EL DOLOR PARAGUAYO





He entresacado de mi labor literaria de los últimos años los artículos referentes al Paraguay, y aquí los he reunido. Resígnese, pues, el lector a los defectos propios de semejantes recopilaciones,
Es de estricta justicia mencionar al frente del libro la discreta colaboración de mi mujer, cuyo espíritu sutil alegra algunas de estas páginas.
R. B.



EL MERCADO

Bajo un sol que a la pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las mujeres, envueltas en sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de pájaros blancos que no acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos o acurrucados, están inmóviles. Con un noble ademán profético guardan de la luz sus negros ojos, señores de la llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr acarician la tierra, hay cosas humildes y necesarias, huevos tibios, chipa tierno que sirve de pan y de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y sandías frescas como una fuente a la sombra. Apenas se habla. Nadie ofrece, regatea ni discute. Una dignidad melancólica en las figuras y en los movimientos. Las niñas tienen miradas serias y el reflejo de un pasado sobre su frente vacía. Más tarde abandonarán al emponchado su cintura cimbreante de hembras descalzas, sus senos oscuros y su boca parda, con el mismo gesto silencioso.

MUJERES QUE PASAN
Apenas son mujeres todavía. . . La costumbre de caminar descalzas, con el cántaro de Rebeca a la cabeza, las ha dado un andar fiero y flexible que ondula sus cuerpos jóvenes, ramas primaverales donde tiemblan los divinos frutos de los pechos. Casi tan inteligentes como manos, los pies desnudos y hábiles de esas niñas palpan la tierra caliente,poniendo en ridículo nuestros obscenos pies civilizados cuyos dedos exangües,, difuntos, callosos,, retorcidos, engomados los unos a los otros, dedos de momia, ostentan la fealdad grotesca de lo impotente. ¡Tristes pezuñas charoladas! Las mujeres del pueblo no tienen contradicciones en su carne ni en sus almas sencillas y robustas.
Pasan con la suavidad tenue de un suspiro. Sus grandes ojos negros os miran de par en par, cándida y atentamente. Van serias, quizá graves. Vienen del insondable pasado y están impregnadas de verdad. Graciosas y pasivas, son el sexo terrible en que nacemos y nos agotamos, sagrado como la tierra; son el amor a quien se inclinan nuestros labios sedientos y nuestras almas hastiadas.

RINCÓN DE SELVA
El cimiento innumerable y retorcido sale de tierra en el desorden de una desesperación paralizada. Los troncos, semejantes a gruesas raíces desnudas, multiplican sus miembros impacientes de asir, de enlazar, de estrangular; la vida es aquí un laberinto inmóvil y terrible; las lianas infinitas bajan del vasto follaje a envolver y apretar y ahorcar los fustes gigantescos. Un vaho fúnebre sube del suelo empapado en savias acres, humedades detenidas y podredumbres devoradoras. Bajo la bóveda del ramaje sombrío se abren concavidades glaciales de cueva donde el vago horror del crepúsculo adivina emboscada a la muerte, y tan sólo alguna flor del aire, suspendida en el vacío, como un insecto maravilloso, sonríe al azar con la inocencia de sus cálices sonrosados.

EN LA ESTANCIA

He aquí la naturaleza auténtica, el augusto desierto. En los sitios que hasta ahora conocía del Paraguay, el terreno y la vegetación me parecían querer acercarse, rodear e imitar al hombre, acompañarle en sus humildes cultivos, en su vida sedentaria y pequeña, ofreciéndole horizontes menudos, ondulaciones perezosas, perspectivas acortadas más bien por inextricables jardines que por selvas vírgenes, aguas delgadas y lentas, matices homogéneos y suaves, paisajes estrechos, de una placidez familiar y casi doméstica, de una tenue melancolía de viejo vergel abandonado. Aquí las cosas no nos recuerdan, no nos ven: llanuras sin término, de un pasto de búfalos, cruzadas por traidores esteros; bosques que ponen una severa barra oscura en el confín de lo visible; malezales cómplices del tigre y de la víbora; peligro y majestad. Ni el azar mismo nos concilia con esta soledad definitiva. Nada de humano nos circunda. Pudo el antropoide, tronco de nuestra extraña especie, no haber salido jamás del misterioso no ser a donde tantas otras especies tornaron al cumplirse los tiempos, y estos llanos alternarían idénticamente su ritmo infinito, y estos montes exhalarían en la lóbrega intimidad de su fondo, igual aliento salvaje. La inmensidad nos tiene prisioneros. "No", dice el cielo, ensanchado por la tierra; "no", dice el árbol que levanta sobre la siniestra espesura sus brazos eternos; "no", repiten los buitres inmóviles, espías de la muerte. Y para venir a encerrarse en perdurable encierro, con tan imponentes testigos, para afrontar todos los días, hasta el último de nuestros pobres días, tan grandioso y fatal espectáculo, preciso es traer otra soberbia negación en el alma, un odio implacable, o un desprecio feroz, o una tranquilidad terrible, o una resignación de granito.
¡Cómo os comprendo, rudos servidores de mi huésped, pastores taciturnos! Curtida está la piel de vuestras manos como la de vuestros tiradores de boyeros; vaciados estáis en áspera arcilla, hermana de la que pisan vuestros pies incansables; las líneas de vuestros cetrinos rostros tienen la impasibilidad de estos campos adustos. Vuestras siluetas no turban la armonía secreta del ambiente, y vuestro oficio es el único que no lo profana. Devolvéis a su patria agreste los toros que otras generaciones capturaron y enloquecieron para diversión estúpida, y los dejáis recorrer con pezuña tarda y poderosa, leguas y leguas de dominios. Guardáis los rebaños del silencio, riquezas que gentes lejanas pesan y cotizan, aquí figuras de verdad y de belleza. Hacéis que el bárbaro testuz, en la gloria robusta de sus astas, se yerga sobre los altos haces silvestres, y que resplandezca el atento y magnífico espejo de los ojos bestiales. Pobláis el sombrío paraíso de los solos habitantes dignos de él.
Las escondidas divinidades rústicas acogen vuestra adormida tristeza. Apagada la esperanza en vuestros corazones, y en vuestra inteligencia la curiosidad, os acomodáis al yermo, a la desnudez desesperada de vuestras chozas y de vuestros instintos. Es que la desconfianza, el miedo y la sumisión inerte pesan en vuestra carne. Es que os pesa la memoria del desastre sin nombre. Es que habéis sido engendrados por vientres estremecidos de horror, y vagáis -atónitos en el antiguo teatro de la guerra más despiadada de la historia, la guerra parricida y exterminadora, la guerra que acabó con los machos de una raza y arrastró a las hembras descalzas por los caminos que abrían los caballos, quizás ignorantes de vuestra orfandad y de vuestro luto; vivís desvanecidos en la sombra de un espanto. Sois los sobrevivientes de la catástrofe, los errantes espectros de la noche después de la batalla. ¿Qué son treinta años para restañar tales heridas? Seguís vuestro destino, pastores taciturnos. En torno de vosotros las flores han cubierto las tumbas; nadie es capaz de atentar contra la formidable fertilidad de la tierra; el hierro y el fuego mismo la fecundan; no hay para ella gestos asesinos. Por eso, en su vitalidad indestructible, ella, que recibió los huesos de los héroes inútiles, no ha de negar su paz austera a los hijos del infortunio.
¿Quién intentará curar, consolar a los que lo perdieron todo: fe en el trabajo, poesía serena del hogar, poesía ardiente de una ternura que elige, sueña y canta? ¿Quién confortará a los que aun no rompieron en llanto y en ira? ¿ Quién tendrá bastante constancia para combatir los fantasmas fatídicos, bastante piedad y respeto al tocar las raíces sangrientas del mal, bastante paciencia para despertar las mentes asombradas, bastante dulzura para atraerse las criaturas enfermas? Universitarios que proyectáis regeneraciones, retóricos del sacrificio, abandonad esa colmena central y dispersaos por los modestos rincones de vuestro país, no para chupar sus jugos a los cálices ingenuos, sino para distribuir la miel de vuestra fraternidad. Talentos generosos, prosperad todavía: haceos maestritos de escuela, curitas de aldea; acudid a la simple faena cotidiana, y en las tardes transparentes, a la vuelta del surco, hablad al oído a vuestros hermanos que sufren, ¡que sufren tanto que no saben que sufren! Pero si no hay amor en vosotros quedaos en la colmena y dedicaos a la política. Vuestra solicitud sería la postrera y peor de las plagas.
¿He escrito política? Había olvidado —¡perdón!—, había olvidado la política. Había olvidado el recurso feliz, el emplasto de diarios oficiales, la cataplasma oratoria. Había olvidado la farmacopea parlamentaria. Hemos progresado en religión: de muchos dioses hemos pasado a uno, y estamos en vías de pasar de uno a cero. Nuestro poder terrestre ha progresado a la inversa: del tirano hemos pasado a la cuadrilla. El tirano, malo o bueno, representaba a Dios; no se suponga que la cuadrilla representa algún travieso y despreocupado Olimpo. Representa al pueblo; sí, pastores taciturnos, hay unos cuantos alegres señores que os representan. Tal vez no lo creáis; tal vez Dios no se haya creído representado nunca por Juana la Loca o por Carlos el Gordo. Ni Dios ha bajado todavía de las alturas a explicarse, ni tú, paciente pueblo, subirás de las honduras a explicarte. Desearías entender lo que sucede en las Cámaras, mas el mecanismo administrativo es tan maravilloso, tan complicado, que los discursos elocuentes llegan a tus espaldas transformados en el rebenque del cabecilla. Y tú, penosamente, te encoges de hombros. . .
Basta. Esto es demasiado humano para este panorama imperioso y solemne. No soy un bucólico azucarado; sé que las plantas elegantes se roban el aire y la luz, que los tallos esbeltos se retuercen para estrangularse, que no es por estética que la golondrina decora el espacio con las graciosas curvas de su vuelo, sino por devorar una presa invisible; sé que lo hermoso y lo pujante brota de los cadáveres podridos. Y sin embargo siento que de las sanas crueldades de la naturaleza se eleva una certidumbre sublime, ausente de las maniáticas y ruines crueldades de los hombres.

