LA VERDAD

Tomo la pluma con una tristeza irritada. En la cuestión política que se discute, y cuya solución me es indiferente, veo
a los hombres con la mirada fija en Buenos Aires, y observo asombrado el efecto que a las gentes produce la opinión de cualquier diario argentino. He aquí algo que no me puede ser indiferente: la depresión moral del país en que gano mi pan, amo y pienso.
La Argentina (suponiendo que los periódicos porteños la representen) tiene derecho a decir lo que le parezca sobre el Paraguay. El Paraguay tiene el deber de oír con la fría dignidad del que está en su casa lo que en la ajena se publica. Está bien que escuche, pero sin bajar la cabeza.
¿De dónde ha venido ese acatamiento al juicio de una prensa extraña? La Argentina será un pueblo admirable. Es posible. No hay degradación en admirar. Los fuertes admiran, aunque de pie. Sólo los débiles aceptan dócilmente la lección y la palmeta del dómine.
Eso es lo grave. No son los argumentos los que se utilizan, sino la autoridad del maestro. ¡Y qué maestro! Cómo admitir que un diario (y sobre todo un diario por el estilo de los bonaerenses, verdaderos prospectos comerciales) siente autoridad en derecho y en sociología? Aquí los talentos paraguayos callan, y se atiende con veneración a lo que emborrona un repórter extranjero sobre un asunto que forzosamente ignora.
Se habla de las repúblicas hermanas. ¿Habrá quién fíe de frases hechas para banquetes diplomáticos? La nación está obligada a la desconfianza. Hoy como siempre la ley del mundo es la fuerza. Los intereses unen, pero los intereses pasan, y queda la irreductible ferocidad de la lucha por la vida. ¡Infeliz del que se abandone a los disolventes sentimientos de la fraternidad! Conozco una fraternidad indiscutible, la de Caín y Abel. Esa fraternidad auténtica nos dejó un recuerdo lamentable. Cuando en el seno mismo de la patria los ciudadanos se calumnian y se baten, no es justo contar con el amor del vecino.
Mientras en el Paraguay no hubo otras desventajas que la pobreza y el infortunio he conservado la fe. La necesidad levanta el espíritu. Las energías desesperadas, las que sentimos que son las últimas, son las más fecundas. Una leyenda sangrienta y gloriosa es el pasado que empuja hacia adelante. Nada detiene a una raza animada de ideas que no se doblan, y sostenida por el austero afán de guardarse idéntica a sí misma. Nada, ni el acero de las armas, ni el oro de las opulencias, salva a una raza que pierde el carácter. Y si en nuestra sociedad se mantuviera vivo y poderoso el carácter nacional, bien sabe Dios que no pasaría lo que está pasando.
Yo quiero que esta tierra donde han de nacer mis hijos sea un día grande y dichosa. Yo quiero para ella, mejor que ejércitos y exportación, lo que deseo para mí, lo que palpita en todo ser superior a su destino: el orgullo. Yo sé que el santo orgullo traerá la salud y la riqueza. Yo sé que no son los vencidos aquellos que sucumben bajo los escombros de su vivienda arrasada, sino los que, sombrero en mano, abren la puerta de par en par al transeúnte.



TRISTEZAS DE LA LUCHA

El superior tribunal me ha condenado a veinte días de arresto. Se conoce -—¡ ay!— que tengo demasiados amigos.
¿Es amistad, es lástima porque estoy enfermo, es consideración al periodista, es tácita censura a un fallo antipático? No lo sé. Lo que sé es que si yo fuera desconocido y miserable no estaría en mi casa; estaría en la cárcel.
Llueve. Hace frío. Delante de mi puerta han colocado un vigilante que me deja entrar y salir. Una simple fórmula. . . pero una fórmula de carne y hueso que siente la lluvia y tiembla de frío. ¡ Infeliz guerrero!
De pie en mitad de la calle, de plantón seis, ocho horas, él sufre mientras yo descanso al abrigo de la intemperie. A él le han separado de su familia, mientras yo estoy con los míos. El castigado es él y no yo. ¿Por qué? Porque tiene el cerebro tardo, las manos callosas y los bolsillos limpios. Porque es pobre.
¿Y yo qué soy? El caballero andante de los pobres. . . ¡Ah! El apóstol bien abrigado, bien alimentado, en su cómoda vivienda; el rebelde que se permite el lujo de cantar las verdades a los jueces y que no consigue correr riesgo alguno; el feliz revolucionario que tiene amigos en la policía y mira desde la ventana al lamentable ejecutor del código, al esclavo con casco y machete y polainas. ..
¡ Cosa más grotescamente triste!
Somos todos mentiras vivientes. De un lado, en el poder, con nuevas ideas, con prejuicios menos estrechos y sentimientos más generosos, dos o tres jóvenes obligados a aceptar las viejas formas sociales y a pasar por traidores a su conciencia; forzados a cometer la doble injusticia del rigor con los unos y del favor con los otros. Y enfrente, en la llanura, agitadores de universidad aristocratizados aunque no queramos por nuestra propaganda, nosotros los libertarios de pulcro estilo, cuello reluciente y corbata bien hecha...
¿Será peor ser a medias lo que se sueña ser que no ser nada? ¿Tendremos algún día el valor de ir hasta el fin y de maldecir estos dedos pálidos, y la educación que nos dieron, y cuanto hay de civilizado y cobarde en nuestras almas? ¿Tendremos el valor de ir a la miseria con los brazos abiertos, y de gritar, como Job, no desde nuestros libros a tanto el tomo, sino desde el estiércol humano fecundador del mundo? Quizá sea tarde; quizá no veamos nunca en los ojos de los que defendemos el relámpago de la divina y fraternal confianza. . .
Y sin embargo, humillados y a ciegas, nos es preciso seguir luchando, y hacernos la ilusión de que nuestra vida no es completamente inútil.


DE POLÍTICA

Una ilusión común es la de las formas de gobierno. Se cree disminuir la tiranía suprimiendo al tirano, y establecer la libertad por un decreto. Se supone que la figura de la vasija cambia la naturaleza del líquido, y que una constitución y un parlamento sirven para algo. Se asombra la gente de que sea exactamente tan imposible ejercer los derechos cívicos ahora, que se reconocen y recomiendan por la ley, como en la época de un despotismo concentrado en un hombre y consagrado por el pueblo. Es que el sentimiento de la dignidad personal no es obra de políticos. No es en los convenios de los conspiradores con suerte donde nace la justicía, sino en los hogares. No es en las costumbres públicas donde empieza el progreso, sino en las privadas. Cuando los corazones siguen intactos, las reformas escritas se reducen a un detalle grotesco.
Hemos descubierto la conservación de la materia y la conservación de la energía, en las regiones de lo físico; añadamos, en el terreno social, la conservación del coeficiente bárbaro. Agitad con el viento vano de las revoluciones queridas la superficie del mar de la patria; no se alterará en un milímetro el nivel medio de los instintos y de las pasiones. Los seres viven y se transforman de adentro afuera. No hay decoración, por hábil y brillante que se pinte, capaz de producir un futuro duradero. Los gobiernos, y las costumbres administrativas, no son una causa, sino un resultado. Parecen reinar, porque están situados en la cumbre. Pero ni los pararrayos inventan la electricidad, aunque en ellos se desplome el rayo, ni los palacios burocráticos engendran un átomo de potencia colectiva. Equivocación suprema la de los que van a la política para salvar a su país.
Existe una política fecunda: no hacer política; una manera eficaz de conseguir el poder: huir del poder y trabajar en casa. Un grupo de personas que no han traído a la ciencia una verdad nueva ni al arte ni a la moral una modalidad nueva de nuestras emociones, es impotente; de la nada nada se saca. Gobernar es distribuir y redistribuir lo viejo por los viejos canales. Única labor útil: componerlos, construir otros, enriquecer y purificar el líquido circulante. ¿Es posible eso desde arriba? Nunca. El tabique del oficinismo y de la adulación oficial es imperforable: la savia viene de abajo, de las raíces. No nos ocupemos de política, sembremos nuestro campo y no llamemos a las puertas doradas. La vida nacional nacerá en nuestro cerebro y en nuestras manos, y no en las mesas polvorientas y los expedientes apelillados de los escritorios a presupuesto. Nos olvidaremos de la política; continuará tal vez visible, como una cascara flotante, mas sólo alcanzará la influencia de una asociación parcial y parsimoniosa: la política será un club extenso, una masonería semi-inofensiva, lo que es en los Estados Unidos, en Inglaterra, en Bélgica, en Suiza, en los países habitables. Al aislarla, al volverla la espalda, la politica se marchitará para siempre y recobraremos el timón de nuestros destinos. Somos dueños de desviar las corrientes vitales, de conseguir que rieguen y fructifiquen nuestra huerta, y no el vacío desierto de las ambiciones borgianas. Hagámoslo.
¿Democracia? Un fraccionamiento de la crueldad y de la intriga; eso es todo. He mirado estos días a nuestros jóvenes electores, revólver al cinto y pañuelo al cuello, contar las descargas que les hacían entre los árboles. Política. La buena fe de los que comienzan a pensar y a luchar es evidente; sin embargo, su error es un error fundamental. ¿Quieren corregir la política? Desprecíenla. Estudien en silencio, edifiquen su espíritu y su nido; forjen en su rincón el pedazo de armadura que les toque, y la nación, reunidas sus vértebras, será fuerte. Un buen médico, un buen ingeniero, un buen músico, he aquí algo mucho más importante que un buen presidente de la República.


