CARTAS INOCENTES

                                                                                  Laguna Pará, junio de 1907
ESTO es un arca de Noé. Aparte de la multitud cornúpeta, tenemos caballos, mulas, gatos, perros, puercos, gallinas, patos, y hasta una pareja de jabalíes en la infancia. La única preocupación de toda esta gente es comer. Su apetito es perpetuo, su estómago está siempre en acecho. Se diría que su cuerpo se reduce a un tubo digestivo que hay que defender, transportar y servir. Los ojos son para descubrir el alimento, los pies para alcanzarlo. La inteligencia añade a la caza la astucia y nada más. ¿La vida? Fauces abiertas, y algunos accesorios.
    Entre el hombre y el animal doméstico existe una relación económica. El uno hace de capitalista y el otro de proletario. La carne, los huesos, la piel, la leche, la faena de noria o de carga, la bufonería de la resignación amaestrada y el entretenimiento sanguinario de gallos que riñen y de foxterriers extermínadores de ratas son rendimientos regulares que se pagan con el salario mínimo de la subsistencia material. Régimen de esclavitud, tal vez menos dañoso que la orfandad hipócritamente libre del obrero de ahora, pero régimen económico al fin, como el que va estableciendo en el mundo nuestra civilización, enemiga de la guerra. Es que la guerra no es ya útil. La codicia prefiere la paz, que resulta más fructuosa. Así mantenemos la paz entre los animales domésticos. Les castigamos sin herirlos, nos ocupamos de su salud, estudiamos su higiene. Queda la guerra para las especies salvajes, batidas en las selvas y las llanuras; para nuestro botín de prisioneros, pájaros poetas y fieras heroicas. La soberanía del granjero en su corralada consiste en que él y nadie sino él, es el dueño del hambre. Los fieles servidores que le acompañan perdieron la energía de nutrirse por cuenta propia. Son siervos porque su odio es contemplativo, porque se abandonan a la pereza del desayuno asegurado. Son demasiado cultos para sacrificarse por la estética, arriesgándose a una muerte noble.
    Y, sin embargo, un lazo sentimental parece en ocasiones mezclarse con el lazo económico. Aquí se presenta el consabido problema del perro. Según ciertos autores —recordad a Maeterlinck, À la mort d’un petit chien; a France, cuando nos habla de Riquet, digno interlocutor de Bergeret el filósofo— no sólo acepta el perro la piltrafa que le arrojamos, sino que la agradece. Para él somos más que la llave de la despensa; somos dioses; en su humilde locura afectuosa nos cree infinitamente justos e infinitamente misericordiosos, a causa quizás de los puntapiés que recibe. Nos ama porque nos atribuye todos los males. Y en verdad que siendo lo que son el hombre y el perro, debió nacer entre ellos algo religioso. Yo he visto en las pupilas de nuestro amigo esa humedad devota de los grandes beatos. Cierto que da triste idea del perro la elevada idea que de nosotros tiene. No importa; sería ingrato criticárselo, o dudar de su buena fe.
    La adulación nos hace llorar de gusto, aunque nos venga de un perro. El perro nos admira, luego es inteligente. Además ¿no fue contemporáneo del genio entre los genios, del Prometeo ancestral que robando el fuego a la Naturaleza engendro de la llama a la humanidad futura? El perro está de buena fe; no es un intrigante secular que nos enternece para explotarnos; no es un político. ¿Cómo explicar entonces, siendo tan delicado con nosotros, que lo sea tan poco con sus congéneres? Les saluda de una manera repugnante y cómica. A pesar de su olfato famoso, no le molesta lo peor oliente. ¡Qué gustos más groseros, más lamentables! ¿Y el amor? El perro empieza por no distinguir bien los sexos; su co— razón no le dice nada, y el miope amante se entrega a un examen irreverente, positivo y obstinado. No comprende el perro lo grotesco y lo sucio. En su misma adoración por nosotros se encuentra un no sé qué de indecente.
    Por mucho que se insista en que los sentimientos religiosos no son incompatibles con una escasa corrección de modales, ello es que cuanto pierde el perro en carácter lo gana el gato. El perro es un creyente; el gato, un crítico; el perro nos obedece, el gato nos juzga; el perro es un burgués que venera al señor y ladra al mendigo, el gato guarda su desprecio socarrón para el presuntuoso que pretende conquistarle con un hueso. El uno traga y el otro saborea; el uno es irremediablemente vulgar hasta en sus pasiones, el otro, exquisito, gime sus deseos amorosos al solitario claro de luna. Comparad el torpe morder del primero con la precisa y graciosa ferocidad del segundo. El gato embellece su persona, sus conocimientos, su crueldad, y un gato grande, el verdadero rey de la creación, el tigre de Bengala, suele complacerse en arrebatar al hombre vivo, y en prolongar horas y horas —¡suntuoso horror de la caverna!— la tremenda agonía. No nos idolatra el gato: somos nosotros quienes lo hemos idolatrado a él; su reposar hierático conserva un reflejo de cultos remotos; su alma de enigma frecuentó a las divinidades. No busquéis el misterio en el iris fácilmente sensual del perro, sino en el gatuno, joya cristalina y metálica, insondable transparencia hendida al sol por el filo de un siniestro puñal, ahuecada por la noche en un fascinador abismo. El perro ha llegado a la certidumbre, a la felicidad; el gato espera. Su silueta inmóvil nos inquieta en la penumbra habitable adonde le arrastró un capricho prehistórico. Sus preferencias son de mujer. Elige sus intimos, si es que los tolera. ¡Cuántos iluminados, como Baudelaire, se honraron con la caricia eléctrica, rara, de esa bestia magnífica!
    El perro, en su honrada y aturdida ternura, nos representa el más allá posible, el puente sobre los precipicios que separan a los seres. El gato nos representa el más allá impenetrable, la frialdad burlona de lo desconocido. Si uno es el definitivo compañero, el otro es la esfinge familiar.


                                                                              Laguna Porá, junio de 1907
“En el Paraguay la mano de obra es imposible”, dicen los industriales; “la gente aborrece el trabajo". "¿Por qué no desearán ganar dinero?” se preguntan los mercaderes. “El servicio es infame”, gimen las dueñas de casa. Nadie tiene vocación de changador ni de sirviente. Estos taciturnos campesinos prefieren no hacer nada a enriquecer al prójimo. ¿Cómo perdonarles el delito de contentarse con poco, y de no dejarse civilizar?
Porque la civilización es el oro. Hay que adquirirlo para sí, o al menos para otro. Pero no colaborar a la aglomeración del oro, he aquí lo abominable. No obedecer a la gravitación áurea de los tiempos modernos es lo que era en épocas pasadas no obedecer a la gravitación del hierro: una rebelión incomprensible. “El Servicio es infame”. Cuando una gallina resulta dura de comer murmuramos: “¡qué infame animal!” Es infame lo que no nos sirve, lo que resiste a nuestros dientes. Es además herético. Para las seseras democráticas hay una fe, que es la codicia legal, y un Dios, que es el progreso, un Dios muy práctico, muy yanqui, que adjudica la felicidad al resoplido de las fábricas. Hay que ser feliz a la fuerza. Hay que andar en tropel, hay que dar aceite a las máquinas, y admirar los resultados de la avaricia metódica.