DE PASO


Visiones fugitivas del viaje... Debajo de los muelles de la capital, a mediodía; hamacas prendidas a los postes oscuros, emponchados riendo, hembras desabrochadas y morenas, chiquillos infatigables, una multitud chillona y abigarrada, comiendo sandías, gozando de la sombra fresca, mojada; allá el sol, haciendo brillar la arena, los colores violentos de los cascos y de las arboladuras, de la tierra roja y del campo verde, un mosaico luminoso, agitado, un ondear lejano de confusas banderas; aquí el agua que tiembla, tenebrosa, las carcajadas, un loro que lanza su grito de esmeralda, los botes dormidos. . .
Ahora las ruedas del vapor baten el río acompasadamente. El cielo me parece enorme, recién lavado. Los ríos son de un gris pizarra purísimo, lustroso, traslúcido. El pensamiento no se estrella contra las paredes del cuarto, ni contra las paredes de la calle, cubiertas de pintura sucia. Las ideas pueden acompañar a los ojos. El alma no se siente prisionera de la civilización. Un placer vasto me invade al considerar que la ancha corriente baja al océano con la misma soberana impasibilidad que si el hombre no hubiera existido nunca, y que los bosques agazapados a las orillas no fueron plantados por manos nuestras. La brisa acaricia mi frente, una brisa igual, sostenida; marchamos; oigo la respiración atormentada de los cilindros. Bajo mis pies hay un pequeño infierno, un grupo de condenados, medio desnudos, untados de grasa y de sudor, trabajando en un ambiente que me asfixiaría; son ellos, y no la máquina, los que empujan sin tocarme, los que me dan esta brisa deliciosa y este paisaje que desfila suavemente, y esta sensación de libertad. A proa, acurrucado sobre una cadena que pinzan sus dedos de bronce, veo a uno de los esclavos. Veo su cabeza redonda, la lana de su cabello africano, los bíceps que remaban en las galeras de los reyes católicos, la nuca corta, pedazo de fuste, propia para el yugo. El esclavo canta, su mirada me descubre, y una impresión de desprecio y de alegría siniestra sube como una oleada de sangre a su rostro coriáceo.
La tarde. Rasgamos silenciosamente la trémula muselina líquida. El ocaso se desmaya a lo largo de la ribera. Un mbiguá,cuchillo con alas, hiende horizontalmente el aire. La noche desciende del firmamento, hasta tocar la noche que sube desde el fondo de la tierra. Las estrellas despiertan una a una; sus imágenes palpitan bajo la onda como pálidas llamas. La masa del matorral americano pone en el espejo estremecido una negrura tétrica. Aguas negras, de un negro reluciente y aceitoso, de un negro lúgubre y cóncavo, a cuya margen misteriosa llega la ondulación de nuestra estela, arrancándole un reflejo metálico negro, suntuoso y fatídico; aguas negras, encubridoras de serpientes, de ahogados con una piedra al cuello. Y esa negrura me penetra, me insinúa su frialdad de ultratumba. Y he aquí que la muerte me toca otra vez el hombro con el dedo, y me murmura al oído sus palabras familiares y horribles. Un suspiro de espectro mueve vagamente la atmósfera, y me parece que la naturaleza entera sufre la angustia de una pesadilla sin nombre.
He estado a punto de cazar un tigre. Se me ponen los pelos de punta al recordarlo. Éramos cinco hombres, armados hasta los dientes. Me parecían pocas las nueve balas de mi wínchester. Al caer de la tarde llegamos a los dominios de la fiera: la curva y baja orilla del Manduvirá; una playa de blanca y apretada arena, donde los cascos de los caballos se hundían sin ruido; a cien metros, el monte inextricable, una capa de maleza y de árboles chatos, cuyas raíces desnudadas y pulidas por las crecientes se retorcían entrelazándose como los huesos de un desenterrado ejército; y la sombra sigilosa, helada, de aquellos escondrijos inexplorables se destaca sobre la palidez del suelo que pisábamos lentamente. Una soledad, un silencio fúnebres. Ni un zumbar de insecto, ni un grito de ave. Marchábamos con los ojos en tierra, escudriñando rastros posibles. De pronto F. se detiene, y nos muestra huellas recientes, profundas, que se me antojaron enormes; allí estaban las garras del animal, las uñas clavadas en abanico; un estremecimiento nos sacude; callamos, y al fin L. exclama:
—¡Sí; son los perros!
Efectivamente, eran los pasos de nuestros perros. Suspiramos alegremente, y seguimos adelante. Nos metimos entre los macizos, rodeamos el matorral. Nada. Un peón se deja ir abajo, y nos hace seña. Alto. El corazón se nos sale por la boca. El peón acecha, arma su escopeta, se agacha, se desliza semejante a un gato montes. No respiramos, el dedo en el gatillo. El hombre de la naturaleza ve lo que no vemos, y oye lo que no oímos; avanza; sólo él adivina las pupilas fosforescentes del felino; sólo él sabe. ¿Pero qué? El hombre de la naturaleza vuelve a su montado, pronunciando palabras que no comprendo.
—¿Qué hay? — pregunto a L.
—Poca cosa. Un pato que ese zonzo quería acertar.
El retorno. Un celaje imaginado por las hadas. La noche magnífica, dorando el borde de su manto en la llama moribunda del sol. El bañado sin fin. De lejos en lejos las palmas suben derechas y cilindricas, abriendo en el aire sus manos inmóviles. Los juncos, lívidos, forman un mar inmenso en que nos sumergimos hasta la cintura; los caballos desaparecen casi; golpean con sus patas el fondo invisible, encharcado por las recientes lluvias; no se creería que caminan, sino que nadan, y que debajo de nosotros yace el abismo amenazador. No hay luna. Los astros altísimos encienden sus mil luces húmedas, y en torno de nosotros encienden las suyas los insectos enamorados. Una gran voz incansable, una gran plegaria, un gran lamento vago asciende al cielo, todas las voces y gemidos y susurros de la vida; el sapo lanza su silbido misterioso, su aviso que no entiendo, que quizá me llama a la tiniebla donde se engendra lo horrible. El silbido se va quedando atrás, y de repente suena a mi lado. El mundo se liquida, todos los contornos se funden. No distingo ya a mis compañeros. Estoy completamente solo en el infinito; me siento absorbido por las fuerzas y los instintos de la realidad impenetrable. Deseo reclinarme en el suave mar de los juncos, tocar el fresco lodo donde los sapos silban, y dormir, como un centauro agobiado de fatiga, el más largo e inerte de los sueños.
El sol. El aire arde como una llama invisible. Entre la tierra calcinada y las zarzas secas, sedientas, hierven los insectos. Todo está blanco, de un blanco implacable de metal en fundición. La temperatura, de puro excesiva, apenas se siente. Un aturdimiento, una impresión de que pesamos el doble, de que nos hundimos en una hoguera que no nos consume porque no somos quizás más que cenizas. Imposible pensar. Caminamos empujados por el impalpable aliento del horno. El sol: estamos dentro del sol.
Llegamos a un ancho pozo, anegado de un líquido de color de leche sucia. ¡Agua! Vivimos. Al lado del pozo lava sus harapos una vieja. Su rostro es negro, sus manos también. Carbón. Ni nos mira; pero la gritamos, y nos da una lata donde bebemos con los ojos cerrados, deliciosamente. En uno de los viajes, trae la lata una ágil cinta verde y roja, que se retuerce y nada y se pega al borde en anillos brillantes. Es la más ponzoñosa de las víboras, la más pequeña y graciosa; el ñandurie, para cuya picadura no hay remedio. Su elegante cabecita se yergue y se petrifica un momento, semejante a un ágata esmaltada de oro. Su lengua ahorquillada, fina al igual de las antenas de la mariposa, asoma rápida. Joya ligera de la creación, doblemente bella por el poder de la muerte, contemplamos al reptil sin atrevernos a respirar. ..
Y de pronto Celé, el más taciturno y feo de nuestros peones, el de la cara tosca y rígida, el de las hondas órbitas ensombrecidas por cejas salvajes, el de la mirada glauca y divergente, se acerca con su paso de siervo insensible, y alargando sus dedos encallecidos, agarra la víbora con gesto indiferente y seguro. Un estremecimiento de horror en nosotros, ante el suicida que aprieta el gatillo... Y la delicada serpiente se enrosca en los dedos encallecidos, y la elegente cabecita mortal se reclina amorosamente sobre la carne del siervo. . . y Celé, con voz sorda, lenta, igual, murmura:
—No muerde... Cuando no la veo, tengo miedo... Cuando la veo, no tengo miedo...
Celé ha guardado su ñandurie bajo el sombrero de anchas alas, y continuamos la marcha candente, fulminada de sol.
Baile nocturno, en un rancho. A uno de los gruesos postes que sostienen el techado de paja han colgado un farol que humea. Sobre el césped, mujeres sentadas, con botellas de caña delante, y un cabo de vela encendido. Entro en el aposento casi a oscuras, donde las parejas surgen y se vuelcan como espectros; fuera, bajo los árboles, una música estridente y bárbara que perfora el oído y el corazón. Los pies desnudos frotan la tierra, y dos cabezas pegadas, dos bustos incrustados uno en otro desfilan a instantes bajo el fulgor de la triste lámpara, y se sumergen otra vez en la penumbra. La hembra, aplastada contra el pecho del macho, parece dormir; el hombre muestra su faz de bronce, cuajada de una gravedad fúnebre; el sudor desciende en amplias gotas por su cabello metálico. Faz de Cristo ajusticiado. Pasa un joven lampiño, de mechón sobre la oreja, chambergo torcido y abanico al puño. Sus pupilas de cristal relucen, y sus labios se rizan en una sonrisa infame. Lleva prisionera a una arpía descarnada, de rasgos de mono, cuyo pelo ralo, untado de aceite, se pega al hueso. Y después, de frente, avanza un anciano colosal. Su poncho me oculta a quien va envuelta entre los largos flecos; la distingo después, acostada en los robustos brazos del pirata. La frente estrecha y pura resplandece en la sombra; claridad suave, balanceada por el oleaje humano. El oleaje me la torna a intervalos, y admiro los ojos inocentes, la boca inmaculada en medio del hedor nauseabundo de los cuerpos en celo. Y vuelve más tarde, y vuelve, como una aparición celeste; y la pierdo y la encuentro y se marcha para siempre, en la onda incierta del baile; se marcha la cabellera pálida, se marcha la blusa blanca, que estruja por la mitad una garra velluda.
Media hora más y será de noche. La campiña, delante de mí, sube levemente; allá, una lejana ondulación extiende, bajo la faja oscura del celaje, su larga pincelada azul. Todo se va apagando. El verde de la liana y jugosa vegetación recorta sus mil siluetas inmóviles y ensombrecidas. Ahora el tabique de las nubes densas se resquebraja, y una sinuosa línea de fuego, resplandor del ocaso oculto, cruza el ancho horizonte. Carobení acuesta su laborioso rancherío bajo la vaga tiniebla. Pero arriba, muy arriba en el cielo fantástico, brillan de repente destellos de plata. El muaré de una blanca seda luminosa palpita en el espacio. El aire lleva dulzuras de leche. Es la luna, la suave y pálida aurora de la luna, el ensueño que se eleva sobre la fatiga humilde de la jornada concluida. Oigo cerca de mí el preludiar tembloroso de una guitarra. En el sosiego nocturno, la poesía visita el corazón de los hombres.
Una voz varonil, exenta de la vanidad italiana, de la complacencia sonora y teatral. Esa voz no se escucha a sí propia, Es una voz panteísta. Un gangueo que se pierde entre las cuerdas arañadas, un suspiro ritmado. Dos tonalidades monótonas. El turno idéntico de la ola y la resaca. El sonido del viento cansado, del agua pobre. Los ruidos confusos de la vida miserable y rústica.
Y el rumor habla, explica, se ríe en lentas carcajadas lúgubres. Chistes salmodiados por un lamento. Una copla se suelda a otra; el amor y la muerte y la burla sueltan su letanía sin fin al rasgueo igual de la guitarra. Tristeza terca, solución lanzada al firmamento impasible, donde reinan las estrellas de siempre.
La aridez y la obstinación de la queja parece algo inexorable: ¿el destino? ¡Qué resignación en ese murmullo somnoliento! La letra se estremece en los episodios cómicos con un espasmo de ironía áspera, La mujer: el deseo rápido y feroz, otro espasmo. Y el fondo continuo de las cosas es la amenaza del cuchillo, la gloria del cuchillo. Las almas tienen color de sangre.
De nada sirve la casta claridad que transfigura el ambiente, el tibio reposo en que los animales duermen, en que la tierra inagotable se prepara a la fecundidad de un nuevo día; de nada sirve la paz en que nuestro pensamiento se reconcilia con lo necesario, en que aceptamos el dolor y robustecemos nuestra esperanza combatida: el quejido de la guitarra repite el eterno poema de la sangre...
No he perdido el tiempo en Villarrica. He conocido a Bernardo. No se anima a decir su apellido "porque es muy feo". ¿Lo sabe él mismo? Trabaja en los obrajes, en las estancias, si quiere, y como quiere, cuando necesita dinero, lo que no ocurre casi nunca. Tiene veinte años. Pasó tres, muy joven, en los yerbales. Su patrón le daba de comer, a peso de oro, carne podrida de burro y de yegua. Resistió el desgraciado a los reumatismos y a las fiebres. No fumaba, no bebía; a fuerza de sobriedad y de orden, pudo arreglar su cuenta y huir. Bernardo es uno de los pocos esclavos que no han dejado los huesos en el Paraná. Ha recorrido después, guitarra a la espalda y canción en la boca, el Paraguay en todos sentidos. Le llaman loco. Lleva la alegría y la libertad a todas partes.
Tiene los ojos negros, chicos, iluminados; le deben de llamar loco porque mira cara a cara, con intensa plenitud. Dientes sólidos, apretados como una barricada; labios largos y movibles; mejilla enjuta; pelo salvaje. Un tórax de gorila y altas piernas. Camiseta y pañuelo al cuello (nada de política), bombachas. El movimiento continuo. Se diría que está siempre dispuesto a volar por los aires.
Habla a grandes voces, con carcajadas terribles. Su laringe, de un registro vasto, contiene un mundo de aullidos, de melodías, de rumores sordos, la música de la selva virgen. Es incapaz de distinguir los amos de los sirvientes, los que lucen saco de los que arrastran poncho. A él —cosa extraordinaria— todos le parecen semejantes. A todos trata igual. Nos interpela con el sombrero puesto, y nos planta en el hombro su zarpa noble, revocada de la roja tierra guaireña.
Entra en las casas y en los ranchos, se sienta tranquilamente. Ríe de los rostros indignados, desarma con sus chistes ingenuos, toca y canta y encanta con su arte primitivo y penetrante. Los niños lo adoran. ¿Las mujeres?... Son niños también. Bernardo, apenas llegado a un pueblo, es el correo amoroso de las muchachas en noviazgo, y el amante o el novio de las que están desalquiladas. Propio o ajeno. Pasea el amor, un amor tolerante y plácido, sin inquietudes ni celos, un amor que juega y escapa como un pájaro, y en su guitarra viaja una poesía irregular y vivificante como el viento. Bernardo es un Lohengrin sin tragedia, una promesa que cruza el cielo. Y las señoras lánguidas van a charlar con él en la penumbra de las cocinas y de los patios.
Bernardo ignora sus padres. Rebosante de fraternidad bulliciosa, no piensa aun engendrar hijos. La imagen de la china abandonada, harapienta, en medio de sus pequeños, macilentos y sucios, le causa horror.
Él hará su nido más tarde, cuando no sea tan loco. Ahora se siente nuevo todavía. Bernardo no sospecha que siempre será nuevo, que nunca envejecerá.
Ese bárbaro se adelanta a su siglo. No practica ninguna noción de propiedad. Se alimenta y se viste sin darse cuenta. Lo indispensable a su simple existencia, lo toma, y lo toma sin ocultarse, sonriendo lo mismo que Róbinson en la isla. Un estanciero explotaba a Bernardo innoblemente. Bernardo, harto ya, montó en el mejor caballo del establecimiento, y disparó. Era el único medio de salvarse. Cuando se creyó seguro, tiró la montura a una maciega, y largó el animal. Meses después se topa con el dueño que le amenaza con la cárcel. Bernardo acepta en seguida, porque "nunca había estado allí". Lo mandan a la policía, donde se hace amigo íntimo del jefe, del sangento, de los soldados, por su jovialidad imperturbable, por la humanidad profunda que irradia su cabeza erguida, y los deja a las pocas semanas, desconsolados de su ausencia.
El alma de Bernardo no se ha manchado con la ira, ni con la codicia, ni con la lujuria, ni con el miedo. En ella se reflejan límpidamente los astros y la bondad fugitiva de los hombres. Alma de loco..., alma de poeta.
Bernardo me ha comunicado su proyecto de visitar La Asunción.

GUARANÍ

Para algunos, el guaraní es la rémora. Se le atribuye el entorpecimiento del mecanismo intelectual y la dificultad que parece sentir la masa en adaptarse a los métodos de labor europeos. El argumento comúnmente presentado es que correspondiendo a cada lengua una mentalidad que, por decirlo así, en ella se define y retrata, y siendo el guaraní radicalmente distinto del castellano y demás idiomas arios, no sólo en el léxico, lo que no sería de tan grave importancia, sino en la construcción misma de las palabras y de las oraciones, ha de encontrar por esta causa, en el Paraguay, serios obstáculos la obra de la civilización. El remedio se deduce obvio: matar el guaraní. Atacando el habla se espera modificar la inteligencia. Enseñando una gramática europea al pueblo, se espera europeizarlo.
Que el guaraní es diferente del castellano, en su esencia, no se discute. Se trata de un lenguaje primitivo, en que las indicaciones abstractas escasean, en que la estructura lógica a que llegan las lenguas cultivadas no se destaca aún. El guaraní demuestra su condición primordial por su confusión, su riqueza profusa, la diversidad de giros y de acepciones, el desorden complicado en que se aglutinan términos nacidos casi siempre de una imitación ingenua de los fenómenos naturales. "Lejos de comenzar por lo simple, dice Renán, el espíritu humano comienza en realidad por lo complejo y lo oscuro". Vecino a la misteriosa inextricabilidad de la naturaleza, el guaraní varía de un lugar a otro, formando dialectos dentro de un dialecto que a su vez es uno de los innumerables del centro de Sud América. Nada sin duda más opuesto al castellano, hijo adulto y completo del universal latín.
Todo esto es un hecho, mas no un argumento. En Europa misma vemos que no son los distritos bilingües los más atrasados. Y no se crea que la segunda habla, la popular y familiar, en tales distritos usada, es siempre una variante de la otra, de la nacional y oficial. Vizcaya, región en que se practica un idioma tan alejado del español como el guaraní, es una provincia próspera y feliz. Algo parecido ocurre en los Pirineos franceses, en la Bretaña, en las regiones celtas de Inglaterra. Y si consideramos las comarcas en que es de uso corriente un dialecto de la lengua nacional nueva, sacamos una enseñanza, la de la tenacidad con que el lenguaje, por fácil que parezca su absorción en el seno de otro lenguaje más poderoso y próximo, perdura ante las influencias exteriores. Cataluña es un buen ejemplo de lo apuntado, y asimismo Provenza, cuya luminosa lengua ha sido regenerada y como replantada por el gran Mistral.
La historia nos revela que lo bilingüe no es una excepción, sino lo ordinario. Suele haber un idioma vulgar, matizado, irregular, propio a las expansiones sentimentales del pueblo, y otro razonado, depurado, artificial, propio a las manifestaciones diplomáticas, científicas y literarias. Dos lenguas, emparentadas o no; una plebeya, otra sabia; una particular, otra extensa; una desordenada y libre, otra ordenada y retórica. Casi no hubo siglo ni país en que esto no se verificara.
Pobre idea se tiene del cerebro humano si se asegura que son para él incompatibles dos lenguajes. Contrariamente a lo que los enemigos del guaraní suponen, juzgo que el manejo simultáneo de ambos idiomas robustecerá y flexibilizará el entendimiento. Se toman por opuestas, cosas que quizá se completen. Que el castellano se aplique mejor a las relaciones de la cultura moderna, cuyo carácter es impersonal, general, dialéctico ¿quién lo duda? Pero ¿no se aplicará mejor el guaraní a las relaciones individuales, estéticas, religiosas, de esta raza y de esta tierra? Sin duda también. Los enamorados, los niños que por vez primera balbucean a sus madres, seguirán empleando el guaraní, y harán perfectamente.
Se invoca la economía, la división del trabajo. Pues bien, en virtud de ellas se conservará el guaraní y se adoptará el castellano, cada cual para lo que es útil. Las necesidades mismas, el deseo y el provecho mayor o menor de la vida contemporánea regularán la futura ley de transformación y redistribución del guaraní. En cuanto a dirigir ese proceso por medio del Diario Oficial, ilusión es de políticos que jamás se han ocupado de filología. Tan hacedero es alterar una lengua por decreto como ensanchar el ángulo facial de los habitantes.

LA POESÍA DE LAS PIEDRAS

¿Habrá algo más lejano de un espíritu que una piedra? Y como en este mundo todo es espíritu, según han reconocido, por la virtud divinatoria de su genio, cuantos pueblos han brotado sobre el haz de la tierra, forzoso es imaginar qué dolor inefable ha convertido la luz en opacidad, la ligereza en pesadez y el sutil movimiento en inmovilidad tétrica. ¿Qué criminal maldito yace en el canto que rueda bajo nuestro pie indiferente, qué raza condenada cuaja su desesperación en las vastas rocas que rompen la montaña como huesos mal enterrados? Víctor Hugo, sobre ciertos peñascos negros, se ha atrevido a poner los nombres de los que deshonraron la historia. Novalis, más tierno, ve estatuas en las peñas. "Tan sólo en estas esculturas que nos quedan de los tiempos pasados de la belleza humana, dice, se traslucen el espíritu profundo y la comprensión singular del mundo mineral; y delante de ellas, el contemplador pensativo siente que le envuelve una corteza pétrea que parece desarrollarse hacia el interior. Lo sublime petrifica; por esto no nos es permitido extrañarnos ante lo sublime de la Naturaleza y ante sus efectos, o ignorar dónde lo sublime se encuentra. ¿No podría la Naturaleza haberse petrificado a la vista del rostro de Dios, o en el terror que la causó la llegada de los hombres?"
Los campesinos paraguayos, herederos de muchas creencias guaraníes, comprenden la tristeza de las piedras. Rara vez las asocian a buenos agüeros, quizá porque no conocen las gemas transparentes, las cuales son menos prisioneras de la fatalidad, ya que el día variable y matizado puede visitar su sólido seno. Casi ningún guijarro representa un secreto alegre. Los metales, los vidrios y cristales y espejos resplandecen por la humana industria, y en ellos se borran los designios tenebrosos de su primer origen. En el estado bruto, apenas ofrecen los áridos minerales una sonrisa a la ingenuidad paraguaya.
Sin embargo, así como la sustancia inorgánica que se forma en las entrañas de algunos peces y ya desprendida de ellos flota en el mar, constituye una feliz promesa para ciertas poblaciones europeas, también aquí la leyenda vaticina suerte dichosa a los que se apoderen de la menuda piedrecita guardada por el maravilloso caburei, el pájaro breve de la noche y del destino. Unos aseguran que la piedrecita está en la cabeza del ave, como en la del sapo boreal el famoso diamante de la tradición. Otros aseguran que está en el fondo del nido. El caburei posee otras misteriosas virtudes, de las que me ocuparé cuando trate de la poesía de las alas. Por lo general, empero, los enigmas de las piedras son melancólicos. "No recojas piedras, que trae miseria", aconseja la sabiduría popular. "No te sientes sobre piedra que te volverás perezoso". Veo en este suspiro la confesión de la indolencia tropical, de los lazos densos que atan al suelo y paralizan la energía del hombre. Las piedras son cosa de sueño sin ensueños y de muerte. Alrededor de las crucecitas anónimas que se levantan aquí y allá en la soledad de los campos, descubriréis piedrecillas amontonadas; son ofrendas a la divinidad de las tumbas. En lugar de la ancha lápida en que graban los ricos una vanidosa inscripción, la piedad rústica eleva un agreste túmulo en que ha colaborado la humildad dispersa de las piedras. Las piedras, cadáveres errantes, meditan sin cesar de un modo fúnebre, y son los fieles hermanos del olvido.
Un mito extraño existe en el corazón de Tasmania. Más allá del sepulcro, en una infinita y desolada llanura, las almas caminan en busca de la eterna paz o del eterno desconsuelo. La salvación no depende de un Dios que juzgue las acciones de la vida terrestre, sino del más impenetrable de los dioses: el azar. Hay dos piedras en la fatídica llanura, blanca la una y negra la otra. El que da con la primera gana el paraíso, y el que da con la segunda cae al irremediable infierno. Piedrecita blanca, escondida en el nido del caburei, compadécete de las candidas nostalgias de un pueblo castigado, y adorna su abandono con las imaginaciones de lo imposible.