EL VIRUS POLÍTICO

Evitaré, como de costumbre, toda personalización. Haré lo mismo que si ignorara lo que se ha dicho muy alto con frecuencia. Pero no llevaré mi optimismo hasta creer la intoxicación política menos virulenta aquí que en otros países. Atribuyamos, pues, piadosamente al mal un término medio razonable, el usado por las naciones europeas latinas, tan alejado de la cancerosidad rusa como de la clásica limpieza de los suizos y de los escandinavos.
—¡ Quién fuera diputado! —me decía un estudiante asunceño cuando la aprobación en las cámaras del reciente arreglo con el Ferrocarril Central.
—¿Por qué?
—¡Figúrese usted! El que menos habrá recibido treinta mil pesos.
Al principio sonreí; después me apenó el ver en un adolescente tal fe en la venalidad de los representantes de su patria. Y al igual que él, opina la enorme mayoría de jóvenes y de viejos: en las conversaciones íntimas resalta
la persuasión general de que el poder ha sido siempre ocupado por una cáfila de ladrones.
No juzgo así, pero me explico tan terrible fama. Los efectos de la corrupción política paraguaya son incomparablemente más desastrosos de lo que por ajenas semejanzas se podría calcular. Tomando la medida de Norte América, donde la ignominia de los manejos electorales, parlamentarios y judiciales nada tiene que envidiar a la nuestra, cabría esperar para el Paraguay una prosperidad en sensata proporción con la de los Estados Unidos. Por mucho que rebajáramos, atendiendo a las circunstancias de base geográfica y de plasma social, siempre tendríamos derecho a obtener un residuo favorable a nuestro progreso, ya que allí una exagerada inmoralidad en la administración no parece estorbar el pujante desarrollo colectivo. Y, sin embargo, las más inocentes porquerías públicas nos desmoralizan sin remedio y sin límite, como si todos fuéramos cómplices de ellas.
Courier, el famoso polemista, nos dará la clave de la cuestión. "Yo, decía, no escribo nunca libros, sino panfletos y panfletos cortos. En mi pluma hay cierta dosis de veneno. Esta dosis no se nota vertida en un baño, pero servida en una copa, enferma, y en una cuchara, mata".
Se suele en los laboratorios evaluar la toxicidad de una sustancia por la cantidad que inyectada en cada kilogramo de peso de animal provoca la muerte. El virus político, según declararía don Hermógenes, es relativo también.
Habíamos olvidado lo principal, el quantum, al comparar el Paraguay con los Estados Unidos. Es preciso una operación previa para decidir; hay que averiguar en ambas naciones la relación en que están los que viven de la política y los que no; la relación de lo ponzoñoso a lo sano.
Sin meternos en estadísticas aparecerá claro que allá casi toda la población, indiferente a la política, se consagra a empresas de iniciativa libre, en tanto que acá, por desgracia, casi todo el mundo se dedica a politiquear.
¿Qué importa para aquel continente que una compañía de piratas se agite y triunfe, si están en minoría insignificante? La misma compañía, en un campo de acción más reducido, sería mortal; equivaldría a la cucharada de Courier.
En el Paraguay no existe clase media. No constituyen clase algunos comerciantes modestos, extranjeros la mayor parte, algunos médicos y algunos constructores. Para descubrir a los industriales hace falta la lente. Ascendiendo por el lado financista se encuentran en seguida los especuladores, estrechamente emparentados con los políticos. Bajando por la escala de empleos mediocres y mostradores míseros, llegamos pronto a la multitud arreada por los jefes de la policía subalterna.
No hay el núcleo central, poderoso defensor de los hábitos independientes. Arriba, consagrados a veces por dos o tres años de universidad (hemos tenido personajes que han acabado su carrera de abogados después de ser ministros), los que mangonean a su gusto; una burocracia purulenta en que hasta los escribientes intrigan; una fuerza armada suficiente para extender hasta las bajas autoridades de campaña las mil ventosas del pulpo; y abajo, inmediatamente subpuestas, las masas ociosas y resignadas, incapacitadas para trabajar por el látigo que las recuerda a cada instante sus funciones cívicas. Los tejidos indemnes, en semejante organismo, son muy poca cosa.
El único tratamiento, ante quiste tan colosal, inextirpable e irreductible, es producir la proliferación de células normales. Es necesario aislar el tumor, impedir que concluya devorándonos, detenerle mediante una barrera infranqueable, un cordón sanitario más y más robusto compuesto de elementos no políticos. En resumen, es forzoso desinfectar la generación presente, y educar la generación venidera en el alejamiento de la política y en el desprecio del poder.



LAS AUTORIDADES

Fácil es volcar un gobierno; difícil transformar las costumbres gubernativas. Fácil es cortar cabezas; difícil pedir que retoñen. La vida de un pueblo tiene mucho de vegetal. Es inútil a veces podarla y hasta mutilarla; el mal sube con la savia dentro del tronco. El mal está en las raíces, bajo tierra. Allí es donde se debe herir para curar.
Las raíces de la nación están, como las del árbol, bajo tierra. Son los muertos. Los muertos están vivos. Las generaciones pasadas alimentan a las generaciones presentes. Nuestras calamidades son la ramificación de las calamidades antiguas, que no pudieron ser detenidas o desviadas o acabadas en su origen. Nuestro pasado es el terror, y en el terror seguimos viviendo.
El terror gobierna, como ha gobernado antes. Aparece como una fatalidad. Los de abajo la esperan. Los de arriba se encuentran prácticamente privados de todo instrumento de dirección y de orden, excepto el látigo. Por la ley fatal de la menor resistencia, empuñan el látigo, y a los viejos y genuinos motivos de embrutecimiento y decadencia moral se añade el actual abuso, cada vez más abrumador, que constituye, sobre todo en la campaña, el único sistema administrativo.
Los incalificables tratamientos de que ha sido víctima en la capital un subdito inglés, llamado Jacks, se prestan a tristes reflexiones. Ponen de manifiesto estos hechos el inconsciente menosprecio que en ciertas esferas existe para todo lo que está indefenso. Hay tal naturalidad en el ejercicio de los despotismos de campanario, que el crítico queda confuso y aturdido. La crueldad no se revela con los caracteres de lo anormal y de lo excesivo, sino bajo los rasgos apacibles del hábito. Se apalea sosegadamente, por la fuerza de la costumbre. Tal vez, ante la protesta indignada de los que siquiera tienen nervios debajo de la carne, sea el primer movimiento de los verdugos un movimiento de asombro.
Las autoridades no son verdaderamente lo que deberían ser. De ellas suele partir el desorden y el peligro. A veces es necesario un motín para restablecer el orden. Mas al hablar de autoridades no nos referimos, por desgracia, a las cabezas. Se trata de esa cadena de jefes menores, medianos, mediocres, chicos e ínfimos, cadena en que cada eslabón estira y es estirado, en que cada cual es subalterno y superior, es atormentado y atormenta. Y a medida que se desciende por la escala sombría, se ve multiplicada la crueldad. Recuérdese el caso del sargento cuyo martirio fue denunciado por el mismo órgano que ha sabido revelar todos los detalles del caso Jacks. Son los que sufren los que con mayor delicia hacen sufrir. Son los castigados los que con mayor saña castigan. Son los esclavos los que se vuelven más temibles negreros. Los bajos esbirros que ejecutan indignidades con infelices presos son los que, desde que nacieron quizá, han devorado la abyección injusta de la servidumbre y han respirado el dolor con el aire y no han podido separar de la luz del día un sentimiento de humillación ignominiosa. Devuelven, en un espasmo desesperado, los palos que han recibido, los salivazos que han limpiado, mudos, en su rostro inerte.
¡Ojalá fuera el culpable un hombre, uno solo, por poderoso y alto que fuera! Eso se suprime. Por desdicha, la enfermedad es colectiva. Las masas sociales se han impregnado de la sombra hereditaria proyectada sobre el país por una espantosa sucesión de tiranías y de catástrofes. Las almas se han teñido de la melancolía fatídica de la resignación. No son revoluciones ni golpes de Estado los que han de salvarnos, sino una evolución lenta, a cuya obra no han de bastar toda nuestra paciencia, todo nuestro valor y toda nuestra ternura.


