentos de su ser, magnetizados por la impaciencia, apenas reunidos bajo los dedos de los arqueólogos se han puesto a caminar. Las alas han batido de nuevo, y merced a ellas la victoria ha corrido sobre las aguas de los Siglos, y nos ha alcanzado. Tocad sus sagradas rodillas; no es el frío de la piedra; es el frío de la noche. El viento aplastó el ropaje contra la carne que se estremece, mojada por el mar. El seno respira aún. Las alas luchan aún con las ondas invisibles. Una inmensa compasión se apodera de mí. "Hermana, no te deseo el pensamiento, estéril geometría de la senda que no pisaremos ya nunca. El destino te ha dejado las alas; te ha dejado completa y, siendo el más puro de los gestos, lo eres todo. Pero tus músculos sufren. Reposa un momento. Detente un dia, y mañana reanudarás tu viaje".
"Estoy suspendida sobre el abismo, y detenerme es caer. No hay reposo para nosotros, hermano mío. No confíes en las nubes azules con que la aurora viste el horizonte. Nuestro Océano no tiene riberas".


ROOSEVELT Y EL SOCIALlSMO
ROOSEVELT está muy enojado con los socialistas. Dice en la revista The Outlook que el amor libre, el maltusianismo, la crianza de los hijos por el Estado y otras ocurrencias son de un carácter profundamente repulsivo y acabarán con la raza en dos o tres generaciones. Exagera. No comprendo cómo se ha de imponer a los hombres nada que les sea repulsivo. Sólo sobrevivirá lo que amen, lo que les dé la ilusión de la felicidad. ¿Por qué duró tan poco la Diosa Razón? Porque los dioses razonables nos parecen aborrecibles. Si los ciudadanos del futuro piensan y sienten como Roosevelt, no hay motivo de alarma, y si prefieren nuevas costumbres, por ser ellos mismos seres nuevos, no hay recursos contra el destino. Así opinaba el fariseo Gamaliel cuando los apóstoles, después de la muerte de Jesús, difundieron la doctrina del mártir, perturbando a los judíos prácticos. El sumo Sacerdote proyectaba lapidar a Pedro y a sus compañeros -un grupo de anarquistas- los odios entonces no eran teóricos Solamente, como los de un Roosevelt. Gamaliel se opuso; recordó que habían surgido, antes de Jesús, muchos profetas, Theudas, por ejemplo, y Judas el galileo, "diciendo que eran alguien", y habían fracasado desvaneciéndose en la indiferencia y en el olvido. "Dejad a éstos ahora en paz, añadió; si su obra es de ellos, se disipará, mas sí es de Dios, no la podréis deshacer". Traduzcamos el pasaje a nuestro idioma positivo: si la obra de los socialistas y de los anarquistas es de ellos, si encierra elementos que nos repugnan, por sí se aniquilará, pero si es adivinación de nuestro genio, visión del porvenir, inútil será pretender detenerla. Además, por muy convencidos que estemos de los males de nuestra fecundidad, no la suspenderemos, ni disminuiremos siquiera el conjunto de su empuje. No está en el poder de la especie suprimirse a sí propia. El suicidio requiere una organización perfecta, inaccesible a la sociedad; no es privilegio de la masa, sino del individuo.
La familia en su aspecto actual, agrada a Roosevelt. Me lo explico. El matrimonio se adapta bien al régimen capitalista, entre los que algo poseen como el ex presidente de la gran república, mas quizá no ofrezca tal encanto en las regiones de la miseria. Quizá no sea repulsivo que la comunidad tome un día sobre sí la tarea de salvar a millares de niños degenerados que mueren en los brazos impotentes de sus madres. Quizá también, según las circunstancias, no sea dañosa una economía genésica que reduzca con el número de nacimientos la mortalidad infantil, y aumente al fin de cuentas la población de adultos inteligentes y sanos. Si progresamos, tendremos, al lado de la familia clásica, otras formas de relación sexual, igualmente respetadas. El progreso no es la uniformidad, sino la diversidad útil, la habilitación de un espacio mayor para la creciente multitud de posibilidades fecundas. En ese espacio, que es la libertad, lo heterogéneo asegura la eficacia del todo. ¿Por qué opone Roosevelt el individualismo al socialismo?
Ambos evolucionan juntos. La unidad del animal superior, ¿en qué se funda sino en lo específico de las partes? El arpa es armoniosa porque son desiguales sus cuerdas.
Roosevelt, al defender el capital, lo confunde con la gerencia de los negocios. Asegura que el capital dirige a los obreros como un jefe a sus soldados o el texto de Shakespeare a los tipógrafos que componen el drama. Es un absurdo. El hecho de que ciertos capitalistas administren sus empresas no es un argumento. Dos funciones que se reúnen en una misma persona no son por eso idénticas. ¡Cuántos accionistas ignoran el mecanismo que les enriquece! El capital es un monstruo ciego. No es él, adorado y pasivo, quien dirige el trabajo, sino la inteligencia, por lo común mal pagada. El símil del texto de Shakespeare lo demuestra. Sabemos, por desgracia, que no es Shakespeare el capitalista, sino el patrón de la imprenta, tan ajeno al arte como sus tipógrafos. ¿Acaso por desaparecer el capitalismo nos quedaríamos todos imbéciles de pronto, incapaces de iniciativa alguna?
En lo que Roosevelt acierta es en la crítica de las imágenes artificiales que los anarquistas y socialistas suelen presentar de la humanidad venidera. Nada de lo que prevemos sucederá. Los paisajes que nos aguardan no están al alcance de nuestra ciencia ni de nuestra fantasía. Para verlos es preciso caminar. Son desconocidos e inevitables. Pero sospechamos el rumbo. El anarquismo y su atenuación -el socialismo- son evidentes en calidad de tendencias. Prolongan los principios de 1789, agregan una etapa a la marcha emprendida hace cuatro siglos. Después de los Señores, la burguesía, y después de la burguesía, el proletariado. Se trata del advenimiento de una clase, que triunfa por la sencilla razón de ser la más fuerte. No estamos en presencia de una teoría, ni de una reforma moral, sino de un hecho. El proletariado, al ganar terreno, implanta su estructura. Hijo del trabajo, al trabajo lo reduce todo. Desposeído, ataca la propiedad, y con ella las leyes y el militarismo, consagrados a protegerla. El Estado contemporiza, cediendo poco a poco. Los hachazos al tronco hacen temblar las ramas. Pensadores y poetas hay que se figuran por fin la justicia y la belleza en vías de realizarse. Maeterlinck representa con exactitud, en las Siguientes palabras, esa simpatía intelectual: "El altruísmo absoluto y la anarquía son las formas extremas que requieren el hombre más perfecto. Ahora bien, es del lado del hombre que hemos de tender nuestras miradas; pues es por ese lado que hemos de esperar que la humanidad se dirija... Todo lo que hemos obtenido hasta hoy ha sido anunciado y por decirlo así llamado por aquellos a quienes se acusaba de mirar demasiado arriba. Es, pues, juicioso, en la duda, preferir el extremo que supone la humanidad más perfecta, más noble y más generosa".
¡Bienaventurados los que se contagien de la santa esperanza!

EL DINERO Y EL ARTE
       ME REFIERO al arte de consumo corriente, de exportación francesa. El arte francés en plaza se acoquina. Si la literatura anglosajona de magazine, redactada por institutrices para un público de bebés barbudos, nos consterna, la literatura parisiense ha llegado al punto en que la exquisitez da náuseas. Un idioma excesivamente trabajado y dúctil tiene la desventaja de revelar mejor que los otros la esterilidad de los cerebros. Confesémoslo; el stock de refinamientos de boulevard, mal ventilados, huele a podrido. El dinero es el culpable. El dinero, que en nuestra plutocracia, con tanto candor llamada democracia, confiere el poder absoluto, hace del artista un congénere de la cortesana. No hay dinero sin éxito, y no hay éxito sin halagar los instintos de la mayoría. Por desgracia, hoy, cuando casi todos los imbéciles leen, hemos de sufrir las consecuencias del sufragio universal en estética. Y así, mientras la cortesana vive de hacer cosquillas en la piel de sus clientes, el artista vive de hacerlas en el entendimiento de los suyos — ¡que suelen ser los mismos! “La literatura se ha convertido en una industria especial, dice Pablo Flat en la Revue Bleue... Este maquinismo parece haber alcanzado su apogeo: bajo la presión de las circunstancias, el escritor se copia y se recopia para aumentar el número de sus cuartillas… luego, cuando se ha vaciado, explota a los demás…” “El teatro, dice Gsell, es una gran fábrica; cada uno de nuestros autores dramáticos es un fabricante... Como el vulgo se presenta en el teatro después de cenar, lo que quiere antes que nada es una digestión fácil. Por eso se le confeccionan piezas digestivas, cuidadosamente expurgadas de cuanto hubiere de exigir en el espectador un esfuerzo cerebral... Pero el teatro debe responder a otra necesidad; comienza la noche y la prepara; debe también calentar los sentidos del auditorio…” No extrañemos que los Donnay y Cía. sean millonarios. Los críticos que cito no escriben en los quotidiens; el periodismo de gran circulación no los tolera; posee los suyos, académicos o candidatos a la Academia, pontífices al servicio de las empresas teatrales o editoras, oráculos para cuya lucrativa benevolencia todos los dramas y todos los libros son geniales o por lo menos deliciosos. Flat, Gsell, Rachilde, etc., colaboran en revistas independientes, algunas de las cuales, con ciertos talleres ascéticos y capillas de reformadores de la plástica y de la música, son el refugio en París del verdadero arte, unido siempre, como toda religión en su origen, al desinterés y a la pobreza.
   Respecto a la pintura, donde las obras se tiran a un solo ejemplar, la cuestión ofrece aspectos variados. La mercadería se exhibe cada primavera y cada otoño en el mostrador de los Salones. Figuraos un surtido de cinco o seis mil lienzos, colocados, como en una inmensa tienda de modas, con habilidad de peluqueros. Pensad que para vender es preciso, entre cinco mil concurrentes que gritan a la vez, detener, asombrar, ensordecer y deslumbrar a una multitud alelada por un diluvio de colorines, y os explicaréis los cuadros alegóricos de una legua, las “mujeres en zig zag" y los desnudos amarillos, verdes y azules, y los modelados poliédricos, y la pasta en virutas, en cuajarones o en lluvia de confetti, prestidigitación y pírotecnia y cabríolas de payasos hambrientos… ¿Qué probabilidad tiene un creador de hacerse oír entre tantos charlatanes? Gracias si le descubren, no los críticos, por lo común miopes, sino los traficantes que especulan con los caprichos de la fama, y que, aprovechando su abandono, le comprarán a ínfimo precio sus producciones para lanzarlas después, previo un bluff, en los círculos artísticos y en la prensa. Entonces el desgraciado pintor respira, pero ya no es él, sino lo que le han hecho los usureros que le han chupado el talento y la sangre… ¿Pretendéis consolaros con las maravillas de los museos, testimonio de lo que supieron sentir y realizar aquellos cíclopes del arte, contentos de pertenecer a la servidumbre de algún príncipe de buen gusto? Entráis en el Louvre, y encontráis, horrípilados, un vidrio que os roba la divina visión de las obras maestras. ¿Por qué medida tan cruel? Porque además de mendigos que vienen a desentumecerse junto a los caloríferos, penetran en el templo degenerados que la miseria enloquece y dan de puñaladas a las pinturas. No se le ha ocurrido al gobierno otro medio de protegerlas que desfigurarlas… Pero ved ahora los atentados de la riqueza suma. Un señor Altmann, de Nueva York, ha adquirido por cinco millones de francos tres cuadros de Rembrandt. Un señor Taft, hermano del presidente de los Estados Unidos, se ha llevado un Velázquez por dos millones y medio. ¡Oh Velázquez, oh Rembrandt, oh plantas únicas de la flora inmortal, arrancadas de vuestro sagrado jardín, oh seres celestiales, raptados a nuestra adoración por los salvajes del oro!… esperad tiempos más limpios, y perdonad a los que, si permiten semejantes crímenes, es porque están muy enfermos...

MAÑAS QUE PASARÁN
   ENTRÓ de pupila pobre en uno de los numerosos colegios del Sagrado Corazón que hay por ahí. Pagaba quince pesos mensuales. Tenía doce anos, y su padre, que ciertamente no brillaba por su intelecto, la venía a ver de cuando en cuando. Las hermanitas la hacían limpiar la cocina, lavar los pisos. Empezó a toser, demacrarse. Siguieron obligándola a lavar pisos, lo cual no la alivió. Apenas ya podía tenerse de pie. Se arrastraba. Sus compañeras abogaron por ella ante la madre superiora, pero la santa mujer contestó: “son mañas que pasarán”.     Sí, la niña no tenía nada. Un poco de tisis. Cuando al fin, no hace muchos días, el padre la sacó del venerable establecimiento, y la hizo reconocer, supo que estaba tuberculosa en último grado. Mañas que pasan... que quizá hayan pasado con la mártir para siempre en la hora en que mi pluma la recuerda.
    ¿Habría sido menos cruel su destino en un colegio laico? No sé… no creo que haya gran diferencia entre ser sierva de laicos o de religiosos. ¿Y en una casa particular? Lo dudo. ¡Hay tantas damas excelentes que buscan con ansia una huerfanita que criar, un pequeño organismo a quien hacer sufrir, sin desembolso y en propiedad absoluta! Y no olvidemos que las niñas muy pobres son todas huérfanas. Si resucitara Dickens, el pintor de la infancia perseguida y torturada, no le faltarían asuntos.
    Tener padres es cuestión de dinero. Y tener hermanas. Las del Sagrado Corazón reservan su fraternidad para las pupilas ricas. No nos indignemos; se figuran que Dios existe separado de los hombres y le consagran la mayor parte de su lástima, repartiendo el exiguo resto entre los privilegiados pecadores con cuyos fondos se alimenta el culto. Da gozo ver esas fotografías de Caras y Caretas y del P.B.T., donde aparecen los obispos rodeados de sus devotas amigas, sudando lujo, o donde se nos muestra un elegante sacerdote, invitado a una partida de caza, y ocupado en bendecir a los perros. La Iglesia concede a los ricos el cielo y la tierra. En cuanto a los pobres, que se contenten con el paraíso.
    Niña mía, si los tormentos de la tisis, que se te habrá enseñado a aprovechar, te aseguran la salvación eterna, ¿qué más puedes pedir? No te engañaron; Dios habita tu ulcerado pecho, y subirás al paraíso. Pero no encontrarás allí a las hermanitas del Sagrado Corazón, ni a la madre superiora. Quisiera que estuvieran contigo, y no es posible. No es que sean perversas, no… Tienen mañas que pasarán. Es que no saben. Es que adoran el oro y la fuerza; es que están todavía engañadas por simulacros. Compadécelas. ¡Hace tanto tiempo que se fue tu padre Jesús!! Él te hubiera dicho: “anda, hija mía: tu fe te ha sanado". Y correrías al sol, entre las flores, y serías feliz. Te hacían lavar pisos, hacían poner en cuatro patas tu cuerpo flaco, porque no conocen a Jesús. Las desdichadas idólatras de un corazón pintado no conocen a Jesús…
    Y, sin embargo, Cristo, en punto a cristianismo, es también una autoridad. Pero no está a la moda. Los cristianos de hoy le consultan poco. Suelen preferir otros directores. Se han hecho materialistas, se han rodeado de fetiches, necesitan pedazos de palo que adorar, que besar, y en su odio a todo lo que sea espíritu, han cubierto de tatuajes la bella tradición. No han leído a San Pablo. Y sus plegarias chorrean un meloso prosaísmo que sublevaría, no digo a los dioses, sino a cualquier mortal de buen gusto; no han conservado la pureza primitiva de su credo, y pretenden resfrescarlo con alucinaciones de semiimbéciles como la Alacoque; no recuerdan que los preceptos del fundador se reducen a uno: amar, y envenenados de política, de codicia y de ambición, o sea de odio, practican una beneficencia que es la caricatura siniestra de la caridad. Y los no cristianos me inquietan doblemente, pues difícil es volver la espalda al cristianismo sin volvérsela al amor. ¿Y qué será de nosotros sin amor?…
    ¿Vives aún, niña doliente? Te irás; llegará un instante en que el fatigado fuelle de tus pulmoncitos echará su último soplo. Sí; esta atmósfera es aún irrespirable. Quizá no seamos tan malos como lo parecemos, pero parecemos muy malos, parecemos demonios, y entre nosotros los ángeles se enferman y huyen espantados. Perdónanos, niña, y desde el seno de la infinita sombra, que para ti será la infinita luz, ruega por que nuestros vicios pasen, ruega para que pasen nuestras mañas…

LA CARIDAD DE LOS NIÑOS
    UNA IMPORTANTE hoja semanal, dedicada a la infancia, ha fundado un benéfico club de niños que cuenta ya con más de cinco mil asociados. Hace poco se pidió a los suscriptores ropa usada, calzado viejo para los nenes desvalidos. “Queremos dar a todos la oportunidad de aliviar, sin innecesarios sacrificios de su parte, la suerte del prójimo”. Las prendas llovieron. Dos pequeñas donantes, Nélida y Sarita P., escriben: “Señor director: ¡Si supiera cuánto nos gustó la idea de enviar ropa! ¿Quién no tiene en su casa alguna ropita que dar?… Si viera con qué gusto mirábamos a mamá arreglar los vestiditos... A cada rato le decíamos: “Mamita, si supiéramos trabajar, qué lindo sería; así planchábamos nosotras la ropita”… Teníamos que esperar una ropa de las amiguitas Elena D., Margarita B., Rosa M. y Catalina j., las cuales estaban animadas de los mismos deseos que nosotras... Sentimos que en la ropita no va ninguna para varón (salvo un guardapolvo que le agradecería llegara a manos de un niño vendedor de diarios)… La que no crea conveniente darla, úsela para limpiar las máquinas…”
    No he puesto los apellidos con todas sus letras, porque mis reflexiones no parecerán acaso enteramente amables. Esa propaganda de emulación, de solidaridad, de beneficencia entre los niños es muy plausible. Debemos agitar a los hombres cuanto antes, mezclarlos y restregarlos unos con otros, revolver sin descanso el engrudo social; es la única manera de favorecer las misteriosas reacciones del futuro y de allanar el ignorado camino que nos aguarda.
    Bueno es que hasta aquellos de nosotros que tienen la vocación del aislamiento empiecen en contacto íntimo con los demás. La soledad legítima es la que se elige tarde. Pero si la propaganda es eficiente, no deja de revelar detalles tristes, como el final de la carta de Nélida: “mando ropa para vestir niños pobres y para limpiar máquinas sucias”. Caridad a la moda, caridad sin “innecesarios sacrificios”, caridad de hielo, caridad sin amor, falsa caridad.
    Y lo terrible está en que es falsa y útil a un tiempo. Es útil que los niños desheredados se abriguen, aunque sus harapos vengan de la indiferencia, del asco y del odio. Es también útil que las máquinas se limpien. Y no sólo sirve la falsa caridad, sino la falsa justicia, comprometida y coja, arrancada por el miedo. La mayor parte de los modernos apóstoles se han convencido de lo necio que es buscar el amor en el corazón humano y se resignan a no reclamar sino la fría y práctica justicia, una norma nueva y más amplia, que mañana se desechará por demasiado cruel, y que hoy aliviaría tantas miserias, tantos dolores, abandonados a la caprichosa caridad de los que son todavía felices. Y, sin embargo, el amor iría más allá de todas las justicias, sería la verdadera justicia, porque siempre está en exceso y desborda sobre el mal, y lo ahoga, en luz, porque lo da todo, puesto que se da a sí mismo. Y el que da se recobra, se descubre y se gana. No es el que recibe quien se enriquece y se hace poderoso sino el que da, si da de veras. ¿Recordáis lo que decía San Pablo, a sus discípulos hebreos? “De la hospitalidad no os olvidéis, pues por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles”.
    Nélida, Sarita, niñas graciosas, ¿será posible que hayáis sido útiles sin amor, y que nunca se acerquen a vosotras los ángeles? La Fontaine aseguraba que la primera edad no tiene compasión. Ribot, gravemente, afirma que por lo común las pasiones de los niños se reducen a la gula. No creo que cuanto hay de bueno en nosotros se deba a los que nos educaron. El arte del floricultor no hace de los cardos, rosas. Somos gérmenes enviados de muy lejos, de muy arriba. Hay niños egoístas y niños generosos, niños santos y niños fieras. Legouvé vió a un niño que, antes de poner su limosna en la mano de un mendigo, le saludó cortésmente, quitándose la gorra. Vale más ese saludo que los millones donados por Rockefeller. El niño de Legouvé amaba. Era amigo de los ángeles.
    Quizá lo sean, a pesar de las apariencias, Nélida y Sarita. En su carta, si falta la piedad, falta la mala ortografía. Es una carta corregida por personas mayores. Tal vez son ellas las que, al peinarla, la hicieron presentable y aborrecible. Tal vez ellas trajeron la frase amarga. Porque podemos dudar del egoísmo de los niños, pero no del nuestro. Y si ellos son acaso feroces, no lo son a nuestro modo. No lo son con nuestra hipocresía mesurada, con nuestra infame seriedad, con nuestros cálculos y nuestros sofismas y nuestra exactitud de administradores de la muerte. Y nosotros los cobardes, los cansados, los decrépitos, somos los que recibimos la santa cosecha de carnes en flor, de almas que asoman; somos —cosa siniestra— sus indignos depositarios. ¡Ay!, ¿cómo haremos de los niños, hombres, si no somos ya capaces de hacernos niños?





HOJITAS DE PARRA

   Omnia Sana sanis (San Pablo)

   Con la sorpresa de un pintor que, creyendo conocer todos los colores de la naturaleza, encontrase de pronto, al volver una esquina, matices nuevos en un vómito de borracho, he encontrado yo matices nuevos de la humana caquexia en una fotografía de niños desnudos… ¡Oh! no es lo que suponéis. Es algo peor. Cada uno de ellos, niños de familias ricas de Buenos Aires, ¡niños de dos años, de un año, de seis meses!, tenía su correspondiente hojita de parra.
   Recuerdo una respetable señora, gruesa como un tonel, devota de buena ley, que prefirió morir a descubrir sus encantos y ser operada de un tumor que padecía. Nos sonreímos ante la puerilidad de figurarse a Dios muy preocupado de que un médico le vea la panza a una pobre vieja, pero nos inclinamos ante la energía del carácter. Admiramos a los héroes y los santos, porque lo importante no es saber la verdad, sino saber sacrificarse por el error. Quien se equivoca sinceramente está en posesión de la única verdad accesible a1 hombre. Somos indulgentes para con los ascetas que atormentaron su cuerpo a fin de conservarlo casto, y fueron capaces de buscar la purificación en las llamas. No mentían. No mentía San Benito acostándose entre espinas, ni Santa Lucía arrancándose los ojos, y aprobamos al cielo que por piedad de las vírgenes desnudas para el martirio ante la plebe, nevó sobre ellas, o las hizo crecer el cabello en “un manto de misericordia”. Acaso estos santos se ocupaban demasiado de sus personas, y sus escrúpulos eran vicios al revés; la moral moderna aceptará sobre todo a los profetas de acción social, desde Isaías hasta Lutero, que no se paraban en menudencias de dormitorio. Además, ciertas manías rayan en lo aborrecible: San Luis Gonzaga, que la ley del catolicismo propone por modelo a la juventud, no miraba a su propia madre, para no ser asaltado de pensamientos lúbricos. Confieso que, monstruo por monstruo, entre San Luis Gonzaga y Ravachol, me quedo con Ravachol.
   Tampoco mentían los puritanos de la primera hora, mientras el cant inglés despide un nauseabundo tufillo. En la buena sociedad inglesa la mayor parte de las prendas de ropa blanca carecen de nombre. La camisa es un objeto abominable. Irse a la cama es una indecencia; uno debe decir que "se retira”. No se dice pierna, se dice miembro. Se han suprimido no solamente algunos órganos, sino sus alrededores. El vientre no existe; se dice estómago. En concepto de muchos moralistas, asegurar que una dama inglesa puede sentir placer en el amor es insultarla. Y he aquí que de tarde en tarde, cuando menos se espera, estallan escándalos como el de la Pall Mall Gazette, y aparecen austeros aristócratas haciendo robar obreritas impúberes, violadas en cuartos donde los muros acolchados sofocan los gritos, y donde hay lechos con correas para atar a las víctimas. Las hojitas de parra ocultan más de lo que parece...
   Los iconoclastas que profanaron los mármoles paganos, en una furia que acumulaba mutilaciones, revoques y depilatorios; los sacrílegos que despuntaron a golpe de martillo los senos de las diosas lo hacían porque odiaban el arte. Los que profanan la carne de los niños lo hacen porque odian la vida. Confiemos en que la vida también les odia, y acabará por arrojarles de sí. Es la vida quien prepara las revoluciones. Es ella quien siega los individuos y los pueblos. No es la muerte la que mata: es la vida, que limpia su campo para plantar el futuro. Hay en la Casandra de Galdós una frase terrible: dos sobrinas de doña Juana, dos inmaculadas ovejas del Sagrado Corazón, cosen un vestido para el niño Jesús, y la infame beata les dice: “alargadle la faldita; que no se le vean las piernecitas…” Bajo esa frase está la melosa podredumbre de las almas y la crueldad del fariseismo, las bocas negras de los confesionarios y los fosos de Montjuich.
   ¡Hojas de parra sobre la carne de los niños! ¡Sobre niños de seis meses! ¿Cómo estará la conciencia de esas madres, para avergonzarse de la inocencia de sus hijos? Si la desnudez de los ángeles es pornográfica, ¿no será la maternidad una cosa obscena? ¿Tendrá razón en Buenos Aires San Luis Gonzaga? Yo os digo que igualmente hay ya una Argentina caduca, no envejecida por el tiempo, sino por el oro. Y hay una Argentina joven. Por encima de los fútiles millones de toneladas que se exportan se cierne el genio de Almafuerte, el más alto poeta de América; hay una Casandra argentina que barrera la decrepitud, y devolverá su santa ingenuidad a las generaciones que nacen.