HERBORIZANDO


A fuerza de vivir en compañía de ellas, han podido los campesinos arrancar alguno de sus secretos a las plantas. Por distinto que parezca el mundo vegetal del mundo animal, hasta el punto de haberse inventado, para explicar la presencia de tan extraños seres en nuestro planeta, la curiosa hipótesis de gérmenes siderales traídos por aerolitos o piedras del cielo, ello es que algunas relaciones, ya prácticas, ya simbólicas, ha descubierto la ingenuidad de los pueblos entre el hombre y los más humildes organismos de la tierra.
Todas nuestras enfermedades tienen su remedio en las yerbas del campo. Esta verdad que la medicina no acepta empeñándose en apelar a la química y a la bacteriología, la saben los paraguayos no contaminados por la civilización. Para reconocer los medicamentos naturales, que crecen en los abiertos prados o en el misterio de las selvas, es indispensable el candido corazón de los brujos, los curanderos y los locos. Ellos ven lo que nosotros no vemos, lo que nuestra inteligencia nos oculta, según la admirable frase de Anatole France. Conviene igualmente la pureza y la fe para que el remedio salve. No se salva el que quiere, sino el que lo merece, y nada es tan respetable como esta armonía entre la justicia y la ciencia. El que no tenga fe que acuda a los médicos.
Son innumerables las especies que sirven la terapéutica primitiva y absoluta. No dispongo de erudición ni de tiempo para mencionarlas ni clasificarlas. Herborizaré en este herbario, espigaré su poesía. Nos enternece encontrar que el clavel blanco sana el corazón, el jazmín los ojos, y que la rosa paraguaya cicatriza las heridas. Las flores que además de encantarnos y de hacernos soñar nos curan, son las más santas de las flores; se asemejan a esas bonitas hermanas de caridad, cuyas blanquísimas alas agita el viento. Es delicioso pensar que hay pétalos que nos protegen.
Pero el rocío mismo, cuando se cuaja en ciertas hojas privilegiadas, nos alivia y embellece. Así, no ignoran las niñas que para evitar las pecas y dar tersura a su rostro es preciso levantarse cuando todavía es de noche, y recoger el casto rocío que tiembla en el capüpe.
¿Y qué diré de lo moral, mucho más importante y más real que lo físico? Hay plantas venenosas y medicinales; las hay de funesto presagio y de feliz agüero. Hay las que reaniman la carne; hay las que favorecen las pasiones y alegran el espíritu. La ruda en vuestra casa os acarreará dichas, mas es necesario coger las florecillas la noche de San Juan, y esto no está al alcance de cualquiera; las almas condenadas harán lo posible para estorbároslo entre las sombras nocturnas; os gemirán y espantarán tal vez, os tirarán de las ropas y os apagarán las luces. En cambio, el paraíso ocasiona miseria y tristeza, el sauce llorón, muerte y ruina, y en cuanto a la albahaca es indudable que introducirá en vuestro domicilio gentes cursis y comprometedoras. Temed al cocotero: atrae el rayo. Que las muchachas no alberguen la aromita, porque no se casarán nunca.
El caabotori es favorable al amor, y es muy buscado. Las niñas lo llevan en el seno sin decir nada. Si no sois simpáticos al genio malicioso de la naturaleza, esta yerbita se volverá invisible en la campiña; anhelando hallarla, la pisaréis sin daros cuenta. El toroca-a os conquistará el hombre preferido; debéis ¡oh, vírgenes dulces!, arrodillaros ante la planta, asearla y acariciarla. No está de más que la recéis un padre nuestro, siempre que no hagáis la señal de la cruz. Si deseáis libraros del veneno de los celos, trenzad el toro-caá; y si al día siguiente veis la yerba destrenzada por el asta ardiente del toro, podéis ir tranquilas.
Sobre este comercio sutil entre los vegetales y la población, reina el mate como soberano de antiquísima estirpe. Por el mate se absorben casi todas las medicinas silvestres. Mediante el mate se enamora, se mata y se embruja. Un signo, un polvo, un pelo bastan para lo irremediable. Y del fondo del Chaco, de donde un tentáculo de humanidad se hunde en el seno de la Esfinge, vienen fórmulas fatídicas. Si de pronto os hierve el cerebro y echáis gusanos por la nariz, u os acomete otra dolencia igualmente monstruosa, recordad qué blanca mano, trémula de odio, os ha ofrecido el mate. Todo lo malo y lo bueno de la historia está en el mate, comunión de labios y de ensueños, fetiche de una raza, oscura cascara, hueca geoda en que duermen los siglos, fulgor inextinguible, calor de sangre que se pasan de palma en palma las generaciones. El mate lo ha escuchado todo, lo ha adivinado todo, confidencias terribles, esperanzas siempre abatidas, juramentos sombríos. Aplicadle el oído, y percibiréis en él las mil voces confusas del inmenso pasado, como en el viejo caracol los rumores del mar.


LAS BESTIAS-ORÁCULOS

Pequeños seres extraños, pequeños monstruos que trotan, zumban, huyen, arañan, vuelan, miran o rascan; ellos encierran un sentido simbólico relacionado con designios vastos. Presiden más o menos la suerte, y les siguen hasta su escondrijo miradas pensativas.
Las mariposas, pétalos volantes, no auguran nada malo. Son felices mensajeras, como las libélulas que lucen sus maravillosos barnices al sol. ¡Oh, divinas libélulas que se aman en el aire! "Ningún gesto de mayor encanto amoroso puede imaginarse, dice Gourmont, que el de la hembra al encorvar lentamente su cuerpo azul, haciendo la mitad del camino hacia su amante, que, erguido sobre sus patas anteriores, soporta, con los músculos crispados, todo el peso de este movimiento. Se diría, de tal manera es inmaterial y puro el espectáculo, dos ideas que se juntan en la limpidez de un pensamiento necesario". Las mariposas hechas de seda impalpable y las libélulas cuajadas en diamantes sutiles son sonrisas fugaces de la naturaleza. Al pasar nos prometen la dicha.
Pero las avispas ocultan un aguijón envenenado, y si bien las negras se limitan a anunciarnos la llegada misteriosa de un olvidado y remoto viajero, las amarillas significan muerte. El escarabajo, sagrado en otras partes, no tiene la menor influencia en el Paraguay; nadie le hace caso. Si encontráis en casa una cigarra, reíd y cantad con ella; es portadora de noticias alegres.
Todo lo aturdida que es la cigarra, es sabia la hormiga. La hormiga es alquimista, arquitecta, guerrera y nigromántica. La hormiga entiende el guaraní. No me atrevo a afirmarlo de cuantas especies de hormigas hay, pero no tiene duda el asunto para las guaicurúes, las feroces por excelencia, las que devoran a sus congéneres. Si al cruzar el bosque halláis algún cordón de hormigas guaicurúes y os da la malhadada ocurrencia de decirlas: Adió, aga pihare tapejo miche visitabo, o sea: adiós, vayan esta noche a visitarme un poco, descuidad, que os harán saltar de la cama y os dejarán el domicilio devastado por una invasión formidable. Si las habláis, pues, en guaraní, sed precavidos.
Las molestas, innumerables y fúnebres cucarachas no comprenden quizá los idiomas humanos; sin embargo, se las logra convencer de que deben alejarse, si se emplea un curioso subterfugio. Escribid en un papel la palabra cucaracha, y arrojadlo a la calle. Apenas un transeúnte lo recoja, las cucarachas emigrarán en masa de vuestra vivienda y se irán a la del imprudente.
¿Quién sospecharía que la víbora adivina la preñez, y hasta la respeta? La mujer a quien sale en el campo una víbora, está embarazada y de varón. El reptil se guardará bien de atacarla.
Me satisface en extremo descubrir que la ágil lagartija vaticina felicidad, lo mismo que las ranas y los sapos, cuando son muy jóvenes. Esta rehabilitación de los sapitos, tan graciosos con su trasero clavado en tierra y la cabecita inmóvil y levantada, es muy justa. Las ranitas son aún más pueriles y tímidas. Y cuando ellos y ellas, en la penumbra mojada de los crepúsculos lluviosos, tocan sus guitarras sonoras con desesperado lirismo, es cuando apreciamos el tesoro de sus almas dolientes y románticas. Los yacarés, a pesar de su facha infernalmente sombría, no tienen leyenda. ¿Cómo explicarlo? La América del Sur, según creen los geólogos, pertenece a los más primitivos terrenos que surgen hoy del mar, y formó un tercio del colosal continente antartico en la época jurásica. Nuestros yacarés son los abuelos de los cocodrilos que en África llegaron a dominar los ensueños de las errantes tribus. Hoy aún, en Madagascar, la moral y la civilización autóctonas están impregnadas del espíritu siniestro de los grandes saurios. "En el cocodrilo, cuentan los hermanos Leblond, los indígenas se someten a la fuerza y como a la tiranía de la fealdad. Su fealdad les ha herido y la copian en sus ademanes de terror, y la cantan en ritornelos semicómicos, compuestos para ser clamados cuando se atraviesan los infestados ríos. Admiran esta fealdad como los anamitas adoran al tigre; algunas familias tienen a mucho honor descender del cocodrilo. Brujos y brujas se ufanan de cohabitar con él en los juncales, habiendo logrado domesticarle pacientemente, quizá haciéndole comer una cierta raíz que aprieta las mandíbulas..."
Lo único que del yacaré se murmura es que corrige su propia fecundidad sacrificando una porción de la prole. El yacaré padre condena a los hijuelos que no saben nadar. Para ello lanza al agua un palito, y les obliga a jugar con él. Les observa un rato y se traga a los torpes. En este rasgo vislumbramos el tenebroso ingenio que nació del abismo.
Nada más propio que las alas para llevar los presagios. ¿Por dónde vendrían las buenas o malas noticias con mayor celeridad y misterio que por el aire? Un pájaro que cruza la esfera se parece a un pensamiento. Es un rápido símbolo del presente que pasa preñado de futuro. Las aves nocturnas, de vuelo cruel y aterciopelado, de ojos dementes, rodeados de lúgubres ojeras, son de pésimo agüero al otro lado del Atlántico. Aquí las lechuzas y buhos se libran de esta fama; el guixa yagua la tiene y fúnebre. Su grito corto y extraño, ¡cuá! significa pozo, tumba. Augura la muerte. El câráu es señal de discordia. Su aspecto es triste. Su historia, notable. Ha sido un buen mozo en otro tiempo. Un día, que se pavoneaba en el baile, fueron a decirle que su madre estaba agonizando. "Lugar hay de reír y no de llorar", contestó, y siguió divirtiéndose. Cuando volvió a casa, su madre había muerto, y desde entonces el câráu es la imagen de la melancolía y llora sin cesar. Las palomas traen miseria. El châhâ hace de centinela fiel, como los clásicos gansos. La gallina, si riñe con una compañera, avisa odios, y si se olvida de su sexo hasta el punto de imitar el canto del gallo, anuncia desgracia. El pavo real produce antipatía y disgustos; las muchachas que conservan para adorno de sus alcobas las plumas esplendorosas del amigo de Juno se casan difícilmente, y semejante creencia es signo de la discreción paraguaya, contraria a toda farsante prosopopeya. El pitogüe canta de tres maneras distintas; la una previene visita, la otra, boda; la otra revela que está encinta la mujer que la oye. El picaflor, prodigioso y diminuto, es portador de felicidad; los niños mismos son piadosos con esa concentración aérea de vida frenética y de gracia palpitante; matar un picaflor, atentar contra el pájaro en cuya pintura agotó su talento Michelet, es arriesgarse a que una tempestad destruya la vivienda del culpable. El sitio en que el picaflor cuelga su nido está bendito por la Virgen. Así como las golondrinas sacaron de las sienes del crucificado las púas de la trágica corona, los picaflores sacaron del corazón de la madre de Jesús espinas más agudas y más largas. Pero el caburei es la joya de la colección. Aporta consigo la salud, la abundancia y sobre todo el amor. Hasta las viejas de dudosa conducta, si disecan y guardan la cabeza del ave, se aseguran galanes generosos. El caburei tiene su payé; es una mosca negra que viene a verle todos los viernes a las tres de la tarde. Si la mosca perece; su dueño la acompaña.
Cazar un zorro es grave empresa, El zorro es sabio; su poder, extenso. Temed sus jugarretas. Quizá os cace a vosotros. Ha hecho en el bosque alianzas con espíritus malignos. Su alarido profetiza desastres, como el aullido lastimero del perro que olfatea la muerte. Sin embargo, se dice que lo que se le aparece al perro es el diablo, y que si uno se unta con la baba del can la frente, y mira por entre sus patas, descubre a lo lejos al mismísimo demonio. Hay un perrito oscuro, pelado, con ridiculas canas en el occipucio y en la cola; se le llama peloncho; las personas que padecen malos humores se curan acostándose con él. El pobre animal recibe la enfermedad resignado. El chivo es terrible. Los pelos de su barba, mezclados con tabaco, causan a quien los fume ventosidades que no acaban nunca. La cabra es bicho de Satanás, el cual se muestra a los mortales montado casi siempre en un caballo blanco.
Este detalle es el único que no me explico bien.

SUEÑOS


Si la vida es sueño, también soñar es vida y fuente oculta en que beben las almas tristes y supersticiosas. El sueño, hijo del cansancio y de la noche, imagen de la muerte, tiene quizá secretos parecidos a los que la muerte encierra, y la lira agria del antipático Quevedo, al glosar este asunto, deja por fin caer sones dulces y graves. Según el vulgar sentir, nos habla el sueño de lo que más nos preocupó durante el día. Pero no siempre es lo que nos preocupa lo que más nos importa, y a creer a ciertos finos ingenios, el soñar resucita las ideas descuidadas. Así, Dechartre, apasionado personaje de France, dice: "Vemos de noche los restos desgraciados de lo que hemos omitido en la vigilia. El sueño suele ser el desquite de las cosas despreciadas, el reproche de los seres abandonados. De ahí su imprevisto y su melancolía a veces". Admitamos o no las teorías nerviosas de los Räbl-Rückhard y de los Cajal para explicarlo, no podemos negar, sin que necesitemos de sonambulismos ni de médiums, que el sueño nos pone en contacto con realidades nuevas. Baste el ejemplo de los órganos enfermos, cuyos dolores se sueñan antes de ser padecidos en la conciencia normal, hecho que constituye el primer síntoma de algunas lesiones en las partes internas e insensibles del organismo. Porfirio observa que de las nociones del sueño discurrimos, hasta cierto punto, cuando estamos despiertos, mas que no se adquiere el conocimiento y la percepción de ellas sino por el sueño mismo, y saca una consecuencia notable: "Mediante la inteligencia decimos algo del principio superior a la inteligencia, pero tenemos intuición de él mucho mejor por una ausencia de pensamiento que por el pensamiento". He aquí la justificación metafísica del éxtasis religioso, que es un sueño también.
No pidamos alta mística a los pueblos primitivos; consideremos piadosamente las interpretaciones que dan a sus sueños los campesinos paraguayos. No es extraño que soñar flores signifique suerte; subir una escalera, honores; gatos, traición; animales cornúpetos, infidelidad; sangre, crimen. Una analogía fácil de encontrar hace que el sueño donde salgan rubios, anuncie dinero; si aparecen fantasmas blancos, muerte; si toros, enamorado; si niños bellos, simpatía; si sandías, preñez. La analogía es poética en el caso de los huevos rotos, que simbolizan desgracia, y deliciosamente tierna en el de la contemplación de la luna, porque es señal de que el amante recuerda sus amores con cariño.
Un contraste violento impone a los piojos y a la basura que representen prosperidad. La mujer que sueña con cualquier fruta verde esperará próximo embarazo. Curiosa ilustración de las razas; soñar con negros indica dolencia; con mulatos, plata; con indios, dicha. Las carretas avisan mala noticia. ¿Por qué, si se nos caen los dientes en sueños hemos de temer morir, y si aparecen víboras a una muchacha tendrá pretendientes, y la carne trae luto, y el sexo femenino buena estrella? ¡Misterio! Pero lo siguiente, en este sufrido país, se demuestra por sí solo: soñar con cotorras significa pleito, y con tigres o leones, la visita de la autoridad.

DIABLURAS FAMILIARES

Si no queréis acordaros de lo que soñasteis pasaos al despertar la mano por la frente. Os vestís y salís. ¿Tropezáis en el umbral? Vuestra mujer o vuestra novia os engaña. ¿Se os enredan las palabras al hablar? Alguien se acuerda de vosotros.
¿Para mal o para bien? Esto pertenece al oído. Si es el oído izquierdo el que os zumba o la oreja izquierda la que se pone colorada, se acuerdan para bien. Los párpados superiores funcionan a la inversa: si el izquierdo tiembla, sobrevendrá desdicha; si el derecho, ventura.
El diablo suele hacernos jugarretas. Por ejemplo: nos damos coscorrones inesperados contra los muebles, o nos tuercen la cuchara y se nos cae la sopa. Es el diablo que nos ha hecho tapuja. Acostumbra venir en esos torbellinos verticales que levantan la hoja seca y a cuya vista se asustan las mujeres y cierran las ventanas. El cusuvi arrebata a veces prendas de ropa, ramas gruesas y hasta criaturas.
¿Os pica el centro de la mano? ¡Dinero! Volved la palma hacia donde lo haya y os irá a maravilla.
Las enfermedades comunes se prestan a mil interpretaciones. El mal de ojo —o ye haru— es de sobra conocido. El pelo puede caerse si lo tocan dedos enemigos. No os lo dejéis peinar por una mujer encinta; es cosa peligrosa.
Y a propósito de las preñadas: si os piden de comer, quitáoslo de la boca para satisfacerlas. Un aborto probable sería el castigo trascendental de vuestra falta de compasión.
Cuando sale un grano en la punta de la lengua —cupía— procure el enfermo que otra persona pronuncie la palabra; así contagiará su dolencia y se verá libre de ella. El orzuelo es mal de viudas. Quien padezca frecuentemente de orzuelos, se casará con viudo. Para curarlos no hay sino un procedimiento: pasarse el brazo por detrás de la nuca, y frotarse el ojo con el dedo medio, mientras se dicen los nombres de siete viudas. El estornudo es enfermedad legendaria, que en su origen se sanó exclamando: ¡Jesús! Hoy todavía se acompaña cada estornudo con un discreto ¡Jesú! De repente, sin que sepamos por qué, se rompe una aguja. Es un golpe de aire que nos estaba destinado. Un espíritu benéfico nos salvó.
Por lo general, los remedios caseros se componen de tres especies vegetales; de cada una de ellas se toman siete semillas. El 3 y el 7 son los residuos indestructibles de una antigua fórmula mágica.
Si se barre de noche la casa, morirá pronto la madre.
En Viernes Santo no se mata, no se pega. Se respeta a los animales mismos. Pero las cuentas pendientes se pagan el Domingo de Pascua, a interés compuesto.