PEQUEÑECES TERRIBLES

El otro día tuve ocasión de dar una vuelta por el lado de Lambaré. Era muy temprano; la mañana purísima abrillantaba todas las bellezas del paisaje plácido, menudo, lleno de ondulaciones y de caprichos, jardín natural, bosque donde quizá se disimulaba la mano ingeniosa de un horticultor contento.
¡Y el paisaje mentía!
En el ancho camino rojo me cruzaba con caravanas de mujeres, unas sobre asnos, y otras a pie; llevaban legumbres, frutas y leche al mercado de la capital.
Sus caras serias, casi tristes, eran la nota grave en aquel cuadro sonriente de la naturaleza. Las plantas, los insectos, el aire y la luz mismos estaban alegres, pero la humanidad, no. El universo, radiante de juventud, parecía recién hecho. Solamente lo humano estaba ya marchito.
Me detuve a descansar en casa de la señora de A... La confié mis impresiones del camino.
—Esas mujeres que usted ha observado tienen miedo — me respondió—. Sobre todo las vendedoras de leche.
—¿Por qué?
—Yo suelo enviar leche de mis vacas a mis parientes de La Asunción. Pues bien, mi sirvienta, a estas horas, estará temblando; la pobre me ha confesado que no puede ni hablar, y que se orina de susto.
—Pero ¿por qué?
—Por lo del análisis.
—¿Qué análisis?
—¿Cómo? ¿No sabe usted que a la entrada de la ciudad un químico (y me lo nombró) aparece de vez en cuando con dos vigilantes, detiene a las campesinas, mete un tubo en la leche, la derrama toda en tierra si lo cree oportuno, y multa a las infelices?
—¿Y eso pasa con frecuencia?
—Se me figura que es cuando se necesita dinero. La mitad de la multa es para el químico.
—Pero, señora, supongo que aquí, como en otras partes, algunos tramposos le echarán agua a la leche. El tubito en cuestión sirve para delatarlo.
—No haga usted caso —replicó la señora de A.. . riendo—. Yo no echo agua en la leche que mando a mis parientes, y sin embargo me la han tirado también a mí, y me han multado. A una prima que estaba delicada de salud, le envié expresamente lo que llamamos apoyo, es decir, lo último que se ordeña, lo más rico y mantecoso. Pues bien, hubo derramamiento y multa. A eso van y no a analizar. La mañana en que despojan a una mujer, las despojan por lo común a todas. A veces se guardan la leche en la comisaría. ¿Quiere la contraprueba? Por gusto y diversión varias vendedoras han llevado pequeñas cantidades de leche con la mitad de agua. Metieron el tubo y no objetaron nada aquel día. Yo misma he hecho la prueba.
—¡ Qué barbaridad!
—Como esas desgraciadas no suelen ir al mercado con otra fortuna que su carga de leche, tienen que satisfacer por lo general la multa mediante las humildes alhajas con que se adornan, y que no recobran jamás. Por supuesto que nunca les dan recibo.
—¿Y si fueran hombres, y no mujeres?
—No. Los hombres no se arriesgan a acercarse a la capital, porque tienen más miedo que las mujeres.
—¿Miedo a qué?
—A que los detengan en la calle sin ningún pretexto, o con el pretexto de que están descalzos, los arrastren a la policía y los multen. Mis peones no se arriesgan a visitar la Asunción por mucho interés que tengan en ello. Y así en todo Lambaré.
—Ésta es la patria, si es patria todavía la región donde ocurren estas cosas.


LA INSTRUCCIÓN Y LA POLÍTICA

Dejemos a los juristas hablar del Estado como de una abstracción. Los que buscamos la verdad en la vida y no en el papel, los que hemos aprendido a nuestra costa que no existen otros derechos sino los arrancados con uñas y dientes a la fiera humana, sabemos que el Estado es de carne y hueso, y que las más pomposas doctrinas republicanas se elaboran en el vientre vanidoso de un ministro. Hay quien agradece a los dioses que se ocupe el Estado de instruir a los niños. Es sin embargo una gran desgracia; la política, es un arte mundano, una galantería entre machos, y nada se opone a las condiciones de competencia y sobre todo de moralidad necesarias a un director de enseñanza pública, como las aptitudes de rapacidad y de intriga indispensables a un gobernante sólido. Forzoso es convenir en que el poder descalifica para cualquier labor técnica y productora.
Viejas reflexiones resucitadas a propósito de un miembro del gabinete, descabezador de profesores antipáticos. A unos los traslada, a otros los destituye. ¿Por qué? Porque no son amigos y admiradores particulares suyos. El criterio no es muy nuevo, y eso es lo que irrita, pensar que si vamos al fondo de las cosas, los siglos pasan sin traernos diferencia esencial. Conservad las proporciones al retroceder en el tiempo, y descubriréis dentro del cráneo del secretario de 1908 el mismo espíritu que animaba al doctor Francia, gobernante sólido si los hubo, patriota que no teniendo a mano otro cemento, afirmó la tosca armadura de su país con sangre coagulada. A Francia le fastidiaban igualmente los que no eran amigos especiales suyos, y los destituía de la existencia, o los trasladaba a un sitio seguro de donde no volviesen.
¡ Ser amigo del poder! No hay más que una amistad posible con los poderosos: la esclavitud. Los tiranos antiguos la sellaban con sangre; los modernos acaparadores, de casi todas las naciones civilizadas, la sellan con oro: algunos, tontamente románticos, amordazan el pensamiento. Violentan las ideas, mil veces más preciosas que el oro y que la sangre. Apenas tenemos ideas en el atormentado Paraguay, pero quizá las copen al nacer. Hay centinelas a la puerta de las cátedras. Para poder enseñar a nuestros hijos es forzoso ser amigos del jefe; ¿y qué les enseñaremos, si no que también se hagan amigos del jefe? ¡Qué delicioso resultado para un pueblo! Arriba uno y abajo todos. Terrible es que en las venas de este pobrerío silencioso se estremezca la nostalgia de un pasado fatal; terrible que todavía nos inquiete la amenaza al maestro, y el proyecto de profanar el alma de los niños con el espectáculo de la política.