LA CIENCIA Y EL CRIMEN

   HACE POCOS años, estudió Lombroso los delitos al automóvil. El automóvil se presta a diversas fechorías: salteamientos en despoblado, estafas bancarias. Constituye un magnífico recurso de fuga y un salvoconducto entre la multitud amable con las apariencias lujosas. Un chófer, sobre muchas carreteras europeas, se adelanta al ferrocarril. Puede cobrar un cheque en una ciudad y retirar sus fondos de garantía en otra, antes de que llegue el documento. Los progresos de la mecánica sustituyen las deformes y pesadas herramientas de los antiguos ladrones por delicadísimos aparatos de bolsillo, dentados de diamante, procedentes de especiales fábricas inglesas. El bagaje de un facineroso culto se parece al estuche de un cirujano. La ciencia ha civilizado el crimen. Se roba en los grandes expresos y en hoteles suntuosos mediante aplicaciones anestésicas de éter o de cloroformo, y existe en los asesinos una plausible tendencia a operar sin dolor. Los procedimientos hinópticos están indicados cuando se trata de estupros. La dinamita es demasiado popular; para saltar cajas de caudales se prefiere el acetileno o el oxígeno líquido. Descarrilar un tren es una excelente estrategia preparatoria de asalto. Con el teléfono se difama y se fulmina. La fotografía ayuda a falsificar billetes, y, merced a sus prestidigitadoras combinaciones de caras, cuerpos y escenarios heterogéneos, asegura decisivos chantajes. Pero es la medicina la que arma con eficacia mayor a los bandidos sabios. ¡Dejemos el arsénico a los zafios Borgia, nosotros que tenemos desde la morfina a la colquicina, una maravillosa colección de Yagos alcaloides, nosotros que manejamos la ponzoña de las Serpientes del Brasil, y los virus de las pestes, nosotros que reunimos, en un gramo de toxina tetánica, con qué matar a setenta y cinco mil hombres. El porvenir del asesinato, como el de la terapéutica, está en la bacteriología.
   La agencia que recientemente vendía en San Petersburgo tubos de suero, cargados de gérmenes de cólera, a personajes con ganas de heredar, fija un momento curioso de nuestra historia. No es que debamos extrañamos de las ventajas que la instrucción concede a los obreros del mal. La ciencia es cínica; se pone del lado de los que trabajan, sean quienes fueren. Insensible al vicio y a la virtud, sólo entiende de activos y perezosos. Es fiel a la energía lógica, y la encontraréis en el laboratorio del médico tan entera como en el laboratorio del envenenador. Si se ha perfeccionado la matanza internacional, ¿por qué no se perfeccionaría la delincuencia, que es una especie de militarismo clandestino? Esos tubos de suero son interesantes por marcar una novedad fecunda en la técnica destructora. Un tóxico químico, lo mismo que una mezcla explosiva, se consumen en sus propios efectos. Pero el microbio se propaga y crece al obrar. Se multiplica al gastarse. Es un tóxico que renace de sí hasta lo infinito. Una inyección promete una epidemia, y la realiza acaso. ¡Nunca el demonio fué tan fuerte! Dispone de la vida: no son los muertos los que amenazan, sino las semillas insaciables de una fauna que no adivinamos. Tal vez sueña el microbio con apoderarse del mundo. Mientras la ciencia nos defendió, era de esperar nuestra victoria. Ahora que la ciencia nos ataca con las manos hábiles del crimen, todas las dudas se justifican. Un loco lleva bajo su manto con qué volar un barrio. Mañana, cuando hayamos contenido en inmensos depósitos la electricidad, un loco tocará una llave y fulminará media provincia. Cuando hayamos aumentado por el cultivo la virulencia de las bacterias, un loco, con un gesto, infestará una nación. Destruir es sencillo. La humanidad camina inerme, y de sus posibilidades futuras el suicidio es la más fácil. Nuestra ciencia, prematuramente excesiva, es un riesgo enorme. Somos niños de cuatro años, jugando con un rifle. El criminal y el loco están ahí; son nuestros dedos nerviosos o distraídos, la probabilidad de la catástrofe; son la rendija que no nos es posible tapar por completo, y por donde el caos nos acecha, aguardando el instante de echarnos a pique, para siempre, en sus entrañas tenebrosas.


SINIESTROS

   EN 1908, los ferrocarriles de los Estados Unidos hirieron a 68.989 personas y mataron a 3764, lo que fué una mejora sobre 1907, en que hubo 72.285 heridos y 5000 muertos. Supongo que 1909, a juzgar por los frecuentes telegramas de catástrofes, habrá sido todavía peor. Descartemos la incompetencia de los empleados superiores, y la incompetencia y el surmenage de los inferiores; siempre quedará, sea la que fuere la perfección de los cerebros y de los mecanismos, un germen rebelde y desastroso, inextirpable del mundo civilizado; siempre estaremos expuestos a que nuestros esclavos de metal enloquezcan de pronto y nos asesinen.
   Lo complejo de las máquinas, su número y su encadenamiento multiplican las probabilidades de falla que hay en cada una. Por mucha que sea la precisión de nuestros aparatos, lo que no sucede hoy sucederá mañana, o el año que viene, o el siglo que viene. Lo posible es inevitable, porque “es una parte de lo real”. El tiempo nos traerá tarde o temprano lo posible, y tal vez lo imposible. Y ¿cómo vivir sin máquinas? Imaginad que un Dios vivisector obligara al hombre a conservar su ciencia y su genio, pero a destruir sus máquinas y no construir otras... ¡El hombre moderno reducido a sus músculos, a la rama desgajada que empuña el gorila!… ¿Habrá suplicio comparable al de este Prometeo mutilado? Mutilado, sí; las máquinas son nuestros órganos recientes, las últimas prolongaciones de nuestro ser; nos han salido ojos nuevos que ven astros y microbios antes invisibles y archivan las imágenes en la retina fotográfica; nos han salido pulmones y pies nuevos, y alas, con que nos transportamos a inesperadas velocidades; nuestros nervios se han alargado y ramificado en una red sutil que envuelve a la tierra. Órganos que no son de carne, y sin embargo más nuestros que nuestros brazos y nuestros dedos —¡también los tiene el mono!-; más nuestros, puesto que son descendientes más genuinos de nuestro espíritu. Pero órganos inquietantes, separados de nosotros, formas con tendencia a la autonomía, a la reproducción… las máquinas se hacen a máquina. Daniel Berthelot, cuando describe la usina de la Sociedad de Electricidad Saint-Denis, nos deja vislumbrar el futuro: aquella “enorme nave en que se divisan, como perdidos, un obrero o dos que silenciosamente dan vuelta a un tornillo o mueven una manija”, estará entonces sola lo mismo que un batallón de colosales relojes con cuerda para una semieternidad. Habrá ciudades de máquinas; crecerá sobre el globo, paralela a nuestra especie, una fauna de autómatas, sin alma y hercúleos, inmensos pedazos de nuestra lógica coagulada en el frío que nos rodea, hijos y servidores ciegos que nos devorarán, sin saberlo, al primer ademán equivocado…
   ¿Qué son al lado de las suyas, nuestras fuerzas fisicas? ¿Qué Sansón podrá tomarlos de la garganta y voltearlos? Es por la inteligencia que nos será dable obrar sobre estos titanes idiotas, en cuyo seno arderá un infierno útil, y se concentrarán las energías que nuestro cuerpo mísero no puso al servicio de nuestra razón, inmensamente más vasta y más prodigiosa que él. Las máquinas, que son ahora nuestro cuerpo social, condensan ya energías extremas; en los laboratorios, donde fermentan las máquinas del porvenir, la química engendra sustancias extranaturales, la física obtiene temperaturas -doscientos cincuenta grados bajo cero— casi tan bajas como la del espacio infinito, y tan altas -cinco mil grados— como la del sol; mediante las emanaciones del rádium se manejan “energías liberadas bajo la forma más concentrada que se conoce”, según se expresa Ramsay, y se consigue dislocar edificios atómicos considerados hasta la fecha como inmutables.
   La gama de energías desarrollada por las máquinas y por los instrumentos desborda de cuanto nos reveló nuestra burguesa existencia de mamíferos extraviados en un planeta de tercer orden. Las máquinas, tentáculos de nuestra mente, han agujereado el muro de nuestra prisión aparencial. Y he aquí el terror “metafísico” que nos sobrecoge a la idea de los siniestros venideros, a la amenaza de los monstruos que nacerán en nuestros talleres; esos tentáculos del otro lado del muro, cuelgan en la sombra; esas energías que acuden de los confines del universo y se juntan en las entrañas de las máquinas son acaso la vanguardia del destino. Acaso hemos roto el dique que nos aprisionaba y nos protegía. Acaso, en vez de libertarnos, hemos libertado el negro oleaje de las cosas, y por la estrecha puerta de nuestras máquinas el caos entrará y nos estrangulará. Sería tan bello desenlace, que ningún poeta reprocharía a la humanidad haberlo apresurado.


SERVICIO DOMESTICO OFRECIDO

   ESTA SECCIÓN, en los grandes diarios del Plata, me suele afligir más que la de policía. Hay males agudos preferibles a los crónicos, y recibir o dar una puñalada no es a veces tan lamentable como pasarse toda una vida fregando platos. América es mucho menos dura con los sirvientes que Europa. Por aquí no abunda el tipo de la bonne á tout faire, la criada “para todo”, la humilde bestia de carga, que pinta Zola en su Pot-Bouille. Sin embargo, observad que por cada anuncio de servicio pedido se insertan dos de servicio ofrecido, abonados quizá penosamente. ¿Y qué me decís de la frase habitual de las agencias de colocaciones: “no se cobra comisión a los patrones? El que paga al intermediario es —claro está— el pobre. Al rico se le ahorran gastos inútiles. Otros detalles nos confirmarían la inferioridad social del proletariado, en servidumbre doméstica. Si los salarios mejoran, el oficio es siempre muy triste…
   Y ante mis ojos desfilan, por orden alfabético, los que piden su pan a tantas humillaciones secretas. Primero, las amas. “Amas gallegas, vascas, piamontesas, lombardas”… “Ama primeriza”… “Con leche fresca”… “Con leche de dos meses, de cuatro, de seis”… "Ama robusta" “Ama robustísima”… Rara es la que no está provista de certificado médico. Y pienso en el ganado femenino, en las ubres humanas a alquilar; pienso en la leche blanca cuya dulce onda fluye en vano, buscando al niño ausente o dormido bajo tierra. Y luego los mucamos, la “mucama para adentro, con cama”, el “mucamo sin bigote y con frac”, el mucamo “de color”, ¡la perla de la serie! Un mucamo de color es una patente de elegancia. Tener un groom negro ¡qué patente! En la Quinta Avenida, la mayor parte de los valets de pied son japoneses, y la señora Howard Gould ——¡una semidiosa!— exhibe a la entrada de su boudoir un etíope de talla gigantesca, ataviado al modo de su país. Pero sigamos; ahora viene un capítulo lúgubre: el de las señoras. “Señora seria se ofrece, para todo trabajo”… “Señora seria se ofrece para lavandera”… “Señora formal, recién llegada, con un varoncito de 20 meses, se ofrece para mucama”… ¿No adivináis una historia de lágrimas detrás de esas tres líneas? Y termino, sonriendo, a pesar mío: “Hombre formal desea entrar en casa de Sacerdote… sabe cocinar, ayudar a misa y demás quehaceres”…
   ¡Exactísimo! Ayudar a misa es hoy un quehacer mecánico, y no sólo ayudar a misa, sino celebrarla. Se es sacerdote como se es cocinero. El culto ha dejado de ser religioso; los actos comunes han perdido su significado ideal, su aureola mística. Para el sirviente persuadido de que su amo simboliza a Jesús, la domesticidad era un santo ejercicio, una reproducción continua de la escena en que la pecadora humedece con su llanto los pies del maestro y los enjuga con su cabellera. Cristo, más tarde, lava los pies de sus discípulos, porque todo lazo invisible es en el fondo una identidad; los verdaderos cristianos, en su orgullo paradójico, se sentían más libres obedeciendo que mandando, y Juan de Ávila escribía a los aristócratas: “quien no entiende que tener criados es tener señores y tener a quien sufrir y por quien rogar, no sabe qué es tenerlos ni imita a nuestro Señor…” Todavía, en algunas cortes, en algunas grandes casas, en algunos solares hundidos en provincias muertas, queda la anciana nodriza, el servidor venerable, “como de la familia", el sublime Chesnel de Balzac, últimos rastros de un mundo que se va, destellos del viejo espíritu que al desvanecer su bruma luminosa abandona al paria moderno a la feroz realidad de la cocina oscura, pringue y humo, grasa fría, aguas sucias, cloaca de los felices, restos y sobras… Lo que allí se guisa y se adereza es sobre todo el odio.
   Como el único dogma en circulación es el de la igualdad, la servidumbre se ha convertido en una ignominia. El criado se avergüenza de servir, y el amo de que le sirvan; ambos disimulan, puesto que no pueden evitarse, pero están de acuerdo en lo cruel de sus relaciones. La ciencia nos sacará de un régimen que degrada los hogares. No concibo que no lo haya hecho aún; nuestros criados deben ser las máquinas. ¿Tan difícil es, en el estado actual de la industria, construir viviendas de cómoda oficina, donde el aire penetre por tubos en que se caliente, se enfríe o se despoje del polvo? ¿Los progresos de la calefacción eléctrica no conseguirían suprimir el salvaje horror de los hornillos? ¿Será nuestra química impotente a limpiar con economía y rapidez los objetos de todo uso? Si los Edison quisiesen consagrar al problema una partícula de su genio, el servicio doméstico sería casi automático, entretenimiento breve y agradable, para las señoras. Hemos aprendido a volar, y continuamos haciéndonos lustrar los botines por manos de niños.
   Supongo que los sindicatos de sirvientes precipitarán la solución. La servidumbre, en su forma actual, se volverá pronto absolutamente intolerable. Nos dolerá demasiado, y será un bien, porque no hay renovamiento sin dolor. Nos empieza a doler con exceso la supremacía de la riqueza. Los ricos dominan más que nunca, pero cada vez les estimamos menos, y el dolor que nos causa esta falla entre los valores físicos y los valores morales no es sino la inminencia de una era más noble. La emancipación de los que anuncian en el “servicio doméstico ofrecido" será un episodio de la emancipación de nuestras almas.


CONDECORACIONES



    UN DIPUTADO ha presentado a la cámara argentina un proyecto sobre condecoraciones. Se trata de un problema urgente. El ceremonial del centenario ha puesto a la buena sociedad porteña en un extraño apuro. Se han distribuído millares de cruces, bandas, placas y demás bisutería de que se han mostrado tan pródigos hoy los gobiernos extranjeros como los conquistadores, hace cuatrocientos años, de su pacotilla de cuentas de vidrio para seducir vanidades autóctonas. Pero la ley manda pedir permiso al Congreso antes de aceptar los abalorios actuales. “La inteligencia humana tiene sus límites, mientras la necedad carece de riberas, ha dicho en sustancia el diputado. Conozco un imbécil con quince condecoraciones. Nada corrige el abuso como el abuso mismo; propongo que todo el mundo acepte condecoraciones sí lo desea. Llenaremos así el propósito primordial de no desairar a las cancillerías. Pero conviene a la vez prohibir el uso público de los distintivos, porque desentonarían en una democracia como la nuestra, nutrida de principios de igualdad…” (Aqui el himno consabido a las libertades americanas).
    No sé de dónde diablos saca el diputado que la Argentina es una democracia. Hay en Buenos Aires doscientos mil ciudadanos que lo niegan enérgicamente. No sé si tienen razón. Ello es que cuesta trabajo hacerles callar. Si se les revistiera de las inmunidades parlamentarias, estremece pensar lo que dirían. Convengamos en llamar democracia al residuo que nos quedó entre las manos después de suprimir los privilegios de la monarquía, del clero y de la nobleza. ¿En qué sería el abuso de las condecoraciones contrario a la democracia? No me refiero a toisones y jarreteras, tatuajes supremos que los príncipes se heredan como ciertas enfermedades de la piel, sino a las innumerables y vagas recompensas al mérito, que florecen en menudas corolas de trapo burocrático. Francia, que tiene por lo menos el derecho de la Argentina a titularse democracia, es el mejor ejemplo del efecto empastelador de las distinciones. Cuando entró Víctor Hugo en la academia, le escribió Alfonso Karr:
“Ayer eras tú; no hay más que un Víctor Hugo. Ahora eres uno de los cuarenta. Me anuncian que has presentado tu candidatura para las próximas elecciones. Triunfarás y serás uno de los cuatrocientos. De éxito en éxito llegarás a ser uno de los cuarenta millones de habitantes de la nación francesa.”
   La legión de honor es legión. Al recibir la cruz, el agraciado se incorpora a un vasto rebaño. Es una distinción que confunde. Hay una capa geológica caracterizada por la abundancia de un solo fósil: los numulites. Hay una capa social en que abundan los caballeros de la legión de honor; es el bloque anexo a las oficinas centrales. Se ata con la condecoración como con un empleo. Por otra parte, las cruces, a semejanza de las antiguas charges de la couronne, se cotizan en plaza. Existe toda una empresa dedicada a ese tráfico semisecreto, cuyos agentes cobran fuertes comisiones. Es que la roseta tiene un valor positivo y calculable; es un signo del poder, un pequeño talismán para la vida práctica. Ante el monsieur décoré, los mayorales del tranvía y los empleados del ferrocarril se humanizan, las cocottes sonríen con doble amabilidad, los trámites administrativos se lubrifican y abrevian, y los acreedores se detienen. La roseta, brote inevitable de la levita republicana, es el sello de una masonería oficial. La cruz, más que emblema fatuo, es póliza de seguro contra los mil accidentes del trajín colectivo.
   Nuestro diputado yerra, pues, al pretender que se prohiba el uso público de las condecoraciones. La condecoración protege. Además la condecoración decora. Quitar las cruces del pecho de los funcionarios equivale a quitar del escote de las damas los collares de perlas. ¿Y qué mayor desaire a las cancillerías que declarar delito el uso de sus obsequios? Una condecoración invisible es una condecoración difunta.
   El mérito y el honor no tienen nada que ver con las condecoraciones. Sería grotesco condecorar a Tolstoi. En cambio, es piadoso condecorar a los cretinos, consolándoles de lo que les falta, y resarciéndoles de los olvidos de la naturaleza. Un ministro intentó nombrar caballero a Maupassant. Conociendo el carácter del gran escritor, lo hizo llamar a su despacho. “Señor Ministro, le dijo Maupassant, si me hubiera usted enviado la cruz no me habría atrevido a rechazarla. Pero ya que tiene la bondad de consultarme, le suplico que no me la envie… -¿Por qué?, preguntó el ministro—. No sé… es inexplicable… la cruz me repugna”. Hubo épocas en que muchos condecorados iban a presidio y la Legión de honor era la “Lesión” de honor. Flaubert se arrancó la roseta del ojal, y la echó al fondo de su taza de café. Desde Courbet, que devolvió la cruz, los que aspiran a ella están obligados a solicitarla del ministro. Estos artistas intratables exageraban. Una condecoración no es siempre una deshonra.



¡MUERA EL ZORRO!


    LOS ELEGANTES porteños acaban de importar de Inglaterra un deporte que hacía mucha falta en la Argentina: la caza del zorro. Se toma un zorro —creo que lo encargan a Europa-, se le cuida, se le alimenta bien, y luego se le suelta para perseguirlo a caballo a través de campos y matorrales, rastreado por perros. Todo de primera calidad, zorro, perros, caballos y cazadores. El zorro no debe dejarse alcanzar y destripar demasiado pronto; debe ser bastante resistente y bastante astuto para que la exquisita carrera de obstáculos se prolongue; los perros deben ser sabuesos finos, y los cazadores muy jinetes y algo millonarios. Destripar un zorro —por lo menos de esa manera— es cosa reservada a los miembros de la mejor Sociedad. Sólo ellos son dignos de tratar al zorro tan inexorablemente. Pero habría sido poco patriótico, en vísperas del centenario, adoptar el sistema inglés sin modificarlo con discreción, dándole cierto sabor latino. De aquí la conmovedora costumbre de hacer bendecir la jauría antes de la caza. Los perfumados sportsmen oyen misa, al salir el sol, en la capilla del château ganaderil; un venerable sacerdote bendice los perros, y después, ¡guerra al zorro! ¡Dios lo quiere!
   ¡Pobre zorro! Huye, y nosotros sabemos ya que no hay esperanza, porque los hombres son fieras ingeniosas que no perdonan nunca. Huye con la lengua fuera y el espanto en el corazón; huye, Vuela sobre los llanos, se agazapa bajo la maleza un instante, y escucha… sus pelos se erizan, su hocico está seco y tembloroso, sus ojos dementes relucen en la sombra. Y los perros levantan su pista, le cercan, le descubren, le atacan, y él junta sus últimas fuerzas, y huye de nuevo. Huye sin atinar adónde, sin pensamiento en su cabeza dolorida, huye extenuado, lamentable, lleno de polvo y de fango, arañado, desgarrado, harapo de horror, huye para defender su pequeña vida inocente, y en pesadilla trágica, cada vez más próximos, siente ladrar a los perros bendecidos por el cura, siente los hurras de los elegantes… Una postrera convulsión, una breve agonía, y la Muerte, nuestra madre común, le habrá librado del Miedo…
   Ved en el zorro a una de las víctimas del imperialismo. El imperialismo es el sport chic de las potencias saturadas de oro, y la elegancia masculina, en los ricos, es un imperialismo individual. Por fin tiene el Brasil su juguete a la moda, un juguete de caza, un dreadnought. El “Minas Geraes" inaugura la caza del zorro en las cancillerías Sudamericanas. Pero podría ocurrir que no se encontrase por ninguna parte quien aceptara el papel de zorro nación. El viejo continente ha llevado los preparativos de caza a un maravilloso extremo. No pasa año sin que se boten más y más dreadnoughts, más jaurías flotantes, con las negras fauces de metal abiertas, jaurías de todo lujo, amaestradas científicamente, y bendecidas y sacramentadas en nombre de Jesús, de Alah y de otros dioses. Sin embargo, la caza no empieza todavía. No parece el zorro...
   Es que los tiempos no son los mismos. Si quedan aún zorros de cuatro patas, escasean los de mil frentes. Los marroquíes aprenden a morder, los egipcios y los hindúes enseñan los colmillos, y Menelik ha muerto tranquilo en su choza, de donde no hubo medio de desalojarle. Es elegante destruir, no cabe duda. Cuando las energías se intensifican, en nada resplandecen tan bellamente como en la destrucción, pues destruir es rápido, mientras que construir es oscuro y lento. Pero la realidad comienza a estimarse a sí propia, y se niega a que la destruyan. El mundo vale más de minuto en minuto, y es justicia que perdure, y no se desvanezca hasta que haya desarrollado toda la armonía de sus posibilidades.
   Acaso el poder de destruir se nos retire poco a poco, y lo reivindique un destino superior, interesado, quizás apasionado por los prodigios de nuestro rinconcito de Universo; un Destino quizás decidido a venir en ayuda nuestra… ¿Será esto, ¡oh elegantes!, una metafísica excesiva, y sería posible explicar con mayor sencillez la decadencia del imperialismo dandy? En la época de Nerón le hubierais acompañado a incendiar Roma. Hoy os tenéis que contentar con pegar fuego a las tablas del circo Frank Brown. Entonces hubierais echado esclavos a las murenas de vuestros estanques, y gladiadores a los tigres. Hoy os resignáis a las trompadas del box, a fusilar palomas y a sangrar un zorro con los dientes de vuestros perros. Verdad que esas cuatro gotitas de sangre de zorro son sangre al fin y al cabo. Los principios se salvan…
   ¿No conoces, desgraciado zorro, un proverbio oriental que dice: “Si deseas vengarte de tu enemigo siéntate en el umbral de tu casa, y espera”? Descansa en los tenebrosos umbrales, zorro amigo, y espera pacientemente. También llegará para la fieras ingeniosas que caminan en dos pies, y más terrible que para ti, la hora de la suprema angustia.