Y, sin embargo, la armonía no es perfecta. Existe quien sufre la inquisición de la miseria y se niega a convertirse. Existe quien, se aviene a una mandioca y dos naranjas, y no quiere ser lacayo. Debería votarse una ley que obligara a esos insensatos a fomentar el progreso. No bastan los harapos; es necesaria la cárcel. Tranquilicémonos: la ley está en vigor; es la ley contra los vagabundos. ¡Qué aspectos tan cómicos ofrece la libertad, y qué sainete el de los derechos del hombre! Puesto que los curas y los nobles revelaron su propia debilidad, suprimamos sus privilegios, cortemos sus cabezas en nombre de la fraternidad y de la tolerancia. En cuanto al oro es el siempre inmaculado, el siempre augusto. ¿Por dónde atacarle? No tiene cabeza, trono ni credo. Pueblo, pueblito: eres libre de insultar al Padre Eterno, a los santos, ya que son mentira. Vocifera contra cosas que ya a nadie importan: eres libre. Ven acá, bárbaro de los montes, borracho de taberna, tu voto vale tanto como el del profesor Lombroso; elige tu gobierno, eres libres. Y tú, maître chanteur entrampado, testaferro macilento, arranca honras desde el púlpito de la prensa: eres libre. Sois libres de todo, menos de alimentaros.
La propiedad es intangible. Cada día su culto es más intransigente; cada día se vuelve más sagrada. Hubo miserables por los caminos y caballeros en los palacios, como ahora, mas el que temblaba de frío, lejos de su choza, entraba en el bosque del rico y cortaba un haz de leña. Era el derecho del pobre a la caridad. Hoy es preciso ser ladrón para no morir. Si al desheredadopque salta una tapia se le encaja un tiro, no faltará quien felicite al propietario por su buena puntería. ¿Se concibe en la actualidad una costumbre como aquella en virtud de la cual los grandes señores romanos tenían que abrir sus habitaciones y parques al público una vez por semana? ¿En qué familia quedan lazos de afecto profundo entre amos y criados? “Criado de V. E.”, firma Cervantes, según el uso, y la fórmula es cortés sin bochorno; servidor ya nos choca; criado, donde nada resta del tradicional sentido y de criar, ofende. ¿En qué industria sobrevive un sentimiento de solidaridad en la obra, y de igualdad moral entre empresarios y obreros en el entusiasmo de una misión? Resplandece aún la belleza cuando es un espíritu aislado quien la produce; donde se juntan varios para crear, la belleza huye, espantada del egoísmo. Imposibles se han hecho pujanzas parecidas a las maravillosas selvas de piedra que plantó la piedad, a las catedrales en cuyo encantado nacimiento se empleaban las generaciones. La luz que bañaba por igual; la frente del arquitecto y las manos del artesano se ha desvanecido para siempre.
Se repite demasiado que el trabajo dignifica. “El que trabaja ora”, indica el apóstol. Protestemos. Hay un trabajo que eleva, y uno que rebaja. Hay un trabajo que aumenta el ser interior, y uno que lo disminuye; un trabajo que alegra y otro que entristece. Trabajar por hambre es horrible, y horrible trabajar por concupiscencia. “Es indecente, escribe Wells a propósito de los niños que lustran botines, hacer brillar sobre nuestros pies el sudor ajeno”. Sí; mucho de indecente se esconde bajo la prosperidad del siglo. Una raza de recuerdos y de silencio yace desterrada en las regiones de la melancolía: si no se enamora de nuestras fáciles maniobras comerciales, respetémosla. No la injuriemos; nada nos pide. No la declaremos perezosa y corrompida. ¿Que el trabajo emancipa? Lo que emancipa en ocasiones es no trabajar.

                                                                              Laguna Porá, junio de 1907
Después de los motines de la India inglesa y de la lucha civil en Marruecos llegaron los desórdenes de China. A pesar del desastre ruso, que vino a desbaratar prejuicios disfrazados de verdades inconmovibles, todavía circulan muchos dislates sobre las benévolamente llamadas razas inferiores. Un estudio de las borrascas que se desencadenan en regiones tan distantes entre sí, tan características una por una, como el norte de África y esos dos continentes humanos, el Indostán y el centro de Asia, ayudaría a vislumbrar nuestra ignorancia y aconsejaría siquiera aprender a callarnos. Para el vulgo la especie se compone de los blancos y de los que no lo son; los no blancos están condenados a constituir pronto o tarde simples colonias de los primeros. Si la raza sometida resulta inferior al extremo de no ser explotable ni como consumidores de porquerias vendidas a precio décuplo ni como colección de bestias de carga, se la destruye sin ceremonia. Es preciso algo semejante a la lección japonesa para sentir la realidad, es decir, lo imprevisto y el misterio, y para sospechar que el alma de los pueblos es indescifrable, que la inmovilidad no equivale siempre a la muerte, ni la resignación y el silencio a la estupidez.
Porque caídos en la ilusión de que nuestro punto de vista es el centro del mundo, nos equivocamos grandemente hasta cuando nos creemos altruístas y nos dedicamos a exportar a otras latitudes los seudos beneficios de nuestro progreso famoso. ¿Qué nupcias pueden celebrarse entre nuestras costumbres de pastores de máquinas y las costumbres de los marroquíes, por ejemplo, ociosos y audaces, corredores de la pólvora y del rapto, jinetes poetas, errantes embriagados de sol y animados por pasiones ocultas bajo el movimiento arabesco de una fantasía que ondula? El elemento bereber, creciente sin cesar, ha sido la pasta conmovida por la elegante levadura árabe, y se ha asimilado rasgos de brillantez pintoresca, de discurso simbólico y cortés, de malicia diplomática. La guerra mora no es nuestra guerra. Allá se vence parlamentando, se sitia con sobreentendidos. No suelen apelar a medios radicales aquellos eximios ajedrecistas, y la jugada final no se ejecuta, sino que se anuncia. Pocos europeos, ¿no es cierto? los combates de tela. Ambos ejércitos, en lugar de batirse, acampan próximos, y se consagran a levantar, ante las narices enemigas, el mayor número de carpas posible. El que ha logrado alinear más carpas ahuyenta al otro. Y sería un error creer apocados a los descendientes de los que espantaron la tierra con la fundación fulminante de un imperio no igualado, y fueron durante siglos las aves de presa del Mediterráneo, y abrieron comercio de esclavos franceses y españoles. Aún hoy se añade al peligro amarillo el peligro del Islam. Los musulmanes se organizan; ellos son los designados para dominar y fanatizar al negro y lanzarle contra el blanco. Una reacción sectaria avanza a través de comarcas inmensas. La influencia se esparce a los confines del oriente. No es el panislamismo una palabra ridícula.