EL TORMENTO

En mi corto viaje por el interior de la República he observado cuan familiares son a las gentes los apaleamientos policíacos. La conversación común alude a la paliza que se dio ayer, o a la que se dará mañana. De vuelta al pueblo tranquilo donde paso el verano, se me cuenta que siete campesinos han recibido en los salones de la jefatura veinte cintarazos cada uno. Para descansar de este masaje violento hicieron uso del cepo hasta la noche.
El Paraguay no debe enorgullecerse de ser el único país cuyas autoridades practican el tormento. La campaña argentina es notable desde este punto de vista. Europa no se queda atrás. Los polizontes franceses rompen la cara a puñetazos al que no discute moderadamente; consúltete la detención de Racadot en Les Déracinés de Mauricio Barres. La guardia civil española posee aparatos de tortura perfeccionados. Montjuich será, mientras dure, el sombrío monumento de la inquisición del siglo XIX. El ejército presenta, sin embargo, los más impecables ejemplos de brutalidad incastigable. Alemania, patria de metafísicos, se degrada en el fondo de los cuarteles, martirizando a los esclavos del fusil. Pocas serán las naciones en que los ejercicios de instrucción militar al aire libre no resulten fiestas populares improvisadas donde las bofetadas y los puntapiés que los oficialillos aplican bizarramente al recluta diviertan al público. La disciplina ante todo. Gobernar es hacer sufrir.
Si gobernar se redujera a cumplir las leyes, ¿qué distinguiría a unos partidos de otros? El que se encarama al poder no está dispuesto a sacrificar su persona en el régimen abstracto de la justicia; no está dispuesto a renunciar las iniciativas que sirvieron a su ambición. Sus amores y sus odios se robustecerán en la medida de la nueva fuerza disponible. Necesita mandar, dictar las órdenes que se le ocurren a él mismo, no a los reglamentos; anhela afirmarse, demostrar que sigue existiendo, que no es una razón, sino un hombre. Apenas gobierna, comprende la imposibilidad de aumentar el bien de los gobernados. Incapaz de hacerlos felices, no le resta más medio de acción que hacerlos sufrir. El instrumento de gobierno es el sable. El filo contra los enemigos de fuera: el plano contra los amigos de dentro. El sable no ha de quedar ocioso. El órgano no ha de atrofiarse. Conviene, cuando la guerra exterior no satisface la ferocidad colectiva y la sed de gloria despótica, una tranquila guerra doméstica, la de la policía contra los detenidos sin rentas, los vagabundos, los pobres, los hambrientos desarmados. Conviene continuar escribiendo sobre las espaldas desolladas la leyenda sangrienta del heroísmo nacional.
Y esta concepción sencilla del mecanismo del gobierno no es solamente concepción de los de arriba, sino de los de abajo. Si el jefe encuentra natural azotar al peón, el peón encuentra natural que lo azoten, "Para eso es jefe", murmura. Un profundo instinto le advierte que la constitución y el código son máscaras, pretextos administrativos
para multiplicar carreras y empleos. Sabe que no es la letra ni los conceptos lo que rige el mundo, sino los eternos instintos fundamentales de nuestra animalidad. Convencido de que los palos que le pegan son esencialmente humanos, los acepta en silencio.
Tal vez nosotros estemos de acuerdo. Tal vez, ya que florece en todas partes, sea el hábito del tormento inherente a nuestra naturaleza. Entonces, ¿por qué nos ocultamos? ¿Por qué nos encerramos con nuestras víctimas, y las amordazamos? Hubo una época en que el tormento no se escondía, ni se avergonzaba; en que era legal y se ejecutaba ante el pueblo y ante los reyes. La sociedad era sana y armoniosa. Nosotros vivimos en la duda y en el remordimiento. Hemos añadido a nuestras miserias la de la contrición impotente.



LOS TROFEOS

Hay dos guerras : la guerra de conquista y de invasión, y la guerra de defensa; la guerra que ataca, y la guerra que resiste.
Hay dos violencias, la del bandido que se mete en casa para robar y matar, y la del dueño que rechaza al bandido.
La primera es criminal, la segunda es necesaria. El español que en 1808 hizo la guerrilla para salvar su hogar es humano, mientras que Napoleón es un salteador de los grandes caminos de Europa.
Los paraguayos que disputaron su tierra a los que la invadieron, madres que defendían a sus hijos, hijos que defendían a sus madres, son dignos de respeto y de piedad. Los que redujeron esta nación a un puñado de mujeres macilentas, no son, no pueden ser más que asesinos.
En nuestros tiempos es preciso declarar infame la agresión internacional, más infame que cualquier otra, porque se hace víctima de ella a miles de seres inocentes que sucumben sin saber por qué.
En la Argentina no se debía recordar la guerra del Paraguay sino con sonrojo y remordimiento. Esta guerra de exterminio ha sido una gran vergüenza.
Pero digo mal: la Argentina no merece palabras tan duras. ¡Pobre pueblo argentino! Amemos a los pueblos, aborrezcamos a los gobiernos. No: los soldados argentinos no odiaban a aquellos esqueletos ambulantes, a aquellos espectros del heroísmo que vagaban sobre las ruinas de su patria. Los soldados se baten fuera de su país por ignorancia y por miedo. No hubo más que ignorancia y miedo en los que se embarcaban para ser sacrificados en Cuba y Filipinas; no hay más que ignorancia y miedo en los esclavos franceses que se embarcan hoy para fusilar moros a la voz de mando.
Vergüenza sí para los gobiernos, para los jefes. Vergüenza para los diputados de la Cámara argentina que evocan con orgullo hazañas de salvajes y se atreven a decir que la guerra del Paraguay se hizo "con hidalguía y humanitarismo", que fue "obra redentora, libertadora". ¿Humanitarismo en el aniquilamiento de una raza? Aquí no se trajo la libertad, sino la muerte. ¿A quién se ha dado la libertad, ¡oh! "hermanos" generosos? ¿A un montón de cadáveres?
Farsa siniestra.
¡ Y todavía habría que agradecer esa diplomática, esa habilísima devolución de trofeos! ¡ Habría que agradecer que se abrieran las heridas dolorosas del pasado, y que se removieran las cenizas de los mártires!
No: olvidemos las barbaries que fueron y miremos hacia el porvenir. No creamos en el amor oficial. No creamos en los que pretenden inspirar amor hablándonos de guerras y de sangre. No creamos a los que quizá, bajo frases melosas, están preparando una nueva matanza. La fusión de los pueblos no se hará nunca por arriba. No son los funcionarios, los políticos, los que borrarán las fronteras. No los que se pavonean y gozan, sino los de abajo, los que trabajan, sueñan y sufren, son los que realizarán la fraternidad humana.



LA TORTURA

Parece que la policía paraguaya aplica el tormento. En esto imita a los más civilizados países, y respeta una venerable tradición. Desde tiempo inmemorial los fuertes enjaulan a los débiles; y les rompen las articulaciones; o les asan a fuego lento, o les desuellan vivos. El arte de hacer sufrir es complicado y solemne. Octavio Mirbeau ha consagrado uno de sus mejores libros al estudio de la tortura china; nos ha dejado, en doscientas páginas, una elegante síntesis de la humanidad.
El escuadrón de seguridad asunceño es un escuadrón de hombres fuertes. Creo que se llama de seguridad, porque ellos son los únicos que están seguros. Mr. Jacks es en cambio el tipo del hombre débil. No tiene dinero ni armas. Si bebe, está perdido; nadie se puede ya emborrachar con sosiego como no sea en los salones. Si Mr. Jacks se pasea sin hacer nada, está perdido; hoy no se permite la ociosidad más que a los ricos y a los altos funcionarios. Los fuertes enjaularon, pues, al débil, y le atormentaron.
Difícil es indignarse contra ellos. Repiten el gesto primitivo, el gesto eterno, común a débiles y fuertes, de cocear y morder y estrangular y aplastar al prójimo. Con la civilización, sin embargo, el gesto se hace menos impulsivo, y la crueldad más científica. La question, o pregunta, según denominaban los franceses al tormento judicial, requería un material delicado y numeroso. Desde las cuñitas de madera dura destinadas a hundirse entre uña y carne, y los borceguíes cinchados que trituraban lentamente los huesos del pie, y los torniquetes y garrotes, hasta el gran juego de quemaduras con plomo derretido y aceite hirviendo, y las tenazas craneanas con tornillos, y los ataúdes verticales forrados de largas púas de acero, la justicia exigía un verdadero laboratorio del dolor. El cepo colombiano, el sable, el mboreví son aparatos sencillos, de poco precio. Montjuich estaba mejor surtido. Había allí una maquinita especial para emascular a los sospechosos de anarquismo.
La tortura ha desaparecido del código. Cosa diferente es qué desaparezca de las costumbres. Se ha notado, no
obstante, que ciertos espectáculos sangrientos que soportaba el público hace dos o tres siglos no se soportan ahora. Existe, por ejemplo, una innegable tendencia a suprimir la pena de muerte. Un psicólogo contemporáneo atribuye el fenómeno a que la sensibilidad de las gentes, quizá por decadencia racial, se ha vuelto demasiado floja, susceptible, irritable; todo la desconcierta, la hiere, le resulta excesivo. Algunos se mantienen erguidos y austeros; así el sabio Balmes, obligado por la sotana a defender el infierno, lo justifica sobre la tierra mediante la célebre doctrina de la expiación: "El que infringe la ley moral, dice, merece sufrir". El sistema inquisitorial entero se encierra en esa frase. Pero los Balmes, los Trepoff, los Weyler, no abundan tanto como antes. Se extiende por el mundo una relativa y aparente benignidad. Sería candidez explicarla por un aumento de virtud, por una aurora de altruismo. No; la ferocidad social es más metódica, secreta, mezquina y cobarde. He ahí todo. Si hablaran, si se quejaran, durante sólo un día, sobre la redondez del globo, los reclutas abofeteados, los obreros tratados a puntapiés, los sirvientes insultados y hambrientos, los vagabundos apedreados, los solicitantes despedidos a carcajadas, las prostitutas a quienes escupe el transeúnte, los niños martirizados y los presos azotados a lo Mr. Jacks, tal vez una ola de sagrada ira despertase entre nosotros a un Cristo nuevo. La desesperación está desmenuzada y escondida, mas no por eso disminuye su espantoso total. En lugar de los autos de fe, celebrados en las plazas de las ciudades, a la luz del sol, torturamos sin asesinarlos por completo, en la oscuridad vil de un calabozo, a infelices amordazados. ¿Hemos ganado mucho? ¿Y cuál es nuestro instrumento? El sable también lo usa la guardia civil española. En Rusia se emplea el látigo. Cuando se atrevieron a resistir a la autocracia los campesinos de Constantinogrov, Poltava y Karkov, se les mataba a latigazos. El príncipe Obolensky tuvo una idea feliz: mandó empapar previamente los látigos en sal y vinagre. ¿Adoptaremos la idea?
¡El sable! ¡La hoja hidalga, custodia del pundonor militar, cambiada en herramienta de verdugo! ¿Qué deducir? ¿Qué hemos progresado, desde aquella época en que se proclamaba lo de "no la saques sin razón, ni la envaines sin honor" y en que Tirso de Molina escribía:
"De lengua al agraviado caballero,
¿Ha de servir la espada y no la pluma?"
¿O es que la violencia, con espada al cinto o no, es siempre mala? Me inclino a lo último. Si la guerra nos es aún necesaria, es que todavía estamos malditos. La guerra en sí es odiosa, y sobre todo la guerra moderna. No nos extrañemos de la facilidad con que el sable, en tiempo de paz, se convierte en látigo de Obolensky. Continúa la triste obra sangrienta a que está condenado.