ENTIERROS

la palabra entierro no significa aquí la acción de enterrar, sino la cosa enterrada, mejor expresada por entierre; significa lo que convendría desenterrar. Se trata de sepulturas provisionales, destinadas a la violación. Son cadáveres que hay que volver a la luz y a la vida.
Resucitar a los muertos de carne no sería práctico. Los herederos se guardarían muy bien de reanimar los restos de sus llorados parientes. Pero decir: "¡Levántate, Lázaro!" a las onzas de oro, a las anchas monedas de la antigua plata, y a los macizos cubiertos, y a las cinceladas joyas, es un sueño tentador. Las riquezas no mueren, no pasan, aunque se las lleve a la tumba, como hicieron tantos espantados paraguayos en tiempo de las sangrientas dictaduras y de la guerra. Aquellas familias señoriales, condenadas a dejar precipitadamente sus casas para seguir al ejército en lamentable caravana, escondían sus tesoros bajo el piso de sus alcobas, o allá en pleno campo, al pie de los árboles. Y los tesoros esperan, sepultados y más vivos que nunca, obsesión de almas indolentes y jugadoras, ansiosas de opulencia gratis, de prosperidad robada de golpe al destino. ¡Descubrir un entierro! Ideal, esperanza de muchos espíritus, escrutadores de misterios. Lotería nacional en que todos, en mayor o menor grado, participan, unos en serio, sonriendo otros. Y la yerba crece sobre las fortunas, y los tabiques vetustos son tapas de cobre. El suelo es un arca cuya cerradura se ha extraviado. ¿Para qué sembrarlo, ararlo y explotarlo si las cosechas están ya en su seno, segadas y vendidas? Y los hombres buscan y escuchan, y sondean el lodo, y espían en la noche.
Porque las almas de los viejos poseedores tornan al lugar donde ocultaron los bienes temporales. Difuntos o no, el dinero nos atrae invenciblemente. Los fantasmas quieren poner en circulación su oro que duerme bajo tierra, y del cual se suele consagrar una pequeña parte, cuando se ha sacado, a misas en obsequio del dueño. ¡Oh, ánimas que pugnan por salir del purgatorio; oh, metal que pugna por salir del sepulcro! Todas las fuerzas se yerguen, pidiendo libertad. Si no dormís a la hora en que las estrellas brillan más altas y más puras, oiréis un extraño y sutilísimo rumor. No es el insecto que roe, no son las hojas rígidas de la palma que crujen, empujadas por la brisa. Es otra cosa. Suspiro humano, gemido arrancado al silencio. La puerta gira suavemente en la oscuridad. Alguien ha entrado; es el que vivía aquí hace medio siglo. Notad con qué seguridad cruza las habitaciones. No tropieza; no se equivoca. Mudo y resuelto, el fantasma invisible llegó al patio. Entonces suena el triste rechinar de la cadena del pozo. ¿Es que el fantasma doliente tiene sed, o es que su bien perdido está en el fondo del pozo, y las manos de sombra, crispadas sobre el húmedo hierro, quieren palpar, acariciar todavía el oro inmortal, símbolo de las delicias terrestres? No os levantéis ahora. Por rápidos que sean vuestros movimientos, nada veréis, nada notaréis. Los fantasmas no dejan rastro. Encontraréis las puertas cerradas, el pozo en orden. El fantasma ha bebido tal vez, pero en el brocal no reluce, a la claridad de la luna, una gota de agua. Acostaos, y reposad. Si tenéis instintos de mercader, y constancia en vuestros deseos, si estáis acostumbrados a extraer las últimas consecuencias de un razonamiento, si sois hábiles, en fin, secad el pozo, cavad. . .
¡ Quién sabe! ¡ Quizá seréis los libertadores del oro!
El Paraguay tiene muchas minas sueltas, en que el metal está ya refinado y hasta acuñado. Los fantasmas están en el secreto. Ellos señalan el sitio exacto en que el filón empieza. Atendedlos; si no se les hace caso, insisten. Si no les libráis de su angustia, se instalarán en vuestra existencia, os pondrán el dedo en el hombro, os perseguirán en vuestras pesadillas, sentiréis miradas sin ojos atravesaros el cráneo, y si continuáis insensibles a su dolor tomarán cuerpo, y os visitarán de día, No abandonéis, pues, aterrados vuestra vivienda, no seáis escépticos sin necesidad, y consentid en haceros ricos, como tantos otros cuyos nombres no citaremos y que todos conocen.

EL POMBERO
Pombero, es decir, espía. Es el hijo de la noche, el merodeador incansable, devorado por una curiosidad terrible. ¿Qué busca? ¿Qué reclama? ¿Algún tesoro por sus abuelos perdido? ¿Alguna visión de ensueño, desvanecida en su entendimiento brumoso?
Espíritus timoratos se figuran que tiene payé para hacerse invisible, para pasar por el ojo de la llave y acariciar impunemente a las vírgenes dormidas. Pero esto es un error: el poder del pombero no llega a tanto. Huye entre las zarzas con la velocidad de una liebre; los perros no consiguen alcanzarle, y cuando gana la espesura del bosque no hay quien lo rastree. Las sombras nocturnas y el vigor de sus piernas le permiten vivir oculto. No es invisible: varias personas le han visto.
Es pequeño, robusto, cobrizo. Marcha en dos pies, y corre en cuatro. Los tiene velludos y camina silenciosamente. Su áspera y desgreñada melena le cae sobre los ojos brillantes, llenos de timidez y de malicia. Va desnudo. Si no fuera por su mirada inteligente, se le creería un animal, el animal más parecido al hombre.
Cuando el sol desaparece, abandona él los escondrijos del monte, y se arrastra, soñador y horrible, amigo de los sapos y de las estrellas, hacia las luces de los blancos, hacia las ventanas peligrosas junto a las cuales se empina lentamente, para mirar el espectáculo maravilloso y hostil de nuestra civilización; y de pronto, allí escondido, le asalta la diabólica idea de asustar, de inquietar a los poderosos invasores que le obsesionan, y entre los cuales, protegido por los árboles hermanos, se sostiene a fuerza de desesperada astucia. Tuerce los oscuros labios y, a riesgo de que le cacen, suelta un vago silbido, susurro, gemido, gorjeo. Imita a las aves, los insectos y los reptiles con inaudita perfección. Si no le oyen, repite su rumor, cada vez más alto, hasta que nota, al través de los cristales, que las mujeres se callan y escuchan temerosas, y balbucean su nombre. Entonces, estremecido de miedo y de alegría, abre la bocaza en una larga carcajada muda. . .
Si le molestáis, y hacéis de él un enemigo, devastará vuestro jardín y vuestra huerta, robará vuestras gallinas, destrancará vuestro corral para que se disperse vuestra hacienda y desatará vuestros caballos para que se extravíen. Pero lograréis atraer la benevolencia del pombero si dejáis olvidado en su camino ese tabaco brasileño, trenzado, que hace sus delicias. También le gustan los huevos. Guardaos de faltarle. Él os corresponderá obsequiándoos con frutos, extrañas flores y pieles de bestias lindas. Si viajáis de noche y echáis pie a tierra, no os preocupéis de vuestra montura. El pombero la cuidará fielmente.
Su pensamiento fijo, el motivo de sus misteriosas expediciones, es pisar los pasos a las mujeres encinta, acechar los partos. .. La ilusión sempiterna, el proyecto magno del pombero es robar un niño blanco recién nacido y hacer de él, para su tribu, un rey invencible que recobre las fecundas llanuras y los magníficos ríos que cayeron en manos de la pálida raza irresistible. El niño blanco criado entre la salvaje maleza, crecerá, salvará a los humildes expoliados; hará justicia, mesías de los negros. Mas lo que el pombero ignora, pequeño monstruo errante, fantasma de sus propias ruinas, es que también los blancos, desposeídos de su trozo de naturaleza, sufren como él; y como él esperan el mesías prometido.

MAGDALENA

Hace diez o doce años, ninguna canción había tan popular como la Magdalena. Nació en los arrabales de La Asunción y se propagó rápidamente. Es una querella amorosa:

¡Ay! Magdalena
Anibe che quebranta

Ese ¡ay!, pequeño grito admirativo, se resuelve en una cadencia burlona que recuerda al viejísimo

¡Ay., ay, don José!
¡Cuánto madruga usté!

de los chiquillos castellanos.

En todas las musiqueadas se hacía gran gasto de Magdalenas. El gracioso estribillo saltaba de boca en boca, y una brisa ligera acariciaba el triste jardín de las almas indígenas. Una noche, al salir de una fiesta en que habían repetido cien veces la copla famosa, encontraron los músicos en mitad del camino a una mujer alta, vestida de luto, con el manto pegado al rostro. —¿Qué me queréis, les preguntó, que tanto me llamáis? Dejadme tranquila.
Y desapareció de repente.
Otra noche, al pasar por el barranco de la calle Piribebü, peligroso entonces a causa del enmascarado que se ocultaba allí para lanzarse sobre los transeúntes y coserles a puñaladas, unos guitarristas magdaleneros se vieron detenidos por la misma mujer.
¡Magdalena! ¡Che col ¡Che col ¿Mbae pa pei cotebe chehere? (¡Yo soy! ¿Qué necesitáis de mí?)
Los pobres hombres, espantados, retrocedieron. Alguno de ellos, armado y más audaz, quiso hacer frente al fantasma, que se desvaneció en seguida.
Empezaron a circular temerosos rumores, pero ¡era la canción tan bonita! Siguieron cantándola y bailándola.
Poco tiempo después, cuando un grupo de alegres jóvenes regresaba de una diversión campestre, se les apareció al resplandor de la luna, cerrándoles el paso, uno de esos féretros que aquí se llaman tumbas; sencillas tablas donde yacen los difuntos, cubiertos por un paño. El viento movía el paño; la soledad y el abandono eran mortales. Los jóvenes, que llevaban muchas Magdalenas sobre la conciencia, tomaron por otro sendero. Apenas caminaron media hora, distinguieron ante sí la tumba nuevamente, y aquella noche no durmieron en su casa.
Por fin, volviendo varios músicos de los festejos tradicionales de Caacupé, mostróse a ellos una rozagante muchacha.
—Tocadme la Magdalena, que tanto me gusta —les dijo.
—Estamos cansados de tocarla todo el día.
—¡No me lo neguéis, os lo ruego!
Sus labios tentadores suplicaban con tal malicia, que los mozos consintieron.
Ella comenzó a bailar. Su falda palpitaba voluptuosamente, y en el giro veloz de la danza cayó al suelo un volante. No hizo caso; bailó más de prisa y sus movimientos frenéticos desgarraban sus ropas. El delirio pareció apoderarse de ella. Sus gestos convulsivos la fueron desnudando, y pronto quedó ante la vista de los músicos atónitos una horrible osamenta.
Esto era demasiado. Las visiones se multiplicaban. Los sacerdotes, desde el púlpito, prohibieron en la capital y fuera de ella la ya siniestra canción. Pocos son los que hoy se atreven a murmurarla. ¿A qué turbar el reposo de la pecadora redimida? Respetemos su remordimiento que duerme. Y atendamos a las advertencias enviadas desde el lugar misterioso que a todos nos espera.
Así se extinguió la juguetona Magdalena en el errante y melancólico musiqueo paraguayo.



REVÓLVER

Al ver todo el mundo llevar revólver —o pistolas perfeccionadas, de mil metros de alcance, por si acaso— es forzoso deducir que nos amenaza constantemente un peligro extremo.
En mitad del día, en el centro de la ciudad, jóvenes elegantes y caballerescos, señores maduros y dedicados a inofensivas profesiones, enseñan el bulto distinguido de su Smith, su Maüser o su Colt. Estas personas irreprochables se acercan unas a otras con precauciones propias de conjurados o de bandidos. Como no es de creer que estemos en vísperas de un complot colosal, hay. que suponer otro destino a semejante armamento.
¿Qué se teme? ¿Una invasión repentina? ¿Un ataque rápido y feroz, que exija el heroísmo de cada ciudadano? La campaña parece tranquila. Sólo veo del Chaco una remota posibilidad de riesgo. He procurado inquirir discretamente lo que ocurre, y me han contestado de una manera vaga. Algo me ocultan.
No puedo aceptar las confusas razones de los que se han decidido a explicarse. Me hablaron de posibles ataques de ladrones o de asesinos, de las consecuencias que traen las discusiones, los incidentes inesperados: ¡evasivas! El natural de los asunceños educados es un gran sosiego y una gran sencillez. Recorred la prensa de estos tiempos. Pronto os convenceréis de que el revólver no suele hacer de las suyas sino contra la voluntad del dueño. Me disgustaría descubrir en los habitantes de Asunción el aturdimiento de usar revólver antiguo, al estilo bonaerense, por miedo a una agresión desconocida, sin darse cuenta de que destruyen esa seguridad ilusoria, y hasta la seguridad real, con la probabilidad continua de matarse equivocadamente, o de matar al vecino. Nueva variedad: la pusilanimidad temeraria. ¿Es que vivimos en el monte? ¿Acaso no sobran abogados y jueces? ¿Acaso la policía no se deja sentir lo bastante?
No; es otra cosa. Me detuve un instante en la solución estética. Sospeché que los amateurs del revólver se figuran
más hermosos, más valientes, por andar mejor prevenidos y más seguros. ¿Habría en ellos una levadura del ilustre Tartarín de Tarascón, que iba al club con un arsenal encima, flechas envenenadas inclusive, y que oía pasos de pieles rojas y rugidos de tigres en las plácidas noches de Provenza? ¡Oh! Líbreme Dios de poner tal ridículo a quienes han de presentar, tarde o temprano, la clave del enigma.
¿La clave?. . . Volvemos al punto de partida. Un desastre público, que sobrevendrá cuando menos lo esperemos, y que obliga a vivir armados, ¿verdad? En calidad de extranjero no me quieren confiar nada. Hacen bien; pero han pasado dos años desde que arribé aquí, y empiezo a tranquilizarme, a comprender que exageran. Lo que me inquieta más es que el revólver, el estúpido revólver que apunta a Juan y da a Pedro, a veces, por desgracia, da sin apuntar.

UN INTELECTUAL

El doctor X es un intelectual. Hace veinte años padeció una neurastenia decisiva. Desde que estuvo a punto de quedarse imbécil, a consecuencia de excesos mal desinfectados, K descubrió que tenía talento, y divulgó la noticia. Hoy se le ve robusto y colorado. Sus ojos grandes y redondos resplandecen de salud satisfecha. Como es doctor, ha ganado mucho dinero, y está muy ocupado en descansar. Afirma que la neurastenia ha dejado en él rastros siniestros, y es preciso acabarla de vencer. Se dedica, pues, a una ociosidad higiénica y prolongada. Cuando piensa uno en las obras que hubiera podido escribir, se maravilla : ¡ Qué cabeza!
Ha publicado en vida tres folletos, hasta de sesenta y tres páginas el mayor, sin contar el índice de las materias contenidas; todos con advocaciones, dedicatorias, prefacios y advertencias, notas prolijas y márgenes de media vara. El uno es político; el segundo, jurídico, y el tercero, histórico. Valen tanto unos como otros. X es enciclopédico, y además miembro correspondiente de algunas academias del extranjero. La señora de X suspira: "Adoro al doctor, ¡ es tan científico!".
El doctor X se hace enviar todos los libros importantes que aparecen en Europa. El idioma le es indiferente. Los anchos vapores de Mihanovich depositan cuidadosamente en el muelle, cada semana, pesadas cajas repletas de impresos. X se estremece de entusiasmo. Palpa, verifica, encuaderna y cataloga. La biblioteca alcanza, ya a quince mil volúmenes. ¡Lástima que nadie los lea!
Entrad en el gabinete del doctor X y os sentiréis invadidos por el respeto que imponen los oratorios del saber. Altos y sombríos anaqueles, pegados al muro, y acortinados de rojo, guardan intactos los tesoros de la moderna erudición. Ricos objetos relucen reposada y desdeñosamente en la penumbra de la pieza. Sentado en la mesa amplia y augusta, convenientemente cubierta de tomos y papeles, el doctor X medita. Os ha oído, se arranca generosamente a sus reflexiones, se digna sonreír, desata vuestra timidez con amabilidad hidalga. Parece verdaderamente alguien.
Es muy visitado, porque además de los tratados de metafísica y de sociología le mandan de allá un té exquisito y un coñac auténtico. Ha aprendido muy bien cómo debe recibir un intelectual de primera clase, sobre todo cuando tiene dos estancias y suntuoso mobiliario. No se equivoca un momento. Se diría que nunca ha hecho otra cosa.
Varias cosas sorprenden cuando se le trata: la figura marcial, de hombros atléticos y abundante bigote. Cuerpo excelente para un labrador o para un sargento de caballería. El doctor os alarga la mano, y tembláis al adivinar el apretón formidable. Pero nada; el bloque de carne descansa inerte entre vuestros dedos: un pedazo de lomo crudo. Después, los gestos lentos y ceremoniosos, que se hacen a sí mismos reverencias. Después la voz mesurada, morigerada, igualita. Pronuncia despacio, colocando en equilibrio las frases sobre la atmósfera. Comprende que la posteridad le escucha, y no quiere pasar con erratas a la historia.
Después desea uno fijarse en lo que dice. Esto es difícil, y más difícil recordar lo que dice. ¿Dice algo? Quizá no. La conversación de X es una especie de solemne pantomima, acompañada en sordina por puro lujo.
A fuerza, sin embargo, de escarbar la memoria, saco a flote ciertos tópicos de X. Admiro la seguridad con que el doctor resuelve las más oscuras cuestiones. Para él ha encontrado el siglo XIX la clave de todos los enigmas. El materialismo de Büchner explica de un golpe los misterios que durante miles de años atormentaron a la humanidad. X compadece a los curas, a los espiritualistas, a los que sueñan todavía el más allá. ¡Pobres diablos! Debilidad de espíritu. El doctor suele también referir en largos períodos impecables y vacíos las diversas obras que proyecta escribir. Otras veces alude a los personajes que le fueron a ver durante la semana. Jamás menciona directamente sus nombres; los rodea de tinieblas. Así murmura: "Donde está usted estuvo anteayer el señor secretario de la Dirección General de la Estadística", o si no, con más sigilo aún: "Vino a consultarme una persona que desempeñó trascendental papel en los sucesos políticos de fines del 89". En cuanto a lo que estos señores dijeron. . . discreción absoluta.
En una ocasión, en una sola, es cierto, vi al doctor X abandonar esa serenidad goethiana, tan propia de un alma superior. Estábamos tomando el famoso té. Una niña morena y humilde se acercó trayendo el famoso coñac en una bandeja, flanqueado de copas diamantinas. La criadita tropezó, y botella y copas se hicieron añicos. El doctor, olvidándose súbitamente quién era, se levantó y descargó su manaza de carretero en la morena carita de la niña asustada. Contemplé marcadas en sangre las cinco uñas de la zarpa, y comprendí que no sólo hay inteligencia en X, sino emociones naturales. Es un intelectual completo.