La historia de las misiones cristianas en Indias, en China, en el japón, es la historia de la torpe intransigencia de nuestro dogma en pugna con la majestuosa tolerancia asiática. Los misioneros eran felizmente hábiles mercaderes, y su obra precaria se mantuvo por la seducción que el lucro ejerce de inmediato en el indígena, el cual no es indiferente tampoco al confort ni a lo nuevo y raro que traen los comisionistas y los viajeros. El celeste de Hong- Kong, enriquecido en diez años, disimula su venerable trenza bajo una galera de clubman, y cualquiera de Tokio, enamorado de los anteojos occidentales, sostiene trabajosamente los suyos en medio de la faz aplastada, La ventaja material, la curiosidad frívola, he aquí lo que es capaz de satisfacer en tales países nuestra cultura. Nos está vedado penetrar en lo íntimo social, en lo religioso. Los ingleses han comprendido dónde concluye el radio de acción de los conquistadores, pacíficos o no. La servidumbre no hace sufrir mucho al indio inglés, libre de la exasperante indiscreción latina. Conserva sus sacerdotes, sus príncipes, sus costumbres privadas, lo que le parece esencial a su destino y a la tradición. La administración británica le es más cómoda por más barata y mas expedita: sin embargo no cambian en él los conceptos genuinos de lo justo, de la jerarquía, de la autoridad sagrada. La savia moral no se destiñe fácilmente, ni fácilmente se muda el matiz de los ojos y de la piel. Europeizar cerebros es tan factible como blanquear pigmentos. Así la introducción del sufragio universal en las posesiones francesas produce efectos cómicos, absurdos, intolerables. En Pondichéry y otros establecimientos votaron sesenta mil naturales que no sabian una jota de francés (1906). La mentalidad de los electores se mide por la contestación de una annamita a quien se preguntaba qué era lo que más le habia impresionado en su visita a Francia: “He visto a un señor francés entrar en la jaula de un tigre,y el tigre se hacia el perrito" (Carl Siger). En Guadalupe la campaña electoral ha conducido —fenómeno extraño— a que los blancos y los negros se coliguen contra los mulatos y los exterminen. En ciertos sitios la quimica detonante no es entre colores, sino entre credos: Mahoma y Brahma se increpan delante de las urnas, y los fieles respectivos se degüellan en el pleno uso de sus libertades cívicas.
¿Qué argumentos contradictorios no se han sacado de las noticias o de la falta de noticias referentes a China y al Japón? China fué la predilecta de filósofos de toda opinión y calibre. Voltaire la puso a la moda. Gourmont, en su continua, aterciopelada sátira de las instituciones de occidente, se ríe de nuestros mecanismos desalojadores de obreros, y admira el principio chino: “Los chinos han decidido en su sabiduria que todo trabajo que pueda ser hecho por el hombre debe ser reservado a los hombres, y no toleran los caballos o las máquinas sino cuando el animal, el mecanismo vivo, es realmente impotente a producir el efecto querido. Este sistema, que debe tener grandes inconvenientes para el público, tiene grandes ventajas para los trabajadores,que encuentran siempre colocación a su actividad". Nowicow proclama la superioridad china sobre nosotros, porque los chinos odian la guerra, y entre los chinos ningún oficio es tan despreciado como el oficio militar. “Tanto mejor, replican los creyentes; en la época actual, la China, mole de cobardes, no se japonizará nun- ca, y nos salvaremos”. “Desarrollo detenido de puro perfecto”, diagnostican unos. “Nulidad decrépita”, diagnostican otros. Hay quien se felicita de las reformas que se están implantando en China: supresión del opio, defensas terrestres y navales, debilitamiento del mandarinato, modificaciones en la enseñanza, disminuyendo la interminable erudición lingüística e histórica de los letrados y aumentando el cultivo de las ciencias positivas. Hay quien teme y se lamenta de las reformas. Hay quien les niega alcance, declara irreductible al chino, y cita el caso de un diplomático que se casó en París, en la Magdalena, ante lo más chic de la capital, con una señorita de famili¡ excelente. Mientras habitaron la Europa todo fué bien. El diplomático volvió a su patria, recluyó a la francesita en el fondo del yamen, y se casó a la china, con una china, a quien otorgó categoría de esposa oficial y de madre legítima del hijo que la primera había dado a luz. Esta desgraciada, después de mil penalidades, consiguió evadirse, robando al niño. Un cuento de aventuras y de horror. ¡Desconfiemos de los chinos a la europea! ¿Y el Japón, el japón tan europeo, tan simpático, tan nuestro? Contraorden. Se murmura que ni los negocíantes ni los jueces del japón tienen vergüenza, y que las mousmés que han conocido al blanco, de ningún modo reanudan relaciones con los japoneses.
¡Costas remotas, muchedumbres de maravilla, confusos contornos de esfinge, sólo el artista vagabundo adivina el arcano y aspira desde alta mar los perfumes de la invisible isla encantada!




                                                                              Laguna Porá, junio de 1907
Lo que me sucede es extraordinario. Lo contaré sin esperanza de que se me crea. Estoy en el caso de los inventores de genio que tuvieron la desdicha de ser los primeros en descubrir una verdad importante y fueron satirizados en consecuencia como embusteros o locos y perseguidos como perturbadores del orden social. Lo menos que puede acontecerme es caer en ridículo, con la desventaja de no deberlo al propio mérito, sino a la casualidad. Gracias a una casualidad extrema he sabido que hay otros hombres que nosotros. Pero la sencilla y auténtica narración de lo acaecido será más elocuente que cualquier co— mentario. He aquí los hechos:
Una tarde en que, a causa quizá del repentino viento, nos encontramos libres de mosquitos, me propuse pasear a pie por los alrededores. De vuelta a casa, ya cercana la noche y desmayada la brisa, venía costeando un bosque misterioso, cuyo cimiento innumerable y retorcido salía de la tierra en el desorden de una desesperación paralizada. Los troncos, semejantes a gruesas raíces desnudas, multiplicaban sus miembros impacientes de asir, de enlazar, de estrangular; la vida era allí un laberinto inmóvil y terrible; las lianas infinitas bajaban del vasto follaje a envolver y apretar y ahorcar con inextricables nudos los fustes gigantescos. Un vaho fúnebre subía del suelo empapado en savias acres, humedades detenidas y podredumbres devoradoras. Bajo la bóveda del ramaje sombrío se abrían concavidades glaciales de cueva donde el vago horror del crepúsculo adivina emboscada a la muerte, y tan sólo alguna flor del aire, suspendida en el vacío como un insecto maravilloso, sonreía al azar con la inocencia de sus cálices sonrosados.
Impresionado y atento, vi de pronto oscilar los juncos a tres pasos delante de mí. ¿Víbora? Más bien sapo, pájaro herido... La oscilación era irregular y desorientada. Avancé, me incliné. Era un hombre: se había detenido al sentirse acosado.