EL ESTADO Y LA SOMBRA

Un paraguayo, llamado Benítez, que volvía a su país después de veinte años de ausencia, no pudo gozar en él un minuto de libertad. El Estado previsor lo arrestó a bordo y lo embutió en la cárcel. ¿Porqué? Porque Benítez venía de la austera República Argentina, donde se le había aplicado la ley de residencia. ¡ Benítez era un agitador peligroso ! Si en la nación modelo se había juzgado culpables sus ideas, ¿ qué menos correspondía a la nación oficialmente discípula que juzgarlas culpables, aun antes de ser expresadas? Y si allí fue justo desterrar al autor sin proceso ni defensa; ¿no será doblemente justo aquí encerrarle en una mazmorra por tiempo indefinido? Acaban de enviarle confinado a Bahía Negra, como si fuera necesario alejarle de los jueces de la capital. Y no es necesario: tenemos jueces pero no tenemos justicia.
¡Oh, buen Benítez! Tal vez creíste en la Constitución. Yo no seré tan candido. No sacaré argumentos de nuestra deliciosa carta fundamental. Sería mucha petulancia exigir que se cumplan las leyes en el Paraguay, cuando jamás se cumplieron en lugar alguno de la tierra. No citaré artículos, ni repetiré lo que ciertos románticos exclaman: que la ley de residencia es la vergüenza de la América latina. Vergüenza, no; torpeza, sí. ¿Acaso hace falta a los gobiernos una ley cuando quieren despedir o suprimir a los ciudadanos que estorban? ¿Acaso, para torturar a los presos, ha hecho falta en España, en Rusia y en Turquía una ley de tortura?
No; no gesticulemos contra la vil realidad en que es preciso vivir y a la cual, ¡ay! es preciso amar. Estudiémosla. No veamos crímenes en el mundo, sino hechos. Acerquemos el ojo al microscopio, y no empañemos el cristal con lágrimas inútiles.
Es curioso el caso Benítez. Benítez aterra al Estado. Bcnítez es un agitador peligroso. Peligroso no es para la humanidad, sino para el Estado, es decir, para el dinero de los que lo tienen. Benítez es enemigo del oro. Opina que está mal distribuido, procura difundir pensamientos que le parecen felices, y se alegra de encontrar quien se asocie con él y le ayude. Benítez es anarquista, y el Estado, que es el oro, persigue y aplasta a Benítez.
Que esto pase en la Argentina, donde hay oro, se explica, aunque el terror del Estado llegue al ridículo de proclamar leyes ad hoc que relegan la flamante república a la sucia Edad Media. Al fin un Benítez no está solo en Buenos Aires; está ligado a una secta poderosa, creada por el terror oficial, ese terror torpe que se figura vencer con la crueldad, y que alza al cielo crispadas manos avarientas en quienes caerá el rayo. Los más feroces atentados se verificarán en la ribera del Plata.
Si es ridículo el exceso de terror en la Argentina, ¿qué será en Asunción? ¿A quién amenaza aquí el buen Benítez? Aquí no hay oro. Hace reír el espanto del Estado al aparecer Benítez. ¡Cuánta angustia, cuánto rigor, cuánto celo! Y todo ¿para proteger a quién?
Violar la Constitución no tiene nada de particular, pero violarla dando espectáculo tan cómico no es cosa de todos los días.
Benítez, ante el Estado argentino, era un hombre. En el Paraguay es una sombra. Inofensiva sombra errante, quizás enamorada de la tierra donde se formó, y a la cual regresaba con esperanzas de paz. Y la sombra llenó de miedo al Estado. ¡Pobre Benítez! Expulsado de la república porteña, hubiera hallado hospitalidad en cualquier pueblo. Pero se le ocurrió desembarcar en su patria, y esto lo ha perdido.

FRACASO DE LA VIOLENCIA

En el escuadrón de seguridad los sargentos matan a los jefes. Esto remacha la serie de atentados departamentales. Nunca se había visto semejante movimiento en el país.
Nada tan fácil, ni tan falso como decir "crimen" y aplicar el criterio del código. Empezamos a comprender que la palabra "crimen" no tiene sentido, y que lo que importa no es castigar, ni aun perdonar, sino explicar, remediar y prever.
Las violencias de que están siendo víctimas las autoridades son el efecto necesario de las violencias que emplearon. La violencia se engendra a sí misma. La vida elástica devuelve mal por mal. Los hombres no son santos que presentan la mejilla derecha después de haber sido abofeteados en la izquierda. Y si se dejan abofetear y escupir, mirad a sus manos temblorosas; y adivinad en ellas el cuchillo que un día, en la sombra, hará venganza.
Es notorio que en ciertas reparticiones se tortura. Será muy cómodo alegar que el pueblo está en la barbarie, y que se civilizará a palos. Pero no podemos admitir que con tal pretexto se autorice el desahogo de la crueldad oficial. La civilización no consiste en exportar mucho, ni en caminar de prisa, ni en escribir con ortografía. Consiste en la dulzura de las costumbres, en el amor y en la tolerancia, en la elevación nativa de los sentimientos y de las ideas. Los paraguayos son reposados y modestos, quizá demasiado. Son afectos a la paz y a la melancolía. Son pobres, han sufrido mucho. No merecen, ¡no!, que se les trate así, que se les pegue, que se les desprecie y se les insulte.
Porque no duele la violencia tan sólo, sino el alma que acompaña a la violencia. Hubo un tiempo en que la violencia era natural en las relaciones humanas. Era un modo corriente de entenderse y de obrar. Se vivía en la guerra y de la guerra. Se tenía la piel más dura, la carne más correosa. Se hablaba y hasta se amaba a golpes. No creáis que bajo esa áspera superficie faltaban las corrientes vitales de la abnegación y de la ternura. No son siempre los padres que más castigan a sus hijos los que menos los quieren.
La violencia solía estar unida a la generosidad y, en vez de odio,, criaba respeto. Era el instrumento de grandes concepciones y de heroicas empresas. Hoy ha cambiado profundamente nuestra concepción del mundo. La violencia presente, y sobre todo la violencia policíaca, responde a lo más mezquino, caduco, torpe y despreciable de nuestros instintos.
Por eso, los que desean el bienestar de nuestro pequeño rincón, no protestan de la violencia misma tanto como del insolente desdén que se tiene a las gente indefensas y desheredadas, a los campesinos descalzos arreados a las comisarías, a las infelices mujeres brutalizadas, que no encuentran piedad aunque lleven en brazos sus niños desnudos.
Por eso, por mucho que lamentemos el "crimen", lo preferimos a la ignominiosa resignación.