P A N T A

Tengo una esclava —tranquilizaos, no la trato como tal—, pero ella lo es; está convencida de serlo; mejor dicho, no concibe otro estado para ella. Si yo la atara a un poste y la torturara, sufriría sin indignarse. Nació así; ni su alma ni sus ojos cambiaron de color. Su vida fue la de un objeto palpitante que pasa de mano en mano. Tal vez, niña aún, la violaron al borde del camino. No tiene apellido ni hogar. Panta. . . ¿Será recorte de Panta-leona? Es vieja o lo parece. ¿Cincuenta, sesenta, setenta años? Enigma. Habla confusamente de la guerra. . . meses en el monte mascando yuyos; el terror del animal acosado. Ahora, sierva de siervos, hace el locro de los peones. Su rostro es un manojo de arrugas en continuo movimiento, con dos iris tímidos y salvajes que brillan en la sombra. Allí no hay una idea, pero sí todos los instintos, la gula, la lujuria, la fidelidad del perro y la imaginación del fauno, la cólera que se disuelve en la risa, y el miedo con su gesto oblicuo, pronto a la evasión. Es sucia; no se ha lavado jamás, ha llegado al equilibrio definitivo, en que el roce y el sudor se llevan tanta porquería como traen. Es sórdida: su camisa, la misma siempre, se desliza hasta el vientre, desnudando carne de trabajado cobre, carne que no siente ya la mordedura del sol ni la del frío. Una pollera desgarrada. . . ¡y los pies!, pobres pies agrietados, deformes, oscuros. ¡ Cuánto han caminado, cuánto se han herido con las espinas y los guijarros de la tierra! Pies de lodo; debajo de este lodo corre la sangre. Son los pies que acariciaba Jesús.
Panta es ingenua; constantemente gime, refunfuña, o suelta la carcajada; todo lo dice, lo canta, o lo grita. Tiene un espíritu a flor de piel. Nadie la entiende; nadie la hace caso, si no es para burla. Está loca, puesto que no sabe callar. Sospecho las proporciones que en su fantasía toman las peripecias de su miserable oficio. Quizá Panta vive rodeada de monstruos que yo no veo. La comparo a las bestias que se estremecen de peligros ignorados del hombre. Cada ser conoce un aspecto del mundo. ¿Quién reprocharía a Panta sus rarezas? Cuando me sirve algún plato, no lo deja nunca donde debe. Me lo pone bajo la barba, como una bacía.
—¡Para comer! —me explica la infeliz.
Comer. . . ¡ palabra enorme!, y más en la boca que recoge los restos de la comida ajena.
Panta suele ser víctima de la coquetería. Si reúne diez pesos, y no se los roban, adquiere un trapo amarillo; rojo, verde, que se cuelga de cualquier parte. Y Panta -confesémoslo- es impúdica. En mitad del corral, en pleno día, se alza las faldas para divertir a los boyeros.
Yo no la quiero recordar aquí cuando se degrada, sino cuando el dolor la devuelve a la inocencia, cuando la ha sucedido una catástrofe en su ahumada cocina, cuando la pegan, o cuando se quema los dedos con agua hirviente. Entonces ella viene a mí, para que la remedie, ya con aceite, ya con árnica, ya tan sólo con mi piedad ociosa, y llora a mi lado, llora a chorros, con todas sus lamentables arrugas que suben y bajan; entonces comprendo hasta qué punto aparece en su ser, desnuda, vacilante, la débil chispa que ocultamos nosotros bajo máscaras inútiles.


EL MANICOMIO

Rodea al Asilo de Mendigos una magnífica propiedad de cuarenta y dos cuadras. Allí hay de todo: legumbres, fruta, flores. El hermoso edificio del Asilo es un vasto taller donde la gente trabaja; se guisa, se cose, se teje, se borda ñandutí. Allí se gana dinero, ¡vive Dios!, y todo marcha como en un cuartel. Añadid los 12.000 pesitos mensuales del gobierno, y comprenderéis la respuesta que otra sociedad de beneficencia, la del Hospital de Caridad, dio al Estado que deseaba adquirirlo: "se lo vendo". Un negocio no se traspasa gratis.
Pero cerca del asilo se levanta el sombrío presidio de los locos. ¡Ay! Los locos no trabajan bien; no sirven para nada. Figuraos una inmunda cárcel, en que la miseria hubiera hecho perder el juicio a los infelices abandonados allí dentro. Sobre el fango de un patio lúgubre, acurrucados contra los muros, gimen, cantan, aúllan, veinte o treinta espectros, envueltos en sórdidos harapos. Una serie de calabozos negros, con rejas y enormes cerrojos, agobia la vista. A los barrotes asoma de pronto un rostro de condenado. Celdas oscuras, desnudas, húmedas. El techo se agrieta. Las camas son sacos de arpillera. Un hediondo olor a orines, a cubil de bestias feroces, nos hace retroceder.
Sin asistencia, los locos vagan. Un montón de trapos se agita en el suelo. Es una epiléptica, que se romperá quizás el cráneo contra la pared. Descalzas, con los pies hinchados, las idiotas incapaces de espantarse las moscas, se cubren de llagas. Rascan la tierra en que se revuelcan todo el día, y se quedan sin uñas. Del lado de los hombres el espectáculo es parecido. Feliz, de cara al sol, un lívido adolescente se masturba.
Los enfermos arrojados allí no tienen salvación. Podrían curarse en otro sitio muchos de ellos. Allí, en aquel infierno sin nombre, su razón naufraga para siempre.
Para el Asilo de Huérfanos y viejas laboriosas, todo; para el Manicomio, nada; los dementes son inexplotables. El manicomio es el pozo tenebroso a donde se tira la basura, volviendo los ojos a otra parte. Allí los parientes se desembarazan de quienes les estorban. Allí se vuelca al ciego, al canceroso, la carne maldita. No es preciso estar loco para caer en el antro. Basta sobrar. Un inglés, William Owen, a quien habían encerrado cuerdo, se ahorcó en su mazmorra. Durante nuestra visita, descubrimos a una pobre mujer, en su sano juicio, que está entre los locos hace cinco meses. La hermanita no sabía quién era.
—Me llamo Úrsula Céspedes. Mi hija me trajo acá. No quiere tenerme. Dice que soy leprosa.
Y nos enseña sus pies blanquecinos, las pústulas de sus piernas. . .
¡ Ah, el libro de entradas sin fechas, sin nombres! ¡ N. N., N. N. ...! ¿Quiénes son?, ¿quién los lanzó al pozo? La policía, un desconocido, cualquiera. ¿Para qué asesinar? Llevad vuestras víctimas al manicomio.
Y cuando el pozo rebosa, cuando hay demasiados monstruos, se los echa afuera. Así la loca Francisca Martínez de Loizaga, asistida ahora en su rancho, fue despedida del manicomio tres veces en año y medio.
No concebimos ni en la Edad Media cosa igual. ¿A qué protestar? ¿A qué pedir justicia al Estado, a ese Estado que en medio de tantos horrores y de tantas infamias, no se ocupa sino de cambiar los uniformes a sus soldaditos? Hay 50.000 pesos oro para alojar un batallón. Para aliviar la suerte de los desheredados, locos o no, jamás habrá nada.

LO QUE HE VISTO

En un año de campaña paraguaya, he visto muchas cosas tristes. ..
He visto la tierra, con su fertilidad incoercible y salvaje, sofocar al hombre, que arroja una semilla y obtiene cien plantas diferentes, y no sabe cuál es la suya. He visto los viejos caminos que abrió la tiranía, devorados por la vegetación, desleídos por las inundaciones, borrados por el abandono. Cada paraguayo, libre dentro de una hoja de papel constitucional, es hoy un miserable prisionero de un palmo de tierra. No tiene por dónde sacar las cosechas, que tal vez, en un esfuerzo desesperado, arrancaría al suelo, y se contenta con unos cuantos liños de mandioca, roídos de yuyos. Más allá, bajo el naranjal escuálido que dejaron los jesuitas, se alza el ranchito de lodo y de caña, agujero donde se agoniza en la sombra. Entrad: no encontraréis un vaso, ni una silla. Os sentaréis en un pedazo de madera, beberéis agua fangosa en una calabaza, comeréis maíz cocido en una olla sucia, dormiréis sobre correas atadas a cuatro palos. Y pensad que se trata de la burguesía rural.
He visto que no se trabaja, que no se puede trabajar, porque los cuerpos están enfermos, porque las almas están muertas. He visto que los peones "robustos" no pasan dos semanas sin algún día de diarrea o de fiebre. Pobre carne, herida hasta en el sexo, pobre carne morena y marchita, desarmada de toda higiene, sin más ayuda exterior que el veneno del curandero, el rebenque del jefe político, el sable que les arrea al cuartel gubernista o revolucionario. ¡ Pobres almas con el "chucho" del pánico, para las cuales en la noche brilla siempre el cuchillo de los vivos, o palidece el fantasma de los difuntos!
He visto a las mujeres, las eternas viudas, las que aun guardan en sus entrañas maternales un resto de energía, caminar con sus niños a cuestas. He visto los humildes pies de las madres, pies agrietados y negros, y tan heroicos, buscar el sustento a lo largo de las sendas del cansancio y de la angustia, y he visto que esos santos pies eran lo único que en el Paraguay existía realmente. Y he visto a los niños, los niños que mueren por millares bajo el clima más sano del mundo, los niños esqueletos, de vientre monstruoso, los niños arrugados, que no ríen ni lloran, las larvas del silencio.
Y me han mirado los hombres, y las mujeres y los niños, y sus ojos humanos, donde había el hueco de una esperanza, me han dicho que debemos devolverles la esperanza, porque éste es el país más desdichado de la tierra. No castiguemos, no acusemos; si no hay en nuestros hermanos solidaridad, si no aciertan a respetar a sus compañeros ni a querer a sus hijos, si para evadirse de su oscuro dolor llaman a las puertas de la lujuria, del alcohol o del juego, no nos indignemos. No debemos juzgar su mal, debemos curarlo. ¡Y cuánta fraternal paciencia, cuánta dulzura tiene que haber en nuestras manos consoladoras, para curar, por todo el territorio, las raíces enfermas de la raza!
Y he visto en la capital la cosa más triste. No he hallado médicos del alma y del cuerpo de la nación; he visto políticos y negociantes. He visto manipuladores de emisiones y de empréstitos, boticarios que se preparan a vender al moribundo las últimas inyecciones de morfina...


EL ODIO A LOS ÁRBOLES

Que un advenedizo construya una casa, con el dinero rápidamente ganado en honradas y secretas operaciones comerciales, está bien. Que construya una de esas lúgubres y sangrientas y vulgares masas de ladrillo; con agujeros enrejados y techo de teja, está menos bien. Pero lo que hace estremecer es que os declare: "Ahora voy a arrancar todos los árboles en torno para que la propiedad quede linda".
Sí, es necesario que se vea limpia, desnuda, con sus insolentes colores que profanan la suavidad de los matices campestres, la fachada reluciente y tonta. Es necesario que se diga: "Ésta es la casa nueva de Fulano, de ese que ahora está tan rico". Es necesario que pueda contemplarse sin obstáculos el monumento a la actividad de Fulano. Los árboles sobran; "quitan la vista". Y hay algo más que vanidad en el afán de pelar el suelo: hay odio, odio a los árboles.
¿Es posible? ¿Odio a los seres que, inmóviles, con los nobles brazos siempre abiertos, nos ofrecen sin cansarse jamás la caricia de su sombra, la fecundidad silenciosa de sus frutos, la poesía múltiple y exquisita que elevan al cielo? Se asegura que existen plantas dañosas. Tal vez: mas no por eso las debemos odiar. Nuestro odio las condena. Nuestro amor quizá las transformaría y las redimiría. Oíd a un personaje de Víctor Hugo: "Vio gentes del país muy ocupadas en arrancar ortigas; miró el montón de plantas desarraigadas y ya secas, y dijo:
"—Esto está muerto. Esto hubiera sido, sin embargo, algo bueno si de ello hubieran sabido servirse. Guando la ortiga es joven, su hoja es una excelente legumbre; cuando envejece, tiene filamentos y fibras como el cáñamo y el lino. La tela de ortiga vale tanto como la tela de cáñamo. Es, por lo demás, la ortiga un excelente pasto que se puede segar dos veces. ¿Y qué necesita la ortiga? Poca tierra, ningún cuidado, ningún cultivo. . . Con un poco de trabajo que se tomara, la ortiga sería útil; se la descuida y se vuelve dañosa. Entonces se la mata. ¡ Cuántos hombres se asemejan a la ortiga! —Y añadió después de una pausa: —Amigos, retened esto: no hay malas hierbas ni hombres malos. Sólo hay malos cultivadores".
¡Ay!, no se trata de cultivar, sino de perdonar a los árboles. ¿Cómo aplacar a los asesinos? No hay sitio de la República, de los que he recorrido, en que no haya visto funcionar el hacha estúpida del propietario. Hasta los que nada tienen destruyen las plantas. Alrededor de los ranchos se extiende un árido yermo, cada año mayor, que da miedo y tristeza. Según el adagio árabe, una de las tres misiones de cada hombre en este mundo, es plantar un árbol. Aquí el hijo arranca lo que el padre plantó. Y no es por ganar dinero; no aludo a los que explotan las maderas. Sería una explicación, un mérito; hemos llegado a considerar la codicia como una virtud. Aludo a los que gastan dinero en arrasar el país. Obedecen a un odio desinteresado. Y la inquietud aumenta cuando se nota que
las únicas mejoras que se hacen en las plazas de la capital consisten en arrancar, arrancar y arrancar árboles.
Odio doblemente feroz en una comarca donde el verano dura ocho meses. Se prefiere el sol abrasador a la dulce presencia del árbol. Se diría que los hombres no son ya capaces de sentir, de imaginar la vida en los troncos venerables, que tiemblan bajo el hierro y se desploman con lastimero fragor. Se diría que no comprenden que también la savia es sangre, y que sus víctimas se engendraron en el amor y en la luz. Parece que las gentes viven esclavizadas por un vago terror, y que temen que el bosque proteja facinerosos y anime fantasmas. Detrás del árbol adivinan la muerte. O bien, obsesionados por un dolor sin forma, quieren copiar en torno el desolado desierto de sus almas.
Y entonces, en la nuestra, la irritación se cambia en piedad. Muy desesperado, muy hondo ha de ser el mal de los que, en resignado mutismo, perdieron el cariño fundamental que hasta las bestias sienten, el santo cariño a la tierra y a los árboles.