Un hombre de un palmo de altura. Llevaba una especie de manto. Era un viejo. Su calva, su barba gris, sus pies descalzos, la angustia de sus ojos enternecieron mi asombro. Aquello era un hombre. Era evidente que era un hombre, y esa evidencia me trastornaba.
Absurdo que me entendiera, y sin embargo le hablé. Oí que de su garganta se desprendían sonidos débiles e incomprensibles. Alargué los brazos y noté que temblaba imperceptiblemente. Me agaché y lo agarre. Creí un momento que se desvanecía, porque sus párpados diminutos pálidos se cerraron. Me lo metí con gran cuidado en el bolsillo y eché a andar absorto, casí estúpido. Traía a un viejo en el bolsillo. Evidente. No acertaba a pensar nada razonable.
De cuando en cuando palpaba el bulto delicadamente. Un pequeño sobresalto, y se quedaba quieto. El viejecito no había intentado ninguna resistencia. Me ocurrió la idea de que era inteligente, y la realidad palpable y trascendental de la aventura me oprimió el corazón. Después recordé ejemplos de enanos famosos y el sistema japonés para conseguir árboles en maceta, y pasaron luego por mi imaginación fábulas de gnomos y de silfos, y comprendí que no habia nada de eso, que aquel hombre era normal. ¿Normal? ¿Por qué no? Y mi espíritu por fin emergió del mar enloquecido en que se ahogaba. Recobré mi conciencia completa, mi presencia mental. ¿Por qué no? ¿Y si los anormales somos nosotros?
Llegamos a casa, me encerré en mi cuarto, encendí la lámpara y coloqué al viejo liliputiense sobre la mesa. Hizo un gesto de espanto y de aversión a la luz, y se desplomó agotado. El chasquido de sus huesecillos contra la madera me conmovió hondamente. Corrí por un pañuelo de seda que me suelo poner al cuello y que doblé, y sobre el cual acosté al desgraciado, ovillándole de la misma pieza una almohadita. Le acomodé al lado de una cuchara en equilibrio, llena de leche. Entonces levantó las manos en ademán solemne de agradecimiento, de plegaria o de bendición: el manto se entreabrió, y un cuerpo flaco y liso, de tonos de marfil, apareció un instante. Tal vez se hubiera reído alguien de tanta miseria microscópica. Yo no tomé al viejecito por una caricatura de la huiziailidad, sino por la humanidad misma, y su actitud me pareció tan grandiosa y patética como si la hubiera contemplado en la estatua de un Dios.
El hombre se tendió de largo a largo, Y Se quedó dormido. Le abrigué todavía y le examiné sin miedo a molestarle. El matiz de su piel era dorado, sus facciones finísimas, ligeramente asiáticas. Su pecho palpitaba suavemente, y yo, penetrado de ansiedad curiosa y de indefinible respeto, no me cansaba de mirar las órbitas donde se recortaba un doble círculo de preñadas tinieblas, y la frente, brillante y menudísima cúpula, bajo la cual habitaba la inmensidad del pensamiento.
Han transcurrido diez dias. Alberico y yo somos amigos. He hecho mal en llamarle así, pues no le mueven ambiciones por el estilo de las nuestras; no busca el oro ni forja espadas; mas no me animé a quitarle este nombre ameno. A Alberico le sienta bien la leche. Cuando me enteré de que era vegetariano, añadí al menú una almendra partida o un pedacito de naranja. Sus demás necesidades no son fastidiosas. Vive sobre mi mesa, y conversamos mucho. El medio principal de entendernos consiste en una hoja de papel blanco; Alberico empuña un trozo de mina de lápiz, y empieza la charla, interminable, secreta. Yo bajo sigilosamente la voz, él la alza un poco, y nadie sospecha nada.
Quise al principio aprender su lenguaje, pero no tardé en darme cuenta de que Alberico es incomparablemente más listo que yo. Él fué quien aprendió con velocidad vertiginosa las tres cuartas partes de nuestro vocabulario usual. Sin duda, lo debe al prodigio de su memoria fonética; no obstante, nuestro recurso decisivo está en las figuras. Alberico dibuja con precisión y rapidez que aturden, a pesar de esforzarse en agrandar los diagramas para facilitarme su lectura. Esta gimnasia no le fatiga demasiado. Él se lo hace todo. Pinta y explica, interroga; contesto y jamás olvida. Me brinda el camino para ir hasta él; en efecto, no le costaría comunicárseme con la sola ayuda del lápiz. La expresión de cuanto retrata admira. Vacilo en calificarlo de arte, porque los diseños, con su intensa expresión y todo, no son sintéticos, sino analíticos. Sugieren conceptos abstractos a la vez que escenas vivas. Las imágenes de Alberico son signos, metáforas, razonamientos. Filosofa bosquejando objetos y paisajes familiares. ¿Cómo entrar en psicologías sin reproducir la colección preciosa que guardo en mis cajones? Agregaré solamente que el idioma de Alberico es de una variedad suntuosa y musical, inspirada y continua; induzco que las formas estéticas, para nosotros excepcionales y desprovistas de contenido ideológico universal, sirven a Alberico y a los de su raza como vehículo de ideas puras y de sensaciones plásticas a un tiempo.
¿Qué me ha dicho Alberico? Tales cosas, que voy creyendo que el enano soy yo, y el gigante, él. Desde que mi alma está en contacto con la suya, el mundo se ha ensanchado y embellecido. Pero es largo de contar. Comenzaré en la carta próxima..



                                                                              Laguna Porá, julio de 1907
Cualquiera que entrara en mi cuarto (forzando las puertas) cuando conferencio con Alberico, se asombraría primero y se echaría a reír después, al verme sentado a la mesa ante un viejecito que si se empina sobre ella no alcanza a mi hombro. Alberico tiene exactamente, según he verificado, dieciséis centímetros de talla. Al iniciar nuestras conversaciones, siento lo cómico del espectáculo, pero bastan algunos momentos de comunicación espiritual para desvanecer todo efecto equivoco. Alberico empieza en seguida a crecer, y yo a comprender una vez más que las cosas son pura apariencia, y el universo inmensa máscara. La inteligencia soberana del hombre diminuto se apodera de mi, y bebo en aquella fuente imperceptible realidades nuevas, capaces de refrescar el marchito jardín del mundo.
En una carta anterior di mediana cuenta de cómo nos entendemos. Puedo asegurar que mi lenguaje viene a ser un caso particular del lenguaje enorme, musical y pictórico de Alberico. Pocas sesiones le bastarán a él para enterarse de nuestra pobre civilización, mientras que yo no conseguiré nunca apreciar la profunda y complicada vida de mi amigo y de sus congéneres. Reduciré a la forma vulgar los diálogos gráfico-fonéticos que hemos sostenido hasta la fecha, y los que sostengamos. Abrigo el dulce proyecto de guardar a Alberico a mi lado, y de oír y recoger su opinión Sobre las actualidades morales y políticas. Entretanto, he satisfecho parte de mi curíosidad acerca de los a-imdlis. Me atrevo a significar de este modo la raza a que Alberico pertenece. No es que él la haya llamado así; creo que los a-imdlis no tiranizan las palabras, imponiéndolas forma fija, y haciéndolas corresponder siempre a los mismos objetos; quizá no conciben objetos invariables. Para comodidad del lector usaré de esas tres melodiosas sílabas que semejantes a un leit motiv wagneriano, vuelven a los labios de Alberico cuando se ocupa de sus compañeros. Confieso, a mayor humillación mia y de ustedes, que mi huésped no se manifestó tan impaciente de conocer nuestras costumbres como yo de conocer las suyas.