LOS AMOS DE FRANCIA


    Y ESTOY por decir los amos del mundo, porque detrás de Francia desfilan los demás países. Ella padece primero lo que todos padecemos después. Ella triunfará donde más tarde hemos de triunfar nosotros menos penosamente, por habernos abierto el camino con su cuerpo lacerado y animoso, con su espíritu que sonríe a lo trágico. ¡Oh París, oh elegante proa de la humanidad! Aquí se nos invita a inclinarnos sin miedo sobre las tenebrosas aguas del destino. Aquí nadie se lamenta, nadie exulta; nadie afirma, niega, ni discute con ira. Se observa, se duda, se charla a media voz. Se sufre y se goza casi en silencio, se muere y se mata cortésmente. Y nadie cree en nada y todos se atreven a todo. Una armoniosa y vastísima actividad puebla el espacio. Los hombres, tan robustos como ingeniosos, trabajan; pasaréis meses enteros sin encontrar un imbécil. Pero en medio de esta potente civilización se respira el cinismo amable de la ciencia extrema. El apache y el santo no se dan importancia a sí propios, y se comprenden uno a otro. Hay algo de socrático en los rostros de los viejos. Hay miradas de niños que os ruborizan o espantan. Los oficios son diferentes: las almas están teñidas de un matiz igual, el matiz común a Salomón, Epicuro, Omar Khayyam y Anatole France. Se diría que los parisienses tienen un confuso conocimiento de la muerte, y que están viviendo por segunda vez y recuerdan la vanidad de los lechos nupciales y de las tumbas. Se diría que sus hijos tienen desde el Limbo un confuso conocimiento de la vida, y titubean en nacer. Francia se despuebla, demasiado sabia, detenida por su misma perfección. París necesita renovarse, cambiar de postura, revolución, desorden. Necesita lo imprevisto. Necesita ignorar, para poder esperar. Diletante del heroísmo, no le basta el sport de los aires. El tedio le arrastra a lo sublime.
   Y he aquí el amo, el actor del drama colectivo, un Napoleón de mil cabezas: el sindicato.
   Un gesto del sindicato cheminots (obreros de la via) de la red del Norte inmovilizó el enorme tráfico de la empresa más rica de Francia. Los accionistas perdieron 300.000 francos cada veinticuatro horas de huelga. Pero no se trata de eso. Por un instante, los demás sindicatos mantuvieron la huelga general. La nación acaba de vacilar al borde del abismo. La parálisis de los trenes es el desastre definitivo, la entrega del territorio a Prusia. El peligro se conjuró. Briand halló en las masas los restos del militarismo indispensables al servicio disciplinario de las líneas.
   Hoy. sí, aún; pero, ¿mañana? Observad que la huelga fué una sorpresa hasta para el proletariado. Notad que los cheminots consiguieron, a partir del 19 de enero de 1911, el aumento de salario que reclamaban. ¡Ay! El balance de este rápido y siniestro episodio evidencia en primer lugar el pánico del gobierno, y en segundo la derrota futura, la derrota latente. No es preciso el genio de Rivarol para adivinar nuestros 93.
   Los mitos religiosos y políticos desaparecen uno a uno. El patriotismo francés se disuelve. Invocar a Dios en un mitin, en una plaza pública de Paris, ¡qué cosa grotesca! Pues bien, la palabra patria comienza a sonar tan clownescamcnte como la palabra Dios. No es posible ya obtener de ellas, ante el pueblo, más que efectos cómicos. Ésta es la verdad. El socialismo, me diréis, es el mito contemporáneo, el mito social. Es la fe de la multitud siempre pueril, frente al escepticismo absoluto de las clases cultas.
   No. No confundamos el meneur, intelectual o apóstol, con su rebaño. Dejemos de poner nombres sagrados a los apetitos fundamentales. Lo que une entre sí a los proletarios, lo que les solidariza es sobre todo la técnica de nuestra civilización. El esclavo antiguo manejaba un hacha, un martillo; el moderno maneja una locomotora, y la maneja él solo. El esclavo antiguo estaba aislado; el moderno se incorpora a sus congéneres, a través del tiempo y la distancia, por el vapor, la imprenta y la electricidad, cuyos mecanismos están en sus manos hábiles. No es el “mito” lo que hace temibles a los cheminots; es el telégrafo. El alambre y el riel les protegen mejor que los cañones. Las herramientas de su faena son las armas de su liberación.
   -¿Cuánto gana un cheminot? —pregunté a un empleado de la linea de Orleáns.
   —Algunos no ganan más que ochenta francos al mes.
   ¡Ochenta francos! ¡Con tres o cuatro hijos y los artículos de consumo a doble precio! Una docena de huevos cuesta dos francos: casi el sueldo de un día. Este esclavo tiene razón; lo que pide es justo. Pero, ¿por qué lo pide, por qué lo consigue? No porque tiene la razón, sino porque tiene la fuerza.
   Los sindicatos son fuertes. Francia fué gobernada por el parlamentarismo. Después, hasta hace poco, fué gobernada por la prensa. Los sindicatos no dependen del parlamento, no dependen de la prensa. Las asambleas obreras arrojan del local a los reporteros y se imponen a los ministros. Francia empieza a ser gobernada por los síndicatos.
   El proletariado no tiene ideas. Es una mayoría. Pero no opongáis la idea a la fuerza. La fuerza se anuncia por la idea en los cerebros superiores. En los cerebros vulgares, las ideas van a remolque de los hechos. No están las ideas de un lado y las fuerzas de otro. No hay ideas y fuerzas, sino fuerzas viejas y fuerzas nuevas. Lo que llamamos justicia es la imagen de las fuerzas del porvenir. La idea es la fuerza nueva que se mueve bajo nuestros cráneos, y de las fuerzas viejas huyen las ideas, como los pájaros huyen de los árboles desnudos.
   El reino del Sindicato ha dado principio en la tierra de Montaigne, Bossuet, Robespierre, Zola y Juan Grave. Francia, con su gracia severa de costumbre, nos precede y se hunde en lo desconocido. Ésa es su majestad. Ésos son sus títulos a nuestra admiración y a nuestro agradecimiento.

ALBANIA


    HACE tiempo que los albanos han resuelto morir antes que dejarse quitar su alfabeto. Las autoridades turcas continuaron prohibiendo el uso de los caracteres latinos en las escuelas, y ahora estalla una insurrección cuya gravedad aumenta cada día. Según los sacerdotes musulmanes, el que no emplea desde niño signos arábigos se expone a perder la “verdadera fe”. Desde el momento en que se pronuncia alguna de estas palabras fatídicas, fe, patria, libertad, o derechos de la civilización, podemos prepararnos a ver derramarse mucha sangre y hacerse muchos negocios. ¿Será lo religioso problema tipográfico? No sólo son importantes los tipos en el culto, sino la tinta. Los lamas, para copiar los libros santos, usan cuatro clases de tinta: la de cinabrio tiene 108 veces más virtud que la negra; la de plata, 108 veces más que la de cinabrio, y la de oro, 108 veces más que la de plata: ¡108 veces justas! ¿Por qué no? Aquí siquiera no hay nada opuesto a la embriología ni a la aritmética. Lo comprometedor es afirmar que tres es igual a uno. Pues bien, figuraos la guerra civil que se armaría, quizás en los conventos búdicos, por una equivocación de frascos…
   Cruel es la conducta de los turcos en Albania. Se parece a la de los prusianos en Polonia, donde se martiriza a los nenes que no rezan en alemán. Ridículo es sacarse las tripas por cuestión de viejas liturgias. Ridículo es —o ridículo juzgarán las generaciones del porvenir- que las naciones sudamericanas estén a punto de pelearse por cuestión de limites, es decir, por cuestión de archivos. Se trazan las fronteras con arreglo —salvo las soluciones de violencia— a lo que ordenan pergaminos que se apolillan desde cientos de años. Estos pueblos orgullosos de su juventud se olvidan de que son independientes —a pesar del centenario-; retroceden sin vacilar a la época del coloniaje, y se ajustan a la documentación administrativa de España; obedecen a España, y no a la España actual, sino a la difunta, a la del “león rendido”. Para las cancillerías no hay presente ni futuro, no hay sino pasado, y cuanto más remoto, extraño e inútil sea el pasado, tanto mejor. Los jueces ordinarios opinan igual; es preciso que los muertos estén bien muertos para gobernar a los vivos, y cuando las cosas, además de muertas, se vuelven incomprensibles, es cuando son sagradas.
   Observemos también que la flamante constitución turca no impide las persecuciones ni la clásica tiranía. Roosevelt, de vuelta de cazar rinocerontes, se detuvo en el Cairo a hacer rabiar a los egipcios. Les dirigió un discurso en la Universidad, llena de jóvenes nacionalistas, a los cuales irritó cuanto pudo. Les dijo que no estaban maduros para la independencia, ni para la constitución, y que el asesino de Boutros Bajá se había colocado en el “pináculo de la infamia”. Explicó de qué manera seguían caotizadas, y en pleno despotismo, repúblicas cuyas constituciones eran, en el papel, las más libres del mundo. Habría citado, si las hubiera conocido, las frases de Alberdi: “la tiranía no reside realmente en el tirano. La tiranía, como la libertad, está en el modo de ser del pueblo mismo. La tiranía es la causa, el tirano es el efecto… Cada hombre es su propio soberano y su propio súbdito; el que no sabe obedecerse a sí mismo, mal puede saber gobernarse a sí mismo. Puede decir que tiene la sedición en su persona. Cada hombre lleva en la constitución de su individuo, toda la constitución de su país".
   Los nacionalistas egipcios contestaron que ellos eran jueces de lo que les convenía. Acusaron a Roosevelt de hacerle el juego a Inglaterra. Porque en el fondo pasa en Egipto lo que en la India: están hartos de los ingleses. Se trata de religión, de genio, de raza. Es un movimiento general en África y en Asia contra el extranjero. La constitución no suprimirá el despotismo, pero los musulmanes prefieren un despotismo musulmán a un despotismo cristiano. Eso es todo. Adoptan las instituciones del enemigo para batirle, como adoptan sus armas. Si el rinoceronte supiera manejar el rifle, no se dejaría cazar por Roosevelt.
   Lo curioso es que Roosevelt aplaude la constitución turca, que tan funestamente protege a los albanos. Y lo doblemente curioso es que la máxima favorita de este formidable sportman se redacta así: “caminad con un buen garrote, y hablad bajito…”
   Mientras tanto, los albanos destrozan y son destrozados con el salvaje frenesí de los tiempos prehistóricos. La única diferencia, en verdad insignificante, es la de empuñar fusiles de repetición en vez de hachas de sílex.
LA POESÍA EN LOS SALONES


    ESTÁ poniéndose de moda en el gran mundo, no ya declamar, sino componer versos. Los aristócratas se dignan hacer una benigna competencia a los poetas profesionales. Se trata de inspiraciones de círculo y éxitos de salón. Los autores se molestarían si los admirase el público anónimo. El público, por otra parte, no se ocupa gran cosa de esa literatura de etiqueta. Todo habría debido continuar así, hasta que hubiera pasado tan inocente manía. El statu quo quedaba definido en el libro del señor barón G. de Parrel: Sous les lustres, que nos da la lista de los más célebres conductores de cotillones y de los más notorios conferenciantes, escenógrafos y artistas mundanos. Es una obra que “los intelectuales se abstendrán de juzgar”. ¡Su profunda ignorancia les descalifica! Enterémonos, pues, en respetuoso silencio, de las delicias que no tenernos derecho a compartir con los amigos del barón de Parrel. Y con las amigas… porque en la alta sociedad parisiense las damas devotas de la rima y del ritmo dejan atrás, tanto por el mérito como por el número, a los caballeros.
   Se nos asegura que las tertulias de la condesa de Villarson, de la baronesa de Sardent, de la condesa Charles de Pomairols, son algo exquisito. A ciertos académicos se les permite asistir. Pero la reina de estos torneos elegantes es la señora duquesa de Rohan. Su fama de poetisa es enorme entre sus relaciones, y me arriesgo a traduciros, al pie de la letra, el comienzo de uno de sus mejores poemas:
VISIÓN DE ENSUEÑO

   Madre, bendice a tu hijo; va a hacer la guerra,
   A defender su patria, y la viña y el trigo,
   Los palacios, los hogares donde el grillo se soterra;
   Pero al dejaros a todos su corazón está abrumado.
   Hasta la vista, hijo mío, el buen Dios te proteja,
   Que vele sobre tus días y te traiga al puerto;
   Del peso de mis tormentos quisiera que me alivie
   Y haga de tu corazón el de un hombre fuerte.


   En francés resulta todavía más hermoso. La duquesa de Rohan no desdeña alentar a los principiantes.
   ¡Nobles desahogos de almas aparte, protegidos contra la crítica grosera por una discreta y perfumada penumbra! Todo iba bien, cuando de pronto, gracias a una distracción de la señora de Rohan, su nombre rodó de boca en boca, algunas no muy limpias, y París entero soltó una inmensa carcajada.
   La duquesa, en efecto, mandaba invitar, para sus tes poéticos, a Verlaine, muerto desde hace doce o quince años. He aquí el sobre de la invitación: A M. Paul Verlaine, aux bom soins de M. M. Fasquelle, éditeurs, Paris. ¿Cómo se supo? Todo se sabe… La pobre duquesa de Rohan concedió audiencias a los reporteros, y explicó que la culpa era de un secretario, no, de un simple ayuda de cámara, encargado, por su linda escritura, de poner las direcciones de los invitados, el cual, viendo un volumen de poesías de Verlaine, envió un convite extra por cuenta suya y por intermedio del editor… ¡Ah! Es necesario ser excesivamente estúpido, aun entre los ayudas de cámara, para ignorar la muerte de un Verlaine.
   Lo malo es que París no pareció convencido de la historia, y lo peor es que la duquesa tampoco, puesto que habló nuevamente del asunto a un reportero del París-Journal, diciendo: “He invitado a M. Paul Verlaine, es cierto, pero se entiende, claro está, que me referia al señor Verlaine hijo, que suele unir a su nombre de pila el de su ilustre padre… ¿Cómo llegó la invitación a manos del editor Fasquelle?… Es un misterio… El cuento no ha hecho reír más que a los que no me conocen”.
   Sin embargo, 1º) El hijo de Verlaine, mayoral de tranvía, jamás se ha llamado sino Georges Verlaine. 2º) El Mercure de France ha recibido dos invitaciones de escritura idéntica a la de la invitación de que la duquesa se declara responsable, y dirigidas a los poetas Guérin y Samain, tan difuntos, ¡ay!, como Verlaine…
   Sólo se ríen de la duquesa los que no la conocen. Pero es demasiada gente. Por lo demás, la avería de los tés poéticos carece de importancia. En ellos lo que importa es el té, y los verdaderos poetas ni han muerto, ni han vivido nunca para la duquesa de Rohan y compañía.


EL ODIO Y LA PAZ

   SEGÚN el general von der Goltz, el estadista que vacila en agredir cuando la guerra es inevitable, su país está listo y el enemigo desarmado, es un traidor. Esto, que parecerá excelente a un cerebro militar, carece de buen sentido para los cerebros civiles. Si el enemigo está desarmado, o mal preparado, se guardará de provocar la guerra. En el momento que el generoso von der Goltz elige para agredir, la guerra es menos inevitable que nunca. En cuanto a la moral de semejante doctrina, ¿a qué comentarla? Ninguna persona decente, al cabo de un minuto de examen, dejará de encogerse de hombros. Lo malo es que en Alemania muchos opinan como el general von der Goltz. Se desea que el mundo sea prusiano, hipótesis que habría horrrpilado a Schopenhauer, a Heine y a Níetzsche, 10s cuales despreciaban a su pa— tria, y no saldrían de su asombro al ver a Krupp sobre el pedestal de Goethe. “Las naciones civilizadas pelean como bestias feroces, decía Federico el Grande; me avergüenzo de la humanidad, y me sonrojo del síglo”. Federico el Grande, con tales ideas, sería hoy en su tierra Federico el Pequeño.
   Considerad lo que le ha sucedido al mismo Káiser. A la muerte de Eduardo VII se encontró en Londres con el ministro francés M. Pichon, y hablaron de políti- ca internacional. Guillermo II dijo que el único medio de garantizar la paz consistía en crear una confederación europea de las potencias principales. El pensamiento sería fecundo. No es nuevo. Hace años que Novicow, con su destreza de insigne sociólogo, lo desarrolló admirablemente. Roosevelt lo recogió después. El tribunal de La Haya, en efecto, es un tribunal platónico; está desprovisto de lo esencial, que es la fuerza para hacer cumplir sus fallos. La fuerza precede a la justicia. La justicia no es sino la mejor utilización de la fuerza. En La Haya no se resolverán jamás cuestiones importantes. ¿Qué son esos jueces desamparados, que ni siquiera usan revólver, frente a la escuadra inglesa o al ejército alemán? Obedecerles sería obedecer a la justicia pura, y entonces ¿qué necesidad tendríamos de ellos? En cambio, una sociedad imperfecta podría obedecer a los invencibles cañones de una confederación nacida en un instante propicio, y sostenida ulteriormente por la vigilancia del proletariado. Alberdi —cuya sombra augusta nos consuela de los dreadnoughts criollos— ha escrito: “así como la presencia del malhechor en casa ajena es una presunción de su crimen en lo civil, así todo Estado que invade a otro debe ser presumido criminal y tenido como tal sin ser oído por el mundo hasta que desocupe el país ajeno”. Los cañones confederados, gendarmes de pueblos, sujetarán el ímpetu agresivo de los von der Goltz.
   He aquí —acaso- los sueños del Káiser ante el ataúd del rey de Inglaterra. Ataúd de majestad cómica, urna vana, caja de podredumbre que velaron nueve reyes y medio millón de hombres condenados a pudrirse también; ¡espectáculo pacificador! Ya que la naturaleza nos destruye con tanta solicitud, no nos impacientemos por sustituirla. Conoce su oficio mejor que nosotros; Quizá Guillermo II, en la madurez de su existencia, doblado el cabo de la Desesperación, a partir del cual los ojos se descongestionan y adquieren la amarga lucidez de lo real, vivió una hora plenamente humana, y sintió que hasta para el Káiser hay cosas superiores a Prusia... Pero volvió a su Prusia, y la halló indignada contra él. La prensa, casí unánime, le desautorizaba con sarcasmo. El Deutsche Tageszeitung se reía de las ilusiones inglesas: “Alemania no mudará de política; sabe que está en un plano de igualdad con el poderío británico”. El Taegliche Rundschan decía que era imposible que el emperador hubiera propuesto soluciones tan impracticables. "¡Nuestra flota es el más potente instrumento de paz!" El Hambuïger Nachrichten: “¡Desconfiemos de la paz!” El Deustche Zeitung: “Se trata de una perfidia de Francia, que quiere endosar al emperador el papel lubrificante del difunto Eduardo VII”. Otros: "Un emperador germano se compromete y se rebaja haciendo votos por una fantasía utópica”... Etc., etc. Y el Káiser rectificó. Hizo declarar que la palabra Confederación no había sido pronunciada, que el proyecto de una liga europea estaba muy lejos de su espíritu. Pidió excusas a la opinión por no haber compartido con ella, durante un segundo, el odio a la paz.
   La opinión, entre los resignados a su infortunio o al del prójimo la hace la prensa. Los no resignados, cada vez más numerosos, se informan por sí de lo que les atañe. Adivinan que la gran prensa es una industria combinada con otras industrias, y que debajo de una campaña periodística hay siempre un negocio. Saben que son ellos quienes pagan los dreadnoughts, puesto que no se les devuelve en forma de salarios sino una fracclón de lo que contribuyen. Saben que ellos proporcionan el 99 por 100 de las víctimas de la guerra. Saben que uno de los fines del dreadnought es mantener las tarifas proteccionístas y encarecer los artículos de consumo. Saben que el enemigo de ellos no está fuera de las fronteras, sino dentro. Saben que el trabajo que no produce factores positivos es inmoral. Ese ejército de no resignados está sólidamente constituído en Alemania, pero tiene el defecto que hace de los alemanes magníficos relojeros; es un poco miope; es candoroso y paciente. Le falta el genio revolucionario. Con él, con unos adarmes de sal rusa o francesa, el socialismo alemán impondría la paz a Europa.


LORDS

    COMO el mantenimiento de la paz exige continuos progresos en el arte de la guerra, la Gran Bretaña, igual que las demás naciones, construye ansiosamente acorazado sobre acorazado, a fin de que no peleen nunca. ¡Lástima que el sistema preventivo sea tan costoso! El gobierno, en la necesidad de nuevos recursos, se ha dirigido a los propietarios, seiscientos y pico de los cuales, aprovechando la circunstancia de ser lords, es decir, señores, han rechazado el presupuesto de la Cámara de los Comunes; se conforman con las escuadras destinadas a defender su fortuna, siempre que las pague otro. ¡Tremendo conflicto!... Los partidos apelaron al pueblo, y, en consecuencia, se dedican hoy al deporte electoral.
   El pueblo —como se llama a los electores en jerga parlamentaria, el pueblo decidirá... ¿qué decidirá? Hace siglos que funciona la Cámara de los Lords, y nadie sabe aún en qué consisten sus funciones. Había la costumbre de que la Cámara alta aprobase los presupuestos de la baja. Pero ahora que se les ocurre a los lords cambiar de costumbre, estamos perdidos. ¿Y el rey? Lo malo es que tampoco sabemos bien en qué consisten las funciones del rey. Hay la costumbre de que no se meta en los asuntos de su país. Y en efecto, cuando queremos conocer su opinión sobre la querella actual, se nos contesta que trabaja sus caballos y que sigue patrocinando las levitas de dos botones. Es un rey correcto.
   Se ha dicho que no sólo Inglaterra, sino cada inglés es una isla. ¡Admirable individualismo, producto y escuela de la energía personal, clave de la estructura religiosa, política, mental y social de los ingleses! “Los ingleses, observaba Voltaire, tienen cincuenta religiones y una salsa”. Religiosos sí; místicos, jamás; el inglés va a su iglesia como va al club. Se guarda de abstraer, de elevarse a regiones del espíritu demasiado rarificadas para la acción. Ni místico, ni metafísico, ni apóstol. Cromwell hace su revolución con la biblia en la mano. Cualquier trasto viejo sírve; lo importante es la gimnasia. ¿Para qué unificar las leyes? En Inglaterra la ley es un caos inextricable de usos de todas las épocas; ¡mejor!, el juez es más libre. Nada se suprime en la política británica; para semejantes atletas nada es pesado. Su cerebro robusto digiere lo anacrónico, así como los gansos se tragan piedras que les muelen los alimentos en el buche. El materialismo es el nervio de la crítica inglesa. Los ingleses ven y oyen a maravilla los objetos terrestres. Sus raros filósofos son físicos, biólogos, ingenieros. Sus físicos mismos utilizan cincuenta teorías contradictorias para explicar un fenómeno, y prefieren una salsa especial, el aparato de cartón o de madera que lo finge. Para el inglés, comprender es tocar. Dueño de los hechos aislados y próximos, las armonías trascendentales se le escapan. En vano estudia a los célebres compositores y acude a Bayreuth y solfea con rabia: el destino le ha negado el don de la música. Su imaginación es plástica; su fuerte es lo particular, llevado hasta lo excéntrico; triunfa en la caricatura, en la descripción de lo horrible; su arte, intenso y agresivo, carece de plan; por eso sus obras maestras no pertenecen a lo clásico, sino a lo romántico. Me refiero más al talento que al genio. No hay genios ingleses, ni franceses, ni alemanes. No hay genios nacionales. El genio no tiene patria, ni s1quiera familia. Apreciad este último rasgo del fecundo prosaísrno inglés: las tradeunions no profesan ninguna doctrina social; millones de obreros asociados para la lucha contra los patronos, transforman el ambiente económico sin ser socialistas ni anarquistas; su método es el de los gremios de la Edad Media. En los distritos industriales establecen jerarquías, aristocracias. El operario que gana diez chelines alquila piano, aunque su mujer no lo toque, y no se visita con los que ganan cinco. ¿Y esta gente que no puede resolverse a adoptar el sistema métrico, se dejaria estropear sus lords?
   ¡Venerables lords! Su prestigio es mucho; su historia, gloriosa. Se opusieron a la emancipación de los católicos irlandeses y a la abolición de la esclavitud. Se oponen a los proyectos sobre despachos de bebidas, al sufragismo y a la profanación de la renta. “Es necesario, claman en el manifiesto conservador, es necesario que exista nuestra Cámara, órgano de la voluntad del Estado en su carácter de entidad viviente y en cumplimiento de su primer de— ber, que es subsistir”. ¡Subsistir! He aquí el deber típico de todo inglés, de toda cosa inglesa. He aqui el supremo argumento. Y los lords amenazan con males terribles: el capital emigrará a donde la demencia socialista no se haya apoderado de los ministros, a la América latina, sanamente metalizada, a México, por ejemplo, donde un juicioso despotismo asegura la inviolabilidad de los cupones.
   “Somos grandes —decia Gladstone—, por el cricket y porque casí desde la cuna hemos aprendido a abominar la mentira”. Esfo de abominar la mentira significa símplemente que hay que ganar al cricket sin hacer trampas. Inglaterra es el deporte, un deporte a veces brutal, pero muy honrado. No existe deporte sin un conjunto de obstáculos que definen el juego. La Cámara de los Lords es uno de los indispensables obstáculos del deporte público, y no será eliminada ni modificada. Su primer deber es subsistir, como subsiste el marco del gol, sin el cual no habría fútbol posible. Por lo demás, la incapacidad de los ingleses para las ideas generales les ha hecho maestros en politica.