UN VIAJE EN TRANVÍA

Es el tranvía a Tacumbú, el de las 11.30. Cargado de pasajeros, siempre los mismos, que van encaramándose en él de cuadra en cuadra, tiene que subir veinte cuesta arriba, y se le oye desde cuatro. Rumores extraños y múltiples, cuyo origen se explica uno más tarde, le anuncian. Ya al comenzar la calle 25 de Diciembre camina tan despacio, que hay tiempo, sin apresurarse, de bajar de él, hacer una corta visita en una casa de los alrededores y alcanzarle de nuevo.
Vamos más de treinta personas, ocupando asientos, plataformas y estribos. Mole formidable, de la que tiran tres muías. ¿Pero son mulas esos animales tan pequeños que el cochero tiene que doblarse y bajar la cabeza para pegarles? No se ven desde el tranvía. Parecen ratas. Ratas peladas y escuálidas, que se estiran con humilde desesperación, bajo los gritos y los golpes.
Lo curioso es que son los gritos y no los golpes lo que las espolea. Son insensibles a los palos, tal es la cantidad de ellos que han recibido en su miserable vida. Así es que el cochero, en vez de descargar el látigo en sus flacos lomos, que no despiden sino un sordo sonido, prefiere descargarlo en el techo del vehículo y en la sonora lata de la plataforma. Maneja estos objetos como tambores, y añade aullidos especiales y rítmicos y silbidos lúgubres, el conjunto de todo lo cual forma una música atroz que hay que oír para tener una idea de ella. Sin este continuo ajetreo las mulas se pararían definitivamente. A cada momento se detienen, sin embargo, exhaustas, moribundas. Entonces el infeliz automedonte suspende la orquesta, y aprieta el torno para no retroceder cuesta abajo hasta el puerto. Pasan dos o tres minutos de resoplar, y de pronto se reanudan los berridos, los pitos, los porrazos, los tropezones y los rechinamientos, y avanzamos unos cuantos metros más.
El cochero trabaja tanto como el arrastre. Cuando se siente desfallecer, acude el mayoral a sustituirle. Se nos unen en el trayecto chiquillos serviciales, que aumentan la algarabía. Pero todo es inútil. En la curva de la calle Amambay nos atrancamos siempre. Es el infranqueable pons asinorum —¡ todo junto, curva, cuesta, fatiga y desaliento!—. Los viajeros más gordos descienden. Otros empujan el tranvía. La mayor parte sigue a pie. Y todos los días las mismas frases, ante el infame espectáculo, llegan a mis oídos:
—No las dan de comer. ...
—Y a ellos no les pagan. . .
Y ellas y ellos y nosotros nos resignamos, mes tras mes y año tras año...




DOCTORES

Varios jóvenes de nuestra sociedad han sido armados caballeros; el título uniforme de doctor les incorpora a la aristocracia del país. Este grado de nobleza democrática significa en quien la lleva la facultad de enseñar y el mérito de saber, cosas más de acuerdo con el siglo que el poder militar, el dominio sobre la tierra y la confianza del príncipe, orígenes respectivos del duque, del marqués y del conde.
No basta ser hijo o reputarse hijo de doctor para ser doctor. He aquí una gran conquista de los tiempos. Es necesario que la alcurnia se refresque y abrillante sin descanso, que cada generación renueve sus hazañas. Hemos roto una de las cadenas de la herencia: hemos libertado un poco más a los individuos, desligándoles del pasado. Es humillante la corona adquirida por el hecho de haber nacido; al lograr el honor en virtud del propio esfuerzo, introducimos en nuestra existencia la lógica, la unidad indispensable a los bellos destinos. Conviene deber lo menos posible, aunque sea a los padres. Heredar es repetir, y lo fuerte es lo nuevo. Dichoso el día en que ni la fortuna ni la miseria se hereden.
Los flamantes doctores notarán que disponen de mayor crédito en plaza. Medirán en seguida su avance social por la paciencia de sus acreedores, si los tienen, o por la facilidad de adquirirlos. La energía económica añadida a sus personas les servirá para pesar exactamente la importancia práctica de su profesión. Observarán también que se han vuelto más hermosos desde que firmaron su tesis. Se verán lánguidamente contemplados por ojos femeninos. Les llegarán declaraciones veladas. Sentirán una mano mórbida temblar entre las suyas con más frecuencia que un año antes. Y es el amor verdadero, y no el fingido, el que encontrarán a su paso, porque las mujeres son románticas, y se enamoran de los diplomas lo mismo que la casta Desdémona se enamoró de las aventuras de Ótelo.
Pero hay que cumplir las promesas; hay que vivir lo escrito; hay que prolongar y justificar el interés despertado. Detrás del doctor hay que construir el hombre. Hay, por de pronto, que ponerse a estudiar.


EL VETERANO
Viejo, setenta años; pero un viejo fuerte, de la hermosa y casi desaparecida raza paraguaya de hace medio siglo; un viejo de pecho poderoso, de cabeza enhiesta como una venerable cumbre en que aparecen todavía las huellas del rayo. La roja faz es un amplio paisaje cruzado de armoniosos surcos, y coronado por un espeso bosque de cabello gris; las manos, que defendieron la patria y ahora plantan
mandioca, son de color de tierra. El héroe camina ya con pesadez y es algo sordo, lo que ciertamente no le quita majestad. Es inculto y grande. Me interesa más que muchos doctores. Hizo toda la campaña, de Corrientes a Cerro Cora; tiene seis heridas. Habla poco y en voz baja. Para conseguir breves confidencias suyas sobre la guerra, el peor sistema es interrogarle. Hay que dejarlo solo, sin interrumpirle cuando al cabo se resuelve. Está lleno de vagas desconfianzas y remordimientos. Se diría que los espectros le escuchan. Es que no se ha obedecido a López impunemente, y la sombra de aquel hombre siniestro, a quien se puede aborrecer, pero no achicar, oscurece la conciencia de los viejos y tal vez ha impregnado la sangre de los niños. Y sin embargo, en una tibia tarde de otoño, bajo los naranjos en fruto, a la hora del mate clásico, oí del veterano lo siguiente:
"Yo, señor, no acompañé a López hasta el fin. Me tuve antes que escapar del campamento. Estaba en el estado mayor, con el grado de capitán, y me tocó repartir la carne, en una de las raras ocasiones en que había carne, íbamos vestidos de andrajos; el cuero de las correas y de las mochilas había sido empleado desde hacía meses en dar sustancia al puchero; decían que se desenterraban cadáveres para aprovecharlos: yo no lo he visto. Tuvimos, pues, la suerte de encontrar un buey cansado, huesos y pellejo; había que sacar setecientas raciones. Yo no robé para mí, sino para un pobre capitán que recibió un balazo de sien a sien, y se quedó ciego, y aunque se batía ciego y todo, andaba débil. Creyéndome oculto, le envié con un muchacho un pedazo de tripa. Por desgracia lo averiguaron y se lo comunicaron al mariscal. A la otra mañana me metieron preso. Varios oficiales aguardaban sentencia conmigo. Transcurrían las semanas, y nada sabíamos. Un anochecer vino un ayudante de López con un papel, y nos revistó muy alegre, diciendo que pronto nos pondría en libertad. Pero yo, señor, que conocía ciertas costumbres, miré con el rabillo del ojo lo que el ayudante escribía a distancia de nosotros, y noté que señalaba con cruces algunos nombres, entre ellos el mío. Mis compañeros estaban contentos; en cambio yo comprendía que sólo me restaba una noche de vida. Luego llegó un mayor a quien yo había hecho favores. Me traía un pocilio de caldo. «Compadre, me dijo, perdone que en tanto tiempo no le haya atendido; no me fue posible», y al pasarme la taza me rascó los dedos. Entendí, y a medianoche, cuando los centinelas se durmieron, huí. Me perdí en el monte, y después de tres días salí de nuevo al campamento. Felizmente no me divisaron, y alejándome en otra dirección hallé el camino de la frontera. Me iba sosteniendo con naranjas agrias. Una tarde, a esta misma hora, distinguí caballos junto a una laguna. «Si son de gente paraguaya, me dije, estoy perdido», pero mis fuerzas concluían, y avancé. Los aperos, señor, tenían rabincha, que no se usa más que en el Brasil. Respiré. Me tomaron, me trataron bien, y a poco cayó López y acabó la guerra".
—Y, ¿cómo no avisó usted a sus compañeros la noche de la fuga?
—¡Ah!, señor... no hubiera dicho una palabra a mi propia madre. . . Un silencio.
—¡ Qué Cerro Cora! —añadió lentamente—. ¡ En el campo había mujeres muertas, con hijos encima que chupaban aún aquella podredumbre!. .. ¡ Y el mariscal!. ..
—¿El mariscal?
Pregunta vana. El viejo enmudece definitivamente. Los espectros escuchan...