Yo. — ¿...?
Alberico. — Los hombres son numerosos cual las hojas de una selva; los a-imdlis son menos numerosos que las hojas de un árbol. Viven de frutas y raices; se guarecen bajo tierra; van desnudos. A veces se abrigan con un manto sutil, que tornan al olvidado telar de algún insecto.
(Observo el manto de Alberico, y compruebo que pa- rece obra de arañas).
Yo. —- ¿No trabajáis? ¿No explotáis ninguna industria? ¿No construís nada? ¿No poseéis máquinas?
Alberico. — ¡Ahora no! En una época remotisima cuando los a-inzdlis eran unos salvajes, tenían máquinas e industrias. Llegaron a dominar el globo y a transportarse a los planetas más próximos. Los seres que encontraron allí eran en tal: extremo extraños, que no fué posible tender un puente hasta sus almas, y los a-ivndlis, penetrados de nostalgia y desesperación, tornaron a su patria. Fueron necesarios colosales lapsos para que descubríeran que las máquinas los disminuían, ínvistiéndolos de un poder falso; descubrieron al fin que sólo conquistaban lo que era inferior a ellos mismos, y que urgía restablecer las energías interiores, únicas esenciales.
Yo —— ¿Lo ejecutaron así?
Alberico. — No todos. Una pequeña porción persistió en el estado bárbaro, conservando sus máquinas.
(Alberico dibuja un circulo: la tierra. Sigue dibujando dentro del círculo. Reconozco el Este de Europa y de África, la mitad Sur de Asia, un trozo de Australia, islas, gol- fos. Sin embargo, ciertos istmos mudados en estrechos y viceversa, ciertas deformaciones en los contornos de las costas me llaman la atención. Alberico lo mira y sonríe con la intensa dulzura habitual).
Alberico. — La geografia no era lo que es hoy. Los mares reforman incesantemente sus orillas. Todo cambia. (Señala con la mina un lugar de la costa no lejano del Cambodge actual). Aquí se quedaron los rebeldes. Esta es vuestra cuna.
Yo. -¡Cómo!
Alberico. — De los rebeldes brotó la humanidad, tu humanidad. El abuso de las faenas innobles fué robusteciendo, hinchando y estirando su carne. Se hicieron gigantes de cuerpo, y enanos de conciencia. Se condenaron a no pasar de la cáscara del Cosmos. Cultivaron las ciencias exteriores, y perdieron la visión directa de la verdad. Se extendieron por la superficie de los continentes. En cuanto a los a-imdlis, se retiraron a las intimidades de la naturaleza, renunciaron al error, y su reino inmaterial se ensanchaba a medida que se ensanchaba el reino material de los hombres.
(Ante mi fantasía, la frente calva de Alberico se agrandaba hasta igualar la bóveda celeste. Intenté, por fórmula, defender las maravillas del progreso a la moda).
Yo. — Las ciencias exteriores son modernas. Estamos inventando aún...
Alberico. — ¡Modernas! Es que estáis desprovistos del sentido de la historia. Tan pronto os creéis descendientes de los dioses como de los animales. Ignoráis, hermanos abortados, que ésta es la octava vez que pedis a la física la felicidad. No hacéis por desdicha memoria de los siete fracasos precedentes; la física tiene un limite absoluto, puesto que es lógica y sensual; ciegos y obstinados, corréis a la muralla negra contra la cual os estrellaréis de nuevo, y os sobrevendrá el octavo periodo de anarquía inculta y de ferocidad. Estáis enfermos. La crueldad y la codicia son vuestros síntomas. ¿Quién, si no un enfermo, se odia a sí mismo y se despedaza con sus propias uñas? Raro es que los a-inzdlis espíen a los hombres; cuando la casualidad nos ha permitido contemplaros, hemos comparado nuestra paz serena con vuestras guerras emponzoñadas. Y lo triste es que conservéis todavía un vago instinto de la luz. A través de vuestros párpados sellados percibís confusamente la claridad del sol. La belleza os atrae con el misterio de lo inaccesible; vuestras religiones impotentes se desploman unas tras otras, y a vuestros dolores se añade el de sentiros extraviados sin remedio en la noche. No nos interesan, ni conocemos los detalles de vuestra existencia. Huimos de vosotros. Una armonia justa nos une, a nosotros videntes, con los demás organismos naturales. El tigre y el águila nos respetan. Aunque fuera de vuestro alcance por lo común, lo cierto es que sois las únicas bestias que tememos. '
Yo. -(Picado). ¡Ah! ¿Por eso temblaste cuando te agarré y te meti en mi bolsillo?
Alberico. — (Impasible) Me estremecí, no de miedo, sino de contrariedad; recelaba no disponer de espacio para prepararme a morir, mas inmediatamente juzgué que eras bueno y digno de mi confianza. Los a-imdlis no temen morir; esa idea les es familiar y venerada. Nuestra especie ha entrado ya en la sombra augusta de la muerte. Caduco estoy, y no he salido de la adolescencia. Nacen nuestros niños con arrugas; la vejez colectiva nos agota y el desenlace universal de cuanto alienta nos está cercano. La población diseminada de los a-imdlis se reduce dia a dia, y entre nuestras manos se hielan las cenizas del amor. Cargados de tiempo y de revelaciones, no tememos a la muerte, porque sabemos que la muerte no es contraria a la vida.
(Alberico rechaza los papeles borroneados, que ordeno cuidadosamente, y bosteza. Es la hora de su comida. De bruces sobre la cuchara de leche bebe despacio. Luego muerde un pedacito de maní. Yo considero en silencio la actitud de aquel pequeñísimo, harapiento y formidable Diógenes).



                                                                              Laguna Porá, julio de 1907
Pensaba yo en el caso de ese buen Nakens, condenado a nueve años de presidio por no haber querido ensuciarse con una delación cobarde. Me parecía natural que no se pueda aspirar a ser correcto ciudadano sin practicar el espionaje, y que en una época en que se paga tan bien la bajeza de alma se persiga sin piedad a las personas demasiado decentes. Lo cómico del negocio es que sí Nakens hubiera denunciado a Morral, éste hubiera quizá prolongado su interesante existencia algunos meses más, los del proceso. Por otra parte Morral sólo era culpable de tentativa de asesinato. Su modesta y única intención era la de matar al rey. No pensó un momento en las demás víctimas de la bomba. Estos apreciables miembros del séquito real perecieron por puro accidente, por equivocación. Su suerte se asemeja a la de los enterrados por el terremoto de la Martinica.