INSTRUCCIÓN PRIMARIA

Lo que menos importa es que el maestro enseñe o no gramática, geografía y aritmética.
En primer lugar, no se aprende nada, por competente que sea el profesor, hasta los 15 años. El cerebro infantil no puede abstraer, lo mismo que no puede el estómago de un recién nacido digerir carne. Hasta pasada la pubertad no se generaliza, no se comprende. ¿Para qué convertir a los niños en malos fonógrafos, para qué profanar su tierna inteligencia? Basta excitar su curiosidad libre, mantener la elasticidad de su ingenio nativo, tan fácilmente asfixiado bajo las idiotas lecciones de texto; basta conservar el juego de su salud mental. Se hace lo contrario; se le embrutece mediante su propia memoria; se le castra el entendimiento por el terror; se le encarcela y se le tortura, se le hace odiar el arte y la ciencia por toda la vida; se le enemista definitivamente con los libros y con la naturaleza. Cuando ha concluido sus funestos estudios, es difícil salvarle.
Un maestro que no se hace querer, que no reduce su pedagogía a contar en clase bellos cuentos, que no desdeña la simple tarea del dómine por la grave tarea de inspirar amor a la verdad y a la justicia, aunque no sea aún tiempo de conocer la una ni de practicar la otra, es un mal maestro.
En la escuela hay que adquirir el hábito de no mentir y de atender a las molestias y a los sufrimientos del prójimo. Hay que salir de ella verídico, compasivo y cortés. Esto es lo importante.
Y de lo que nadie se ocupa.
En lugar de templar los resortes morales del niño, los únicos accesibles, se le asegura seriamente que la tierra que pisa es una bola danzante en torno del sol. Pocas escenas sociales son de un cómico más terrible.
Tuve noticia de un instructor que recordaba a sus alumnos la forma del planeta recomendándoles que le miraran al bolsillo del chaleco, donde el reloj dibujaba un bulto circular. Por desgracia, el día de los exámenes se olvidó de traer el reloj; en su puesto había una caja de fósforos. Todos los discípulos contestaron que la tierra era cuadrada.
Cuando me explicaron, de muchacho, lo que representan esos globos de yeso en cuya redondez se pintan los continentes y los mares, creí que las poblaciones se encontraban dentro de la esfera. Tomé la convexidad terráquea por la concavidad celeste. Error muy natural, que tardé mucho en corregir. A mi vista, la única figura redonda y enorme que la realidad me ofrecía era el firmamento.
"Recuerdo una niña de escuela, narra Henry George, muy adelantada en geografía y astronomía, que se asombró mucho al saber que el suelo del corral de su casa era realmente superficie terrestre; y observaréis, si habláis con los niños, que la mayor parte de los conocimientos que se les enseñan son parecidos a los de aquella niña. Raras veces discurren mejor, y con frecuencia mucho peor que cuando nunca han ido al colegio".
Pero aunque se trasmitieran a esa edad nociones científicas, cosa imposible, ¿de qué servirían?, ¿en qué perfeccionarían, por sí solas, el espíritu humano? No es la razón, más o menos amueblada, sino la voluntad lo que hace marchar al mundo. No es urgente desarrollar el caletre, sino el carácter. Instruid a un malvado, y le habréis dado armas para que os ataque. Instruid a un imbécil, y habréis dado importancia y volumen a su imbecilidad.
El pueblo se emancipa poco a poco de la miseria en que vive, no por la instrucción, sino por la fuerza de su sagrada cólera. Todos los pobladores saben leer y escribir en China; en ningún sitio arrastran las masas tan lamentable existencia.
Si la instrucción fuera en sí eficaz, ¿no la habrían explotado, en provecho propio, los maestros mismos, no habrían logrado, en las generaciones que educaban, inculcar consideración y respeto a la humilde clase de profesores elementales, cruelmente tratada en todos los países? ¿No habrían conseguido hacerse pagar mejor?
Los gobiernos han descubierto que la instrucción obligatoria no les compromete, como ocurriría si en las escuelas se aumentara el vigor moral de los contribuyentes. Los gobiernos montan con entera confianza la maquinaria académica ; hacen a veces de ella, como sucede en Francia, una agencia política. Les permite siempre obsequiar con empleos a sus amigos, y extender más y más la epidemia burocrática.
Sería una fuente de regeneración incalculable, aquí sobre todo, donde los hogares, mal constituidos, hacen muy poco en favor de los hijos, enviar a la campaña un heroico regimiento de cien maestros, cien hombres de corazón, capaces de ser estimados por los niños, y resueltos a sembrar en las almas auroras del germen de la sinceridad y de la libertad de ideas. Pero, esos hombres, ¿los habrá en el Paraguay, los habrá en América, los habrá en este valle de lágrimas?


EL MAESTRO Y EL CURA

Al llegar al pueblo, pregunté por el maestro de escuela, y después por el cura; nada más natural: representan el eterno dualismo de la filosofía, los dos polos de la espiritualidad humana, lo relativo y lo absoluto, los sentidos y la intuición, lo visible y lo invisible, la ciencia y la fe. El representante de lo relativo y de lo efímero, en aquella sociedad de dos o tres mil almas, estaba peor alimentado que el representante de lo absoluto y de lo perdurable. Quizá demuestre esto que hasta para los labradores el cielo es más importante que la tierra, y que ante todo les conviene asegurar las cosechas del otro mundo. El maestro es pálido, vacilante, melancólico; el cura, regordete, sano, jovial. Basta contemplarlos para comprender la diferencia que va de las engañosas tentaciones del valle de lágrimas a la realidad resplandeciente que más allá del sepulcro encontrarán los buenos católicos.
El maestro gana ciento cincuenta pesos mensuales. Verdad es que no trabaja sino ocho o nueve horas al día, y que no tiene sino un centenar de alumnos. Además, en la clase, que es un galpón arruinado, no hay bancos, ni mesa, ni utensilio alguno de enseñanza. Allí se aprende aritmética sin pizarrón, geometría sin figuras ni sólidos, botánica sin plantas, zoología sin animales, geografía sin mapas. Todo es etéreo, fantástico. También se debe observar que los ciento cincuenta pesos no son precisamente ciento cincuenta pesos. En primer lugar, son recibidos con un mes de retraso. Los gobiernos, sin duda por razones de alta política, han dispuesto que se pague a los maestros de escuela los últimos, es decir, después de los mayordomos, porteros y lacayos; después de los espías. Por otra parte, a los maestros de escuela de la campaña se les paga en La Asunción. Los infelices necesitan un intermediario que les cobre el sueldo en la capital y lo envíe, en cuya operación se evaporan siempre algunos pesos, cuando no todos. ¡Hay tan poca gente en quien se puede fiar! En fin, el maestro vive. ¿Qué más quiere?
Al cura, y con justo motivo, no le basta vivir. Es preciso que la gloria del todopoderoso triunfe en él. La sencilla gente de la aldea llama al sacerdote hijo de Dios. Como tal, se hace hombre, y a veces exageradamente. El cura de mi cuento tiene diez hijos. ¡Cosas del clima! Ninguno de los diez quedará en la miseria; el doblemente padre es casi rico. Notemos que ni siquiera vive en su parroquia. Cada mes aparece por ella, canta una misa acá, unos responsos allá; bautiza a un par de nenes, casa a unos cuantos escandalosos y se marcha. Total, quinientos, setecientos pesos. He examinado el arancel eclesiástico; he descubierto con asombro que "un matrimonio en hora competente, con misa nupcial sin aplicación", vale 5 pesos, "con aplicación" 8 pesos; "un entierro de adulto, sin posa, siendo cantado y dando vuelta a la iglesia", 4 pesos; "si hubiere posas se percibirá además 0.50 por cada posa cantada"; "por un entierro de adulto o párvulo desde el domicilio hasta la iglesia o cementerio, no se percibirá más de 4 por la primera cuadra y 2 por cada una de las demás".
Los chirimbolos del culto, cruces parroquiales, ciriales, arañas, candelabros, dalmáticas, paños, no se alquilan por más de tres pesos pieza; pero son derechos de fábrica que aprovecha la mayordomía y no el cura. En ellos se incluye lo referente a la campana. Sepa el público que un toque de agonía cuesta treinta centavos, y cincuenta el anuncio de muerte.
Entonces ¿qué significan los centenares y miles de pesos que se embolsa el cura en cuestión?
¡ Ah! Es que al maestro lo mantienen los hombres, mientras que al cura lo mantienen las mujeres. A uno se le cumple a regañadientes su miserable tarifa; para el otro no hay tarifas, y los esfuerzos del señor obispo se estrellarán contra la inagotable piedad femenina. Esas heroicas esclavas han puesto en la misericordia celestial todas sus esperanzas —¿dónde las iban a poner?— y ningún sacrificio les parecerá grande si se trata de conservar las amistades con la Virgen, los santos y el hijo de Dios. El hombre, hasta cuando ama, es práctico y luchador; prevé y mide; mal convencido, en lo que acierta, de las ventajas de la instrucción, no se enternece demasiado ante la palidez y la melancolía del maestro. En cambio la mujer, apenas ama, ama como madre, y todo está dicho. Cierra los ojos a las calaveradas del cura; los abre llenos de confianza, cuando el sacerdote recobra su carácter sagrado, y repite en nombre de Cristo las inmortales, las únicas palabras de consuelo. Y la mujer se complace maternalmente —¡ oh, Dolorosa!— en los carrillos redondos del cura, en su jovialidad, y ríe con él, risa cándida, leve, pronto retenida, de niña seria. Y para el cura será la gallina más gorda, el más rico vaso de leche, y el montoncito de pesos reunido en largos meses de frío y de sol, a fuerza de caminar con los pies descalzos por los senderos que no acaban nunca.

LOS NIÑOS TRISTES

Era en la plaza de un pueblo, cualquier pueblo de campaña. El día era hermoso; un sol radiante, una ligera brisa que refrescaba la piel acariciándola. Dieron las once, y se abrieron las puertas de la escuela y salieron los niños. Los había de diversas edades: algunos hacía poco que sabían andar, otros parecían hombrecitos. Eran muchos. Iban en pequeños grupos; la mayor parte por parejas; unos pocos descarriados. Habían pasado tres horas sentados, inmóviles, mortificándose con las estupideces severas de los libros de texto. Salían silenciosos, cabizbajos. No corrían, no saltaban, no jugaban, no hacían ninguna diablura. El césped suave, amplio, no les sugería ninguna cabriola, ninguna carrera feliz de animales jóvenes. La campana de la iglesia dejaba colgar la cuerda hasta el suelo. Ninguno tocó la campana. Estaban serios. Estaban tristes.
Tristes... Y tristes todos los días. Desde aquella mañana me he fijado en los niños paraguayos, niños graves que no ríen ni lloran. ¿Habéis visto llorar a los niños dichosos? Llanto bullicioso, trompeteo potente, llanto a medias fingido, deliciosamente despótico, que adivina los exagerados mimos de la madre, y los exige y sabe que triunfa y es mitad llanto y mitad carcajada, grito de salud que regocija. Me consolaría oír ese llanto en los campos, en vez del fúnebre silencio.
Aquí los niños no lloran: gimen o se lamentan. No ríen, sonríen. ¡Y con qué sabia expresión! La amargura de la vida ha pasado ya por esos rostros que no han empezado a vivir. Estos niños han nacido viejos. Han heredado el desdén y el escepticismo resignado de tantas generaciones defraudadas y oprimidas. Comienzan la existencia con el gesto fatigado de los que inútilmente la concluyen.
Podemos medir el abatimiento de la masa campesina, la carga inmemorial de lágrimas y de sangre que en su alma pesa, por este hecho formidable: los niños están tristes. La presión de la desdicha nacional ha destrozado el misterioso mecanismo que renueva los seres, ha mancillado y falseado el amor. Los espectros del desastre de la guerra, y del desastre de la paz, la tiranía, han seguido a los amantes solitarios, y les han empañado los besos con su lúgubre sombra. Se han poseído los esposos en la desconfianza y en la ruina; no han temblado solamente de pasión. La voluptuosidad ha quedado impregnada de un recelo indestructible y aciago; la antorcha del inmortal deseo conserva reflejos de hoguera funeraria, y por instantes parece símbolo de destrucción y de muerte. La obra parricida de los que esclavizaron el país ha herido la carne de la patria en lo más íntimo, vital y sagrado: en el sexo. Ha atentado a las madres, ha condenado a los hijos que aun no nacieron. ¡Cómo extrañarnos de que los niños, la flor de la raza, no abran sus pétalos a la luz y a la alegría! El árbol está desgarrado en sus mismas raíces.
¡Pobres niños inertes! Causa pena mirar sus cándidos ojos, donde no hay curiosidad. No les importa el mundo. Taciturnos y pasivos como sus padres, dejan pasar las cosas, que suelen ser crueles. ¿Para qué interesarse por nada? Poseen de antemano la melancólica sabiduría. Corren por sus venas inocentes algunas gotas de ese acre jugo que extraemos, a la larga, por toda filosofía, de la realidad injusta. Nada han probado aún y se diría que nada esperan ya.
Un recuerdo me asalta, cada vez que pienso en los niños del pueblo. Poco antes de llegar a la aldea donde veraneo, un tren, hace quizá un año, atropello a un niño. Las ruedas rompieron las débiles piernas y le arrancaron la cabeza del tronco. Los empleados recogieron el cadáver, y lo dejaron en la plataforma de la estación. La víctima se había echado a dormir sobre los rieles, y no había oído el tren. Había tenido sueño, y tan profundo fue, tan semejante al de la muerte, que con la muerte misma se confundió. ¿O es que tal vez, al escuchar la muerte que venía, se sintió demasiado cansado, demasiado triste para despertarse?
Creo ver todavía, sobre la arena caliente, el cuerpecito yerto, y la lívida patita quebrada que de rodilla abajo aparecía desnuda, y los humildes pies descalzos, que no caminarían más, que pronto dormirían bajo la tierra hermana. Y al lado, la cabecita sangrienta, metida en un sombrero viejísimo, sin forma, por cuyos agujeros asomaban dos o tres bucles morenos, vivos y brillantes aún. Una mujer piadosa —la eterna Verónica— cubrió aquella miseria con un lienzo blanco y puro como la nieve. Habían avisado al jefe político, y bajo sus órdenes cargaron los marchitos restos en un carro cualquiera. Un peón llevó la cabeza del niño en el raído sombrero. Entonces noté con espanto que al jefe le hacía gracia.
¡ Oh, innumerables niños tristes! Consagrémonos a hacer brotar la santa, la loca risa en sus labios rojos, y nos salvaremos. Perdamos nosotros toda esperanza, con tal de que en los niños resplandezca. Evitemos que algunos se sientan en tal extremo rendidos a la pesadumbre de la fatalidad, que se duerman abandonados en medio del camino de la muerte, y no la oigan venir.

VERDADES AMARGAS

No tienen las guerras por lo común la funesta influencia que podría suponerse en el desarrollo económico del mismo pueblo vencido. La prosperidad norteamericana después de la de Secesión, el levantamiento admirable de Francia a raíz de los desastres del 70, son ejemplos clásicos de lo poco que estorba una repentina desaparición de capitales a la marcha normal de la producción colectiva. Hasta se atrevería el historiador belicoso a sostener que una breve serie de combates es una higiénica poda del árbol social, más retoñado y robusto al día siguiente de la lucha. "Una noche de París, decía Napoleón ante el campo de batalla empapado en sangre y cubierto de víctimas, remediará todo esto". Igual que la carne herida se sana la riqueza mutilada. La vida elástica rebota después del choque y se eleva con furia.
Un hecho curioso confirma lo anterior. Se ha observado que cada uno de los períodos que median de una crisis comercial, o crac general, a otra, dura nueve años. Coincidencia fortuita tal vez. He aquí algunas fechas:
1864 — Crisis del algodón, Estados Unidos.
1873 — Valores emitidos por Austria.
1882 — Crac de los Bancos Franceses.
1891 — Crac Baring. República Argentina.
1900 — Fracaso de la Exposición Universal.
De los puntos indicados frente a las fechas ha partido la onda que propagándose por el globo determina el derrumbe y revela un estado morboso de las relaciones financieras universales. Los síntomas del mal, que hoy por desgracia reaparecen, son el aumento de la cartera en los bancos y la disminución del encaje. Pero lo que aquí nos importa es el siguiente comentario de Jacques Siegfrield: "Las guerras ejercen poca influencia en el ciclo de los períodos prósperos y de la crisis...; la guerra es casi siempre señal de nuevo crecimiento de las transacciones comerciales del mundo entero".
Las adversidades exteriores, pues, guerras, terremotos, huracanes, inundaciones, langostas, incendios, golpes de Estado, etc., no son capaces de agotar las fuentes de producción. Prueba de que el dinero no es esencial, sino el trabajo, y que nada llega a trastornar y corromper las condiciones morales que hacen el trabajo fecundo, como no sea una degeneración lenta, hereditaria y por lo mismo incurable.
Por una fatal excepción la guerra del Paraguay no solamente asoló y ensangrentó el país, sino que lo degeneró por mucho tiempo. Lo castró al destruir los gérmenes de aquella hermosa raza resplandeciente todavía en las nobles figuras de los viejos que sobreviven. Las generaciones posteriores se tallaron en otra madera. Nacieron a instituciones cuya letra es más libre, pero fueron menos libres ellas en su fuero interno, menos vigorosas, peor armadas, más indolentes, más viciosas, más incapaces de emanciparse por medio del esfuerzo individual. Fueron una casta distinta, inferior; otra nación improvisada, soldada de cualquier modo a la antigua. Para los habitantes actuales el progreso es difícil. No debe extrañarnos que dure tanto la depresión nacional. Han cambiado los rasgos del pueblo, se ha borrado la fisonomía de la patria. Hay que restituirla, hay que encontrar los cauces perdidos, y lanzar por ellos las corrientes de la vida nueva.
La miseria del campesino., el empobrecimiento profundo de todas las actividades, la ruina en fin de los negocios, no son consecuencia de accidentes fortuitos, sino de la manera de ser. No es lo inesperado lo que nos mata, sino la costumbre. Y ya que el mal viene de adentro, de adentro ha de venir la medicina. La gente no trabaja, no está hecha para trabajar; le falta alegría, confianza, amor al hogar; le falta el hogar mismo. Hay que reconstituir las conciencias, devolver la dignidad humana a los hombres. Verdad amarga, pero no muy amarga, porque es verdad. Bueno es reírnos de empréstitos, bancos, decretos, combinaciones políticas, cataplasmas de tres al cuarto. La obra no es tan sencilla; no se trata de meses, sino de largos años de paciente labor educadora y consoladora; no se trata de buscar capital en bolsillos ajenos para entrampar más y más a esta sociedad quebrada por inútil, sino de buscar amor; no se trata de enseñar el merodeo, la intriga, el arte de adquirir un crédito falso, sino de enseñar a no mentir, a no prometer lo que no se ha de cumplir, a cumplir lo que se promete, a trabajar y a comprender que el que no mantiene a sus hijos y come de la hembra no tiene perdón ni merece salvarse.