RED COCOA

   LA AMAZONA Rubber Company no es la única company que esclaviza a sus obreros de color. Notemos sin embargo que las compañías inglesas no tienen excepcional predilección por la esclavitud. En los gomales de Bolivia los procedimientos son análogos. Italia se ocupa de revelar ahora —quizá por argentinismo— los horrores de ciertas fazendas del Brasil. Mas si los ingenios de Tucumán no son lo que antes, quedan los yerbales del Alto Paraná, donde se tortura y se asesina concienzudamente a los mineros. ¿Sabéis lo que es estaquear un peón? Se le atan las cuatro extremidades a cuatro estacas, al sol, con cuero fresco, y tan fuerte que la víctima no toca tierra. El cuero se seca, se encoge, y corta la carne. A veces se es— taquea sobre un nido de hormigas coloradas al cual se prende fuego. El padre Las Casas encontraría asunto para su pluma vengadora en la América de hoy. Y quien dice América dice Asia o África. Las costumbres de los europeos, cuando ellos se ocupan de civilizar al prójimo, son bastante monótonas.
   Si la moderna esclavitud origina tantos escándalos en Inglaterra, es porque alli hay gente que se escandaliza. El hecho es que no oímos hablar de los grandes males donde existen, sino donde se les combate. Las sociedades antiesclavistas y la prensa denuncian los abusos y mueven con éxito la opinión británica. El Daily News, por ejemplo, ha realizado campañas ruidosas contra la esclavitud de los chinos en el Transvaal y contra las ignominias del Congo libre. Pero nada, en el género atroz, compite con las colonias portuguesas del oeste de África —islas de Príncipe y Santo Tomé—, donde se trabaja el cacao. Horn- bres, mujeres y niños son sacados de sus casas y llevados por la violencia a las plantaciones. En 1901, un par de negros, macho y hembra, sanos y fornidos, costaban, puestos en Santo Tomé, cincuenta libras. Por el camino se les marca como al ganado. Durante las marchas nocturnas van con grillos; a los que se rezagan se los degüella. Un suplicio que se les aplica frecuentemente en el escritorio del patrón, es aplastarles los dedos en la prensa de copíar. La mortalidad anual es de veinte por ciento. Esta cifra lo resume todo. (Resultados del proceso Standard-Cadbury, 1908).
   Lo triste es que el Daily News, tan indignado cuando se trataba del Congo o del Transvaal, guardó siempre un misterioso silencio respecto a la esclavitud de Santo Tomé. La razón —muy cotizable- consiste en que las 199.000 acciones del Daily News pertenecen a los Cadburys. ¿No conocéis el cacao Cadbury, el mejor cacao manufacturado del globo? Ha dado una inmensa fortuna a sus dueños. Se prepara con él un chocolate exquisito. Sólo que es cacao de Santo Tomé, red cocoa, cacao rojo, cacao manchado de sangre. Pero no importa. Su sabor es bueno. Además míster George Cadbury, el más voluminoso de los Cadbury (166.000 acciones del Daily News) es una excelente persona. Baste decir que es cuáquero, id est, representante del más austero puritanismo inglés. ¿Recordáis el heroísmo de los primeros cuáqueros? “Al enviarme Dios al mundo, cuenta Fox en su diario, me ordenó que no me quitase el sombrero ante nadie, y que tutease a todos, ricos y pobres, grandes y pequeños... ¡Oh! ¡Cuántos desprecios, cuántos furores tuve que sufrir! ¡Cuántas bofetadas, cuántos puñetazos, cuántos pa— los, cuántas prisiones, porque no queríamos quitarnos el sombrero! A varios de nosotros les arrancaron los sombreros de las sienes, y se los lanzaron a tal distancia que jamás pudieron hallarlos". Si esto soportó Fox en defensa de la santa igualdad de los hombres, ¿qué habría opinado sobre el cacao rojo? Me objetaréis que Mr. Cadbury, aunque cuáquero, vive en el siglo xx.
   ¡Curiosas desviaciones del cristianismo! Pienso en Mr. Cadbury, y pienso a la vez en el padre Conrady. El padre Conrady es belga. Tiene sesenta y nueve años. Recibió las órdenes sacerdotales en París. Fué misionero siete años en la India. Después pasó a China, y los leprosos de Cantón le retuvieron. Escupidos por la ciudad como bestias de maldición, estaban amontonados en los muladares de los suburbios. El padre Conrady voló a Norte América, llamó a las puertas y a los corazones, reunió treinta mil dólares, regresó a Cantón, compró una isla cerca del puerto, y hospedó a quinientos leprosos, con los cuales cohabita. Las últimas noticias que tengo del padre Conrady son que se ha contagiado de la lepra, y está moribundo.
   He aquí un fraile que, sin ser del siglo xx, vive en él para gloria de la especie humana. Pío X no haría ningún desatino en ofrecer su tiara de pontífice a este divino leproso, cabeza visible de la antigua iglesia. Prefiero complacerme en creer que el padre Conrady, como sus inmortales precursores, son ejemplares prematuros del porvenir. De Mr. Cadbury no es posible asegurar lo mismo. Mr. Cadbury no es del pasado ni del futuro. Su mérito —o por lo menos su eficacia— es de estrícta actualidad. Mr. Cadbury es del presente. Y el presente es algo tan cojo, sumergido, despeñado, leve y ciego, que Mr. Cadbury nos inspira compasión por haberse embarcado, para cruzar el infinito, en la nave de los escasos y endebles minutos de su propia vida. No aplastemos a Mr. Cadbury, simple millonario, bajo la majestad del padre Conrady. Al fin el padre Conrady tampoco es perfecto. Al frente de una explotación de cacao fracasaría lamentablemente.


LA REHABILITACION DEL TRABAJO

    EN NUESTRA sociedad el trabajo es una maldición. La sociedad, como el Dios del Génesis, castiga con el trabajo, ¿a quién? A los pobres, porque el único delito social es la miseria. La miseria se castiga con trabajos forzados. El taller es el presidio. Las máquinas son los instrumentos de tortura de la inquisición democrática.
   Hemos envenenado el trabajo. Le hemos hecho temer y odiar. Le hemos convertido en la peor de las lepras.
   ¡Y pensar que el trabajo será un día felicidad, bendición y orgullo, que quizá lo ha sido en sus orígenes! Mientras escribo estas líneas, mi hijo_ —de dos años y medio- juega. Juega con tierra y con piedras, imitando a los albañiles; juega a trabajar. La 1dea de ser útil germina en su tierno cerebro con alegría luminosa. ¿Por qué no trabajan los hombres, alegres y jugando, como trabajan los niños? El trabajo debe ser un divino Juego; el trabajo es la caricia que el genio hace a la materia, y si la maternidad de la carne está llena de dicha, ¿no ha de estarlo también la del espíritu? Y he aquí que hemos prostituído el trabajo; hemos hecho de la naturaleza una hembra de lupanar, servida por el vicio y no por el amor; hemos transformado al obrero en siervo de eunucos y de impotentes.
   El trabajo ha de ser la bienaventurada expansión de las fuerzas sobrantes; el resplandor de la juventud. Ha de ser hermano de las flores, del encendido plumaje que ostentan las aves enamoradas; hermano de todos los matices irisados de la primavera. Compañero de la belleza y de la verdad, fruto, como ellas, de la salud humana, del santo júbilo de vivir.
   Entretanto, es compañero de la desesperación y de la muerte, carga de los exhaustos, frío y hambre de los desfallecidos, abandono de los desarmados, desprecio de los inocentes, ignominia de los humildes, terror de los condenados a la ignorancia, angustia de los que no pueden más. Pero lo absurdo no subsiste mucho tiempo. Libertaremos a los pobres de la esclavitud del trabajo, y a los ricos, de la esclavitud de su ociosidad.



NOTICIAS DE LEOPOLDO

   —¡ME AHOGO, doctor, me ahogo! —dijo el rey de los belgas al doctor Thiriart. El doctor Thiriart le puso unas inyecciones. Mientras tanto el rey falleció.
   Desde ese momento no se ha tenido más noticias de él. Sin embargo, cuando morimos de repente es probable que al ser despedidos de este mundo conservemos cierta velocidad adquirida y describamos un resto de trayectoria. Así le ha sucedido a Leopoldo. Quiero contaros su viaje póstumo, en el que ha invertido un mes y medio.
   Al volver del sofocón, se encontró tendido en su lecho de muerte. Le velaban miembros de su familia y demás dignatarios. Personas, muebles y muros parecían fluidos. Leopoldo se sentó en la cama. Nadie dió señales de extrañeza. Se levantó, marchó a través de sus hijos y de sus consejeros, masas vaporosas que no le opusieron resistencia alguna, y salió a la calle.
   Puesto que todo está muerto alrededor de mí, pensó juiciosamente, es que el muerto soy yo.
   Le satisfacía, en medio de tantos seres etéreos, sentir su carne palpable, consistente, dura. Notó que le habían vestido de general, con grandes charreteras, y todas sus cruces. Luego calculó:
   —Estoy muerto y vivo a un tiempo. ¡Dios existe!
   Empujado por un instinto misterioso y certero, se dirigió a la frontera de Francia.
   —Sin duda voy a comparecer ante Dios...
   Confiaba en que su hermosa barba blanca y su uniforme de general impresionarían favorablemente. Además, había recibido los santos sacramentos y el Papa era su amigo. Y caminaba: cruzó campos de un verde traslúcido, surcados por vagas siluetas laboriosas, arroyos en cuya linfa de ensueño se desleía el alma de los sauces, aldeas de Silencio, ciudades cuajadas en el vacío de lo imposible, y alcanzó París a medianoche, su París, familiar y fantástico, construido de estelas de gas fosforescente, horno glacial en que se movían innumerables comparsas mudos, con un lamentable gesto de salamandras felices. Leopoldo comprendió que Dios no estaba en Paris, y siguió caminando hacia el Sur.
   Empezó a fatigarse. Empezó a sufrir. La tierra se le hacía acaso menos irreal. Y caminaba… Tuvo que atravesar landas inmensas, en que los espectros de los pinos se retorcían bajo pesadillas de huracanes. Tuvo que buscar desfiladeros entre la nieve de las cordilleras. Descendió a llanuras, donde ondulaban los penachos rubios del maíz. El sol frío brilló después sobre los trigos y los olivares. Y el muerto caminaba hasta que lo detuvo el fantasma del mar, o tal vez el mar mismo. A la orilla, un grupo de pescadores sórdidos sacaba una larga red, en cuyo vientre oscuro hervían escamas de plata. Era evidente que Dios no estaba en Europa.
   Leopoldo, suspirando, se quitó su traje de general y nadó sin tregua, siempre hacia el Sur. Sus carnes se ablandaban, se hacían transparentes. En la noche, hilacha de tinieblas flotando en las tinieblas, perdía la fe. “¿Por qué se me retiene sobre el planeta? ¿Dónde estará Dios?” A veces, un buque de alto bordo, coronado de luces, hendía el abismo, con un grito monstruoso. Y el muerto nadó tres días.
   Desnudo, rendido, angustiado, se internó en el África. Las cosas materiales iban recobrando su aspecto normal, a medida que él se aniquilaba. Vió extrañas plantaciones, casas de soledad, tapiadas y blanquísimas, terrazas y alminares donde los muezines se delineaban en el fuego del crepúsculo, chozas techadas de follajes exóticos, pozos entre palmeras; conoció a los árabes y los beduinos, las lentas caravanas; oyó el aullido de los chacales y la voz del león. Y todo aquello vivía, y él se moría definitivamente. “Quizá no hay Dios. . . quizás estaré juzgado sin saberlo”. Y se arrastraba en su rumbo fatal hacia el interior del país. Y seguía arrastrándose, jirón de bruma dolorida, entre los matorrales, sobre las arenas abrasadoras, herido del sol despiadado. Y pasaron los días y las noches, y al fin llegó.
   Leopoldo, que no era ya sino el recuerdo de un suspiro humano, el eco de un hueco donde hubo una sombra, contuvo el átomo de vida que aún le restaba, y miró -mirada postrera— en torno. El paisaje trajo a su memoria una de las fotografias tomadas en el Congo. A1 pie de un árbol, un negrito recién nacido dormía profundamente. No había más Dios por allí. Leopoldo entonces se disolvió en la brisa y el niño, al respirar, se sorbió al rey...
   Ahora el espíritu de Leopoldo, tan curiosamente reencarnado, tendrá ocasión de ampliar su experiencia, recorriendo otra de las infinitas aristas del poliedro universal.



LOS EX REYES

    ENTRARON en el hall del hotel, y se sentaron cerca de mi. Los reconocí en seguida. Eran don Manuel y su madre doña Amelia. Parecían algo abatidos aún, pero el adolescente se acordaba de mirar a las muchachas con el rabillo del ojo, y doña Amelia, un poco madura, mas siempre buena moza, estaba vestida con esa elegancia inexorable de las que, inclinadas ya sobre los bordes del tiempo, no se animan a separarse voluntariamente de las vanidades del mundo. Me hicieron el honor de dirigirme la palabra. Hablaron de la revolución portuguesa y juzgué oportuno dirigirles frases de vago consuelo.
   —No crea usted —dijo don Manuel-. Valía más salir de dudas. Nuestra situación ha mejorado.
   —Entre nuestros súbditos —dijo doña Amelia- corríamos grave peligro. Fuera de Portugal nos sentimos seguros.
   —Tanto más —añadí yo— cuanto que no hay tratados de extradición para los reyes caídos.
   —Note usted ——insistió ella— que antes temblábamos hasta en el extranjero. Viajábamos bajo la amenaza del crimen, rodeados de un ejército de policías, igual en París o Viena que en Lisboa, mientras ahora, felizmente, nadie se ocupa de nosotros…
   -No deja de ser humillante, mamá —dijo el joven-, que por voluntad ajena, y de repente, me hayan despojado de tantos títulos gloriosos. Yo era rey de Portugal y de los Algarves, aquende y allende la mar del África, señor de Guinea, de Etiopía, de Arabia, de Persia y de la India. ¡Todo eso a los diecinueve años!… Y ahora no soy nada '
   -Los asesinos de tu padre te lo dieron, y ellos te lo quitaron.
   -Señor —dije yo-, ayer era usted Manuel II, pero hoy es usted Manuel. Continúa siendo alguien.
   —Hay muchos que se llaman Manuel.
   —Ninguno destronado como usted, señor. Nadie podrá confundirle.
   —Lo cierto es —suspiró el honrado mozo—- que yo no tengo nada que ver en lo que me ocurre. Soy tan inocente como ignorante de mi destino. Apenas subí al trono, abandone la música —le advierto que sé dirigir una orquesta!; amé a mi país, y me puse a confeccionar la dicha de mi pueblo. Tendí la mano a los republicanos, renuncié a la mitad de mi lista civil, fuí todo lo simpático y cordial que me fué posible. Los cómplices del asesinato de papá quedaron impunes.
   —¡Pobre_ don Carlos! —dijo doña Amelia—. Pesaba ciento veinte kilos, era incomparable en el tiro de pichón y no se metía en política. ¡Pero eso atañe a los ministros! Ellos son los únicos responsables. Y, sin embargo, la víctima es el rey.
   —Llegué a ser ingrato a la memoria de mi padre —dijo don Manuel melancólicamente. En las fiestas públicas las mujeres llevaban los abanicos con el retrato de los regicidas. Si un forastero pedía mi retrato en una tienda, se le contestaba que no vendían allí esa basura. Y yo guardaba silencio. ¡Ah! no tengo el alma de Hamlet.
   —Señor —le dije-, olvide usted a los reyes a la antigua. Usted es un rey moderno. Los reyes verdaderamente modernos son los que se van. Durante todo el siglo XIX, los reyes se han ido en fiacre. Usted ha hecho más. Usted se ha ido en automóvil. Semejante velocidad dignifica la fuga.
   —¡Desgraciado Portugal! —exclamó el mancebo. Europa devorará esa república administrada por médicos, profesores y poetas chirles. De Braganza han bajado a Braga. El presidente cita en sus decretos a Augusto Comte. ¡Qué caos! No he conseguido nunca comprenderlo. Y a propósito, ¿sabe usted quién era el coronel de uno de los regimientos sublevados? Alfonso XIII.
   —Sí; pero era coronel como usted era señor de Arabia. Era coronel honorario.
   —Menos mal.
   —Hijo mío -dijo doña Amelia-, Gaby nos aguarda.
   —¡Gaby! ¡Si la conociera usted! Una excelente chiquilla. La prensa le enrostró el delito de serme agradable. No se atrevió a visitarme en Lisboa más que una vez, y dijeron que dormía en palacio. Tuvo que partir, calumniada y casi agredida por una plebe imbécil que, se lo confieso, he cesado de amar. Ya no me preocupa absolutamente la felicidad de mi pueblo.
   —Gaby es muy mona, muy artista, muy chic -dijo doña Amelia—. Me da consejos de toilette.
   —Veo otra ventaja del destronamiento —observé al joven—. Las Gaby no le saldrán a usted tan caras como antes.
   —¡Oh! No nos faltan recursos…
   —Verdad que usted hace música, y que su señora madre pinta con gusto exquisito -dije cándidamente.
   —¡Caballero! —exclamó doña Amelia, irritada—. ¿Por quién nos toma usted? ¡Trabajar! ¿Se figura usted que en estos años de sacrificios regios no hemos hecho economías?


EXTRAVAGANCIAS

   LOS HOMBRES de ingenio y los elegantes de otras épocas han cultivado la extravagancia con un brillo que echamos de menos hoy. Los artistas, vestidos de poesía, y los dandis —poetas del traje—- concentraban sus tiros sobre los burgueses y la Academia, que es la burguesía del talento. Era una brusca protesta contra 1a beocia circundante. Necesitaban quebrar el hielo de las conveniencias sociales, en que patinan con ridícula dignidad los filisteos; necesitaban sumergirlos de un golpe en el agua fría del asombro. Hace más de un siglo, un buck English entra en un hotel, riñe con un sirviente y lo mata; a las reclamaciones del dueño, replica que le pongan el muerto en la cuenta. Brummel, siempre squire, hipnotiza a la aristocracia inglesa y al mismo rey con la insolencia glacial de sus refinamientos de indumentaria y con su tedio exquisito. Era el tirano de los salones, donde se dignaba aparecer un instante. Se hacía charolar la suela del calzado; “si no está charolada toda la suela, decía, ¿cómo estaremos ciertos de que el canto lo está?” El humour de Brurnmel era odioso. Visitó una vez los lagos del norte de Inglaterra. A su regreso le preguntaron cuál le pareció más bello.
   —Están muy lejos de la calle Saint James… —contestó el dandy bostezando. Pero su interlocutor insiste. Brummel entonces interroga a su criado—: Róbinson, ¿cuál de los lagos me gustó más? —Me parece que fué Wintermere, señor-. Así debe ser -añade el dandy—; Wintermere… ¿le satisface a usted esto? ,
   Según la perfecta frase de Paul de Saint-Victor, el mundo, para Brummel, terminaba. en sus uñas. Los estetas pusieron una nota decorativa en el dandismo; Oscar Wilde, paseándose en público con un lirio en la mano, nos ofrece una transición al D’Annunzio de 1901, deshojando un haz de rosas en los umbrales de su maestro Carducci. Pero Whistler, deliciosamente compuesto, no cenaba en los restaurantes a la moda sin antes lanzar un largo rugido de pantera.
   La mejor bohemia es parisiense. El conde de la Palférine, en la Comedia Humana, oye con placidez los desesperados reproches, las súplicas que le dirige la madre de una joven seducida. .. “Señora, responde el magnífico bohemio, ¿qué quiere usted que haga? No soy cirujano ni partera…” Todos conocéis la gracia tenue de los tipos de Mürger. La banda de Musset era canora, caballeresca y galante. Villiers reclama a la reina Victoria la isla de Malta, que según él le pertenecía por herencia de sus antepasados. En Barbey d’Aurevilly el dandísmo se hace expansivo, coloreado, armonioso, espiritual; se hace francés. Brummel rompía rara vez el silencio; era el magnetizador de un rebaño; la conversación de Barbey deslurnbró a la sociedad más aguda de Europa. “He conservado de él, cuenta Marta Brandés, visiones precísas; en un salón, sin dejar de charlar, tenía en la mano una copa de coñac del que no derramaba ni una gota — ¡y Dios sabe cuánto gesticulaba!-; en la otra mano tenía un espejito para ver lo que ocurría detrás de él…” Era el encantador despotismo de un Rivarol. Cuando había alguna cara que no le gustaba en la tertulia, Barbey enmudecía obstinadamente. En casa de Mme. Daudet, por culpa de un caballero de exigua estatura que le fué antipático, el autor del Chevalier des Touches no dijo una palabra en toda la noche. El hombrecillo por fin se despide; iba a desaparecer, pero Barbey, tomando un lápiz de una mesa, lo llama a gritos: “¡Señor!…¡señor!… se ha olvidado usted su bastón…”
   Hubo en Madrid, hace doce o quince años, un discípulo de Barbey d’Aurevilly: Ramón del Valle Inclán. Acaso, ahora que ha llegado, si no a la fortuna, a la gloria literaria, se ría de sus extravagancias juveniles. Valle Inclán, en el ambiente más refractario de la tierra a ciertos desplantes, tuvo el heroísmo de llevar una melena enorme que amotinaba a la población. Este dandy, con rostro de Cristo bizantino, mantenía relaciones con la esposa de un catedrático de química. La resignación del químico indignaba a Valle Inclán. Le pisaba en la calle. “¿Qué ha sido? —balbuceaba la víctima-. Ya lo ve usted: un pisotón”… En el foyer de un teatro, Valle Inclán desuella a veces los dramas de X…, literato célebre por sus desgracias conyugales. “Caballero, interrumpe uno de los presentes; no le consiento que siga hablando. -¿Quién es usted? —pregunta Valle Inclán-. Soy el hijo del señor X. ¿Está usted Seguro? —replica apaciblemente el admirable cuentista de las Sonatas”.
   ¡Pobre Valle! Discutiendo en un café le dieron un palo en la muñeca y hubo que cortarle el brazo. Palo simbólico. La bohemia ha muerto: quedan los atorrantes. El arte se industrializa; las extravagancias se vuelven imbéciles. Ya no se mata con una ocurrencia; es necesario sacar el revólver. No hay dandis. Hay la brutal ostentación de los millones. En Nueva York las damas de la Quinta Avenida hacen reproducir sus efigies en estatuas de oro macizo, y en París los rastas hacen cocinar tortillas con billetes de mil francos en lugar de carbón… Para encontrar la ironía de buena ley, preciso es subir a los patibulos. El Salvaje bandido Liottard, ante la guillotina, contesta al magistrado que le exhortaba a tener valor:
   —No se preocupe usted por eso…


EL MAL DEL SIGLO

    FRANCIA sigue despoblándose. Los franceses no quieren tomarse el trabajo de nacer. De 1887 a 1890, había 58.000 nacimientos anuales en París. El año pasado no hubo más que 50.811. En las ciudades grandes los nacimientos han descendido de 25,5 a 21,21 por mil, y en las chicas de 23,3 a 20,6. El rio humano se seca. Con la siempre enorme mortalidad infantil, resulta que la mayoría de los franceses se compone de cuadragenarios; Francia es hoy un pueblo de viejos. “Es probable que desaparezca de entre las naciones hacia el fin de este siglo”, dice gravemente un autor japonés. Pero el Japón no está inmune; pensad que el pais más enfermo es el más civilizado, y que el tipo de la civilización se hace sobre el globo. Los ingleses se sienten ya tocados por el mal; Alemania lo conocerá pronto. Los Estados Unidos se sostienen gracias a los inmigrantes; las familias americanas son casi estériles. L. de Norvins llegó a contar doce niños en cuarenta y cinco matrimonios. D’Avenel (1908) dice que en Washington, en un appartement house, donde se alojaban sesenta y cuatro parejas adultas, no se vió sino dos niños, uno de ellos extranjero. ¿Francia os asusta? Todos llevamos los gérmenes de su lepra. El oro nos matará.
   Su opacidad nos aísla. Su peso nos estorba la sangre. Por él amaestrados a una crueldad metódica, el pobre lo adora de rodillas, o a cuatro patas, y el rico de pie; el uno lo sueña y el otro lo exige. Nos figuramos poseerle, y es él quien nos posee, no como un dios, sino como un ídolo. Hemos sacrificado al Moloch nuestros hermanos; ahora a nuestros hijos les toca el turno. Los humaníteros van consiguiendo que se prohiba al niño la fábrica y el taller, con lo cual el hogar proletario pierde unidades productivas; los chiquillos se vuelven una carga, y mejor es suprimirlos a tiempo. ¿Para qué engendrar la miseria? Sin embargo, es la alta burguesía la gran abortadora; su fórmula consiste en limitarse a un vástago que continúe el negocio. Primero se concentra la fortuna mediante el despojo legal, y después mediante el fraude genésico. Las damas que han adquirido una cultura exquisita comprenden claramente cuán molesta, peligrosa, antiestética y soez es la maternidad. Los padres odian a los hijos; no les quitan la existencia, pero no se la dan pudiendo dársela: mutilan el futuro. Y los hijos odian a los padres; les desean la muerte, o para heredarlos, o por economía. La ciencia ysuministra mientras tanto la técnica de la desgastación y del envenenamiento a domicilio.
   Francia camina delante hacia la sombra, y el resto, unos más lejos y otros más cerca, se arrastran. Creedme: si no concluimos con el oro, el oro concluirá con los hombres. El oro es egoísmo solidificado. ¿Concebís una vida individual egoísta que sea superior? Pues lo que disminuye al individuo acaba por destruir la raza. En nuestro cerebro, espejo curvo donde se refleja lo infinito, intenso significa perdurable. El entusiasmo, la fe, el heroísmo, son imágenes del largo porvenir, perspectiva profunda de las generaciones venideras. Cuando nuestra alma desborda, los siglos reciben su simiente invisible. Pero las almas modernas no desbordan; se achican y se endurecen dentro de su cáscara, momificadas por el oro. Esta sociedad sórdida se ha disociado ya en el espacio, se ha convertido en un polvo de moléculas enemigas: es el triunfo de lo que se llama democracia y libre concurrencia. Faltaba la disociación en el tiempo, mortificar y deshacer el último vínculo, el de la continuidad de la especie. Estamos empezando… ¡Ah! ¿pretendíamos vivir de negaciones? La realidad es lógica. ¿La negamos? Pues ella nos niega, y es la noche sin fondo lo que nos aguarda.
   Para formarse una idea de lo enfermos que están los franceses, basta examinar los remedios que proponen. “Convenzamos a las gentes de que lo patriótico es tener hijos", dice uno. “Aseguremos un salario a las mujeres encintas”, dice el de más allá. “Concedamos primas de 500 francos a los hijos segundos y de 1.000 a los sucesivos…”, “que los padres de familia tengan derecho a dos votos en las elecciones…”, “metamos en la cárcel a los propagandistas del neo-maltusianismo…”, etc., etc. ¡Pobres diablos!
   Remy de Gourmont, que, como la mayor parte de los literatos célebres de Francia, es un cínico, se felicita de que hayamos refinado nuestra inteligencia al punto de jugar con el instinto, separando el placer sexual de la procreación. Estas trampas que hacemos a la naturaleza le divierten mucho. También el infeliz que se pega un tiro le da a la naturaleza un chasco estupendo. Algunos sabios, en cambio, la hacen responsable de lo que acontece. Evolucionamos, dicen, hacia un estado de equilibrio que tal vez imponga una especialización, una restricción del sexo…
   ¿Quién sabe?, pero no olvidemos las innumerables especies que se han extinguido sobre la tierra. Quizás el cráneo de Gourmont esté condenado a no ser nada más que un fósil curioso…
   No, amigos míos, lo que necesitamos es derribar el ídolo, y tender un puente nuevo que nos una a las cosas; necesitamos una religión nueva. El río humano, cuyo nivel baja cada día, necesita las aguas del cielo.