Deseaba conversar del asunto con Alberico, el grandioso y diminuto Alberico, que estaba cabalmente en éxtasis. Su postura, en efecto, era propia de la meditación al tradicional estilo indio. Según aconseja Patandjali, estaba “Sentado, con la columna vertebral y la cabeza recta, de modo que la respiración sea cómoda y las relaciones entre la médula espinal estén bien establecidas”. Con la diferencia de que Patandjali habría tomado probablemen- te el método de los a-imdlis, mientras que Alberico lo heredaba por vía legítima. Arranqué a mi amigo de sus contemplaciones, y me propuse ponerle en los antecedentes del affaire Nakens, a lo que se prestó con gusto. Su paciencia conmigo es incansable. Hay en ella algo de paternal. Después de todo, ¿no soy uno de los fallidos descendientes de su raza? Debo de ser para él un nieto atento y tratable, capaz de recibir, aun ue sin comprenderlas a fondo, las simbólicas doctrinas de una sabiduría trascendental.
Tardé tres horas en hacerle entender lo que son l eyes y jueces. Noté que lo que se oponía a ello era en primer lugar su inteligencia propia; el pobre Alberico luchaba con lo absurdo. Admitidos por fin 10s jueces como hecho, nuevas dificultades se presentaron.
Alberico. — Es manía curiosa esa que tenéis de confrontar las acciones individuales con una serie de antiguos documentos que llamas leyes, y es notable que haya quien se ocupe sistemáticamente en labor tan inútil y fastidiosa. Una ley escrita, y sobre todo escrita en el lenguaje falso y paupérrimo que hablas, ¿qué tiene de común con el mundo sintético, inmedible, misterioso, que se encierra en el menor acto humano? Perdónese tal paralelo en calidad de entretenimiento sandio, de juego de niños ociosos.
Yo. — Es que los jueces, interpretando la ley, pasan de la teoria a la acción. Absuelven o castigan.
Alberico. ¿Se atreven a obrar? Ya es disparatado de por sí que las leyes existan, pero que se cumplan es monstruoso. ¡Cómo! ¿El juez, en una cuestión que no le importa personalmente, y sin perder la ridícula tranquilidad de su conciencia, se arriesga a herir a un semejante, o lo que es peor, a un extraño? ¿Porque le dan copiado un papel viejo, se figura saber lo que pasa debajo de un cráneo? ¿Se cree Dios? No; no es tan osado Dios mismo. Si tienes algún juez a tu disposición, tráemelo; no me prives del placer de examinarlo. Dices que castigan, que les echan de comer para que castiguen. ¿De qué manera castigan?
Yo. — Quitan la libertad, a veces la vida.
Alberico. - Quitan la libertad, envenenando y agotando los espíritus. Quitan la vida: no vacilan en desencadenar sobre un alma incógnita el majestuoso espanto de la muerte; no vacilan en golpear a las más altas y negras puertas del destino. Y esos jueces que matan, ¿duermen? Y matan, no en virtud de una pasión, de una locura, de una realidad cualquiera, sino en virtud de la vaciedad misma, en virtud de un razonamiento. He visto de lejos vuestras guerras, os he visto degollaros, quemaros vivos; lo hacíais en el delirio de vuestro ser. Lo que me revelas ahora es mucho más terrible; es una guerra fría y vil que ningún animal conoce.
Yo. — (Contrariado). —— Sin embargo, hay que defenderse de los que atentan contra la sociedad.
Alberico. — Tal me la pintas, que me van complaciendo los que la amenazan. Mas suponiendo que vuestra sociedad sea respetable, perfecta, sublime, una de dos: o los delincuentes son sanos y normales, o no lo son. Si son normales vuestro deber es imitarlos. Si están enfermos, vuestro deber es curarlos. Todo menos agredírlos. No me asombra que, con tan estúpida higiene, la sociedad se encuentre cada día más debilitada. Así pues, ¿el juez se precipita sobre el criminal, y se lo lleva a casa prisionero, o lo asesina? ¿Elegiréis, sin duda, jueces jóvenes, de una musculatura imponente?
Yo. — ¡Qué barbaridad! No es el juez quien ejecuta la sentencia. Manda a otros hombres que la ejecuten.
Alberico. — ¡Ah! Estos hombres, por lo visto, ¿están de acuerdo con el juez en cuanto a lo justo de la sentencia?
Yo. — (Fastidíado). No. Son por lo general gente inculta, que ignora completamente de qué se trata. Obedecen, y punto concluido.
Alberico. — Te aseguro que mi juicio es sólido, y al oírte temo soñar. ¡Había hombres que mataban por un razonamiento, y hete que los hay que matan sin razonamiento siquiera! ¿Y de cierto que esos ejecutores, sin los cuales las leyes no se curnplirían jamás, serán muy respetados entre vosotros?
Yo. — Nada de eso. Son despreciados como carceleros, espías y verdugos. Alberico. — Y a los jueces ¿se les respeta?
Yo. — (En voz baja) . A ellos, sí.
Alberico. — ¿No habéis descubierto entonces que los carceleros, los espías y los verdugos son los jueces, que no es la mano la maldita, sino la voluntad? Basta. No escucharé más. Decididamente estáis graves de salud. ¿Para qué seguir adelante? El tronco está emponzoñado; dejemos los frutos.
Y aquí se acabó el caso Nakens. Alberico tornó a sus meditaciones, y yo traduje y resumí, para enviársela a ustedes, esta conversación en que se manifiesta lo poco que el gnomo filósofo entiende nuestras costumbres.



                                                                              Laguna Porá, julio de 1907

Hacía ya muchos días que Alberico, recostado en su lecho minúsculo, humedecía apenas sus áridos labios en la dosis de leche que a hora fija yo le presentaba, y salía con grave trabajo de un mutismo que me llenaba de incertidumbre. Alentaba levemente; enfermo, según lo denunciaban su demacración y palidez crecientes y la fijeza de sus dilatadas pupilas, ¿por qué él, que lo sabía todo, no me decía lo que era necesario hacer? A mis inquietas preguntas contestaba con un sereno ademán de indiferencia. Me convencí al cabo de que se había dado cita con la muerte, y de que no quería comprometer en nada la exactitud y la seriedad de la entrevista.
Este moribundo, que no era por su apariencia exigua menos digno de un fin grandioso, me tenía lástima. Ante las visiones del solemne crepúsculo, que empezaban a bañarle, debía yo parecerle muy pequeño. Al prepararse al último tránsito, no temía la sombra que le esperaba, sino los engañosos reflejos en que me dejaba a mí. Yo leia tal piedad en las pocas y profundas miradas que caían de sus cavadas órbitas. Sin fuerzas ya para levantar el lápiz, todavía consiguió legarme parte de su espíritu, que atado siempre a las raices de un pasado inmemorial, se abría a las inminentes y definitivas revelaciones. La voz tenue de Alberico y los gestos lentos de sus dedos, pálidos y flacos como aristas de mar- fil, bastaron a trasmitirme algunas fórmulas que he recogido con filial solicitud.