HOGARES HERIDOS

El estado de un cuerpo depende del de sus moléculas, y no puede estar sano un organismo vivo si las células de que se compone no están sanas. Es imposible que un país prospere cuando no se constituye fuerte y dignamente la familia, que es molécula y célula social. La patria, hogar común, es desgraciada y débil porque los hogares individuales lo son. Y así como en medicina se tiende al único procedimiento curativo de regenerar los tejidos por los ele-
mentos, así la obra de salvar la patria se reduce a la de regenerar los hogares.
Obra lenta, laboriosa, poco lucida, y sin embargo la sola obra fecunda. Obra que no está al alcance de un ministro, por hábil y bullicioso que sea, ni de política alguna. Aquí la política, lo mismo que en todo lo que se refiere a los problemas esenciales de los pueblos, tal vez sea capaz de hacer el mal, pero es impotente para hacer el bien: o es una calamidad, o no es nada; nunca es más generosa y útil que cuando se abstiene. No; la grande obra de regenerar los hogares requiere varias generaciones de hombres inteligentes y abnegados, bastante modestos para ir a enterrarse en los rincones de la campaña, bastante heroicos para quedarse allí a combatir el daño en sus raíces, y para consagrarse a consolar y sanar los enfermos espíritus. El Paraguay es un vasto hospital de alucinados y de melancólicos. No son oradores ni capitalistas ni sargentos lo que nos hace falta, sino médicos, médicos amorosos cuyas manos a un tiempo curen y acaricien.
Y esos hombres, ¿dónde están? No lo sé, mas son necesarios. Son semejantes a las células vigorosas, multiplicadas por la acción de sueros inmunizadores, y cuyo destino es batallar contra los microbios patógenos y devorarlos. Hay que batir al enemigo en su terreno y con sus armas, o resignarse a sucumbir. En los meses que siguieron a los desastres de la guerra hispanoamericana, cuando no se hablaba en la península, igual que hoy en el Paraguay, más que de regeneración y de rumbos nuevos, don José Echegaray presentó una solución teórica y pueril, solución de matemático: "Regenerémonos nosotros mismos uno por uno, exclamó; en cuanto cada español se haya regenerado a sí propio, se habrá regenerado España". Muy sencillo y muy absurdo, porque precisamente en eso consiste la degeneración, en no conseguir nadie regenerarse sin ajena ayuda. Un individuo de suficiente energía para recobrar por sí la salud moral está ya limpio y robusto. Al perfeccionarse no crea pujanza: la demuestra. Por desgracia, nuestro caso es distinto. Decir que los hogares están heridos es poco: están mutilados, y las conciencias también. No alcanzará una existencia a lograr que retoñen los órganos ausentes; será necesaria una serie de existencias, como reclaman los filósofos hindúes, una serie de reencarnaciones para llegar a la purificación suma. La empresa es larga y penosa puesto que es fundamental. El pan humano de las edades venideras, alzado por la levadura de los educadores y predicadores laicos, tardará quizás siglos en blanquear su hostia redentora.
El hogar paraguayo es una ruina que sangra: es un hogar sin padre. La guerra se llevó los padres y no los ha devuelto aún. Han quedado los machos errantes, aquellos que asaltaban los escombros con el cuchillo entre los dientes, después de la catástrofe. Antes robaban, mataban, violaban, pasaban. Ahora, algo cambiados en su raza vil de horda, algo contagiados por la desesperación muda de las nobles mujeres que López arrastró descalzas en pos de las carretas, y que al sobrevivir se entregaban a ellos, merodeadores repugnantes, para repoblar el desolado desierto de la patria, algo tocados de la apacible belleza del suelo, toman la hembra, engendran con la vida el dolor, y pasan. Detrás, en los ranchos miserables, hay concubinas o viudas, pero madres al fin, que trabajan la tierra con sus huérfanos hijos a ellas abrazados en triste racimo. Jamás un aborto voluntario, jamás un infanticidio que otras madres hasta por caridad cometerían. Siempre abandonadas, pacientes, ignorantes y silenciosas, sienten en el fondo de su alma, como sintieron después de los años fatídicos, la necesidad de criar hombres, buenos o malos, de echar al mundo la probabilidad del triunfo. ¡Madres dolorosas, madres despojadas de toda vanidad y honor, de toda alegría, de todo adorno; madres de niños taciturnos, sombrías sembradoras del porvenir, sólo en vosotras está la esperanza; sólo vosotras, sobre vuestros inclinados y doloridos hombros, sostenéis vuestro país!
Pero una madre no es un hogar todavía. Sin el hogar, sin el home, reconfortante, tibio nido, pequeño y sagrado teatro de los altruismos normales de nuestra especie, fuente de todo arranque elevado, condición de toda labor regular y continua, base de toda felicidad, no hay nación respetable ni segura. El progreso de los sajones se debe exclusivamente a que son incomparables padres de familia. ¡Oh, candidos legisladores, preocupados por enseñar a leer a vuestros compatriotas! Consagrad vuestros esfuerzos a una tarea más importante y oscura: haced que respeten a sus mujeres y amen a sus hijos.

EL NEGOCIO
Relación de un empleado
"Si aseguro que no soy rico, se me creerá probablemente. Lo peor es que, de cuando en cuando, se necesita gastar más dinero del que hay, porque la resignación es poca, y las tentaciones muchas, como debe de decir la Biblia en alguna parte.
"En una de estas ocasiones llenas de pecado me dijo un amigo:
"—No necesitas molestar a nadie. Tratándose de esa pequeña suma, ya fin de mes como estamos, nada te será más fácil que vender tu sueldo. Hay aquí un banco, una verdadera Providencia, que satisfará tu capricho mediante un interés nuy razonable.
"Pido perdón por descubrir a la faz del pueblo estas intimidades. Sé perfectamente que a nadie le importan. Pero, paciencia, que ahora viene el interés:
"—Y. . . ¿cuánto llevan?
"—El dos mensual.
"Cosa hecha, pensé. El 24 % al año no es nada, en países donde la plata se gana a espuertas. Vamos allá.
"Banco X. . . he aquí el nombre indicado, sigue reflexionando. Han de llover sobre este establecimiento bendiciones de los que tienen hambre y sed de un poco de oro. ¡ Oh beneficios del crédito, base del comercio, fuente de la prosperidad de las naciones!
"Entro y me aproximo a una de las ventanillas como el penitente a la celosía del confesionario, y con los ojos suplicantes y la voz temblorosa del que va a recibir el inmenso favor de que le presten, con absoluta garantía, al 24 %, expongo mi caso.
"—¿Es usted accionista? —me pregunta el padre confesor.
"—No, señor, usted perdone.
"—Tiene que comprar treinta acciones.
"—¡Treinta acciones!
"—Pero este mes no abona más que tres acciones. Además del 2 % hay un 8 % de depósito. Además. . .
"—Usted dispense. Tenga la amabilidad de decirme cuánto me cobra por los 300 pesos que el tesorero de mi oficina le va a entregar dentro de ocho días.
"—Sí, señor. (Cálculos rápidos.) 69 pesos. (!!!)
"Yo.—(Mareado.) ¿Y aun debo... 27 acciones?
"Él.—Efectivamente.
"Yo.—Permítame retirarme. . . No me siento bien.
"(Mirada indignada del financista.)
"Aturdido, me arrastro hasta el compañero que me envió a semejante emboscada. Me mira y se ríe.
"—Resultado: me sacan 69 pesos y debo 27 acciones — articulo penosamente.
"—¿Y qué más quieres que ser accionista? Nunca las habrás visto más gordas.
"—¡Lo cierto es que nunca he visto nada igual! Pero esas malditas acciones ¿dónde se cotizan?
"—En ninguna parte.
"—¿Quién las quiere?
"—Nadie.
"—¿Pero reparte el Banco dividendo?
"—Nunca.
"—Entonces...
"—¿Entonces?
"—Nada, que así es cómo se hace la América: deshaciendo a los americanos".

L A C R I S I S

Un comercio que ha perdido su crédito, dentro y fuera del país; una agricultura malhadada, sobre quien todo pesa y a quien nada favorece; una industria incipiente e incapaz por ahora de contener el desastre; un enervamiento que reduce las actividades liberales a consumirse en pleitos; una política de comisarios, condenada a dar vueltas en la misma pista, entre un gobierno tullido y una cámara de sombras: he aquí el cuadro.
Seamos equitativos: la providencia se distrajo, y la mala suerte colaboró. Si llovía, llovía demasiado; si no llovía, era durante largos meses calcinantes. La inundación o la sed. La langosta se instaló; mientras Buenos Aires se preparaba a rechazar las maderas paraguayas, cortando a la nación los víveres de oro, el Chaco argentino enviaba sus alados ejércitos devastadores. El suelo y el cielo y las finanzas extranjeras parecían haberse conjurado de la revolución acá.
Pero precisamente la vitalidad de un pueblo se mide por los obstáculos vencidos. Al ataque de lo exterior debía responder una defensa lúcida, firme. En medio de la tempestad es cuando se ata el timón.
En medio de la incoherencia hostil de las cosas es cuando necesitamos saber mejor lo que queremos y cómo y con cuánta energía lo queremos. "Lo que constituye una fuerza, dice Barres, no es tan sólo la intensidad, es también la dirección". Podemos sentirnos débiles; a veces no es culpa nuestra. Razón de más para orientarnos obstinadamente. El horizonte está cerrado; nos ha de quedar, si no nos avenimos al naufragio, la brújula de la conciencia.
¿Y qué vemos por todas partes? Resignación.
Esta resignación morbosa prolonga desmesuradamente los períodos de abatimiento. Es una pereza del dolor que impide conocerlo y limitarlo. Es la misma pereza del placer que no conoce ni limita las condiciones de la prosperidad, y que haciendo embarcarse a las gentes en aventuras disparatadas, convierte las épocas de más feliz desarrollo en preludios de ruina. Los que tenían diez pidieron ciento para invertirlo en empresas cuyo riesgo no acertaron a calcular, y ahora se estrellan contra las puertas cerradas de los bancos.
La crisis no será un castigo, con tal que resulte una lección. El año 1907 fue un año terrible para los Estados Unidos. Los caminos de hierro pecaron allí, como aquí nuestros modestos comerciantes, por delirio de grandezas: megalomanía económica. Llegó un momento en que el papel ferrocarrilero fue rehusado; se suspendieron las obras comenzadas con los auspicios del colosal dividendo último; miles de obreros y empleados fueron arrojados a la calle; los pedidos a las fábricas disminuyeron bruscamente; los metales bajaron; las legiones de operarios hambrientos crecieron; los inmigrantes se volvían a Europa; los establecimientos bancarios vacilaron, y una multitud enloquecida se precipitó a retirar sus depósitos. Este golpe no fue un castigo, fue una lección. "Un gran número de hombres y de organismos, dice Lévy, tenían verdaderamente necesidad de esta prueba para recobrarse, para desprenderse de la especie de vértigo por el cual esta poderosa comunidad se dejaba arrastrar".
Y fue una lección en el acto aprendida. Se cegó la vía de agua heroicamente. Hacía falta tranquilizar al público; hacían falta millones, y se encontraron. Los formidables piratas de la Quinta Avenida obedecieron al sentimiento de solidaridad nacional. Bajo la dirección de Pierpont Morgan, abrieron sus arcas y Roosevelt, el enemigo épico del trust, tuvo que agradecerles su esfuerzo y unirse a ellos en nombre de la patria. La tormenta pasó. Los yanquis perduran.
No comparo los recursos de Norte América con los del Paraguay. Sería absurdo. Pero, guardando las proporciones, el método de resistencia es el mismo. Acudir siempre a las fuentes fundamentales de riqueza y trabajarlas sin desmayo. Estudiar con valor las dimensiones del mal, y sacrificarse en común cuando suena la hora decisiva. Aprovechar la enseñanza para divagar menos, y para hacer viables las creaciones futuras.
Leed los diarios: leed esos desfallecidos y convencionales artículos, en que se adivina la pluma de un soñoliento repórter, y en que se acumulan frases hechas con igual indiferencia que si se tratara de una historia de otro planeta y de otro siglo.
Pero la naturaleza es más robusta que nosotros, y nos curará aunque nos empeñemos en sucumbir. Vendrá la reacción lenta y potente. Convaleceremos. Cuando miro las viviendas desalquiladas de Asunción —ya que muchas familias no aguantan más y huyen al campo— pienso en la tierra. ¡ Bendita crisis descentralizadora! ¡ Caballeros elegantes y tronados, id a rascar la tierra fecunda! ¡ Señoras
miles de obreros y empleados fueron arrojados a la calle; los pedidos a las fábricas disminuyeron bruscamente; los metales bajaron; las legiones de operarios hambrientos crecieron; los inmigrantes se volvían a Europa; los establecimientos bancarios vacilaron, y una multitud enloquecida se precipitó a retirar sus depósitos. Este golpe no fue un castigo, fue una lección. "Un gran número de hombres y de organismos, dice Lévy, tenían verdaderamente necesidad de esta prueba para recobrarse, para desprenderse de la especie de vértigo por el cual esta poderosa comunidad se dejaba arrastrar".
Y fue una lección en el acto aprendida. Se cegó la vía de agua heroicamente. Hacía falta tranquilizar al público; hacían falta millones, y se encontraron. Los formidables piratas de la Quinta Avenida obedecieron al sentimiento de solidaridad nacional. Bajo la dirección de Pierpont Morgan, abrieron sus arcas y Roosevelt, el enemigo épico del trust, tuvo que agradecerles su esfuerzo y unirse a ellos en nombre de la patria. La tormenta pasó. Los yanquis perduran.
No comparo los recursos de Norte América con los del Paraguay. Sería absurdo. Pero, guardando las proporciones, el método de resistencia es el mismo. Acudir siempre a las fuentes fundamentales de riqueza y trabajarlas sin desmayo. Estudiar con valor las dimensiones del mal, y sacrificarse en común cuando suena la hora decisiva. Aprovechar la enseñanza para divagar menos, y para hacer viables las creaciones futuras.
Leed los diarios: leed esos desfallecidos y convencionales artículos, en que se adivina la pluma de un soñoliento repórter, y en que se acumulan frases hechas con igual indiferencia que si se tratara de una historia de otro planeta y de otro siglo.
Pero la naturaleza es más robusta que nosotros, y nos curará aunque nos empeñemos en sucumbir. Vendrá la reacción lenta y potente. Convaleceremos. Cuando miro las viviendas desalquiladas de Asunción —ya que muchas familias no aguantan más y huyen al campo— pienso en la tierra. ¡ Bendita crisis descentralizadora! ¡Caballeros elegantes y tronados, id a rascar la tierra fecunda! ¡Señoras empolvadas, no contempléis más tiempo los figurines de Buenos Aires; id a criar gallinas! La tierra nos salvará, la tierra en que retoñan las razas.

EL EMPRÉSTITO

Muchos se felicitan que entre dinero en el país. Se figuran que el dinero es riqueza. No; no hay más riqueza que el trabajo. ¿Existe acaso el propósito de emplear el empréstito exclusivamente en multiplicar el trabajo? ¿Se ha pensado en eso? ¿Hubo alguien capaz de pensar en eso?
Por de pronto, el empréstito representa una deuda: esto sí que es indiscutible. Una carga que juntar con las que ya abruman a la nación.
Lo grave es que la carga se distribuye desigualmente. Cuando una persona administra mal sus bienes, y para retardar la bancarrota pide prestado, recibe bastante menos del valor nominal. El resto queda en las garras del usurero y de los intermediarios. Se introducirá moneda en el mercado; se producirá matemáticamente el alza del precio de los artículos; padecerá el pobre, lo que no importará gran cosa a los que se enriquecieron en la operación.
La parte inmoral del asunto consiste en esto: lo que tal vez resulte para la colectividad un negocio desastroso resulta un negocio soberbio para unos cuantos particulares. Nada bueno puede provenir de una fuente inmoral. Los pueblos más atrasados e infelices de ambos continentes son los que más empréstitos han hecho.
Y lo que en su origen es inmoral lo sigue siendo en su desarrollo. Se abrirán créditos nuevos a los que ofrezcan garantías y a los amigos del poder, es decir, a los que no necesitan ni merecen socorro. En cuanto a esperar que del dinero vertido a mercaderes y a políticos llegue un centavo hasta el bajo pueblo, es un triste error. Poned un impuesto a la propiedad: al fin y al cabo lo pagarán íntegramente los desposeídos, los que, según la definición de Voltaire, temible burgués: "No tienen más que sus brazos para vivir". Bajarán los salarios, se extenderán la miseria y el hambre. Regalad en cambio dinero a los que ya lo poseen. No por eso mejorará la situación de la masa. Habréis aumentado la ociosidad y la imprevisión de los favorecidos. No es dinero lo que hay que regalar ni lo que se precisa, sino amor a la tierra y al trabajo, un poco de paz y de confianza.
La fortuna llovida del cielo corrompe y arruina. Es común la idea falsa de que la agricultura y la industria exigen para desenvolverse fuertes capitales. Lo contrario es lo cierto. Lo que dura y prospera y perdura es lo que nació humildemente, y se fue nutriendo de su propia sustancia. Los más poderosos organismos comienzan por la célula microscópica. En una región como la nuestra, donde casi todo está por hacerse, donde no hay caminos para lograr huir de las autoridades y donde la reducida población no conoce aún los oficios primeros ni las prácticas de labranza, ha de aglomerarse la riqueza en pequeños núcleos, amorosamente engendrados y criados, si es que se quiere que algún día haya riqueza. Ni los capitales vendrán, ni son convenientes. Las grandes instalaciones aquí son locura, decepción, fracaso. Es de sentido práctico; George os lo dirá mejor que yo: "Para conducir de vez en cuando dos o tres pasajeros, un bote es mejor que un vapor; unos pocos sacos de harina exclusivamente se pueden transportar con menos gasto de trabajo en una mula aparejada que en un tren de ferrocarril ; poner un gran depósito de géneros en el almacén de un camino de travesía, en el fondo de un bosque, sería sólo derrochar capital... Así como, por mucha agua que se vierta a un cubo, nunca habrá en él sino un cubo lleno, tampoco podrá emplearse como capital mayor cantidad de riqueza de la exigida por el mecanismo de la producción y del cambio, bajo las condiciones existentes de inteligencia, costumbres, seguridad, densidad de población, etc., peculiares a cada pueblo".
Y aquí volvemos al punto esencial. El deber de los hombres inteligentes del Paraguay no es traer dinero para proporcionar un alivio engañoso y honrar la injusticia. Su deber no es humillar a la nación en este mendigar lo ajeno, cuando hay en casa brazos y salud. Su deber es sembrar las verdaderas energías madres, las que en último término se reducen al amor, amor al hogar, a la tierra, al trabajo. Su deber es conseguir solidaridad, paz, confianza. Y para esta obra larga pero bella, penosa pero útil —la sola obra útil— maldita la falta que hace el empréstito.