MARÍA

   ES EL MES de Maria. Todas las tardes oigo la campana de la iglesia del pueblo. Campanita humilde, cuerda con telarañas, iglesia pequeña y pobre, que por no tener nada ni tiene cura. Cuatro o seis mujeres siguen el mes de María por estas tardes de sol, y rezan, y después de cerrar con llave la iglesia sonora donde no hay nada que robar, regresan gravemente. Han rezado; caminan entre los árboles, y una a una entran en sus casas. Han apartado un instante sus ojos de los objetos próximos Y han mirado más allá; han mirado a su modo, han pedido algo a lo desconocido. Porque aquí sucede lo que en las grandes ciudades; la gente nace, sufre, espera, muere. Y oigo la vocecita de bronce…
   -¿No va usted a la capilla, señora Rosario?
   La vendedora de naranjas se ruboriza, y me ofrece los frutos que perfuman mis manos. Yo insisto en la pregunta. La señora Rosario, en efecto, era muy devota. Hasta se aseguraba que había sido ama de un capellán, y que si ella quisiera vendría un sacerdote al pueblo. Era ella la depositaria de la llave de la iglesia. ¿Habría dado la llave? ¿Sería posible?
   —Sí señor, he dado la llave… Ya no voy más…
   -¿Por que? ¿Le ha hecho alguna jugada la Virgen?
   —¡Calle, señor! No hable así... Es por la Virgen que no voy más a la iglesia. Yo no sabía rezar, yo rezaba mal, sin fijarme en lo que hacía. Es que me habían enseñado de esa manera los que no conocen a la Virgen. Usted creerá de seguro, como. los otros, que a la Virgen le gustan las letanías, y los canturreos que no acaban nunca, ¿verdad? Pues no; todo lo contrario… La aburren. Y por no aburrirla no la rezo.
   —A mi también, señora Rosario, me enseñaron mal. Tuve un maestro de religión que era el más bruto de la escuela. Su genio era insufrible; usaba en clase una larga regla para golpearnos, y rezaba el padrenuestro con furia. Aún parece que le escucho: “Padre nuestro… ¡orden, borricos!… dánosle hoy… (un reglazo) como perdonamos a nuestros deudores… ¡te he de matar, sinvergüenza!…” Y luego me convencí de que los rezos sobran, de que los labios no deben interponerse entre nuestra alma y el alma del mundo.
   —Pero a usted ¿quién se lo dijo?
   —A mi… nadie, o quizá todo…
   —Pues a mi me lo dijo la Virgen. Es decir, me lo dió a entender. Yo, señor, tuve hace poco un hijo muy enfermo. Le dolía la garganta, tosía, le abrasaba la fiebre. Yo no me hubiera apartado de su camita; ya ve, era más que mi sangre. Quitarme mi niño era lo que no es de pensar. Y, ¡estúpida de mi!, por las tardes oía la campana de la iglesia; arropaba a mi niño, que me comía con los ojos tristes, le besaba llorando y me iba a la iglesia¡ Iba a pedir por él, pero le dejaba. Le sentía toser y le dejaba, con su calentura y con la muerte que le andaba rondando. ¡Me iba a rezar, a conversar con la Virgen! Yo estaba loca; cuando volvía le encontraba peor. Una vez, durante los rezos, comprendí de pronto que eran inútiles, que mi hijo se ahogaba, que lo hallaría muerto, y corrí a su lado. Vi las puertas abiertas, y a la cabecera de la cama una mujer de pueblo, como yo, que acariciaba al niño y le subía sus ropitas. Yo la amé lo mismo que a mi madre y con una infinita confianza la supliqué para que se quedara. Ella me dijo dulcemente: “Si tu hijo está casi bien; tengo que hacer en otra parte”, y se levantó. “Nos hemos cruzado en el camino, Siguió diciendo, tú venías a mi casa, y yo iba a la tuya, a cuidar de tu hijo abandonado”. ¡Dios mío! ¡Era la Virgen! ¿Cómo lo adiviné? No se parece a los retratos que hay en las iglesias. Yo caí arrodillada y ella sonreía…
   —Señora Rosario: no se extrañe usted de que María opine así. Jesús le habrá comunicado sus ideas anticlericales.
   -¿Qué decía Jesús? ¿Usted lo recuerda?
   -Decía: “Cuando orares entra en tu cámara y, cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está oculto. Y no hables inútilmente porque tu Padre sabe lo que necesitas, antes de que se lo hayas pedido…”


BIRIBÍ

    ¿QUÉ ES BIRIBÍ? Ir a Biribí es ir a los batallones de África —los Bat d’Af —llamados también —oh, ironía— los joviales, los céfiros. .. Biribí son las compañías de disciplina, presidios militares volantes, organizados por el gobierno francés en las colonias. Se va a Biribí por robo, por lesiones y por haber rebasado cierto número de castigos en el cuartel o por las ideas, o por andar de punta con un jefe o sencillamente porque sí. Un conscripto es enviado por hecho de huelga. Otro por haber gritado: ¡Viva Dreyfus! Os aseguro que es muy fácil ir a Biribí. Lo difícil es volver. Cuando la amnistía de 1889, volvieron viejos de sesenta y de setenta años. ¡Curiosos Matusalenes! En Biribí, se concluye por perecer por lo común mucho antes. O si lo preferís, se tiene ya setenta años a los treinta. Efectos del clima físico y, sobre todo, del clima humano.
   En Biribí, suceden cosas interesantes. El azote, las esposas, los grillos, los cepos se usan siempre; pero existe la tendencia a considerarlos como una rutina. Los ayunos, las marchas con el equipo completo a cuestas (azadón y pala inclusive) son lo habitual. La mordaza y la crapodina vienen oportunamente a variar el programa. La mordaza consiste en un pedrusco que se le hunde al paciente en la boca. Después se le aplica sobre los labios una es— taca de carpa, sujeta con cuerdas a la nuca. De este modo, se guarda un correcto silencio en Bíribí. La crapodina consiste en atar tobillos y muñecas a la espalda del colono y en dejarle al sol. El hombre es un animal ingenioso.
   He aquí un régimen moralizador. Gracias a él, quedan pronto los criminales imposibilitados para el mal y para la vida. Se convierten en ángeles o, por lo menos, en difuntos. De las enquêtes hechas en épocas diferentes por Vallier, Darvien, Dubois-Dessaulle, Jacques Dhur, Qui— Ilard y otros ingenuos alquimistas sociales empeñados en obtener la piedra filosofal de una autoridad que no sea arbitraria, extraigo la siguiente lista de los asesinatos en Biribí:
   4 diciembre de 1884. — El cabo Gonland mata al colono Demeure. Es felicitado por sus jefes.
   10 marzo de 1896. — El Sargento Perrín ata a Cheymol a la cola del caballo y lo arrastra cinco kilómetros. El caballo cocea. Cheymol muere, según cuentan a su familia, de congestión pulmonar.
   27 abril 1898. - El alférez Rossignol mata a patadas en los órganos sexuales, a Matton. El cabo Vallés ayuda a su alférez. Es ascendido a Sargento. Los tres casos son de Aumale.
   19 Setiembre 1897. — El Sargento Geróme hace fuego sobre Halfond y le yerra. El capitán Legros advierte que todo graduado que yerre a un colono, sacará un mes de calabozo. El cabo Bernard mata a Halfond. El general Gallieni le felicita (Madagascar).
   Noviembre 1897. — El cabo Cantelope mata de tres tiros de revólver a Grenier, que servia el rancho. Felicitaciones del general Gallieni. (Madagascar).
   Setiembre 1898. - El cabo Vivier mata a Mathieu de un tiro a la cabeza. Caso acaecido en la columna Maintirano (Madagascar) , que tenía 67 hombres. A los cinco meses no había más que veintiséis. La columna no se batió.
   23 noviembre 1898. — El Sargento Chenet mata a patadas a Danger.
   21 noviembre 1899. — El Sargento Bernard mata de un bayonetazo a Pellat.
   7 octubre 1900. — El cabo Chauvel mata a Lamarre de un tiro de revólver. Le golpea durante la agonía.
   19 enero 1901. — El Sargento Seilinger mata a Sales a puñetazos.
   31 octubre 1902. — En Orleánsville- El alférez Manani mata a Raidigues de un tiro.
   19 febrero 1907. — Lenormand es muerto de un tiro al salir de la cocina.
   En Setiembre 1897, el teniente coronel Liautey hace fusilar a Jean y a Brando sin formalidad de interrogatorio. Hoy es Liautey uno de los más acreditados generales franceses.
   Por último el 2 de julio de 1909, el Soldado Aernoult muere durante el suplicio. El ministro de guerra asegura que la muerte ha sido natural. Yo opino como él. Ya no hay milagros. El doctor Sicard de Planzolles observa que si Aernoult hubiera tomado la precaución de ser caballo, la ley Grammont de 1850 le habría protegido, infligiendo a su verdugo cinco francos de multa. Pero no era un caballo; no era más que un colono de Biribí. El Soldado Rousset, que denunció el hecho, fué condenado a cinco años de presidio.
   La opinión parisíense, generosa y frívola, está indignada. Olvida la sudanitis. Todos los oficiales de Biribí están enfermos de sudanitis, que es una demencia nacida de la temperatura calcinadora, del ajenjo, del siniestro tedio africano y principalmente de la ausencia de civilización exterior. Es tal la sed de sociedad que se sufre en Biribí, que los oficiales torturan con el solo objeto de ser llamados a declarar en las ciudades de la costa. Aquellos que no se vuelven feroces en la soledad son idiotas o santos. Hadamard, profundo matemático del Colegio de Francia, ha lanzado su correspondiente grito de protesta, y ha reanudado en seguida sus fórmulas. Si, pero ¿Se cree él inmune contra la sudanitis? Un Hadamard en el desierto no sería Hadamard. Acaso llevamos todos, comprimido y domado por el peso de la cultura ambiente, un Biribí dentro del cerebro.


CHAMPAGNA Y RULETA


   
   LOS DIARIOS montevideanos traducen la justa Satisfacción de su público. Montevideo posee por fin un edificio donde se puede comer, beber y jugar con exquisita opulencia. Cada época se retrata en sus templos; los imbéciles de la Edad Media levantaban catedrales; nosotros levantamos casinos. Hace años que la Argentina tiene su santa ruleta en Mar del Plata. Si Montevideo no tuviera la suya, sería vergonzoso.
   Imitemos las costumbres de la metrópoli. En Europa se come y se bebe y se juega así. La ambición de las jóvenes repúblicas americanas es copiar al viejo mundo: siguen siendo colonias. Me apresuro a declarar que empleo la palabra Europa en su sentido usual: La Rue de la Paix a la derecha, Monte Carlo a la izquierda, el Gran Canal en medio y cerros suizos alrededor. Cuando se habla de “ir a Europa”, del “clima de Europa", de “la vida europea”, del tipo europeo, etcétera, nadie necesita detalles. Pues bien, Anatole France y Rafael Altamira pasan, pero el casino queda. Es la ruleta la que nos europeíza a fondo, la que nos arma caballeros de la civilización. Acaso algún resfriado moralista nos salga con que el vicio es incapaz de engendrar cultura, y sandeces por el estilo. Sin el vicio, sin las superfluidades siempre nuevas y siempre crecientes, pronto convertidas en hábitos imperiosos, apenas habria movimiento industrial. Considerad una mesa lujosamente puesta, la mantelería de rizada nieve, la vajilla de plata, de cristal y de melodiosa porcelana, las flores de estufa, la luz eléctrica en menudos astros, los manjares y los vinos en que la naturaleza y el hombre agotaron los recursos de su química, mariscos vivos aún como en las profundidades del mar, frutos de otra estación y de otros continentes, y pensad el trabajo que todo ello representa. Si las cortesanas y las actrices, que son las que legislan la moda, cometiesen la locura de atender a los santos padres y de renunciar a la vanidad y a la coquetería, la mitad del comercio se vendría abajo. ¿Qué harían con sus huesos los que buscan plumas de garza en los trópicos, y pieles preciosas entre los hielos, y diamantes en las entrañas de la tierra? Tendrían que estarse tranquilos en sus casas, comiendo el pan de su campo. Sería espantoso. Sin el vicio nos faltaría el arte, que no se desarrolla en la austera Esparta, sino en la Atenas voluptuosa. No se concibe la sagrada elocuencia de Bossuet sino en la Francia del Rey Sol, ni artistas que pintaran tan excelentemente los éxtasís místicos sino en la Italia del Renacimiento, la Italia de los principes envenenadores y de los papas disolutos.
   Los puritanos empobrecen, amargan y afean un país. La virtud es antipática porque es una negación. Son los impotentes los que abominan del amor, las viejas, de la elegancia, los dispépticos, de la gula. Son los enfermos y los fracasados los que practican la virtud. Los virtuosos no perdonan al prójimo la virtud que se ven obligados a guardar; el remordimiento les mata. Los viciosos, en cambio, son alegres, tolerantes, fecundos. Sin el vicio no habría moral ni religión posible. Para que un placer sea perfecto, debe ser pecado. Es delicioso hacer rabiar a Dios. “¡Qué lástima que esto no sea pecado!” —decia una bella napolitana) tomando un sorbete. “¿De qué le sirve a usted la religión?”, preguntaba una señora a Verlaine—. “Me sirve para pecar”— contestó. El mismo Verlaine, eterno niño goloso, estaba convencido de que el mayor beneficio de la ciencia sería fabricar un vicio inédito.
   Sí: el vicio es el fundamento de toda cultura sería, y más el vicio distinguido de frac y de Smoking. Sin el frac ¿cómo distinguiriamos unas personas de otras? Los jefes llevan frac. De aquí la importancia de jugar, vestido de frac, a la ruleta. El obrero que deja su jornal en un garito sórdido me hubiera inspirado reflexiones distintas. Quizá hubiera que demostrar, con la historia en la mano, los calamitosos efectos del vicio. Pero cuando es un frac el que ruletea, ¡tabú! Montevideo entra en plena regeneración.


EPIFONEMAS


   EL REVERENDO padre Fourier-Bonnard, hablando de los procesos de hechicería en el siglo XVII -entonces a los histéricos se les quemaba vivos—- cuenta un caso curioso: “En- tre las victimas hubo un rico mercader de Mattaincourt, inculpado de brujería por varias pruebas, de las cuales la más importante era que el hombre había firmado dos contratos con la misma fecha, el uno en Ginebra y el otro en Besancon, cosa imposible dados los medios de comunicación existentes." El tribunal no se acordó de que Ginebra en aquel tiempo, como ahora Rusia, no había adoptado aún la reforma del calendario introducida por Gregorio XIII, resultando así una diferencia de diez días, muy suficiente a nuestro mercader para hacer el viaje.
   Hoy, en aeroplano, se va de Ginebra a Besancon en pocas horas. Además, hemos dejado de creer que el histerismo es un crimen. Y luego estamos más al tanto de los almanaques. Pero, ya que no quemando, seguimos ahorcando, fusilando y guillotinando a los criminales de nuestra pequeña época. Es cierto que nuestras definiciones de crimen y delito, y nuestros pretextos para aplicar la pena de muerte nos satisfacen: sin embargo, los que usábamos hace tres siglos nos satisfacían también. Estamos contentos y la sangre corre. Hemos cambiado de ortografía; eso es todo. ¡Tres siglos! ¿Qué son tres siglos en la historia de nuestra evolución moral? Hace más de cien mil años que vagamos por la tierra.
   Y Nietzsche me dice: “Para juzgar al criminal y a su juez: El criminal que conoce todo el encadenamiento de las circunstancias no considera, como su juez y su censor, que su acto está fuera del orden y de lo explicable; su pena no obstante le es medida exactamente según el grado de asombro que se apodera de ellos, al ver esto que le es incomprensible: el acto criminal. Cuando el defensor de un criminal conoce bastante el caso y su génesis, presen- tará circunstancias atenuantes que acabarán unas tras otras por borrar toda la falta. O para expresarse mejor aún: el defensor atenuará grado por grado este asombro que quiere condenar y fijar la pena, y concluirá hasta por suprimirlo completamente, obligando a los oyentes a confesarse en su fuero interno: “Le fué necesario obrar como obró; castigándole, castigaríamos la eterna fatalidad”. Medir la pena según “el grado de conocimiento" que se tiene o se puede tener de la historia de un crimen, ¿no es contrario a toda equidad?"
   Sí, el criminal es un ser asombroso. Es enérgico puesto que rechaza la protección de las leyes y lucha por su cuenta. Es libre, puesto que no teme a Dios y le usurpa el manejo de la muerte. ¡Ni siquiera teme al gendarme! Sus odios no son platónicos, como los de las personas honradas. Dadle el genio y surgirá Napoleón, ídolo universal. En el prestigio de los criminales hay pinceladas napoleónicas. La gran prensa de París, a cinco céntimos el número, biblia cuotidiana del pueblo, ha cantado, durante quince días, las hazañas del capitán Meynard. Meynard era un buen mozo, de buena familia, con algunas cruces ganadas en las colonias —en la obra de la civilización-. Era algo bruto, algo borracho, algo neurasténico, algo estafador. En fin no tenía nada de particular. Pero se le ocurrió matar a su prometida (la cual era a la vez su querida, divorciada de otro caballero y entretenida por otro más) . La mató en una pieza del hotel para robarle ciento setenta francos. Desde aquel instante fué el héroe. Un bello matar tutta la vita onora. El asesino se afeitó, y se pasó dos semanas rodando de café en café, tomando ajenjos y dirigiendo a los diarios cartas sentimentales en que se quejaba de los “ataques de que era objeto por parte de la prensa” y defendía la “memoria de su pobre amiga”. Estas cartas, naturalmente, se han publicado en primera página, con tipografía especial, como sí fuesen poemas inéditos de Víctor Hugo. Alrededor, las fotografías y las biografías de los mozos que sirvieron los ajenjos al capitán, y sobre todo de un excelente señor, de un respetable anciano que había jugado una partida de jaquet con Meynard, sin saber que era Meynard —¡MEYNARD!——. Y hubiera muerto ignorado, si un destello de la gloria del asesino no llegara casualmente hasta él.
   Y dice Tolstoi (para conservar la salud mental, conviene un párrafo de Tolstoi después de uno de Nietzsche): “Nos extrañamos de ver a los ladrones enorgullecerse de su maña, a las prostitutas, de su corrupción, a los asesinos, de su insensibilidad. Y nos extrañamos sólo porque la clase de estas personas es muy restringida, y porque su círculo, su atmósfera se hallan fuera de los nuestros. Y no nos sorprendemos, por ejemplo, de ver a los ricos enorgullecerse de su riqueza, es decir, de sus encubrimientos y robos, ni de ver a los poderosos enorgullecerse de su poder, es decir, de su violencia y de su crueldad. Es que el circulo de estas personas es grande, y formamos parte de él..."
   ¡Exacta observación! Los criminales son una minoría; por eso, y únicamente por eso los hacemos sufrir y morir, les imitamos sin ser nosotros criminales, puesto que no hay nueva mayoría que nos juzgue.
   Pero, dentro de los acorazados brasileños los criminales estaban en mayoría. Después de echar los oficiales al agua, pidieron perdón al Gobierno sin dejar de bombardearle, y fueron perdonados, y no se les condecoró porque no lo habian exigido. En la sociedad actual, donde no hay lazo moral que no se disuelva, nada va quedando más que el número, y es el número quien posee las armas, Cuando la masa se de cuenta, como a bordo del “Minas Geraes”, de que ella es la dueña de los cañones, ¿qué será de nosotros?
   ¡Y el dinero que nos ha costado enseñarles a que apunten bien!


JOHNSON


   EL MEJOR de los boxeadores negros ha Vencido al mejor de los boxeadores blancos. Es algo escandaloso. Johnson se ha olvidado de que pertenecía a una raza inferior. Sus homocromos caníbales no se olvidan de que la carne de blanco es la más exquisita de todas. Se acaban de comer en África dos misioneros. Pero Johnson no quería comerse el cuerpo de Jeffries. Quería comerse su alma. Es un negro civilizado. Triunfó, no solamente por el músculo, sino por la perseverancia y por la inteligencia. Energía bruta, y también habilidad y voluntad. Es el triunfo del hombre completo. Sus puños negros han caido sobre el rostro blanco, y lo han hundido en la sombra. ¡Oh trompadas infamantes como bofetadas! Transmitidas por telégrafo a medida que las recibía Jeffries, pocos instantes después las sentían en su piel los norteamericanos. Y muy pronto las ciudades de la Unión reproducian la tortura, mediante sus cinematógrafos. Gracias a un film, las generaciones podrían contemplar, hasta la consumación de los siglos, la imagen viva de la derrota de Jeffries, la caída de los puños negros sobre el rostro blanco. ¡Oprobio nacional! Y en gran parte del territorio de los Estados Unidos, los blancos empezaron a linchar negros con doble animación que de costumbre.
   Observemos, a fin de excusarles, que los paisanos de Roosevelt —el cual, siendo presidente, sentó a un negro a su mesa— han sido heridos en una fibra más sensible aún que la racial y patriótica: la fibra propietaria. Por añadidura, Roosevelt, que representa casí matemáticamente a sus electores, identifica las dos. Durante su última jira, ha repetido en el Cairo, en Roma, en Berlín y en París, que el primer deber del ciudadano es hacerse rico. Es un deber patriótico. Pues bien, la mayoría de los yanquis blancos habían apostado 10 a 6 por Jeffries. ¿Comprendéis ahora toda la extensión del desastre? El dinero, que con tanta facilidad suple a la honra, con ella naufragó. Y luego la ira de errar el diagnóstico, de haber sido engañados... ¿por quién? Esto exige una breve di— gresión analítica.
   Si juego a cara y cruz, en ignorancia absoluta de la suerte, apostaré a la par, 6 contra 6. Si sé de antemano que hay trampa, pero ignoro en obsequio de quién, Seguiré apos— tando a la par. El dato me es inútil. Y he aquí lo curioso: si habiendo ya perdido, me entero de que hubo trampa, protesto indignado. ¿Por qué? Porque de haber sabido antes de jugar, el “sentido” de la trampa, habría estafado a mi contendiente. No aprovechar la ocasión de estafar a mansalva, equivale a ser estafado por el prójimo. Y no hay juego sin trampa. A cara y cruz, lo único justo sería que las monedas quedasen de canto. En la más equitativa ruleta de la tierra, la bolita se decide a preferir un número, uno sólo —al menos, aquella vez—, un número favorecido por la naturaleza oculta. Los_que apostaron lO a 6 —¡Jeffries!— le creyeron favorito probable de las trampas de una patriótica naturaleza, amiga de los Hombres Pálidos. Y la naturaleza se puso del lado del negro. Y ellos, a quienes nadie impedía' apostar por Johnson, juntaron a sus otros dolores, la rabia de haberse estafado a sí mismos.
   Johnson, si se me permite emplear términos de fotografía, es un negativo que nos revela las líneas inesperadas de la realidad. Johnson —Menelik en tournée- ha demostrado al mundo que los negros, como los amarillos, son capaces, en ciertas condiciones, de vencer a los blancos. ¡Oh, la alegría de Johnson, la alegría de este hijo de la esclavitud; la sonrisa de los dientes blancos que deslumbran en el rostro negro! Blanco, negro... ¿qué importa? Ilusión de los odios. Los blancos odian a los negros, como se odian entre sí; pero la diferencia de color facilita la caza. Las casillas de un tablero de ajedrez se pintan alternativamente de negro y de blanco, para comodidad de los adversaríos. Pura fórmula. Hay un rey blanco y un rey negro; mas lo esencial es dar jaque mate al otro. ¡El otro es el enemigo! Debajo del barniz negro o blanco corre la sangre, y la sangre es siempre igual, es siempre roja. Son las sangres las que se aborrecen.