“No te preocupe el verme separado de mis amigos y de mis semejantes, y extraviado en una región ajena a mis costumbres. Voy a morir, lo que anuncia que voy a ser investido de nuevos privilegios, que voy a recibir nuevas armas para dominar el espacio y el tiempo, tan abrumadores aquí abajo. Una vez libre, volveré a los bellos instantes de la carrera concluida; visitaré a los nobles compañeros de viaje. Morir es el medio mejor de unirnos a los vivos.
“Sólo envejecen los viejos; la juventud es eterna. Los que han vivido verdaderamente no pueden ser aniquilados. Ni son las tinieblas las que apagan la luz, ni es la muerte capaz de detener a la vida. Tiemblen a la idea de la muerte los que vivieron muertos, pero no nosotros.
“La muerte es una de las puertas que dan a la realidad invisible. Los hombres que no tienen más que ojos de carne, los sabios que, según me has contado, añaden a los ojos de carne ojos de vidrio, se figuran que lo invisible no existe. Así, en un orden grosero, necesitaron siglos y siglos para descubrir que existía el aire que respiraban. La vida es un aire sutil, invisible y veloz, cuyos remolinos agitan un instante el polvo que duerme en los rincones. El inmortal torbellino pasa, torna a la pura atmósfera, torna a ser invisible, y el polvo se desploma inerte en su rincón. Los sabios no ven más que el polvo: palpan minuciosamente los cadáveres.
“Considero que tus obras son efímeras. Las acabas con impaciencia, y las despides de tu lado para que cumplan no sé qué misión exigente y fútil. No te expongas a que sucumban a su misma insignificancia, lejos de quien las engendro. No seas de esos padres malditos que sobreviven a su prole. La única obra importante es la propia vida. Encierra su armonía en el interior de tu ser. Concentra su aroma en el fondo del frasco; al morir perfumarás el mundo. No llegues vacío a la muerte. No permitas que se desgajen tus ramas. Guarda tus frutos hasta que la madurez extrema los haga inclinarse al suelo. Lícito es el amor con que intentamos copiar los misterios interiores sobre el papel y el lienzo, y moldearlos en mármol y en bronce; mas no creas que tu labor visible es la más trascendente, ni que está en tus manos mortales aumentar la riqueza espiritual. El pensamiento, al tomar forma, se resigna a la pesadez y a la inercia de la materia en que se cuaja; cuando perdura palpitante y oculto en nuestros sueños, son más poderosas sus alas invisibles.
“No te propongas convencer, sino conmover. Lo esencial no es saber, sino soñar. La verdad no se demuestra. Se sueña. Sólo se demuestra la mentira. Si naciste para ello, haz soñar a los hombres y no desees que sueñen lo que tú.
“Sé paciente con los malos, con los que no salieron de la infancia. Cuanto más estúpidos y crueles sean los hombres, tanto más necesitarán de tu compasión, y tanto más provechoso será compadecerlos.
“Piensa todos los días en la muerte, y tu obra resplandecerá de vida”.
Una noche, Alberico se extinguió dulcemente. Como, a mi regresó a la capital, he notado que la mayoría de mis lectores suponen ser este curioso personaje invención mia, sospecho que no hallarán crédito los fenómenos extraños que acaecieron durante la noche mencionada, y que constan a continuación: no se logró encender en la casa lámpara, candil, hogar, ni fuego, ni llama algunos; en contradicción con el estado del tiempo se esparció una niebla ligera por varios kilómetros a la redonda; esta niebla, a pesar de no haber luna, despedía una claridad espectral; se me figuró que flotaban en su seno seres descomunales y borrosos, y que la eléctrica tibieza del ambiente se estremecía de un modo apenas perceptible. Todo terminó a la aurora.
Los restos de Alberico reposan al pie del más añoso naranjo de Laguna Porá. Ellos, si es que alguien se atreve a profanarlos, atestiguarán lo auténtico de mis informaciones.



                                                                              Laguna Porá, julio de 1907

Pienso en la muerte.
Después de Moissan, Berthelot; después de Brunetière y de Carducci, Huysmans.
Cada uno de estos espíritus antorchas era el astro fugitivo de una tierra intelectual. Desaparecieron detrás del horizonte; para ellos no habrá segunda aurora.
Abrid un epítome de química moderna: pronto encontraréis los nombres de Moissan y Berthelot. Moissan, muy joven aún, persiguió el ágil gas intomable, siempre activo y oculto, el endiablado gas que ataca al vidrio, el flúor: lo aisló y lo capturó mediante un frío estremecimiento galvánico. Inquietado después por el enigma de la formación del diamante, y sospechando las ciegas presiones ,que luchan en las entrañas del globo, imaginó disolver carbón en hierro fundido y enfriar el hierro de repente; así construyó el ingenioso mago los primeros diamantes artificiales. Para conseguirlo tuvo que inventar el más tarde famoso horno eléctrico, donde se alcanzan temperaturas enormes, infernales; allí se ablandaron, doblegaron y derritieron los sólidos más refractarios, los que no habían vacilado nunca. Hasta la venida de Moissan al mundo, la llama de Prometeo había sido demasiado débil.
Si Moissan fue el duelista brillante de la química, Berthelot fué el cíclope. Su obra inmortal, cargada no de habilidades y sí de métodos largamente fecundos, no será jamás comprendida por un público incapaz de sondar la filosofía de una hipótesis, y que no admira sino la parte efectista de la ciencia, la parte acrobática y prestidigitadora. La Termoquímica y la Síntesis orgánica, edificios de inmensa arquitectura interior, extienden los resultados químicos, de un lado hacia el concluyente análisis de la física, y de otro hacía las misteriosas combinaciones de los laboratorios vivos. Y este constructor titánico, que desde la augusta soberanía de la razón era el alto representante del librepensamiento europeo, no logró emancipar su ternura de amante. Adoraba a su mujer, y no pudo sobrevivirla.
Y Brunetière, roca ortodoxa frente a la invasora marea de la cultura positiva, también cayó. Con escrupulosidad de monje se impuso el rigor actual de los procedimientos de investigación, conservando en las conclusiones y en las tendencias la apasionada parcialidad de su fe. Su erudición portentosa era cruel; tenía algo de ascético. Se obligaba a recurrir a las fuentes cada vez que necesitaba un dato; era de los que remueven bibliotecas y archivos para grabar una línea, una palabra definitiva y proba. Y en medio de semejante disciplina supo mantener inextinguible el fuego polémico que calentaba los argumentos al rojo y que iluminaba de arabescos candentes las mil sinuosidades de su frase tenaz, sitiadora, bañada en el hechicero acento de su voz. Se gloriaba de no ser católico por sentimiento, sino por lógica. ¿Quién, mejor que este altivo padre laico de la Iglesia, mereció morir consolado y exaltado por los últimos auxilios de su Dios? Y sin embargo, desorientado por una falsa oleada de salud, haciendo planes de futuros libros, sucumbió casi de pronto; pasó sin confesarse a la eternidad, estafado por una mueca del destino.