DESPUÉS DE LA MATANZA

Hemos hecho un poco de política: sesenta muertos, ciento cincuenta heridos.
¿Qué crimen cometieron esos infelices para que los castigaran así? Ninguno. Como eran pobres, fueron soldados, y su sangre indefensa podía ser útil. Ha sido muy útil a los nuevos ministros.
Gocen en paz de su triunfo.
Hemos tenido otras ventajas. Hemos verificado el excelente estado de nuestra sociedad. Distinguidos caballeros, detrás de sus ventanas, hacían fuego sobre los chiquillos y los viejos que pasaban por la calle, sobre las camillas en que iban las víctimas, sobre las mujeres que corrían llorando en busca de sus hijos.
Hemos hecho un poco de política. No me preguntéis lo que pienso de la política. No entiendo de arte tan elevado y exquisito. Preguntad a las madres de esos niños asesinados y ellas os dirán la verdad.



LAREVOLUCIÓN

Una sublevación de cuarteles ha lanzado del poder a un partido y ha instalado a otro. Esta operación ha necesitado ciento cincuenta heridos y sesenta muertos. Los mejores edificios de la ciudad han sido acribillados por el cañón. El público ha sufrido el consiguiente paro de los negocios. La inseguridad y el descrédito han aumentado en esta angustiosa época de crisis, cosa que parecía imposible. Añadid, durante dos días, el degradante espectáculo de la matanza.
El Paraguay sigue el camino de las peores repúblicas sudamericanas. En los cuatro últimos años ha tenido cinco presidentes. La fuerza no está en otro sitio que en las bayonetas, y ellas gobiernan al país. Se hace política a tiros. Se afirma que el gobierno caído era algo infame, inicuo, insoportable. Seguramente. No conocemos gobierno que no lo sea, sobre todo cuando se le reemplaza. Lo extraño es que no se haya dicho eso en el Parlamento, ni que el pueblo se haya reunido a declararlo, o siquiera a elegir legalmente mandatarios mejores. El nuevo gobierno es irreprochable. Lo creemos también. Se compone de hombres jóvenes. Lo triste es que el poder envejece. En todo caso, resulta que no nos es posible obtener un ministerio decente si no nos asesinamos antes los unos a los otros. Tenemos soldados para defender la patria, y principalmente para destrozarla de cuando en cuando. Padecemos el mal famoso de los pronunciamientos españoles. Un regimiento se pronuncia., he aquí la vida pública. El resto de la nación queda mudo. O guerra o tiranía. La paz no nos sirve. Dicho de otra manera: somos indignos de la paz.
Se objetará que muchos particulares empuñaron las armas, y que la opinión ha visto con gusto la victoria revolucionaria. Cierto es que la esperanza humana es incorregible y que los enfermos se alivian cambiando de postura. Varios trabajadores a quienes se había acariciado policialmente las espaldas trataron de cazar al jefe o por lo menos a un comisario. Eran los más sinceros. Sin embargo, entre cien heridos atendidos por la Asistencia no hubo sino dos particulares. Son los soldados los que se han batido: éste es el hecho. Los particulares, cada vez más numerosos a medida que el triunfo se hacía más seguro, se presentaban a pedir un fusil. Es que hay también empleos civiles y los tiempos están malos.
¡Oh!, no queremos decir que la revolución no ha enganchado más que a egoístas. En los grandes negocios del hierro y del oro se declaman a boca llena las nobles palabras de Patria, Libertad, Civilización, y siempre hay algunos que las toman en serio. Definimos el estado de la opinión. A los primeros disparos las conjeturas de la multitud retrataban el ambiente político. Ya se atribuía el movimiento a uno de los varios partidos oposicionistas, ya a las internas intrigas del gobierno. Nada que se pareciera a una orientación definida. Curiosidad, asombro, pasividad. Los campesinos permanecieron impasibles en sus ranchos. Los infelices reclutados murieron de una parte y otra con igual impasibilidad. Las víctimas son siempre las mismas; los vencedores son siempre los mismos. No hay más que un combate: el de los de arriba con los de abajo. Hasta ahora, el desenlace es obstinadamente idéntico. Los de abajo revientan. ¿Cuándo cambiará la partida?
Sesenta muertos, ciento cincuenta heridos. No faltan castigados, pero no busquéis entre ellos a ningún ministro, a ningún funcionario del gobierno que se derrumbó. Están sanos y salvos. Las puertas de las legaciones se abrían para ellos, mientras se fusilaba a los desheredados en las calles. Otros personajes "traidores" y "malditos" están en sus casas. Otros, de viaje, conferenciando con presidentes extranjeros. Todos completos, ricos y felices. ¿Qué hacen? Se asegura que ya conspiran. ¿Hay partido que no lo haga?
Quince audaces se apoderaron del Estado. ¡ Qué lección venenosa! El éxito demuestra que el país está a merced de un grupo que se atreva. Nos enteramos de que a la vez atravesaban las fronteras tropas armadas, y de que dos golpes de mano estuvieron a punto de coincidir. La casualidad lo reveló. Ignorábamos que en lugares diferentes se estaba proyectando labrar nuestra felicidad a cañonazos. Al público no se pregunta nunca su parecer sobre estas cuestiones. ¿Qué influencia puede tener el público? No hace sino trabajar, y eso, hasta ahora, no amenaza a nadie.
No hablemos de los días siguientes a la constitución del nuevo gabinete. No hablemos de las caravanas de hambrientos, de los empleófagos que al felicitar a los flamantes ministros les apretaban la mano con el mismo ardor que si fuera un billete de banco. En las antesalas se forman los partidos. No los habría si hubiera tantos empleos como habitantes de la república. La burocracia no alcanza para todos, y entonces sobrevienen las explosiones de patriotismo y de virtudes cívicas entre los rechazados. Entonces se vuelve a conspirar, y así marchamos, bajo la más libre Constitución del mundo.
La revolución será provechosa si trae al poder a personas honestas que conserven allí su honestidad. Quizá se verifique este fenómeno. Confiemos. Pero hay otro aspecto de la cuestión. El procedimiento de subida al Palacio Dorado fué demasiado cruel; preferimos la ruin conducta de los tiempos normales. La sangre inocente que se ha vertido no es, sin embargo, del todo inútil; contribuirá a que los ciudadanos independientes aparten con mayor asco sus ojos de la lepra política.