DIOS Y EL CÉSAR


   ¿EN QUÉ acabará la lucha entre Canalejas y el Vaticano? Pero ¿se trata de una lucha real, o de una representación escénica cuyo empresario permanece oculto, lucha romana de campeonato de casino, entre dos mocetones que prolongan noche tras noche, con todo arte, un duelo en que no se va de veras hasta los últimos cinco minutos? No olvidemos que liberal y conservador, en la política española, son simples rótulos. Es sabido que bajo Cánovas solía haber más libertades que bajo Sagasta. Aquel “turno pacífico” de los partidos era una secreta simultaneidad. Hoy, como ayer, no hay precisamente ideas, sino personas y circunstancias. Acaso estemos presenciando la tramoya del regreso de Maura, rejuvenecido por el revólver. Acaso es la primera vez que un ministro dice lo que siente. ¿Qué pensar? juzguemos los hechos, aunque muchos crímenes se cometan con la mejor intención del mundo, y muchas buenas acciones resulten consecuencia curiosa de la perversidad humana.
   Los hechos son por el momento, anticlericales. Hay en Canalejas una tendencia aparente hacia el gobierno a la moderna, es decir, la neutralidad vigilante, lo que Carlyle llamaba “la anarquía plus el polizonte”. Según esta concepción, las funciones del gobierno se reducen a evitar que los ciudadanos se muerdan unos a otros en las plazas, y se desvalijen de distinta manera que la marcada por el código. El gobierno se encarga de fijar un máximo a la violencia; bajo ese máximo, todo está permitido a todos y por igual. De aquí la libertad de cultos, de palabra, de imprenta, de reunión y de tránsito. El gobierno asegura ciertos límites físicos a las relaciones sociales, sin preocuparse de lo que ellas son. No necesita opinar en materias científicas, artísticas ni religiosas. Casi estoy por decir que, una vez en marcha, ni siquiera necesita opinar sobre sí mismo. La conciencia le estorbaría. Como el regulador de Watt, le conviene ser automático para ser más útil.
   La libertad de cultos anda estropeadita en España. Baste notar que las capillas protestantes no pueden tener puerta a la calle. Se considera que la puerta es “signo exterior del culto”. En cambio, cualquier procesión católica, a cualquier hora del día, conquista las vías céntricas de las ciudades y paraliza el tránsito. Los jueves y viernes santos se prohibe la circulación de toda clase de vehículos. Canalejas ha querido que los protestantes tengan puerta por donde entrar y salir. Esto le ha costado reñir con el Papa.
   “Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César". Bien. Pero ¿cuánto debemos dar a Dios, y cuánto al César? He ahí la dificultad. ¿Cree Canalejas en Dios? Si no cree, que no le dé nada. Nada hay que dar a lo que no existe. El gobierno perfecto es ateo. Para él tanto monta Jesús como Mahoma. Los cultos son manías que él observa con ojo atento a fin de prevenir que degeneren en locuras feroces. Pero si Canalejas cree en Dios, debe dárselo todo. Todo es de Dios. ¿Libertades? ¿Para qué? Sólo Dios es libre. ¿Orden? Sólo Dios ordena. ¿Razón? Sólo Dios es razonable. ¿Verdad? Sólo Dios es verdadero.
   Lo grave, lo terrible es que Canalejas, en su calidad de gobernante, está obligado a creer en el Dios de Pío X. En España, el Estado profesa la religión católica. La religión, para los religiosos, priva sobre el derecho. Canalejas está obligado a creer que Pío X es infalible, y no le toca discutir con el pontífice, sino obedecerle. Desde el instante de su ruptura con él, traiciona sus votos y se convierte en un pequeño Lutero peninsular. Ante los católicos españoles, Canalejas se ha despojado de toda autoridad y se ha hecho acreedor al infierno. Es sencillamente un apóstata.
   Seguirle seria seguir al demonio. Acatarle sería insultar a Dios. Dios y Canalejas se pelean. ¿Cómo tolerar que le quite lo suyo? ¡Proteged a Dios, si es tiempo aún! Los clericales parecen resueltos a la guerra santa. La sed de martirio les devora. En Barcelona, las damas del Patronato de la tuberculosis, en combinación con los médicos, desollaron a un obrero tísico que tenia tatuajes revolucionarios. También las damas se habrían dejado desollar por el amor de Dios. La religión no prospera sin heroísmo, no retoña sin mártires. Es preciso ser mártir o por lo menos martirizar. En el fondo ambas cosas son equivalentes. Los católicos sacarán enormes ventajas de la persecucíón de Canalejas.
   Desengañémonos. La mentira no engendra sino calamidades. Es imposible resolver el problema religioso sin empezar por la separación entre la Iglesia y el Estado. Un gobierno católico es incapaz de ello porque miente al decir que es católico. ¿Maura convencido de la transubstancíación Y de la trinidad? ¡Esa sí que es broma pesada!


SUFRAGIO


    “EL MINISTERIO de la Guerra está en el Creusot”, decia un miembro del gobierno francés a Anatole France, que en varias ocasiones nos ha explicado el mecanismo de la política parlamentaria: los financistas, por el dinero, tienen la prensa; teniendo la prensa, tienen la opinión, todo lider que intente resistirles se ve rápidamente difamado y derribado. M. Maury, en la Revue Bleue, declara que los representantes de la nación son simples corredores, y denuncia “tristes complicidades entre los parlamentarios y los piratas del ahorro”. ¿Recordáis las fórmulas de Barrés?: “El parlamentarismo, que no es sino un sistema de chantaje”... “Carnot opinaba que era fatal que en un sistema político liberal, regulado por el regateo y el chantaje, todo perteneciera a los traficantes que conociesen la tarifa más exacta de las conciencias y que poseyesen ya un stock de recibos”... “los verdaderos estadistas prefieren siempre los canallas a las gentes honradas”... “los diputados, en la sala Casimir Perier, adoptaban el argot de las cárceles”... “ciertos raros matices de ignominia no pueden aparecer más que cuando el mundo parlamentario se superpone al mundo judicial”.
   El dato que nos importa retener es el precio actual del voto: veinte pesos en Buenos Aires. El balance de un siglo de evolución politica arroja una cifra indeleble: veinte pesos moneda nacional. Lo demás es literatura. El sufragio no ha hecho sino introducir en el mercado un valor nuevo, un artículo que se cotiza como la manteca y el kerosén. La patria se ha enriquecido: cada ciudadano, en tiempo de elecciones, añade a su activo un lote de: libertad pública tasado en veinte pesos. La libertad real de los pueblos se mide así, y no es posible calcularla de otro modo. ¿Y acaso no es preferible para un miserable obrero, vender su partícula de libertad que no entregarla a fuerza de patadas y de palos? No hay más libertad que la libertad económica. Los ricos son los que gobiernan y si ahora les cuesta veinte pesos suplementarios la ajena servidumbre, al fin es una ventaja... El Salario electoral ha subido a veinte pesos; es un fenómeno de la misma clase que el alza de cualquier sueldo; los trabajadores comprenden que por el instante deben reducirse a conseguir que les paguen mejor, sea como bestia la carga, sea como bestia de voto. Renuncian a la soberanía política con tal de co— mer un plato más de habichuelas y nadie será capaz de reprochárselo. ¡Curiosa invención de los electores hambrientos! ¡Ingeniosa democracia! Pero ¿habría calamidad parecida a la del sufragio libre? Si estáis acordes en creer que la mayoria de los hombres son imbéciles y malvados, ¿deseáis seriamente que sean ellos los que manden?


MI ANARQUISMO


    ME BASTA el sentido etimológico: “ausencia de gobierno”. Hay que destruir el espíritu de autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo.
   Será la obra del libre examen.
   Los ignorantes se figuran que anarquía es desorden y que sin gobierno la sociedad se convertirá siempre en el caos. No conciben otro orden que el orden exteriormente impuesto por el terror de las armas.
   Pero si se fíjaran en la evolución de la ciencia, por ejemplo, verían de qué modo a medida que disminuía el espíritu de autoridad, se extendieron y afianzaron nuestros conocimientos. Cuando Galileo, dejando caer de lo alto de una torre objetos de diferente densidad, mostró que la velocidad de caída no dependía de sus masas, puesto que llegaban a la vez al suelo, los testigos de tan concluyente experiencia se negaron a aceptarla, porque no estaba de acuerdo con lo que decía Aristóteles. Aristóteles era el gobierno científico; su libro era la ley. Había otros legisladores: San Agustín, Santo Tomás de Aquino; San Anselmo. ¿Y qué ha quedado de su dominación? El recuerdo de un estorbo. Sabemos muy bien que la verdad se funda solamente en los hechos. Ningún sabio, por ilustre que sea, presentará hoy su autoridad como un argumento; ninguno pretenderá imponer sus ideas por el terror. El que descubre se limita a describir su experiencia, para que todos repitan y verifiquen lo que él hizo. ¿Y esto qué es? El libre examen, base de nuestra prosperidad intelectual. La ciencia moderna es grande por ser esencialmente anárquica. ¿Y quién será el loco que la tache de desordenada y caótica?
   La prosperidad social exige iguales condiciones.
   El anarquismo, tal como lo entiendo, se reduce al li- bre examen político.
   Hace falta curarnos del respeto a la ley. La ley no es respetable. Es el obstáculo a todo progreso real. Es una noción que es preciso abolir.
   Las leyes y las constituciones que por la violencia gobiernan a los pueblos son falsas. No son hijas del estudio y del común asenso de los hombres. Son hijas de una minoría bárbara, que se apoderó de la fuerza bruta para satisfacer su codicia y su crueldad.
   Tal vez los fenómenos sociales obedezcan a leyes profundas. Nuestra sociología está aún en la infancia, y no las conoce. Es indudable que nos conviene investigarlas, y que si logramos esclarecerlas nos serán inmensamente útiles. Pero aunque las poseyéramos, jamás las erigiríamos en Código ni en sistema de gobierno. ¿Para qué? Si en efecto son leyes naturales, se cumplirán por sí solas, queramos o no. Los astrónomos no ordenan a los astros. Nuestro único papel será el de testigos.
   Es evidente que las leyes escritas no se parecen, ni por el forro, a las leyes naturales. ¡Valiente majestad la de esos pergaminos viejos que cualquier revolución quema en la plaza pública aventando las cenizas para siempre! Una ley que necesita del gendarme usurpa el nombre de ley. No es tal ley: es una mentira odiosa.
   ¡Y qué gendarmes! Para comprender hasta qué punto son nuestras leyes contrarias a la índole de las cosas, al genio de la humanidad, es suficiente contemplar los armamentos colosales, mayores y mayores cada dia, la mole de fuerza bruta que los gobiernos amontonan para poder existir, para poder aguantar algunos minutos más el empuje invisible de las almas.
   Las nueve décimas partes de la población terrestre, gracias a las leyes escritas, están degeneradas por la miseria. No hay que echar mano de mucha sociologia, cuando se piensa en las maravillosas aptitudes asimiladoras y creadoras de los niños de las razas más inferiores, para apreciar la monstruosa locura de ese derroche de energia humana. ¡La ley patea los vientres de las madres!
   Estamos dentro de la ley como el pie chino dentro del borceguí, como el baobab dentro del tiesto japonés. ¡Somos enanos voluntarios!
   ¡Y se teme el caos si nos desembarazamos del borceguí, si rompemos el tiesto y nos plantamos en plena tierra, con la inmensidad por delante! ¿Qué importan las formas futuras? La realidad las revelará. Estemos ciertos de que serán bellas y nobles, como las del árbol libre.
   Que nuestro ideal sea el más alto. No seamos prácticos. No intentemos mejorar la ley, sustituir un borceguí por otro. Cuanto más inaccesible aparezca el ideal, tanto mejor. Las estrellas guían al navegante. Apuntemos en seguida al lejano término. Así señalaremos el camino más corto. Y antes venceremos.
   ¿Qué hacer? Educarnos y educar. Todo se resume en el libre exarpen. ¡Que nuestros niños examinen la ley y la desprecien!


JUECES


    “NO COMPRENDO, decia Alfonso XIII a un periodista francés, no comprendo cómo los que se dicen intelectuales y que nunca se atreverian a proclamar un descubrimiento científico antes de verificarlo con centenas de experimentos, condenen en este caso [el de Ferrer] sin buscar informes fidedignos, un juicio llevado conforme a las leyes y que tiene por garantía el honor de los oficiales españoles...” Esta asimilación del rigor cientifico al rigor judicial es muy propia; en el infeliz muchacho a quien amamantaron teológicamente, haciéndole incompatible con su época. LO gracioso es que se dirigía a un francés; en Francia no se cometen más iniquidades “con- formes con las leyes" que en otro sitio, pero se conocen mejor. Sin remontarnos a Calas, encontramos a Pierre Vaux, que después de catorce años de haber muerto inocentemente en presidio, no podía ser rehabilitado por oponerse a ello el artículo 444 del código de instrucción criminal. El rigor cientifico de los peritos deslumbra en los casos Moreau, Druaux, Cauvin, y sobre todo en aquel proceso célebre en que el grafólogo confundió la letra del acusado con la del juez. En el asunto Dreyfus, el perito Bertillon declara que su convicción de culpabilidad responde a “razonamientos de una certidumbre matemática”. ¡Admirable asunto Dreyfus, obra maestra del acaso, inesperado haz de rayos X que hizo transparentes por un momento las tristes entrañas de la sociedad! El asunto Dreyfus nos enseña lo que es la garantía del “honor de los oficiales”. Y a la altura del ejército estuvieron la juventud, la prensa, el pueblo y los diputados, que se hacían reelegir, como Teisonière, gritando: “¡todos los judios son traidores!”, o como Berry: “sea inocente Dreyfus o sea culpable, no quiero la revisión”. El 8 de julio de 1898, la Cámara —una Cámara en que había radicales y socialistas— votó el sacrificio de Dreyfus por unanimidad. ¡Bonita democracia! Al fin la justicia triunfó, me objetaréis-. No la justicia, sino la política. Un grupo de republicanos se dió cuenta de que el poder pasaba insensiblemente a la Iglesia, y entonces se resolvíó a rehabilitar al judío. Más tarde nombraba ministro a Picquart. Hoy un Dreyfus clerical iría a la Isla del Diablo y quizá no volviera nunca. Si desconfiamos del juez que condena, seamos lógicos, y desconfiemos también del juez que rehabilita.
   Cuantos hemos vivido un poco, Sabemos por experiencia que todo proceso donde giren grandes intereses políticos, económicos y sociales, se decide por el más fuerte. Sólo en las cuestiones insignificantes observamos esa aparente regularidad que llamamos justicia. ¿Por qué habría de tener privilegios, sobre Francia, España, el noble país enfermo en que se ha olvidado a Pí y Mar- gall, y Weyler es todavía un personaje; España, resignada y satírica, en que corren los proverbios de “no hay mal que cien años dure" y “quien hizo la ley hizo la trampa”; la España que en pleno siglo XIX encendió la última hoguera católica; la España, sin embargo, en que ha nacido Francisco Ferrer? Alfonso pide indulgencia a Europa, como si el drama de Montjuich del 13 de octubre fuera el primero. ¿Y las bombas del Liceo de 1893? Se mató conforme a las leyes y con la garantía del honor de los oficiales, a seis infelices, resultando después que el autor del atentado era otra persona. ¿Y la bomba de Cambios Nuevos en 1896? Se aplicó durante meses la tortura a ciento veinte desgraciados, se ejecutó a cinco, conforme a las leyes y con la garantía del honor de los oficiales, resultando después que el verdadero autor era otra persona. ¿Quién ha visto claro en la causa de Rull? En España no le faltaría trabajo a un Zola. Lo malo es que el sucedáneo español de Zola se reduce a Blasco Ibáñez.
   Todo esto es conversación. ¿Qué importa que los poderosos juzguen a los débiles según su capricho, o según la ley, que es el capricho de los poderosos de ayer? Hay una injusticia más profunda que violar las leyes, y es cumplirlas a ciegas. Las leyes jurídicas usurpan su nombre. Las únicas leyes reales son las que la ciencia va descubriendo penosamente en el universo físico, y ninguna de ellas nos autoriza aún a ser jueces de nuestros hermanos. No sabemos lo que es la responsabilidad, ni medirla; ni siquiera sabemos si existe. Lo que sabemos es que nuestros códigos son fútiles y que avanzamos manoteando en la sombra. Por eso Jesús es más sublime que Sócrates, porque supo morir por motivos más altos que el respeto a las leyes.


CLEMENCEAU


    ES UNO DE los testarudos más simpáticos de Francia. Bastante robusto y despreocupado para coger su sillón de primer ministro y lanzarlo a la cabeza de sus contendientes o de sus colegas, ha pasado varias temporadas en violento destierro de la política, las cuales nos han revelado al artista y al filósofo. Son estos períodos de soledad laboriosa, y no los de acción, los verdaderamente instructivos y acaso fecundos. La acción es una mezcla confusa de los gestos de un grupo de hombres con el azar. El cerebro de un pensador aislado será siempre la más perfecta de las sociedades. De aquí lo inconsistente de toda comparación entre el organismo de un animal y el de un pueblo. Son de esencia distinta. En el uno la parte constituye el elemento rudimentario; en el otro lo rudimentario es el conjunto. Clemenceau, como espíritu superior que es, se ha sentido limpiarse, vigorizarse y dignificarse en la calma de sus diversos retiros. Ya, cuando el famoso affaire, había observado que los intelectuales puros eran los que revolucionaban el país, desde sus apartados gabinetes. “Zola, que no tiene electores, dice, ha puesto toda la Europa, toda la humanidad pensante en movimiento”.
   No se conoce por lo común a Clemenceau sino en su aspecto parlamentario, y quizá interesen sus fórmulas morales y metafísicas. Derrotado en su distrito de Draguignan se recogió por varios años, rehizo su instrucción literaria, meditó y reunió el fruto de sus reflexiones en una serie de volúmenes bellamente escritos. La cultura científica de Clemenceau le llevaba al pesimis- mo estoico. “Quien dice evolución dice curva —¡ay!— y la ascensión no puede ser infinita. Después de alcanzado el vértice, es el descenso, la caída lenta o rápida en la vertiginosa noche. Hay que saber mirar el infortunio cara a cara, como hacemos con nuestra propia suerte... La lenta regresión sin piedad hará su obra. El último humano que viva se apagará en el mismo misterio en que surgió el primer humano que vivió. Así, se concluirá en la suprema miseria la lucha comenzada por la vida en los días del nacimiento felíz en el mundo encantado”. Pero el carácter combativo de Clemenceau se sobrepone pronto a esa especie de desesperación glacial que es el estoicismo. El fogoso polemista nos incita a la actividad, a la pugna, a la fe quand même, y exclama: “¡qué importa lo que el hombre cree, con tal de que crea! ¡Qué importa lo que el hombre espera, con tal de que espere!... La acción es la salvación porque es la esperanza, el bien para sí y para los otros... ¡Valor, ser de un día, destripa esta tierra que te recobrará mañana, golpea el hierro, o la madera, o la piedra, pinta, esculpe, escribe, habla, todo eso es vivir para ti mismo, para los otros que viven o vivirán! Trabaja con brazo firme y corazón resuelto. Es de valiente cumplir su destino. Un día, la gran paz a que aspiras, la gran paz de que vienes, te será devuelta”.
   Y añade esta postdata, muy parisiense:
   “P. D. — Además, te diré una cosa: si estás demasiado fatigado, vete”.
   En el Grand Pan, que Según Marcel Uréaux, debe colocarse entre el Ashaverus de Quinet y el William Shakespeare de Hugo, Clemenceau, Nietzsche democrático con sed de Sacrificio, refuta poéticamente la influencia inhibitoria del sistema cristiano. El gran Pan es “la fuerza total, universal, que toma conciencia de sí en el hombre y por el hombre. Por nosotros, se hace y crece... Vivir para guardarse es bueno. Vivir para darse es mejor. Todo goce perfecto es esparcir de sí, entrar por comuniones de cada hora, en el Pan universal, de quien la evolución no nos ha separado sino para hacerlo por nos— otros mayor y mejor... ¿Qué más noble destino de la de ayer nada? Surgir a la luz, para acrecer con el Sacrificio de sí, el espíritu, en vías de realizar la ecuación del mundo, es el acto más alto, envidiado de los dioses mismos, privilegio de lo Humano”. Clemenceau es, pues —y perdone Marinetti-, un noble futurista. “A la inversa del Pulgarcillo, que dejaba caer sus guijarros en el sendero recorrido, mi ambición Sería Simplemente lanzar algunas veces una piedrecita hacia adelante, para indicar el camino por recorrer..."
   ¿Cómo sonarán estos acentos de abnegación en Buenos Aires? ¿No parecerán descorteses? Y ciertas máximas del Clemenceau periodista, ¿no provocarán las iras del coronel Dellepiane? “No hay otro recurso que pegar cuando no se puede responder... La potencia de egoísmo necesaria a la conquista del oro... Es más fácil matar que hacer vivir... El progreso humano se mide por la cantidad de fuerza bruta eliminada de las relaciones sociales... Se debe la justicia a todos, hasta a los verdugos... La obediencia de máquina viva, obtenida por el temor al consejo de guerra y al fusilamiento, podrá hacer esclavos o rebelados, pero no hombres... Quien sostiene la mole social es la multitud, carne de cañón, carne de hisopo, carne de sentencia, o carne de dividendo...”
   ¡Diablo! Todo eso es peligroso en un país que acaba de declarar subversiva la constitución. Clemenceau envainará su radicalismo, como Ferri envainó prudentemente su socialismo, y Anatole France, su anarquismo. Timidez de exploradores extraviados... Y el buen público porteño seguirá ignorando qué clase de herejes se le meten por las puertas. Festejó el Centenario, arrasando las escuelas Ferrer, presididas hoy por... Anatole France, el más agasajado de sus huéspedes.


RAZAS INFERIORES


    SE PUEDE sostener cómodamente que hay razas inferiores. Los sabios lo aseguran, medidores de cráneos y disectores de cerebros; los sociólogos lo confirman, y sin duda, la hipótesis contraria parecería absurda a las gentes prácticas, viajeros, empresarios y comisionistas. Un caballero inglés se resigna en Londres a que un compatriota le lustre los botines, pero en Calcuta tendrá por muy natural que ejecute tan brillante labor un hindú. Jamás un noble alemán, arruinado o deshonrado, y remitido a las vagas colonias de África, se considerará semejante a los indígenas con cuyo oscuro pellejo remienda su bolsillo y su nombre. ¿Cómo no ha de creerse el industrial de Yucatán superior a los indios mayas mediante cuya esclavitud, sacramentada por el cura del establecímiento, extrae del henequén ganancias fabulosas? Si llamarnos razas inferiores a las razas explotables, claro es que las hay. ¡Pobres razas, quizá dormidas, quizá susceptibles aún, bajo un choque externo, de revelar el sentido crítico, la tenacidad metódica, la admirable multiplicidad de aptitudes y de ideas de la raza blanca! ¡Pobres razas, poetizadas algunas por un pasado magnífico, agitadas otras por los síntomas de un regreso a la vida intensa! No olvidemos que los árabes, los tártaros, los turcos, estuvieron varias veces a punto de dominar la Europa. Acaso también la especie humana, como tantas que no han dejado más huellas que sus fósiles, está condenada a extinguirse, y ciertas variedades suyas, avanzadas de la muerte, han entrado ya en la agonía. ¡Quién sabe! Pero el hecho es que un niño negro, por ejemplo, criado entre blancos, no será nunca tan salvaje como un niño blanco criado entre negros. Es probable que lo que caracteriza a la raza inferior es su incapacidad de producir genios. Si un hombre civilizado está más arriba que los demás, no es porque tenga mayor estatura, sino porque está encaramado sobre la civilización. Los mediocres de todas las razas son iguales, y cualquier raza, guiada por el genio, sería capaz de conquistar el mundo.
   Las razas explotables son concienzudamente explotadas. Antes, se las asesinaba. Ahora, por ser mejor negocio, se las hace trabajar. Se las obliga a producir y a consumir. Es lo que se designa con la frase de “abrir mercados nuevos”. Suele ser preciso abrirlos a cañonazos, lo que, por lo común, se anuncia con discursos de indiscutible fuerza cómica. Así, el general Marina Vega ha dicho a sus soldados de Melilla, que Europa había encargado a España la obra de introducir la cultura en Marruecos. Si el cañón es prematuro, se procura embrutecer y degenerar a los candidatos. Se les vende alcohol o, como Inglaterra a los chinos, opio. Los japoneses se negaron a intoxicarse, y los acontecimientos han demostrado que hicieron bien. Si no vale la pena explotar directamente las razas inferiores, se las rechaza, se las confina y se espera, cazándolas de cuando en cuando, a que desaparezcan, minadas por la melancolía, la miseria y las enfermedades y vicios que las inoculamos. Es lo que hacen los yanquis con los pieles rojas. Es lo que hacen con sus indios los argentinos, a quienes decía últimamente Anatole France, en el Odeón, que los pueblos denominados bárbaros no nos conocen sino por nuestros crímenes. En la ley González, codificando el trabajo (1907), se lee este pasaje delicioso: “la protección a las razas indias no puede admitirse si no es para asegurarlas una extinción dulce”.
   Quedan las explotaciones menudas, el comercio de objetos arqueológicos y de curiosidades, armas, adornos y cacharros que intercalan en un texto más o menos fantástico, exploradores pseudo-científicos y misioneros pseudo-religiosos. Las tres cuartas partes de esta mercadería se fabrica a muchas leguas de las tribus, en excelentes ciudades, lo que facilita considerablemente las expediciones al desierto. Hubo tiempo en que ser misionero era oficio de héroes; aunque está probado que si los catequizadores no se hubieran salido de su papel, el número de mártires y de perseguidores habría sido insignificante. Asia es la patria de la tolerancia de los cultos, y las odiosas reducciones jesuítícas del Paraguay prueban hasta qué extremo llegaba la resignada docilidad de los guaraníes. Habría doble cantidad de católicos sobre la tierra, si la Iglesia se hubiera contentado con el poder espiritual. Hoy, no es raro que los misioneros sean simples traficantes, o Barnums de sotana, protegidos por los fusiles oficiales. El salesiano Balzola, director de la colonia Théreza Christina, en Mato Grosso, es un tipo de apóstol moderno. Se llevó tres indios Bororós, para exhibirlos en Turín, y cuando le preguntaron sí había bautizado a sus fieras, contestó que lo haría solemnemente, en plena Exposicíón y a dos francos la entrada...
   ¡Pobres razas inferiores! La Argentina, para mostrar lo enorme de su territorio, debe hacer figurar en su próximo centenario los Onas de la Tierra del Fuego que hayan sobrevivido al frío y a la tuberculosis. Buenos Aires misma patentizará su ingreso a la categoría de gran capital civilizadora, ofreciendo a la curiosidad pública una colección de habitantes de conventillo, ejemplares de la raza propia de las regiones del hambre, raza seguramente inferior, a pesar de su blancura, a pesar, ¡ay!, de su palidez de espectros...