Y Carducci, el clarín de Italia, enmudeció también. El cantor de las Odas bárbaras, renovador despótico de la lengua, imprimió el ritmo de su poesía a la carne de su país. Fué un Mazzini traducido en cantos. Sus enemigos personales fueron el Papa y lo feo. Hizo épica la politica. En su orgullo de agitador obstinado rechazó una suscripción nacional para editar sus obras completas. “Ni de mi patria acepto limosnas”. Y su furor heroico acabó por simbolizar el crisol hirviente de donde ha surgido la hermosa Italia de nuestros días. Carducci fué el maestro. Todos, empezando por D’Annunzio, se proclaman sus hijos. Desaparece en plena gloria, como Víctor Hugo.
Y la pluma de Huysmans, la pluma que cincelaba una novela lo mismo que se cincela un verso, que rascó los bajos fondos de la aristocracia parisiense y disecó las trágicas manías, el delirio de los refinamientos cerebrales , y que para aliviarse de tanta miseria de lujo se volvió hacia la soledad y hacia el cristianismo, narrando vidas de santos humildes y evocando los haces de iris que la luz deja fluir de las suaves vidrieras al silencioso refugio de las catedrales, también se detuvo.
Pienso en la muerte, en la muerte desigual y torpe.
¿Por qué persistir en postrarnos ante lo desconocido? La fuerza de la costumbre: nuestro espinazo, después de tantos siglos de flexión idólatra, se dobla a nuestro propio peso enfrente del no sé glacial y sin forma arrojado por la ciencia como un residuo indigerible.
Ese no sé ha de ser sabio, justo, bueno.
¿Y por qué hemos de abrir crédito a lo desconocido, mayor crédito que a las feroces evidencias inmediatas de la realidad?
He aquí de nuevo el miserable optimismo con que llamábamos Dios justo, sabio, bueno, al torturador infatigable del género humano, al inventor de la maldición sin término más allá de la tumba. Si un Dios así es bueno y sabio, ¿cómo no ha de serlo, y más todavía, lo desconocido, el gran ser agazapado en las tinieblas?
No: esas tinieblas están vacías. Nosotros las llenaremos. El hombre está solo. ¡Solo! Somos la medida de las cosas. Fuera de nosotros no hay otra inteligencia, otra voluntad. No hay más que el caos, el caos que tenemos que dominar, organizar y humanizar hasta el fin, si antes no nos aplasta él, por accidente, bajo su mole distraída.
Hemos traído el orden y el designio. Lo haremos crecer, apoderarse de todo. Avanzamos, únicos, en mitad del desierto. Hacemos retroceder el azar.
La muerte de un Berthelot no es una fatalidad respetable, sino un azar. Estamos aquí para vencer el azar. Y si esto es mentira, la verdad es una triste infamia.



UNA CARTA INÉDITA DE R. BARRETT

De la obra de Barrett no es necesario que hablemos. Algunas, partes de su vida son también conocidas. Sin embargo, todo lo que se ha dicho y se ha publicado no basta para saciar nuestro deseo de poseer su vida completamente. Quedaron todas las lagunas que sería necesario llenar para comprender profundamente al hombre. Éste, que poseía un hermoso talento, una vasta cultura, una cuidada educación universitaria, se hizo anarquista con los obreros más humildes y modestos. Como el más sencillo neófito, les escuchaba, les pedía libros, recibía de ellos periódicos y folletos. Y ello, mientras su nombre era ya famoso en el Paraguay, por sus artículos, que se disputaban en la prensa, y las juventudes acudían a él como a un maestro.
"De ahí, de los compañeros que no sabían apenas escribir para el público, pero que manejaban ideas tan grandes, tan hermosas, sacó Barrett ese respirar de grandeza y profundidad, el claro cristal de agua de su obra, que hizo después y que ha quedado en sus libros. “Ahora sí —— decía——, ya sé lo que tengo que hacer. Aún puedo sacar un gran partido de mi vida enferma" Los amó y los quiso mucho. Fueron sus compañeros.
Y a un compañero de éstos dió las únicas explicaciones que están contenidas en esta carta, y cuya copia nos ha facilitado éste, sobre su entrada en una iglesia, que le reprocharon los diarios y, principalmente una revista anticlerical titulada El Alba. Rechazó responder a toda persona que creyera tener más derecho por su significación social burguesa, y dió todas las explicaciones a un compañero. En ellas campea una de las facetas del espíritu de Barrett, de su alta libertad interior, sin dejar de marchar por la línea seguida siempre. T. Antilli. — De La Obra, noviembre 5 de 1917.
He aqui la carta:
Estimado compañero: Hoy, al mismo tiempo que a usted, escribo a Bertani, recomendándole su pedido. Creo habrá salido ya a luz la primera edición de Moralidades actuales, pues así se titula el libro.
Con respecto a las publicaciones de que usted me habla en su carta, no he querido defenderme ni dar explicaciones a nadie, pues estando seguro de la bondad de mis actos en cuanto a las ideas que profeso, no me molestan los desahogos de gentes interesadas en hostilizarme. A usted se lo explicaré, por ser un modesto compañerito de acciones más nobles que las de algunos de mucho título. Sucedió así:
Un día, paseando con mi compañera, pasamos frente a la capilla de San Bernardino, y como tenía deseos de oír algunos aires de Beethoven, penetramos al templo, y me senté a tocar el armonium. ¿Qué de extraño tenía que yo entrara a la iglesia a gozar de la música? Zola visitó al Papa. También he tocado el piano en los prostíbulos, mientras mis compañeros, menos castos que yo, se entretenian allá adentro con las pupilas. Pero los de El Diario, que no pueden tolerar que un hambriento como yo, ¿verdadP, les rechazara sus pesos negándome a colaborar en un órgano convertido en oficial de l a situación imperante, aprovecharon esa oportunidad para vengarse.
En cuanto a los de El Alba, a los cuales considero clericales al revés, no quise obedecer a su citación. ¿Quiénes son ellos para llamarme a declarar?
Como usted bien dice, el buen concepto de la libertad será la base en que descansará la armonia de la sociedad del porvenir.
En cuanto a mi salud, el buen deseo de Vera le hace verme mejor, pero la realidad no es así. Contra la integridad de mis pulmones, el mal progresa en su obra destructora.
Estoy preparando un folleto sobre la Argentina, y como he tenido noticias de un atentado en el Colón, necesito los números de La Prensa y La Nación de esos dias, donde se ha publicado la Ley social recientemente sancionada y datos y consideraciones sobre aquel suceso. Le agradeceré me envíe los ejemplares inmediatamente.
Afectos para los compañeros. —- RAFAEL BARRETT
San Bernardino, junio 20 de 1910

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