HORAS DE ANGUSTIA

¡Basta ya de esta pesadilla! Oídme. Yo hablé aquí cuando callabais, yo callé en el destierro, yo no arrojé contra el Paraguay, desde seguro, mi puñado de lodo. Yo he vuelto a vuestra tierra y no puedo sufrir que la ensangrentéis de nuevo. Os lo digo a los de dentro y a los de fuera. Tened piedad. ¿Estáis ciegos? ¿No veis estas mujeres escuálidas, estos siervos con hambre, esta carne desnuda, estos niños tristes? ¡ Si conocierais los países donde los niños ríen y juegan! Vosotros, que estáis en el poder que tanto ha debido pesar sobre vuestros hombros desde hace un año, levantad el estado de sitio, dad la entera amnistía, haced el gesto que llama y convida, abrid los brazos. No temáis. Decidles: "Venid, paz, a nosotros; en la paz son las ideas las que combaten y triunfan, en la guerra las ideas sucumben, la que combate y triunfa es la bestia; vencednos en la paz, hermanos". Vosotros, los que esperáis en la sombra para invadir con el puñal en la mano el suelo en que nacisteis, entrad desarmados y a la luz del sol, y decid. "Aquí estamos, vivamos en paz, hermanos nuestros". No temáis. Os lo digo a todos: no perdonéis; perdonar es juzgar; olvidad solamente. Olvidad todos la injusticia, la persecución, la acechanza, el crimen. Olvidad el mal y olvidad el bien. Olvidad las promesas, los halagos, la falsa gloria. Y si no sois capaces de olvidar, si en vuestro corazón prosperan las víboras, si pasáis las noches removiendo las cenizas del alma y soplando sobre el ascua maldita del odio, si no sois más que seres de concupiscencia y de venganza, no mintáis, no habléis de patria, no digáis que sentís compasión hacia el Paraguay que se está muriendo. Pero no seréis tan crueles, no querréis que los infelices paraguayos se dispersen por América, o vean su hogar convertido en factoría inglesa o alemana. Vivid en paz. Sacrificadlo todo a la paz. El Paraguay necesita convalecer en paz; dejadle respirar su aire, mirar su cielo, descansar bajo sus naranjos. Tened fe en las fuerzas latentes de la vida. Las energías volverán; aquí se trabajará un día, se cantará, y las madres, a la puerta de sus casas, sonreirán a la esperanza, al amor. Si no traéis la paz, sois asesinos. Vivid vuestro tiempo. Curaos de la epidemia de las revoluciones. Estáis atrasados medio siglo respecto a la Argentina o al Brasil. Algunas sacudidas más, y no habrá remedio; habéis quedado solos y abandonados en el camino de la civilización. No hagáis revoluciones políticas; ceded, aguardad, estudiad, meditad. Lo violento es estéril. Lo único seguro en una revolución es mancharse de sangre. Haced, sí, revoluciones económicas. Que los que producen recojan el fruto de su labor. Expulsad, no al extranjero, importador de pensamientos, sino al burgués, exportador de oro, al que es extranjero en todas partes, y sobre todo en su propia patria. Si por ello reclama algún Estado, apelad a la conciencia internacional. Gritad: este hombre se enriqueció empobreciéndonos, corrompió a nuestros políticos, compró a los jueces, nos acabó de arruinar bajo la usura y lucró con la esclavitud de nuestros hijos. Descuidad: si sois un pueblo de paz seréis escuchados y respetados por el mundo. Aun es tiempo: una aurora desconocida palidece en el lejano horizonte. Olvidad en las tinieblas vuestro pasado, reciente o remoto. Alzaos hacia la claridad sagrada, convenceos de que el trabajo es lo único fecundo, de que contra él son impotentes el destino, el azar y hasta los dioses, si dioses hay. Convenceos de que la paz es más heroica que la guerra. Y si todo esto os he dicho, es porque es verdad, y porque sé que lo sabéis lo mismo que yo. Digamos la verdad, amigos míos, y procuremos practicarla. Preparémonos a vivir y a morir sin miedo.





BAJO EL TERROR

Llego del campo, donde reina el terror. Los campesinos, pobres bestias asustadas, se refugian en los montes, apenas sospechan que el gobierno piensa ocuparse del distrito, y las mujeres descalzas, medio desnudas, madrecitas tristes con sus flacas crías a cuestas, caminan por los polvorientos, los interminables senderos, caminan, blancos espectros del hambre, a traer al macho perseguido algo que roer.
En la capital reina el terror. Aquí las madres, las hembras tristes, llaman a las puertas de las prisiones, temblando al oír la fúnebre respuesta: "Se lo han llevado ya". Y por todas partes la amenaza de espionaje, la recomendación sigilosa: "Cállese usted, no diga nada, no hable, no se pierda".
Es que en el Gobierno reina el terror, y no hay cosa tan cruel como el miedo, cuando tiene el miedo las armas en la mano. El terror del Gobierno, hermano del terror que sentían el doctor Francia y los López, ve un conspirador en cada ciudadano libre, y sorprende complots en que han entrado a la vez el doctor Audibert, el médico Romero Pereyra y José Bertotto. ¡Ay! Si fuéramos a escuchar al Gobierno, todo el país estaría en contra de él, incapaz de sufrirlo al cabo de tres meses. No, no existe semejante unanimidad; no hay, tranquilizaos, opinión pública. No hay más que terror.
Pero he aquí que yo no tengo terror. Yo hablaré.
No lamentéis que hable un extranjero. No soy un extranjero. No soy un extranjero entre vosotros. La verdad y la justicia, cualquiera que sea la boca que las defienda, no son extranjeras en ningún sitio del mundo. Y si lo fueran aquí, ¡qué dignos seríais de infinita lástima!
Es necesario restablecer la noción de la justicia. Es necesario protestar del atentado sin nombre que este Gobierno comete contra los habitantes del Paraguay. Sería un infame precedente en vuestra historia que no se levantara hoy una sola voz a declarar con la serena omnipotencia de la verdad, en qué consiste el atentado de que somos víctimas.
La cuestión no está en si hubo complot o no lo hubo.
No está en los vejámenes que se hace pasar a los prisioneros.
No está en el número, grotesco por lo colosal, de los acusados. Admito que el Gobierno se aterre ante Bertotto, ese niño generoso a quien tantos paraguayos deben la vida.
No está en las múltiples violaciones de las leyes nacionales, violaciones que demostró Audibert en su informe in voce ante una barra emocionada.
Está en lo más hondo, lo más sagrado de la civilización moderna, en el derecho que tenemos todos, cuando se nos acusa, de saber concretamente de qué se nos acusa, quién nos acusa, cuáles son los cargos que se nos hacen, las pruebas que contra nosotros se aducen; en una palabra, el derecho de defensa, de defensa en público, a los cuatro vientos, a la luz del día.
Y en el proceso Brunetti, descubrimos con estupor que ninguno de los acusados tiene noticia de los hechos en que se funda la persecución que padecen. El P. E. manda al desierto infelices —culpables o no, ¿qué importa?—, infelices condenados sin sentencia, sin la menor formalidad defensiva, bajo un juez a quien, por inconcebible que parezca, no se le ocurre la solución de presentar su renuncia.
¿Estamos soñando?
¿Qué? ¿No guardáis siquiera las fórmulas? Por favor, vengan testigos falsos, mentiras legales, trapisondas de papel sellado, cualquier recurso para discutir realidades, para librarnos de esta pesadilla, de este ignominioso espectáculo, el secreto en el terror, la inquisición que secuestra en la sombra.
¿Esto, una república? ¿Esto, una sociedad humana? Mientras no tengamos derecho de defendernos al sol, de ver cara a cara todo lo que contra nosotros se asesta, no seremos la nación, sino la horda.
Estamos a tiempo para salvarnos de la muerte moral. Regresen los que fueron arrastrados a los fortines. Encarcélese, si se quiere, a media población. Pero comiéncese un proceso que tenga apariencias de equidad. ¡ Sépase todo, defiéndanse todos!
Si no se cumple así, no solamente estaremos autorizados a suponer qué el Gobierno, enloquecido, ansioso de tinieblas, inventor de calumnias, miente desde hace dos semanas, sino que estaremos autorizados también a dar por difunto al Paraguay. Donde no se reclama y se hace justicia, lo que conviene es un sepulturero.
¡Ah! El terror, el terror en el pueblo, en las ciudades, en las alturas del poder... El terror de los moribundos. . .
Paraguay mío, donde ha nacido mi hijo, donde nacieron mis sueños fraternales de ideas nuevas, de libertad, de arte y de ciencia que yo creía posibles —y que creo aún, ¡sí!— en este pequeño jardín desolado, ¡no mueras!, ¡no sucumbas! Haz en tus entrañas, de un golpe, por una hora, por un minuto, la justicia plena, radiante, y resucitarás como Lázaro.

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