LOS PRESTIGIOS DE LA GUERRA


    NO PASA día sin que en alguna parte de la tierra retumbe el cañón. Y por cada libra de pólvora que se quema existen innumerables toneladas que sólo esperan una orden, un signo, un roce ligero para estallar, La montaña de combustibles aguarda una chispa. Miles de millones de pesos se invierten anualmente en conservar y renovar los instrumentos de matanza, y millones de soldados es— tán lístos a morir y a hacer morir en cuanto así se disponga. Por muy optimistas que seamos, confesemos que a pesar de los arbitrajes, de las conferencias y de las campañas de todo origen a favor de la paz, la guerra sigue sólidamente instalada en este mundo. Los estados menos belícosos se arruinan en armamentos y en efectivos, prueba de que entre la gente del alto negocio nadie confía en que disminuya la ferocidad de nuestra especie. La guerra continúa siendo amenaza para unos y comercio lucrativo para otros. Y la hipertrofia de los ejércitos acrecienta el riesgo. No se acumulan en vano enormes energías; locura es pretender que se mantenga indefinidamente inmóvil un órgano que se robustece sin cesar. Vencido de su propio peso, el alud se desplomará por fin, tanto más destructor cuanto más tardío. Pasaremos del simulacro de las maniobras, a la realidad, y esa comedia de gran aparato que es la paz armada, concluirá en tragedia, porque nuestras armas no son de cartón y, tarde o temprano, la verdad se apodera del hombre.
   ¿Será mentira nuestro mejoramiento moral? ¿Quién negará que la guerra agresiva es un crimen? Que los directores de pueblos no retrocedan ante el crimen, está, muy puesto en la regla; pero ¿cómo es que encuentran tantos auxiliares desinteresados? Además, se dice que la guerra ha perdido su esplendor caballeresco. No concebimos hoy a Bayardo. Ya protestaba don Quijote contra la endemoniada artillería, “con la cual se dió causa a que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero”, y añade: “estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es ésta en que vivimos...” Olavo Bilac, en uno de sus deliciosos artículos, exclama: “la espada antigua y noble, que fulguraba en las manos de Alejandro, es hoy una reliquia de museo... El arma moderna es un revólver cobarde, que fulmina de lejos, como un rayo de la Fuerza irresponsable y anónima”, y deduce: “¡Tanto mejor! ¡La guerra morirá, porque dejó de ser bella y gloriosa!”
   Creo que la espada recién inventada no fué bella. Habrá parecido un pincho raro. Es el tiempo el que, al consumirlas, embellece las cosas, y por eso, cuando comienzan a ser bellas suelen comenzar a ser inútiles. La guerra ha dejado de ser bella, lo que demuestra que prosigue viviendo. Acaso nuestras herramientas actuales sean la poesía de mañana, si no las reemplazamos demasiado pronto. La guerra vive, la guerra es fuerte porque ha sacrificado la vieja poesía, porque se ha incorporado a un siglo, porque ha progresado tal vez más de prisa que el resto de la civilización. La guerra triunfa todavía de la evolución moral porque se ha hecho científica, porque se ha convertido en un vasto trabajo inteligente. Ha organizado un tejido de oficios y de carreras. Ocupa casí todo un hueco de incontables cerebros, donde no hay ya lugar ni para ideas de altruísmo abstracto, ni para ferocidades gratuitas. El artillero empleado en apuntar su cañón contra el obstáculo casi invisible no tiene nada de feroz. Es congénere del astrónomo que apunta su telescopio. No es un bestia sediento de sangre, ni un patriota abnegado, ni un apóstol de ningún credo. Es sencillamente un técnico. El tecnicismo es el alma de nuestra época. ¡Qué queréis! De tanto hacer máquinas, nos vamos haciendo máquinas, máquinas de pensar, máquinas de curar, máquinas de matar... Es lo mismo...
   No es completamente lo mismo. Hace pocas noches, cruzaron cerca de la estancia donde resido, las fuerzas revolucionarias paraguayas, que habían levantado el sitio de Laureles. Un grupo de jinetes se detuvo frente a mi puerta. Era el caudillo José Gil con su estado mayor. Al ver salir de la sombra, anunciados por los destellos de los sables, aquellos rostros resueltos y fatigados, que una bala destrozaría quizá un momento después, comprendí el prestigio del peligro; que es la sal de la vida. Se trataba, es cierto, de una guerra muy chica, pero como ya ha replicado alguien, en las guerras chicas se hace lo que en las grandes: se muere. No hay vida intensa si no es junto a la muerte. Sentimos que únicamente a través de la muerte somos eficaces. Aun a medias transformados en máquinas, anhelamos ser máquinas heroicas. Y eso es el crimen de la guerra contemporánea: un tecnicismo heroico. No se suprime sino lo que se sustituye, y como la humanidad no puede renunciar al heroísmo sin traicionar su destino sublime, necesario es buscar otros tecnicismos heroicos que absorban el de la guerra. La esperanza, en estos instantes, luce del lado de los admirables sports de los Shackleton y de los Blériot. Luce también del lado! del antímilitarismo activo, porque, sin duda, el soldado que se niega a la agresión internacional es más audaz que el esclavo de la disciplina. Y además es menos máquina...


EL CORSÉ


    EL CORSÉ les duele a nuestras compañeras. Mujeres de otras razas se someten también a ritos de elegancia dolorosa: se atraviesan el cartílago de la nariz para cargarlo de clavijas de hueso o de metal, se abrasan la piel con tatuajes, se dilaceran los labios para incrustar en ellos pepitas y discos, se rompen los dientes, se deforman los pies o se arrancan el pelo. El corsé es más peligroso. Ataca vísceras esenciales, trastorna la digestión, la circulación, la generación. Pero no insistiré en evidencias hasta la saciedad repetidas por los médicos y por todos los que hacen la guerra —infructuosamente— al singular aparato. Recordaré tan sólo que el corsé moderno, empeñado en escamotear el abdomen, transformándolo en asentaderas, amenaza la especie. Se cree que las señoras son las únicas encorsetadas. Es un error. Tanto los varones como las hembras llevaron corsé en el vientre de sus madres. Y, sin embargo, los niños crecen y corren todavía. ¡Qué poder de aguante el de nuestro organismo!
    ¿A qué se debe el valor tenaz con que las damas afrontan semejante tortura? Nadie sostendrá en serio que el buen gusto y la estética exigen precisamente el uso del corsé. Eva no lo necesitó para ser agradable, ni aquellas cortesanas amigas de atenienses poetas y escultores. Sin duda, las mujeres hoy, menos que nunca, entienden de arte. Su misión consiste en evocar la belleza sin comprenderla, y sí no se lo hubieran dicho los hombres, jamás habrían sabido que son hermosas. Pero si los hombres las quieren bellas, ¿cómo las permiten el corsé? Y sí las mujeres desean gustar a los hombres, ¿por qué no les consultan y les obedecen? Sobre todo cuando no se trata ya de salud —ni de engendrar hijos robustos, sino de algo más importante: la coqueteria.
    Observemos que el asunto principal es el amor, y que el amor suele volver su espalda a la belleza. Amamos sin preocuparnos mucho de las modas femeninas; somos amados o engañados sin que las nuestras influyan en ello. El corsé afea y desfigura a las bienamadas; malo es cuando se lo ponen, y peor —¡ay!— cuando se lo quitan. No obstante, si se suprimiera de nuestras costumbres, no por eso se aumentarían los tesoros de la fecunda voluptuosidad. Cierto que destruye lo flexible y cálido del talle, y obstáculo es para la misma posesión, pero la impaciente fantasía del amante encuentra en lo difícil, en lo absurdo y lo inútil motivos para amar. Enterrada viva, no entre varillas de acero, sino en un espeso sepulcro, la mujer sentirá llegar hasta ella el amor, tanto más intimado cuanto más heroico, y el día en que no podamos enamorarnos de ella por hermosa, la amaremos por fea. No pretenderé explicar el divorcio entre el instinto artístico y el sexual, que según la biología coincidieron en los remotos orígenes; admitámoslo con la sabia benevolencia con que se admiten los hechos. Estemos seguros de que los griegos no se parecían a sus estatuas. El Júpiter de Fidias y la Victoria de Samotracia no na- cieron de la carne. Lo que el hombre y la mujer aman uno en otro es el sexo; mientras el sexo conserve su vitalidad, la envoltura es indiferente. El amor no se debilitará mientras no se virilicen las mujeres ni se afeminen los hombres. El feminismo es bastante más temible para él que los atentados a la belleza.
    Entonces, ¿nos resignaremos al corsé? Es lo mejor. Aguardemos a que se vaya cuando se le antoje. Los cómicos y las cocottes de edad preparan la moda. Las viejas comprimen sus grasas flotantes dentro de esa máquina y no renunciarán a ella. Tal vez, cuando las jóvenes reivindiquen su intervención en los problemas de la toilette, el corsé emprenda la retirada, pero no es probable. Consagrado por el tiempo, el sufrimiento que causa contribuye a que se le respete. Es un deber. El molde común que oprime los intestinos y aplasta las costillas corresponde ya a un molde mental, aceptado en calidad de dogma. Invencible puesto que carece de sentido, es un cilicio chic, un escapulario laico, más amplio que los otros. ¿Está vagamente asociado a ideas de corrección y de decencia? ¿Ir sin corsé es ir medio desnuda? ¿Bailar sin corsé? El corsé es un pedazo de catecismo amarrado al esqueleto. Subsiste como una devoción familiar. Durará lo que duran las manías supersticiosas, eternidades, y revela al menos perspicaz la endiablada levadura de nuestro espíritu.


TIROS EN EL PARAGUAY


    HABITO una estancia en tierra paraguaya, no lejos del ancho Paraná. Este bello desierto no está, como podría esperarse, al abrigo de la política. Aquí, también late el atroz problema de los azules y los colorados. Se parecen tanto unos a otros los partidos, que la única manera de distinguirlos es ponerles un color. Así, se distinguen las piezas de los adversarios en el juego de damas o en el ajedrez. Los hombres se atan al cuello un pañuelo celeste o rojo, con lo cual se ahorran juiciosamente la molestia de inventar un programa. Para ser exacto, añadiré que los azules o liberales se han subdividido en dos ramas, “cívicos” y “radicales". Los radicales están en el poder. Echaron en julio de 1908, por un golpe militar, a los cívicos, que habían echado a los colorados por la revolución de 1904. La existencia de los partidos y su tendencia a ramificarse obedece, en el Paraguay, lo mismo que en Inglaterra, a que el presupuesto no da para todos. Los que no comen del Estado sienten arder el patriotismo en sus venas, y se lanzan a la lucha. En los países pobres, sin comercio ni industrias, los jóvenes instruídos no tienen más carrera que la política, equivalente a conspiración y matanza, donde los pobladores no están unidos al suelo por las raíces de la riqueza, y donde es fácil arrearles y hacerles aceptar la vida vagabunda y ecuestre de revolucionarios criollos. En los civilizados, donde la gente funcionaria o aspirante a serlo forma una insignificante minoría frente a los nudos de la vasta y rígida urdimbre económica; en los países donde no manda ya el hierro, sino el oro, la guerra partidista, preñada de iguales odios, se reduce a la locuacidad parlamentaria, lo que, sin duda, es preferible, aunque menos pintoresco, menos cargado de matiz local.
    Los colorados, pues, con el sano propósito de arrojar del Gobierno a los radicales, se habían preparado desde hace muchos meses en su destierro del Brasil y de la Argentina. Las dos grandes naciones creen aún, quizá, que su grandeza nace del rebajamiento ajeno. Y, víctimas de tan noble ilusión, favorecen maternalmente las invasiones subversivas del Paraguay, después de haberlo arrasado en 1869. Con idéntico entusiasmo ayuda hoy la Argentina a los colorados que en 1904 a los cívicos (azules de la primera remesa). De Corrientes pasaron a la próxima orilla partidas armadas, y el 8 se nos presentaron en las estancias veinte infelices, montados en escuálidas cabalgaduras, provistos de fusiles de diferentes marcas, calzando espuela sobre el pie desnudo, y al mando de un apacible labriego que nos habló de humanidad y de regeneración. Por de pronto se llevaron los caballos que quisieron, luego de aturdirnos con las noticias siguientes: que el general Caballero había convenido con todas las potencias la entrega de los azules que asilaran en las legaciones; que el presidente Roca quitaba las armas a los cívicos —que también conspiran— para obsequiar con ellas a los colorados; que pronto un acorazado atacaria a Humaitá, y que dos yanquis fabricaban en Corrientes dinamita sin cesar. La mayor parte de los campesínos de estos contornos huyeron a los montes. Varios se han unido a los revolucionarios, por vengarse de las palizas que reciben de los jefes políticos en tiempo de paz, y otros fueron detenidos y reclutados por fuerza, exactamente lo mismo que si se tratase de defender la patria. Empezaron por matar tres vacas liberales y comérselas. El 14 aparecieron las tropas gubernistas. Ahora son ellos los que se llevan a cada momento los caballos y nuestras reses. Hemos oído, a larga distancia, los tiros de Gras y de Máuser: estampidos sordos y lúgubres, semejantes a leves palmaditas en tierra mojada, signos de muerte, empapados como en llanto, por la mañana lluviosa. La noche del 15 fué de terrible tempestad. El huracán arrancaba de los altos árboles los nidos de la primavera. Un diluvio continuo se desplomaba sobre el mundo, al fulgor palpitante de los rayos. Los heridos se desangraban en los esteros, los cadáveres dormían en la hierba, de cara al infinito, las madres sabían que había transcurrido la hora irremediable. Es lo que los estadistas llaman gestar la nacionalidad futura.
    Mis lectores estarán mejor enterados que yo de la marcha general de los sucesos. Algo ha de haber ocurrido por el norte. En el combate del próximo pueblo de Laureles cayeron cuarenta colorados. Su jefe, el cau- dillo A. Ramírez, un viejo cuyo arrojo conozco, se vino al galope sobre la guardia, él solo, con el cigarrillo en la boca y una bomba en el bolsillo. El centinela lo mató al tercer disparo. José Gil, el celebre cabecilla, aguarda a unas cuantas leguas más allá, tal vez con ame- tralladoras. Trescientos hombres avanzan contra él. Nue- vos horrores nos amenazan, horrores muy heroicos, pero doblemente horrores, por lo salvajes y por los inútiles.


¿SOMBREROS?


    EL HOMBRE actual es demasiado laborioso para preocuparse por el adorno de su persona y por la exhibición de sus encantos físicos. El privilegiado del lujo se impone la faena del sport. Hemos visto desaparecer los refinamientos de la indumentaria masculina, florecidos al calor de las costumbres cortesanas. Los palacios- estufas han sido arrasados, y el aire libre de las democracias ha barrido del cuerpo viril toda fruslería de tocador. Más intransigentes que nunca con lo relativo a la limpieza, aceptamos valientemente nuestra fealdad. Nos repugnaría rizarnos e] pelo, llevar peluca, encorsetarnos, o encajarnos músculos postizos. Con ímpúdica audacia paseamos nuestras calvas lustrosas, la ausencia de nuestras pantorrillas o la exageración de nuestros vientres. Los atavíos guerreros tienden a caer en desuso. Comprendemos que los tatuajes son inútiles y a veces peligrosos. Un combatiente pintarrajeado y erizado de plumas presenta un buen blanco al enemigo. Los uniformes, por mimetismo deben confundirse con el sucio matiz del fango o del polvo, y en Suiza, por otras razones, se han suprímido casi en absoluto. La técnica industrial y socíal es la que manda. Hasta el frac, sencillo uniforme de etiqueta civil, es en varias profesiones un_ traje de trabajo. Los ingleses son los que se visten mejor, los que mejor adaptan la solidez, la comodidad, la sinceridad de su ropa a las circunstancias de 1a vida moderna.
    Parece, pues, natural que la mujer se reserve la coquetería decorativa, manteniendo el dimorfismo necesario a la sabrosa propagación de la especie. El hombre y la mujer se desean porque son distintos —sin ser extraños-. Ni muy cerca ni muy lejos. Es cuestión vital ésta de conservar la distancia óptima. Si un sexo se desplaza, el otro ha de evolucionar en consecuencia. Cuanto más se borren los rasgos externos sexuales del hombre, mas ha de reforzar los suyos la mujer. Y, en efecto, las modas femeninas marchan hacia lo llamativo, lo sorprendente, lo inexplicable —¡ay!—, también hacia lo absurdo.
    Decidme, por ejemplo, cómo se puede justificar la existencia de esa especie de apagadores que llevan ahora las mujeres en la parte alta. ¡Caso típico de cobardía colectiva! Notad que no son las Señoras las que han imaginado ni elegido semejantes sombreros. Tampoco nosotros, estupefactos ante el disfraz recetado cada mes o cada seis meses a nuestras compañeras. Es un grupo de modistos europeos el que lanza el artículo mediante sus maniquíes, cortesanas, actrices y demimondaines, reclamo vivo del negocio. Hay que cambiar de formas para renovar las mercaderías y sostener los precios al amparo de una novedad falsificada. Es evidente que las modas se transformarian con la lentitud de la arquitectura, si obedecieran a motivos lógicos y generales, a la diferencia en las ideas, en los hábitos, en el material de confección. Pero precisamente el material es poco más o menos idéntico, hilo, lana, seda, plumas, pieles, y las máquinas se esfuerzan para imitar la labor de las antiguas manufacturas. Mientras la moda masculina sigue el ritmo amplio de la realidad, la femenina, histérica, convulsionada, se presta al capricho de unos cuantos mercaderes. El público, tan ignorante como ellos, paga lo que le desfigura. Un vago instinto estético desorienta al transeúnte, que al encontrar una mujer chic no sabe si califícarla de divina o de horrible.
    ¡Infinita docilidad de las masas! ¡Ah, esos sombreros! No hablo del casco blando, gorro siniestro, lúgubre vendaje, no. Hablo del aparato cilíndrico o tronco-cónico, del vasto tiesto invertido, media barrica, cazuela, pero sin mango, campana en que se pierde como un badajo la resignada cabecita de la mujer. ¿Cómo instalan las mártires tal caparazón sobre sí? El diámetro de la tapadera es triple del de sus cráneos. ¿De qué rellenan el hueco? ¿Con qué pernos fijan al contenido el continente? Sólo nos es dado divisar, desde fuera, las largas puntas metálicas del andamiaje interior. ¡Pobres mujercitas! Su cuello no Se dobla. Y nos dan ganas de acercarnos compasivamente a ellas, de agacharnos a la sombra de la cúpula grotesca que las aísla, y de cerciorarnos de si sus ojos están allí, Siempre alli. Y allí están, solitos, abiertos en la oscuridad.
    Gracias que los cuatro o seis dictadores tan religiosamente acatados en toda la redondez del globo no han ordenado todavía que las damas duerman con el sombrero puesto... ¿Sombrero? Me objetaréis que con él se cubren las cabezas. Pero esas cabezas, ¿son cabezas?


FRUTOS DEL TIEMPO


    ME HAN tomado de medio a medio los trastornos del sur, las idas y venidas de revolucionarios y gubernistas. El primer combate de Laureles me hizo temer una campaña sangrienta; el segundo, en que cerca de dos mil hombres se batieron muchos días, sin que llegasen a dos docenas las bajas, me dió el alegrón de ver que los paraguayos no son maestros en el triste arte de matar. Las persecuciones se llevaron con pintoresca lentitud. Se churrasqueó bastante; los barcos varaban. Lo que ahora deseo con toda el alma, es que los colorados no se metan en más aventuras, y vuelvan al país, si pueden, a trabajar tranquilos. Por aqui, se habla de fusilamientos y degollinas, aunque insignificantes, y de vecinos despojados. La guerra es ambiente de delito, y me extraña que no haya habido mayores atropellos. También asomó un comercio no incluido en la estadística: el de animales arreados a diestra y siniestra. Las fugas al monte, las aldeas donde no quedan sino mujeres asustadas, no son novedad. En tiempo de paz, los jefes políticos equivalen a una revolución permanente.
    Pues bien, para mí, lo extraordinario, durante estos dos meses de prueba, es que los argentinos residentes en La Asunción se hayan reunido y se hayan preguntado a sí mismos “si tienen derecho a aplaudir o censurar los actos de su gobierno”.
    Los argentinos geniales que se formaron atacando desde fuera de su patria la tiranía de Rosas, se habrán estremecído en sus tumbas.
    Pero sí la pregunta nos llena de asombro, la respuesta votada nos sumerge en los abismos del estupor:
    “Los ciudadanos argentinos NO tienen derecho a protestar o aplaudir, desde país extranjero, los actos de su país (¡qué gramática, por los dioses!).
    Dígame el discreto lector, si no es inexplicable que haya, a fines de 1909, un grupo de personas cultas ocupadas en negarse a si propias lo que ha costado cinco siglos de esfuerzos comunes.
    —¡Ciudadanos así son los que nos hacen falta!- pensaría Alfonso XIII o el zar Nicolás II, merecidamente despreciados, infamados y ejecutados en efigie por la libre crítica internacional.
    Los ingenuos argentinos de Asunción, que han regresado con tanta placidez a la Edad Media, deben mandar el acta de su asamblea al Centenario.
    Figurará allí dignamente, al lado de las fotografías de obreros asesinados por Falcón, y del famoso indulto con que Figueroa Alcorta sancionó hace poco el fraude electoral en la República.


A PROPÓSITO DEL CENTENARIO ARGENTINO


    EL AÑO pasado, un profesor dinamarqués —Karl Larsen— con el fin de averiguar “el estado de espíritu de un pueblo durante una guerra”, reunió dos mil cartas y documentos íntimos, referentes a la campaña de Austria y Prusia contra Dinamarca en 1864: correspondencia entre los soldados y sus familias. La mayor parte de los combatientes desean “volver lo antes posible al seno de los suyos”. Mientras tanto, “lo que les preocupa hasta lo sumo es la alimentación”. Las madres recomiendan a los hijos “que no se mojen los pies”, o “que se preserven de las balas”. Eso es todo. Ninguna alusión al patriotismo.
    ¿Qué concepto tienen de la patria los encargados de defenderla con su vida? Arsenio Houssaye, en 1907, interroga a los reclutas sobre las glorias francesas. He aquí lo que obtuvo:
    -¿Qué sabe usted de Juana de Arco?
    —Era un grande hombre que hacía guerras.
    -¿Y Bayardo?
    —Un gran marino.
    -¿Y Luis XV?
    —Un antiguo oficial. Fundó escuelas.
    —¿Y la revolución francesa?
    —Tuvo lugar a causa de la muerte de Luis XIV.
    -¿Y Napoleón primero?
    -Fue emperador del mundo durante cien dias. -¿Y la Alsacia-Lorena?
    —Una gran ciudad de Francia.
    -¿Y Austerlitz?
    —Un embajador.
    -¿Y las colonias?
    —Es a donde se envían los criminales y los niños abandonados.
    -¿Y Víctor Hugo?
    —Inventó la vacuna.
    Etcétera, etc.
    Diréis que la masa ignora, pero siente. Sin embargo, ¿a qué se reduce un sentimiento que no se manifiesta en palabras y actos habituales? Conversad con un labrador, con un obrero; se ocupará de sus cosas, de su oficio; nada os hará suponer que piensa en la patria. Escarbad en él, tocad la tecla de las aspiraciones colectivas, y veréis que su región le interesa más que su país, y su aldea más que su región. Para que estalle su sentimiento patriótico, sería necesario una invasión extranjera, y aun aquí jugaríamos con el vocablo, de tal modo el instinto de defensa de sí mismo, de la casa, de la hembra y de la prole es anterior a las patrias constituídas.
    Sospecho que tampoco se ocupa de la patria el ingeniero ni el médico, ni el agrónomo, ni en general nadie que produzca, a no ser que esté contaminado del microbio político. Se habla de la patria donde se sirven de ella en vez de servirse de la propia labor. No hablan a cada momento de la patria los que la engendran, sino los que la explotan.
    La Argentina, ese magnifico sistema de energías, saludadas por cuantos comprendemos que las energías nuevas, sean las que fueren, contribuyen en virtud de la asociación o de la lucha a empujar al mundo hacia adelante, la Argentina cometería un error si diera a su centenario un alcance exclusivamente patriótico, en lo que el patriotismo tiene de celoso, hostil a lo que no es él, aislador, subrayador de fronteras. Si la Argentina, exaltada por lo solemne de la hora, imagina que es la idea de la patria quien ha presidido su soberbia prosperidad, yerra en absoluto. Dejemos esas cándidas mitologías a los manuales de instrucción primaria. No es el culto de la patria lo que ha hecho grande a la Argentina, sino el trabajo, y el trabajo moderno, lejos de subrayar fronteras, acabará por barrerlas y borrarlas, devolviendo al hombre su patria celeste, ¡el astro en que vive!
    Los argentinos son grandes por ser ricos, ¿y no es hoy la riqueza de índole esencialmente internacional? ¿Qué le importa al ganadero de la pampa vestir con la lana de sus ovejas al argentino o al inglés? La libérrima Francia colma de oro a la despótica Rusia, presta dinero a Servia, para que compre fusiles alemanes, ¡y vende minas de hierro a la casa Krupp! ¿Qué industrias son las que invocan la patria, sino las industrias culpables, organizadoras de la matanza, y las industrias débiles, que por producir caro y malo bloquean fronteras a golpes de tarifa, encerrando en el territorio nacional, con objeto de esquilarlos, a los consumidores indefensos?
    Los argentinos son grandes y fuertes porque son ricos, y son ricos porque han trabajado —si es lícito llamar argentinos también a los emigrantes llovidos de todos los rincones de la tierra— ¿y no es hoy el trabajo de índole esencialmente internacional, por serlo la ciencia, directora única de las técnicas contemporáneas? ¿Hay un método argentino de proyectar un ferrocarril, administrar un Banco, construir un buque? ¿Creéis que los abonos con que el argentino fertiliza sus campos obran de una manera argentina? ¿Creéis que el oxígeno y el hidrógeno se combinan de un modo argentino en las aguas del Plata? ¿Creéis que existen fenómenos que obedezcan a las leyes argentinas o brasileñas? La realidad objetiva no tiene patria, y los hombres se han resuelto a fundar su patria en realidades. Si un médico argentino descubre la curación de la tuberculosis, ¿con qué derecho se apropiaría la Argentina la honra del descubrimiento? El internacionalismo de la ciencia ha llegado al extremo de que el sitio donde ha de surgir un resultado es cuestión de azar. Todo colabora en todo, y nos estamos acercando a una época de cooperación indivisible, en que no habrá nación ni ciudadano que pueda reivindicar progreso alguno como propiedad suya.
    El Centenario, para los que miran en la patria una transición a la humanidad, es la fiesta del trabajo americano, es la conciencia de un vasto organismo, vibrante de esperanzas y ansioso de esparcir a los cuatro vientos del planeta los gérmenes generosos de su juventud.