ORO SELLADO

Se anuncia que entrará pronto en el país un millón de pesos oro, oro sellado. Un peso y pico por habitante. La opulencia.
¿Qué hacer con un peso? Tomar algunas copas de caña, y levantarse al día siguiente con la boca pastosa y sin ganas de trabajar.
Lo peor es que tarde o temprano habrá que pagar ese oro, debido a la generosidad reconocida de los usureros. Habrá que pagar bastante más de lo recibido, y, como siempre, unos recibirán y otros pagarán. Recibirá el rico y pagará el pobre.
Porque lo del peso por habitante es una equitativa ficción. Todos sabemos que los pesos idolatrados no saldrán de un pequeño número de bolsillos. Lo que entristece de veras es el contento con que varias víctimas del agio patriótico ven venir el oro sellado. Adoran el oro aunque inaccesible. Lo adoran, ¡ ay!, desinteresadamente, platónicamente.
Creen en su valor nutritivo, como el borracho en el del alcohol mortífero. Creen que la riqueza es el oro. Ni siquiera es la tierra. No están las cosechas encerradas en el jugoso terruño, sino en los brazos fieles y fuertes. Reíos, animosos obreros, de la aridez del suelo donde nacisteis. Reíos de la arena y de la roca, de la nieve y del sol. Arañad y rajad la ingrata corteza del mundo; arrancadla su virginidad terrible; ahondad, y encontraréis a diez metros o a cien la vena inmortal. Reíos del oro, blando y espeso metal para cadenas en hinchado chaleco de burgueses, ficha de jugadores, símbolo vacío de la energía humana. Reíos del oro y amad el acero. No hay más que una riqueza: la que está en nuestros músculos, en nuestra fe, dentro de nuestros cráneos. La riqueza única es el trabajo, es decir, la medida de nuestra vitalidad(1).
Y aquí las valientes, las que trabajan, son sobre todo las mujeres.
Son ellas las que afrontan, indefensas, la dura realidad. Son ellas, heroicas, las que despiertan la fecundidad de los campos, las que preparan lo indispensable a la vida, el pedazo de pan, el jarro de leche, la legumbre y la fruta; las que hilan y tejen y cosen; las que tienden al dueño de su alma el limpio lecho, y no se atreven a despertarle, y le espantan las moscas. Hambre, dolor, incertidumbre, soledad, guardan todo lo malo para ellas. Placer, orgullo, mesa y techo y ropa seguros, y algún dinerito para divertirse, todo lo bueno lo reservan para ellos, hijos, hermanos, esposos. Pero en verdad que son tan sólo hijos suyos y hasta la muerte. En verdad que estas mujeres amamantan a su patria.
Y a ellos, taciturnos de enfermo espíritu, turbados aún por las visiones del desastre, condenados a la esclavitud tradicional de la política, a ellos no se les inventa otra medicina que el oro sellado. ¿Quién pensará que en cuanto se establezca el nuevo mostrador y circulen nuevos billetitos de lotería desaparecerán el escepticismo, la debilidad orgánica y los vicios sociales? ¿Quién pensará que mediante este préstamo inesperado el hijo pródigo se pondrá a trabajar con furia? Se pretende remediar la bancarrota con más deudas, y apagar con leña el incendio. ¿Quién dudará del resultado?
Si en nuestro poder estuviera inspirar el desprecio hacia el oro, sellado con la codicia de los mercaderes, y encender el afán del trabajo, afán de libertad y de paz; si pudiéramos alejar de la quimera política a los ciudadanos útiles, si consiguiéramos siquiera llevar un poco de confianza, un poco de júbilo sano a los corazones de los niños silenciosos, y aliviar a las madres la formidable carga que las agobia, ¡ qué revolución inmensa! Pero no nos es dable sino gritar a ciegas el deseo obstinado de una suerte mejor; tal vez el destino nos escuche.
Ese millón, que es a lo que se reducen, después de pinchar la vejiga de la jerga financista, los famosos veinte millones del primer momento, nos hubiera hecho mucho bien, importado de otro modo. Figuráosle traído por diez mil familias de honrados operarios, agricultores o industriales, diez mil simientes, caídas del cielo con su menuda provisión de fécula cada una para su nutrición inmediata; diez mil hogares, núcleos directores de las costumbres futuras. Sueño irrealizable: entre nosotros y el mar están las estepas argentinas, capaces de tragarse media Europa. Son el vehículo del millón unos cuantos especuladores, y ése es el mal. Hay quien se queja de que sea tan poco dinero. Yo me felicito: ¡ojalá fuera la cuarta parte!

(1) Respuesta a cierta "metafísica del oro"...

EL O B R E R O


Un hecho notable, de que algunos se felicitan, es la resistencia del obrero paraguayo, demostrada en los obrajes y en los yerbales, donde se la explota a fondo, mientras que la mano de obra resulta inferior y más cara en tareas menos rudas. No es éste el lugar de describir el infierno de la esclavitud yerbatera, atizado por compañías riquísimas, que para aumentar sus criminales lucros han inventado el sistema de la deuda forzosa e inamortizable, bajo la cual sucumben, prisioneros año tras año, los infelices trabajadores. Un sistema análogo se adopta en las casas de baja prostitución; la desesperada mujer que entra en una de ellas no sale más, como no sea para entrar en otro prostíbulo, siempre con su deuda inicial encima, igual que el grillete de un condenado a quien se transporta de un presidio a otro. Las prostitutas están obligadas a comprar la ropa y los alimentos a su patrona. Lo mismo se hace en los yerbales; una vez preso, se puede asegurar que el obrero no ve ya un centavo de su jornal; tiene que dejarse robar en los boliches donde el negrero da generosamente carne podrida y caña consoladora.
Pues bien, lo extraordinario es que el campesino no surte el máximo rendimiento de sus energías si no es en tan infames condiciones. Se diría que sólo así vive a gusto, Jamás leemos en los diarios uno de esos buenos homicidios que refrescan el alma; uno de esos casos en que la víctima se vuelve verdugo, y el verdugo, víctima. Se matan, cuando han bebido, pero entre iguales. Borrachos y todo, no se les borra el tradicional respeto al padre jesuíta, luego al delegado del dictador, luego al sargento del mariscal, ahora al patrón y al jefe político, siempre al tirano o tiranuelo, grotesco señor feudal en cuyo blasón no hay más armas que el látigo. Taciturnos y dóciles, sus grandes protestas se reducen a huir. De cuando en cuando, parecidos a esas bestias domesticadas que la tortura devuelve al estado salvaje, se fugan al hospitalario monte o emigran al Mato, donde no hay, felizmente, otras fieras que el tigre.
Permitidle un poco de alivio. Subid su salario, o siquiera pagádselo. Toleradles algunas horas de ociosidad. Entonces, y ¿qué mayor prueba de que son desgraciados?, les veréis tumbados boca arriba, mirando las nubes, soñando; si tienen un puñado de pesos, los tirarán en seguida en alcohol o en jugar; la lujuria les asalta, y olvidan el dolor de su servidumbre ante el cuerpo sumiso de la hembra. Y si no hay plata ni amor preferirán dormir, dormir, ¡no pensar en nada! Ningún pueblo del mundo más supersticioso y alucinado; ninguno más indiferente a la muerte y a la prosperidad.
Inteligentes, con todo, ingeniosos y sutiles como todos los oprimidos. Pero su misma inteligencia les aconseja la pasividad, el desdén, el estoico silencio. Están enseñados por la historia de tres siglos.
Son cómicas las lamentaciones del gringo, industrial, ex proletario que viene a hacer la América. "¡Qué gente!, exclama uno de ellos. Es inútil pagarles mejor. No les importa el dinero. No les entiendo, le juro a usted. Yo he decidido pagarles el mínimo. Es la única manera de conseguir algo. He calculado lo que necesitan estrictamente para no morirse de hambre: tres pesos. Con este jornal no tienen otro remedio que ir a la fábrica todos los días. Antes les pagaba seis pesos, y de cada dos días no trabajaban más que uno. El otro dormían, y me reventaban. Además es preciso el rebenque. Yo me arreglo con el jefe político. Al que me fastidia lo lleva preso inmediatamente y se le acaricia la piel.
Con el boliche que he puesto al lado de la fábrica voy aguantando. Allí los domingos se cierra. Quiero decir que no se bebe en el establecimiento. Se vende la caña en botellas; que se emborrachen en casa. El que falta el lunes ya sabe lo que le espera: encerrona y paliza".
Otro aspecto de las lamentaciones:
"Lo malo es que las mujeres lo hacen todo; les alimentan y les cuidan a estos vagos. ¿Usted cree que los domina? Pues no. A lo mejor se marchan, le dejan plantado. ¡ Claro! Les aguarda la china con el puchero listo. ¡Ay, no cuidan de los intereses del patrón, no le toman cariño a uno!"
Si el sombrío peón suspendiera un instante su mudo desprecio a los cacicastros, piratas políticos y hombrecillos de negocios que le chupan la sangre, y se decidiera a desplegar los labios, diría:
"No me importa el dinero, porque apenas lo tenga me lo quitarán. No planto un árbol ni siembro el huerto porque apenas mi campo se valorice me despojarán de él. No me preocupa la prosperidad del país porque si el país prospera será a mi costa, y los muros de mi cárcel serán más gruesos todavía. No trabajo porque no hay esperanza. Nada me seduce más que escapar de este mundo por una puerta cualquiera: alcohol, juego, lujuria, contemplación, sueño, muerte".

LA ETERNA AGONÍA

No es raro que se intente defender a usureros todopoderosos, diciendo que no son ellos los que tienen la culpa de que el oro haya subido al 1400, sino el desequilibrio entre la exportación y la importación,
Se nos quiere aturdir con formulismos vacíos y cegar con fuegos de paja. Pasemos por alto el hecho de que no sabemos lo que se importa ni lo que se exporta. Es éste un país sin estadística. Además, la mayor parte de los fuertes importadores practican normalmente el contrabando. Supongamos que una cifra excede a la otra. ¿No bastará ese detalle?
Todos los médicos de experiencia descubren pronto que no hay enfermedades, sino enfermos. No hay importación ni exportación, sino importadores y exportadores. ¿Quiénes son y cómo se conducen?
En extensas regiones, donde los organismos abundan y se establece la concurrencia regular entre ellos, se pueden aplicar las leyes de los grandes números y los resultados de la economía política. En el Paraguay, no.
Las cifras de la importación y la exportación, aun en el caso ilusorio de que fueran auténticas, no significan nada. No son ellas las fundamentales ni las elocuentes. Lo fundamental y lo elocuente es que la exportación está monopolizada por unos cuantos especuladores, muy pocos, los mismos que disponen de los dos Bancos donde se vende el metal.
¿Cómo aplicar las reglas generales de la oferta y la demanda en semejantes circunstancias? Cuando un salteador de caminos os sale puñal en mano al encuentro, no se trata de oferta y demanda; se trata de algo más engorroso. Al estudiar el estado presente de las finanzas paraguayas, es necesario dejarse de las palabras crédito y comercio para emplear las de usura y robo. Tenemos que hablar con exactitud.
Los que producen, los campesinos que por medio de un ejército de prestamistas entregan el fruto de su labor a los exportadores, los obreros de los obrajes y de los yerbales, los que trabajan., en fin, ¿qué importan?, ¿qué reciben a cambio de las riquezas que labran? Algún trapo de pésimo algodón, pagado a precio escandaloso, y nada más. Se alimentan de raíces y de frutos silvestres, van medio desnudos, ¡y sin embargo todo sale de ellos! ¿Que os contestarían si os atrevieseis a afirmarles que la causa de su miseria consiste en que importan más de lo que exportan? Que os burláis como malvados o disparatáis como imbéciles. Pues bien, esos trabajadores en ruina son el Paraguay.
Aquí hubo crédito para la especulación, pero no para el trabajo. El pequeño trust de piratas se ha llenado de millones y la bancarrota es el castigo de los que han hecho el lamentable papel de cómplices gratuitos en la estafa nacional. En cuanto a los de abajo, su destino está descontado. Sobre ellos gravita entera la máquina social, y, descompuesta o no, pesa lo mismo.



EL GENIO NACIONAL

A propósito de la nacionalización de los extranjeros ha presentado La Tarde dificultades prácticas evidentes. Pero reconocerlas no es acatarlas. No es aplazamiento, pues, lo que conviene, sino preparación. El Paraguay propone plantear en seguida la reforma constitucional. Como no he tenido aún tiempo de estudiar la historia y el estado presente del país, nada útil podría yo decir sobre las apuntadas cuestiones. Personas cuya autoridad todos proclamamos son las llamadas a desarrollar los aspectos experimentales del problema. Mi objeto se reduce a insistir en un factor todopoderoso, sostén y conciencia de los pueblos: el genio nacional.
Fuera de la originalidad y de la energía no hay en el mundo cosa que valga, y, mas aún que la energía, la originalidad se impone largamente. Sin forma propia la energía es del primero que llega. Así uncimos animales castrados a nuestras carretas y hacemos andar nuestros molinos con el inconstante empuje de los vientos y con el estúpido caer de las aguas. La originalidad, en cambio, se apodera de la energía, la organiza cuajándola en el molde vivo de la voluntad, y la aumenta de generación en generación hacia la conquista del destino. Por eso lo más fuerte del hombre es una idea que no se dobla, y lo más formidable de una nación es la pureza de su genio, y el austero afán de conservarlo idéntico a sí mismo.
Hacerse paraguayo ha de valer una realidad, y no una fórmula. Lo que sólo está en el papel no merece la pena de escribirse. Ser paraguayo ha de significar ser algo definido, inconfundible. Cuanto más característica sea la fisonomía popular tanto más rápidamente se borrarán las fisonomías extranjeras. Cuanto más incompatible con cualquier otro sea el genio nacional, tanto más hondamente se irá transformando el genio extranjero, y la manera de pensar y de obrar de los extranjeros. El inmigrante se sentirá débil en medio de una gran unidad colectiva. Se sentirá extraño en medio de una gran homogeneidad. Verá imposible el triunfo sin incorporarse activamente a ella. El choque y el roce de los paraguayos netos desmoronará sus ángulos españoles, ingleses o alemanes, disolverá sus reminiscencias y evaporará sus nostalgias. La lucha pública, al envolverle en los intereses paraguayos, le dará esperanzas y ambiciones paraguayas, y antes quizá de engendrar hijos, habrá encontrado una madre, la madre común. Quien vino a renovarse se renovará verdaderamente. Entonces la letra confirmará el hecho, y la nacionalización no hallará obstáculos. Será una consagración y no una reforma.
El ciudadano que en este asunto, como en todos, quiera el bien de su patria, debe dedicarse a enriquecer y concentrar el genio nacional. Debe conocerlo y para ello debe amarlo, porque sólo se conoce a fondo lo que se ama. Debe preocuparle poco la pequenez del territorio, si el alma de los que lo pueblan no es pequeña. Debe preocuparle poco que no haya mucho dinero, si el que hay es de quien no lo ha robado. Debe preocuparle poco que no haya muchos cañones, si no se teme la muerte. Ni ejércitos ni fortuna poseía el puñado de puritanos de donde salió la colosal civilización norteamericana. ¿Quién hizo el milagro? ¿Quién vuelve inviolables a Bélgica y a Suiza? ¿Quién ha transfigurado a los japoneses, escuálidos indígenas de unos islotes desnudos? El carácter.
Tened el carácter; y todo lo demás os será entregado por añadidura. Cada individuo, cada pueblo, antes de ser esto o lo otro, ha de empeñarse en ser, en ser él mismo. Entonces la materia bruta, bronce de armas, oro de opulencias, se rinde al deseo, y las vehementes fuerzas naturales se abandonan como hembras a la virilidad del espíritu humano.
El Paraguay, por lo castizo de su origen, por lo que ha sufrido y se ha templado en una guerra cruel, y también por lo reducido de su extensión, está predestinado a crearse un carácter potente y fecundo. Ese carácter representa para todos la grandeza futura.

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