NIÑERÍAS


    M1 HIJO tiene más de tres años. Es un niño excepcional. Todos los niños de esa edad son excepcionales. Pasan por un máximo de la curva descrita por el hombre. Atraviesan una época breve en que la suma de las prosperidades de la carne y del espiritu es mayor. ¡Flor de la florida infancia! ¡Momento sagrado! El cuerpo, rico aún de líneas redondas y suaves que recuerdan el seno que lo nutrió y la amabilidad de la leche, ha empezado a estirarse, enjuto por el juego. El músculo brota. Las pantorrillas bronceadas se endurecen. El pecho, cuando la agitación de la carrera le hace respirar angustiado, dibuja el sólido círculo de su oculta caja. El cuello adquiere su orgullo de pedestal; la cabeza comienza a sentirse cumbre, y se alza naturalmente hacia el cielo. Los pies se han vuelto ágiles y astutos. Las manos no son ya rollitos de inválida manteca. Saben acariciar y romper, y cada dedo aprende su oficio. La piel ha perdido el rosado excesivo, y un poco vulgar de los que lactan todavía. Una sublime palidez, mensajera del corazón, pone su luz en las sienes delicadas. El cabello tibio se ensortija en bucles rebeldes. La boca, delicia húmeda y roja donde ríen, hasta en el llanto, los completos dientecillos, es un vértigo del beso. Los ojos rebosan inocencia, y también deseos innumerables: ojos en que caben ahora las perspectivas de los bosques y de las llanuras: ojos bastante profundos para retratar los mares y las estrellas, ojos en que reposará, mientras viva, la imagen del infinito. Esos ojos claros, sus ojos... ¿qué? ¿Se cerrarán, decís que se cerrarán?
    Y mi hijo canta, grita, corre, torbellino de júbilo, pequeño alud de felicidad. ¿Han calculado los sabios la energía que gasta un niño desde la mañana a la noche? ¿Cómo explican que gastando tanta, crezca y se haga fuerte con tal empuje y rapidez? ¿En que aritmética estará la Solución? ¡Y además, mi hijo es valiente! —es capaz de asomarse a todos los precipicios, como si hubiera conservado sus alas de ángel.. .—, ¿qué? ¿Se caerá por fin, decís que se caerá?
    ¡Oh, nuestros paseos filosóficos! En un charco del jardín se ahoga una avispa. Nos compadecemos de ella. Organizamos el salvamento. La sacamos con un palito. El quería sacarla sin artefacto alguno.
    —¿Por qué el palito? —me pregunta.
    —Porque hay avispas que pican, ¡ay!, hasta cuando se las socorre...
    A veces nos arriesgamos sobre el camino ancho, el camino que no se acaba nunca. Yo me fatigo mucho antes que él. Y hablamos. Y nos cruzamos con personas y con animales, con una vaca...
    —Papá, esa vaca que viene, ¿“quién” es?
    —No lo sé, hijo mío.
    Casi siempre tengo que contestar lo mismo: “No sé”. ¿Qué? ¿Decís que él tampoco sabrá nada, que se irá sin saber nada?...
    Una caravana de hormigas nos corta el paso. Hay que respetarlas. Mi hijo, acostumbrado a que las gallinas y los perros menores huyan de él, contempla las hormigas silenciosamente, y después me interroga:
    Papá, ¿por qué no se asustan de mi?
    —Porque no te ven, hijo mío. Eres demasiado grande...
    ¿Os sonreís? ¿Qué habríais respondido vosotros? De esos labios salen enigmas terribles. Salomón consiguió satisfacer a la reina de Saba. Yo dudo que mi hijo se fuera contento. ¡No existe reina que tenga la imaginación de un niño de tres años! Poetas ufanos de vuestra fantasía, ¿podéis jugar tres horas con piedrecitas y cáscaras de nuez? ¿Podéis, como mi hijo, infundir un alma brillante a lo más inerte, oscuro, mutilado, muerto, a una mota de tierra, a un pedazo de trapo? Si os llegara siquiera la imaginación a representaros el alma ajena, el dolor ajeno, hombres cultos, ¿os trataríais unos a otros como máquinas?
    Para mi hijo no hay máquinas hasta hoy en el universo. Todo respira, todo es instinto y voluntad. Todo convida o amenaza. Todo es digno de amor o de odio. Así debió ser la aurora del mundo... ¿Qué? ¿Morirá? ¿Decís que mi hijo morirá?...


LOS OJOS DE LA TARNOWSKA


    LA TARNOWSKA... Suena bien. Suena a título de ópera. Hay en este nombre, para los que creen en el sortilegio de las sílabas, un aroma de sangre, un anuncio de crímenes. No confundáis: me refiero a crímenes musicables, por un Glazúnow, un Rimsky-Korsakov; crímenes estéticos, de una lascivia cerebral, flores de la suma civilización. La condesa Tarnowska y madame Steinheil, cogidas de la mano, nos sonreirían para siempre, embalsamadas en un poema de Baudelaire, que las hubiera comprendido. Pero sólo tuvieron junto a ellas, en la apoteosis del banquillo, la insensibilidad de los leguleyos, el aturdimiento de los reporteros y la miopía de los Lombrosos de turno. Réjane y D’Annunzio volaron a Venecia a lucirse; les faltó la devoción necesaria. Y la Tarnowska, como la Steinheil, caerá al olvido común, empujada por la misma ola de actualidad que nos la trajo.
    Sabemos que la Tarnowska es una embrujadora de hombres. A su primer amante, Borgetski, lo mata el marido. Los demás abandonan, por ella, esposa, hijos, honor; roban, como el magistrado Prilukov; se asesinan unos a otros, como Naumov a Kamarowski, o se suicidan, sencillamente, como uno que poco antes de levantarse la tapa de los sesos, escribía: “Amada María Nicolaiewna, me quedan aún cuarenta minutos que aguardar. Solamente mi amor vive en mi, y la esperanza de verte, dentro de algunos instantes, pasar en tu coche, bajo mis ventanas. Te beso y muero”. Sabemos que la Tarnowska es aficionada al tabaco, a la cocaína, a la morfina y al éter. Sabemos que su tipo es elegante y gracioso; sabemos que es morena y tiene la nariz larga. No es mucho, para penetrar su espíritu; para explicarnos que las señoras de la alta sociedad italiana se hayan disfrazado de labradoras, con el propósito de deslizarse en la sala del tribunal, y que, a fin de contrarrestar los efectos del magnetísmo que parecía ejercer la procesada, se haya ordenado relevar varias veces al día los carabinieri encargados de su custodia. Único dato positivo: los ojos de la Tarnowska. Un corresponsal inteligente dice: “Maupassant hubiera descrito el poder de esos extraños ojos negros.. La maravilla de los ojos de María Nicolaiewna —por paradójico que resulte— consiste en que carecen de toda expresión. Su brillo, su tamaño y su matiz no varían jamás. Los he observado atentamente durante medía hora cumplida, y no los he visto pestañear. Y esos ojos inescrutables leen el fondo de los corazones, y contemplarían cualquier tragedia sin adquirir expresión alguna”.
    Bonafoux se indigna, en crónicas vibrantes, contra los infelices, o quizá demasiado felices, esclavos de la Tarnowska, y no es capaz de imaginarla. Con la mejor intención del mundo, moraliza, y dan ganas de aplicarle la frase de Maeterlinck: “dejemos esas menudencias a los que no sienten que la vida es grande”. No nos asombremos de que una mujer mala, es decir, una mujer que hace cosas tenidas por “malas” en la Europa del siglo xx, haya sido tan querida. Al amor no le importa lo que hacemos, sino lo que somos. Y nadie conoce lo que la Tarnowska es, la realidad que nos mira a través de sus ojos impasibles.
    Estamos distraídos por los cortos vaivenes de nuestra existencia superficial, y no reconocemos el misterío más que en casos aparentemente excepcionales. Creemos que el misterío es algo irregular y sorprendente, un dios caprichoso, cuando es una atmósfera tranquila. Todo está sumergido en él, desde las cumbres hasta los bajos escondrijos. Recorred la historia de las simpatías y de las antipatías que formaron la trama sentimental de vuestro pasado, y hallaréis en cada una un enigma, menos aparatoso que en la Tarnowska, pero igualmente impenetrable. Se ama porque sí. Solemos amar a los que nos hacen daño. Solemos no amar a los que nos hacen bien. "Sagrada ingratitud; el amor no debe comprarse con nada, ni con nuestro entero ser; el amor debe permanecer indiferente a los esfuerzos humanos, debe descansar por completo en lo desconocido. El que razona el amor no ha amado nunca. Descifrarlo, someterlo a nuestra lógica y acaso a nuestra voluntad, sería desviarlo de su objeto oculto; ignoramos las leyes del amor: por eso es libre. No entendemos la muerte, ¿y entenderíamos al vencedor de la muerte?
    Se habla en química de ciertas sustancias que, sin transformarse durante las combinaciones, las hacen, sin embargo, posibles. Se dice que estas sustancias, indispensables e inalterables, obran por “presencia”. Así, en los fenómenos de la simpatía, de la antipatía, del amor y del odio, obran las almas. Obran, inmutables, en medio de las convulsiones de los cuerpos, en medio de las agonías, de los heroísmos y de los crímenes. Obran por presencia, omnipotentes e inmóviles, como los ojos negros de la condesa Tarnowska.


PERROS POLIZONTES


    HACE años ya que en varias capitales europeas se amaestran perros al noble ejército de la pesquisa policial. Los resultados, Según se anuncia oficialmente, son muy satisfactorios. Es cierto que un perro polizonte apostado junto al Sena, cayó al agua, costando gran trabajo salvarle, por— que no sabía nadar. Se habla también de otro perro extra- viado, que no fué posible encontrar antes de ocho días, a pesar de haberse puesto en juego todos los -recursos de la oficina de investigaciones. Pero estos tropiezos son insignificantes. El perro tiene bellas aptitudes para la carrera de Sherlock Holmes. Hasta se le emplea en vastas em- presas de represión pública. En París defendieron con perros la puerta de la embajada española, y en Berlín con perros disolvieron un mitin de aprendices.
    Mr. Huyghebaert opina que la mejor casta para la caza humana es el llamado “perro pastor belga”. Goza de cualidades especialísimas: “audacia, fidelidad, vigilancia, olfato e inteligencia”. ¡Ay! Las mismas cualidades sirven a fines opuestos. Proteger ovejas y perseguir desgraciados son cosas diferentes, aunque exijan medios semejantes. Con igual olfato olemos el estiércol y la flor. Triste metamorfosis: el perro pastor convertido en perro agente, el pequeño Monseñor Bienvenido transformado en un pequeño Javert. Nuestra alma es bastante robusta para soportar tales contrastes; se admite que un empleado de policía sigue siendo un caballero. No así el alma canina. El humilde camarada prehistórico es de una vergonzosa debilidad para con nosotros; nos obedece y nos adora ciegamente; cree a pie quieto cuanto le digamos, y a una señal nuestra seria capaz de sacrificar su propia prole. Yo dejaría con gusto escapar algunos supuestos delincuentes con tal de no turbar y corromper el corazón del perro.
    Ved qué formidables revelaciones para él: hay hombres buenos y hombres malos, es decir, dioses buenos y dioses malos. Es precíso rastrear y acosar a los malos, para lo cual es forzoso comenzar por distinguirlos. Reducido a su olfato, el perro los distingue por el olor. Su hocico es juez. Hay efluvios honrados y efluvios criminales. Hay un código de emanaciones. Los miasmas del vicio y el aroma de la virtud han cesado de ser una metáfora. ¡Oh penalistas, oh magistrados! Si vaciláis en avaluar la responsabilidad del reo, si os halláis frente a un caso difícil y sentís que vuestras narices son demasiado cortas, citad como perito inapelable al pastor belga, reeducado en las comisarías, y rogadle que olfatee a vuestro cliente. Si el perro se enoja, gritad: ¡macte! y volved vuestro pulgar hacia abajo. Mandad después, sin escrúpulos, montar la guillotina.
    Acaso el perro nos suministre ese criterio objetivo del mal y del bien, ese soporte material de que tan necesitada está nuestra conciencia. Cuando se demuestre, aunque por intermedio de un can, que el asesino no huele como su victima, se nos habrá quitado un peso enorme de encima. No sabemos, en efecto, lo que significa la palabra asesino. ¿Se puede ser asesino mientras no se mata? Entonces cualquiera de nosotros sería un asesino —y quizá lo sea-. ¿Qué diferencia existe entrevel que no mató nunca y el que ha matado ya? Ningún sabio, por minucioso que fuera su examen, se- ría capaz de averiguarlo. El que mató recuerda que ha matado, y eso es todo. ¿Qué le caracteriza, qué castigáis en él, sino el recuerdo de su crimen? Acabó de matar, y acabó su carácter y su culpa, puesto que asesino es el que mata. Un asesino justiciable deberia matar continuamente, como un objeto negro es .continuamente negro. Considerad, pues, la importancia del perro policial. Hoy se le amaestra, mañana amaestrará a sus profesores. Constituirá, por su actitud ante los acusados, el reactivo del delito, como el conejo de Indias cons— tituye el reactivo biológico de la tuberculosis.
    La policía, a cuyo servicio está la mayor parte de las ciencias, utiliza ahora el instinto animal, y se incorpora laboratorios donde prepara diversos cuadrúpedos. Tal vez encargue elefantes para disolver manifestaciones callejeras. Entretanto, la criminalidad crece infatigablemente. Felicitémonos del desarrollo armónico de todas nuestras actividades.


DACTILOSCOPIA


    CADA uno de nosotros lleva en, las yemas de los dedos, bajo la apariencia de finísimas curvas paralelas o confluentes, arcos, óvalos, espirales, círculos concéntricos, el dibujo misterioso y único que le designa para siempre, el sello que le separa y le aísla de sus hermanos y de todos los seres del universo. Si Novalis las hubiera examinado, habría de seguro reconocido en ellas “la gran escritura cifrada que se encuentra en todas partes: sobre las alas, sobre la cáscara de los huevos, en las nubes, en la nieve, en los cristales, en las formas de las rocas, sobre las aguas congeladas, en el interior y en el exterior de las montañas, de las plantas, de los animales, de los hombres; sobre los discos de vidrio y de pez cuando se les frota y se les junta, en las limaduras que rodean el imán y en las extrañas conjeturas del azar...” No hemos descifrado por cierto los arabescos digitales, pero sabemos que varían de una raza a otra y de un individuo cualquiera a otro, con la misma libertad impenetrable que de la madre al hijo, o de un dedo al siguiente. Sólo son fieles a la mano que señalan. No hay poder en la tierra que pueda falsificar esa firma grabada en nuestra piel. Es inmutable. Es indeleble. No se la borra sin mutilarnos. A. Ivert cita el caso de un reincidente que para evitar la comprobación d actiloscópica metió “las manos en agua hirviendo. Se curó y se hallaron sus impresiones digitales idénticas a lo que habían sido. El doctor Locard se ha quemado con aceite, con un hierro hecho ascua; su dermis, al sanarse, reprodujo las figuras antiguas. Tres meses antes de nacer, estamos ya marcados para la vida en— tera, y largo tiempo después de morir, conservamos, en nuestros dedos que se pudren, la maravillosa prueba de nuestra individualidad.
    Así como los astros no pierden nada de su poesía porque se sirva de ellos el navegante que conduce un cargamento de guano, la dactiloscopia no pierde su alcance metafisico aunque la utilicen los hombres para denunciarse con mayor exactitud entre sí. ¿Es beneficioso este medio perfecto de identificar delincuentes? Lo ignoro. No me siento con fuerzas para decidir si los desórdenes sociales se deben a los delincuentes o a la autoridad. Pero apuremos las enseñanzas de la dactiloscopia. Una vez recogidas las imágenes papilares, se trata de clasificarlas y guardarlas en un registro donde sea fácil obtener rápidamente la que se busca. Vucetich, jefe del servicio de identificación de la Argentina, ha inventado el método más sencillo y más ingenioso de clasificación y notación de dactilogramas. El vucetichismo se está adoptando por todas las naciones del mundo; no es de admirar que sigan, en el arte policiaco, el ejemplo de aquélla, donde ha llegado a su apogeo la idolatría de la propiedad. Vucetich distingue cuatro tipos dactiloscópicos, que bastan a suministrar un millón y pico de fichas diferentes; den- tro de un tipo, se descubren hasta 55 caracteres fijos, que se deducen de líneas y puntos singulares. Tomando en cuenta seis caracteres, resulta un guarismo de fichas distintas superior al de los habitantes del globo, con una probabilidad de error en la identificación por bajo de uno contra sesenta y cuatro mil millones. Los 55 caracteres proporcionarían un registro suficiente para la via láctea, suponiendo cada uno de sus soles rodeados de planetas tan poblados como el nuestro.
    Lo esencial es que no se parte de las dimensiones del dactilograma, sino de su forma, de sus particulares numerables, y una ficha se representa por un número entero. Entero, ¿comprendéis? No hay uno de nosotros que no tenga incrustado en su carne un número entero, “su número”. Estamos numerados. Ahora bien; no se razo- na sobre cualidades, sino sobre números, y no es posi- ble pensar ni escribir un número si no es entero. Nuestras pocas certidumbres psicológicas y físicas se reducen a sistemas de números enteros. El cosmos es una aritmética viva. La mecánica celeste, verbi gratia, gira en torno del número 2, constante de la ley de Newton; el resto se compone de coeficientes experimentales, o según la frase de Verlaine, “de literatura”. Decía don Hermógenes que todo es relativo, y no falta quien repite esta sandez. Si todo fuera relativo, ¿cómo estaría seguro de ello don Hermógenes? ¡No! Unas cosas son relativas y otras absolutas. Los cinco dedos de mi extremidad —cinco justos— son algo absoluto, aunque no muy significativo para mí, puesto que mis semejantes, y numerosas especies geológicas, usan también cinco dedos. En cambio el número de mi ficha dactiloscópica me interesa intensamente. Me es personal. Bertillón mide mi talla: 1750 milímetros. Pero añade: “milímetros más o menos...” No me da un número; me da dos, entre los cuales, por próximos que estén, queda una incertidumbre infinita. Y todos los números positivos, indicados por nuestros instrumentos, son números límites, números falsos. La prodigiosa precisión de nuestros laboratorios es impotente a construir un número entero. Apreciamos la diezmilésima parte del milímetro, y la centésima de miligramo sobre un kilogramo, y es inútil; en esta estrechísima grieta de error se agazapa, inaccesible y virgen, la realidad. “La verdad, decía Pascal, es una punta tan sutil, que nuestros instrumentos son demasiado romos para tocarla exactamente, y si lo consiguen, aplastan la punta, y apoyan alrededor, más sobre lo falso que sobre lo verdadero..."
    Vucetich me hace el don soberano de mi número, ¡ver- dad absoluta que no me es permitido leer, pero que ten- go asida! Vosotros, quirománticos del porvenir, la leeréis acaso. Temo que nos reveléis una gran tristeza. Temo que las finisimas curvas papilares no sean sino una estratagema de Dios, jefe supremo de policía, para identificar a sus criaturas el día del juicio final.


LOS JUECES


    CUANDO se piensa algún tiempo en los jueces, nace por contraste la idea de la justicia.
    La Sociedad, en sus formas estables, se compone de una minoría armada, dominando a una mayoría desarmada. Goza la minoría, ya del acero, ya del oro, ya de la confianza de los dioses. La mayoría se sostiene gracias a un extraño e implacable furor de vivir: los sufrirnientos hacen que el hombre ame 1a vida, y que la mujer sea fecunda. Las relaciones entre la minoría y la mayoría son asesoradas por los jueces, que pueden considerarse tenedores de libros de la casa. Esos últimos empleados se enteran de los asuntos pendientes, y reciben de la minoría las instrucciones y la autoridad necesarias para revelarlos. El pacto celebrado entre la minoría y los jueces es la ley.
    Notemos que el pacto es forzoso, pues no se concibe jueces sin gendarme, cárcel y el verdugo, que son la fuerza, y la fuerza pertenece a la minoría.
    Por definición, la ley se establece para conservar y robustecer las posiciones de la minoría dominante; así, en los tiempos presentes, en que el arma de la minoría es el dinero, el objeto principal de las leyes consiste en mantener inalterables la riqueza del rico y la pobreza del pobre. Llega el instante de que la idea de justicia nazca porque la ley, que favorece al poderoso, habría de parecer justa al poderoso, y al humilde, injusta. Sin embargo, nace la idea en Sentido contrario: el poderoso encuentra la ley todavía estrecha a su deseo, ya que él mismo la dictó y es capaz de hacer otras nuevas, y el humilde se conformaría con que la ley se cumpliera como se dice y no como se hace.
    Hay algo peor que la ley: es la incertidumbre. El terror del infierno se debe no a que las torturas sean excesivas, ni a que sean eternas, sino a que no se sabe lo que son. El que delinque y sabe que será ahorcado, descansa en una realidad espantosa, pero firme. Si ignora qué género de suplicio le espera, su angustia sería intolerable.
    Los jueces prevarican algunas veces, y muchas, se equivocan. De aquí procede su prestigio. Un juez infalible no amenaza más que a los culpables; un juez que yerra, amenaza a culpables e inocentes. Él es el juez verdaderamente augusto; nada escapa a sus ojos; nadie está seguro con él. Y la idea de justicia, en la mente de los humildes, nace menos verosímil aún que el país de utopía, que la edad dorada; es un ventanillo abierto en lo alto de la prisión, sobre el infinito azul del cielo; es lo irrealizable, lo que florece más allá de la tumba. Sólo Dios es justo: para salir por el ventanillo, hacen falta las alas de la muerte.
    Y únicamente en las épocas felices, cuando durante largos años son los jueces incorruptibles, esclavos de lo escrito, es cuando los hombres empiezan a descubrir la formidable injusticia de las leyes.


EL MATERIALISMO CATÓLICO


    EL CATOLICISMO —el Vaticano, para emplear la palabra exacta— muere porque ha dejado de ser una religión. Su alma, que era el misticismo y la caridad, ha ido desvaneciéndose a medida que aumentaba su poder político y se consolidaba su estructura burguesa. Convertido fatalmente, por el proceso de la decrepitud universal, es una vasta industria explotadora de las más groseras supersticiones; el vaticanismo se fosiliza a nuestros ojos y pronto será un inmenso sepulcro blanqueado.
    Si hoy es imposible ser sabio —o siquiera inteligente— y ser católico— en el sentido en que lo es por ejemplo Pío X, ese fenómeno de sandez augusta-, también es imposible ser católico y ser religioso. No es la ciencia lo que sobre todo nos separa de Roma; es nuestro instinto de la belleza y de la majestad de lo invisible; es nuestra honradez. ¿Qué persona decente admitirá el Dios que aplasta niños en Messina? Para eliminar a semejantes dioses de nuestras costumbres entran ganas de apelar a la policia antes que a la lógica.
    ¿Qué queda del espíritu de Jesús en el clero? ¿Qué queda del sublime manantial? Ya San Pablo, que no conoció al maestro, es un poco áspero. Los papas volvieron la espalda al comunismo desde el siglo III. Los católicos se hicieron capitalistas y militares, usureros y verdugos, y los verdaderos cristianos huyeron a la soledad. La Reforma salvó de 1a corrupción definitiva una parte del culto pero dentro del vaticanismo el efecto reaccionario trajo a los jesuítas, término con que ahora se designa en todos los países a una cierta categoría de hombres despreciables.
    El catolicismo parece por fin reducido a las solas funciones digestivas. Es un paralítico que digiere y defeca en enormes proporciones, y fuera de cuyo vientre ningún órgano trabaja. ¿Dónde encontrar el rastro, no ya del ideal, sino de la idea? El catolicismo, materialista como un banquero hidrópico, trafica y hace política; compra, vende y manda representantes de su partido a los parlamentos; la empresa marcha, los dividendos no son malos. Y, no obstante, ¡cuánto más débil es en medio de su oro, que cuando Jesús no tenía donde reposar la cabeza! ¡Oh, católicos!, ¿qué hicisteis de la cabeza de Jesús? Sois incapaces, con todos vuestros millones, de levantar un templo digno de vuestro pasado, incapaces de añadir un capítulo al Libro, incapaces de producir un santo que no nos haga reír. De la más alta figura de la historia hemos venido a parar a las Marías Alacoque, fletadoras de corazones sanguinolentos a tanto el cromo. Es triste, después de haber bebido en el purísimo manantial bajar a la fétida charca en que se abrevan los fariseos y los temibles asnos de nuestra época.
    ¡Tristeza de las religiones moribundas! ¿Qué diría Jesús, él, que llamó al clero de su tiempo raza de víboras, qué diría, si viera el champaña de los obispos y los cheques del Papa; qué diria si viera las imágenes de palo cubiertas de joyas, qué diría si buscando en vano un destello de su prodigioso espíritu en las iglesias, que profanan su nombre, hallase, en la de San Juan de Letrán, en Roma, adorados por la tribu fetichista, su cordón umbilical y... etc.


FIN DE MIRANDO VIVIR



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